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San Juan Climaco: La Escala de las Virtudes.



El cuarto domingo de la Cuaresma, celebramos la memoria de San Juan Clímaco.

Durante el siglo VI, el monte Sinaí se encontraba lleno de monjes que vivían en monasterios y cuevas, siguiendo la regla de san Basilio y la legislación de Justiniano. Entre todos ellos brilló con luz propia el monje Juan, apodado “Clímaco”. Son muy escasos los datos que tenemos sobre la vida de este monje que fue abad del Monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí hacia fines del siglo VI y principios del VII. La fuente de información más valiosa es la breve biografía escrita por el monje Daniel, del Monasterio de Raitu. Si bien Daniel afirma no saber con certeza dónde nació y creció, algunos sostienen que lo hizo en Antioquía, ciudad en la que habría vivido hasta la edad de dieciséis años. Fue entonces cuando ingresó al monasterio ubicado sobre el monte Sinaí “pretendiendo con esto que hasta el mismo nombre y condición del lugar visible despertase su corazón, llevase sus ojos a la contemplación del Dios invisible y le convidase a ir hacia él”, según palabras del monje de Raitu. A pesar de su juventud, Juan había recibido antes de ingresar al monasterio una importante formación “en las ciencias seculares”. La formación del postulante estuvo a cargo del abad Martyrius, quien le confirió la tonsura monástica a los veinte años. Luego Juan continuó bajo la guía de su maestro durante quince años. Entonces, al morir el abad Martyrius, pasó a la vida solitaria en una gruta del propio Monte Sinaí. Daniel afirma que comía poco; que venció la avaricia “porque contentándose con lo poco, no tenía necesidad de codiciar lo mucho”; y que con sus ejercicios de piedad y con la memoria de la muerte dejó atrás la pereza. Además, dice que había recibido el “don de las lágrimas”. Se apartaba a un “refugio secreto, una cueva en la ladera de una montaña, donde nadie lo podía ver u oír, y allí elevaba su voz al cielo con tan grandes gemidos, suspiros y clamores como quien recibiera el cauterio del fuego y otras curas del mismo estilo”. Su primer discípulo fue un monje llamado Moisés. Con el paso del tiempo muchos otros comenzaron a acercársele buscando en él un guía espiritual.

Siendo Juan muy mayor, los monjes del Sinaí le solicitaron que tomara a su cargo el monasterio. Él se resistió, pero era tal la determinación de los monjes que tuvo que ceder al pedido. Siendo abad del Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí redactó la “Santa Escala”, en respuesta a una solicitud de su colega el abad Juan del Monasterio de Raitu. Esta obra, que alcanzaría gran trascendencia durante la Edad Media, le valió el apodo de “Clímaco” (“Climax”en griego significa “escalera”). Al sentir que su muerte se acercaba, Juan dejó el cargo de abad a su hermano Jorge y volvió a su vida solitaria. La fecha de su muerte, al igual que la de su nacimiento, no se sabe con precisión.
La Santa Escala es una guía para recorrer el camino interior hacia Dios. El asceta reconoce que alcanzar su meta (desligarse del mundo y unirse a Dios) no depende sólo de él, por ello se educa en la humildad sometiendo su voluntad a la del guía espiritual, el pastor. La Santa Escala consta de treinta escalones. Los primeros veintitrés están referidos a la lucha contra los vicios, los siete restantes a la adquisición de las virtudes. 



La oración y el ayuno
“Este género no sale sino con oración y ayuno”

Homilía de Monseñor Pablo Yazigi, Arzobispo de Aleppo

En el cuarto domingo de Cuaresma, la Iglesia conmemora a San Juan Clímaco, autor del libro de la Escala de las Virtudes. A través de este escrito, la Iglesia nos ofrece un modelo de la vida ascética monástica. Por ello, ella propone la lectura de este pasaje del Evangelio, en que el Señor hace hincapié en la necesidad y la singularidad del ayuno y de la oración en la vida del cristiano.

Después de haber conmemorado en el primer y segundo domingo de la cuaresma dos acontecimientos históricos, al referirse al domingo de la Ortodoxia y al de San Gregorio Palamás, cuyo contenido es dogmático por excelencia, sobre la rectitud de la fe y la “teoría” (o sea, el término griego para referirnos a la contemplación de Dios), la Iglesia ofreció, el domingo pasado, el de la Cruz, como una herramienta para bajar la contemplación y la fe recta a la esfera de la práctica. En esta perspectiva, la Iglesia propone en el cuarto y quinto domingo de la cuaresma, en la persona de los Santos Juan Clímaco y María de Egipto, dos ejemplos de vida que se transformaron por la oración, el ayuno y el arrepentimiento verdadero.

