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La gloriosa Ascensión del Señor.

   

Después de la bienaventurada y gloriosa Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, en la cual fué levantado por el divino poder aquel verdadero Templo de Dios que la impiedad de los judíos había derribado; se han cumplido hasta  hoy cuarenta santos días, ordenados por disposición divina para nuestro provecho y enseñanza; a fin de que mientras dilataba el Señor todo este espacio su presencia corporal, se confirmase con los argumentos necesarios la fe de su resurrección. Porque la muerte de Cristo había turbado mucho los ánimos de los discípulos, y con el suplicio de la cruz, y la muerte de su Señor, y el entierro de su cadáver, habían caído en gran tristeza y en cierto desfallecimiento y desconfianza. Por esta causa los dichosos apóstoles y todos los discípulos que andaban temerosos sobre el suceso de la cruz,, y dudosos en la fe de la resurrección, de tal manera se consolaron con la evidencia de la verdad, que al subir el Señor a las  alturas de los cielos, no experimentaron tristeza alguna, antes, bien se llenaron de grande gozo. Y verdaderamente era grande e inefable la causa de su alegría, cuando a vista de aquella santa multitud se levantaba la naturaleza del linaje humano sobre la dignidad de todas las criaturas celestiales, para sublimarse sobre los coros angélicos, y encumbrarse sobre la alteza de los arcángeles; y no parar en ninguna altura por sublime que fuese, hasta ser recibido en el solio del eterno Padre, para asociarse a la gloria de su trono, como su divina naturaleza se había asociado a la humana, en la divina persona de su Hijo. Ahora, pues, ya que la Ascensión de Cristo es una elevación de nuestra naturaleza, y a donde subió primero la gloria de la cabeza, allá es llamada la esperanza del cuerpo, alegrémonos con grande gozo y con piadosas acciones de gracias celebremos nuestra dicha, porque hoy no solamente hemos sido confirmados en la esperanza de poseer el paraíso, sino que también hemos ya entrado en persona de Cristo en aquel reino soberano de los cielos, alcanzando mayores bienes por la gracia de Cristo, que los que por envidia del diablo habíamos perdido: porque a los que el maligno enemigo hizo caer en la felicidad de la primera mansión, los colocó el Hijo de Dios incorporados a sí a la diestra del Padre: con el cual vive y reina en unidad con el Espíritu Santo Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén. (Serm. I, Sancti Leonis Papae, de Ascens. Domini.)

   Reflexión: ¡Qué gozo no infunde en el corazón humano la exaltación de Cristo en este día y qué ansias tan vehementes no se despiertan en él de acompañarle en su gloria! Pues Cristo primero se abatió y se humilló. Las afrentas e ignominias de la Pasión, precedieron al triunfo de su ascensión gloriosa. Humillarse, pues, padecer afrentas y desprecios del mundo, he ahí el medio seguro de ser participantes de su dicha. Quien se humilla será ensalzado: a mayor humillación, corresponde mayor encumbramiento: a una humillación como la de Cristo, una exaltación como la de Cristo también. ¿Eres pobre porque el Señor te ha puesto en ese estado que Cristo escogió para sí? ¿Te desprecian los malos porque eres bueno? Mil veces dichoso tú, si no desmayas. Cesará esa afrenta y ese abatimiento: y en día no lejano quizás, oirás sobre ti la voz de Dios que te dice: Alégrate, siervo bueno y fiel: entra en el gozo de tu Señor.

   Oración: ¡Oh Dios omnipotente! Rogámoste nos concedas que los que creemos que tu unigénito Redentor nuestro el día de hoy subió a los cielos, vivamos también con nuestro espíritu en las moradas celestiales. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

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