La oración y el ayuno podrán parecer prácticas para los monjes y no para todos, a pesar de la afirmación de la Iglesia que son para todos los cristianos. Si las comunidades monásticas practican estas dos virtudes, el cristiano, donde fuera, no debería abandonar estas dos armas, ni la gracia que tienen, pues el texto bíblico es claro y confirma que nuestra lucha es contra “los espíritus del mal en el aire”, según la expresión del apóstol Pablo. Y dicha lucha no puede llegar a su final victorioso sin el ayuno y la oración. Así es que, si un cristiano - que no vive en un ámbito monástico - no puede ejercer algunas prácticas, entonces tiene que inventar para sí mismo métodos adecuados, para que no se debilite en esta guerra espiritual. Por lo tanto, necesita tener una profunda comprensión y tomar una mayor conciencia del ayuno y de la oración con el fin de dominar estas dos herramientas de manera profesional, aun haciéndolo por distintos medios.

El vínculo entre el ayuno y la oración, sobre el cual el Evangelio hace hincapié, se basa en la composición psico-somática del ser humano. El hombre adora a Dios con todo su ser; por lo tanto, los dos pilares de la vida espiritual son la oración y el ayuno. La oración es el “ayuno de la mente”, mientras que el ayuno es la “oración del cuerpo”.

La oración, tal como la define San Juan Clímaco, es “la familiaridad con Dios”. Es decir la fijación de la mente en la contemplación de Dios y de la Palabra divina. Por lo tanto, el enemigo de la oración son los pensamientos que roban de la oración la serenidad y la permanencia en ella. Las multitudes de pensamientos y la imaginación son comidas exquisitas, aunque engañosas, para la mente humana. Por lo tanto, quien ora realmente sufre internamente luchando para expulsar los pensamientos y permanecer en la oración. Cortar los pensamientos es más duro que la amputación de los miembros. El cristiano practica el ayuno de los pensamientos ya que su mente no vive sino del pan celestial, es decir de los pensamientos divinos; se deshecha de todo pensamiento terrenal, eligiendo para su mente los buenos pensamientos del ayuno, y vive sólo de ellos. Por lo tanto, el ejercicio de la oración nos conduce a un debilitamiento de los pensamientos terrenales y permite a nuestra oración despegar. Esto es posible cuando la mente ayuna de algunos pensamientos voluntariamente, y elige los buenos pensamientos.

Además, el ayuno es la oración del cuerpo. San Gregorio Palamás, utilizando la palabra de la Biblia que habla del “grito del asesinado Abel hacia Dios”, dice que, del mismo modo, los miembros en ayuno gritan al Señor con la seguridad del Espíritu. De este modo, una persona puede orar con los miembros de su cuerpo al Señor: por el ayuno, el hombre pone su cuerpo en estado de oración permanente.
Por el ayuno, el hombre elige los alimentos que le convienen, que no están basados en una mentalidad carnal, sino en que el hombre vive de la palabra que sale de la boca de Dios. Pues, por el ayuno, el hombre elige vivir no para sí mismo, sino para Dios. Es decir que él se conforma, por medio del ayuno, en definirse a sí mismo dónde encuentra su propia riqueza, necesidad y meta. Por medio del cuerpo, nos damos cuenta que necesitamos del Espíritu, de Cristo quien es la verdadera comida y la bebida viva.

Para el hombre hambriento, su cuerpo se convierte en un despertador que lo acompaña recordándole la meta de su vida, y la presencia de Dios. Así, el hambre, por ejemplo, es una oración silenciosa del cuerpo. Tal como la mente reza con las palabras, del mismo modo, el cuerpo reza por el hambre voluntaria por Dios. El hambre es la oración del cuerpo, tal como las palabras son la oración de la mente.

Además, por la oración ayunamos de los pensamientos, y expresamos por nuestra mente nuestra necesidad de la Palabra divina, dejando de lado toda otra palabra, porque el Señor es el alimento vivo y el maná verdadero para la mente humana.

El hombre que guarda su mente con la oración y su cuerpo con el ayuno, es como una casa de dónde han sido expulsados los demonios, quedó limpia y se convierte en una casa de Dios y un templo del Espíritu.

Así, toda lucha para llegar a la resurrección, a la contemplación de Dios y a Su morada en nosotros, debe estar basada en estas dos virtudes: en la oración como ayuno de la mente, y en el ayuno como oración del cuerpo. Amén.

Fuente: http://www.acoantioquena.com/destacados/domingo-de-san-juan-climaco

Publicado por: Byzcath Mx

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