By. Jorge Norberto Ferro
Difícilmente abramos un libro de Chesterton sin que nos topemos con algún loco de veras, o con alguien que pase por serlo, si es que estamos frente a una novela o un cuento. Y en sus ensayos o artículos, la cuestión de la demencia y la cordura asomará tarde o temprano. Bien lo ha señalado, entre nosotros, Carlos Velasco Suárez:
"Chesterton se ocupó, en reiterados y siempre centrales momentos de su obra, de la locura. De la locura ínsita en los entresijos vivientes, palpables y cotidianos de su cultura, de nuestra cultura" (1).
Precisamente el gran paladín de la sensatez y del sentido común es quien ha pintado con insistencia "una perspectiva de su época con el manicomio como su telón de fondo" (2).
Constantemente juega Chesterton con los dos valores posibles que pueden asignarse a la locura: la espantosa tragedia de la locura real, enseñoreada en el mundo que le tocó vivir -y agravada en el nuestro, podríamos agregar-, y aquello que es "locura para el mundo", según los criterios mundanos, cuando en verdad es sabiduría según Dios. Sus personajes principales siempre están expuestos a ser tomados por locos por quienes aparecen sólidamente instalados en "el mundo", por los "triunfadores", por los -la paradoja es inevitable en Chesterton- supersticiosos racionalistas que dan el tono a la sociedad contemporánea. Así por ejemplo el capitán Dalroy de La Hostería Volante, o el Mc Ian de La Esfera y la Cruz, o el Inocencio Smith de Hombrevida, se verán como orates a los torpes ojos miopes de sus materialistas perseguidores. El mismo Padre Brown hará muchas veces una figura extravagante, recortado sobre el fondo del mundo moderno. Pero Chesterton no vacila en afirmar y mostrar de mil maneras que es este mundo moderno el que, en su apostasía, ha desembocado en la más patética de las locuras.
Y por eso persigue al cuerdo, sin darle tregua. El manicomio es, muchas veces, el lugar destinado por el mundo al hombre cabal. La tiranía de los poderes mundanos se vale de la herramienta psiquiátrica como instancia inapelable para neutralizar a los díscolos, a quienes no entran en sus esquemas. Hay una sola nota de angustia en aquellos pasajes chestertonianos que muestran al hombre común a merced de los "expertos" que pueden reducirlo, de hecho, a la situación de recluso, tal como vemos en El Regreso de Don Quijote, por poner sólo un ejemplo. Las "clínicas psiquiátricas" no son, para Chesterton, patrimonio exclusivo de la Rusia soviética. Su sombra se proyecta amenazante en la opulenta sociedad capitalista, con recursos más sutiles en todo caso. Pero la esencia es la misma.
Estamos en un "mundo al revés", donde los términos se han invertido. Y Chesterton se empeña en colaborar para que todo vuelva a su sitio.
El poeta y los lunáticos
En esta serie de cuentos la cuestión aparece ya en el título mismo. Gabriel Gale, el protagonista, es un artista (pintor y poeta) cuya vida se ha visto providencialmente entretejida con el universo de los locos. Y ya desde el primer momento se nos ofrece la paradoja de que es él quien es tomado por loco, cuando en realidad es el guardián de un típico exponente de la "cordura" moderna: un eficiente y práctico "hombre de negocios".
Gabriel Gale conoce bien el tema. Porque así como el Padre Brown había capturado a un peligroso criminal guardándolo bajo su propio sombrero, Gale entiende por connaturalidad los senderos de la locura. Pero también conoce los remedios. Así es que le dice a un amigo, hablando de un científico cuya demencia es el único en advertir:
"Quizá piense usted que estoy tan loco como él, pero ya le he dicho que yo soy a la vez como él y diferente de él. Soy como él porque también yo puedo comprender el recorrido de estos alocados pensamientos y simpatizo con su amor a la libertad. Soy diferente de él porque puedo en general, gracias a Dios, encontrar el camino de regreso a casa. El loco es el que pierde el camino y no sabe regresar" (3).
El regreso: otro tema típicamente chestertoniano. Toda su vida fue caminar de vuelta a la casa del Padre. Y a esta casa es adonde su personaje trata de hacer volver a sus tan queridos extraviados, a través de riesgos que no minimiza. Pero para eso debe conservar el tesoro de la cordura:
"¿De qué utilidad sería yo para todos mis dementes hermanos una vez hubiese perdido el equilibrio en la cuerda floja del abismo?" (4).
La cordura es un don precioso, que debe devolver a los que la perdieron. Lo que implica riesgos:
"De nuevo se dijo, como una advertencia, que la misión de su vida parecía ser pasearse constantemente por la cuerda floja, sobre aquel abismo que tantos hombres imaginativos se había tragado" (5).
La moderna incapacidad de aceptar verdades objetivas, la indiferencia frente a la verdad, está en el corazón de nuestra época, y se manifiesta en su arte dislocado, como advierte Gale en ocasión de su encuentro con un escultor que acaba en asesino:
"La teoría que el artista había valorizado sólo como ardiente inspiración; pero permaneciendo indiferente a la cuestión más apacible de si era verdad" (6).
Gale advierte la raíz de la locura en la actitud soberbia del hombre que desprecia su creaturidad, y sus consiguientes límites. Algo que en el mundo moderno ha alcanzado niveles más allá de los cuales no parece fácil llegar. Ese odio a todo límite que caracteriza nuestra "cultura" actual no puede llevar sino a la demencia:
"Entonces comencé a pensar que el ser uno mismo, que es sinónimo de libertad, es limitación de uno mismo. Estamos limitados por nuestros cuerpos y nuestros cerebros, y si nos evadimos, dejamos de ser nosotros mismos, e incluso, quizá de ser algo" (7).
La hipertrofia del yo, el omnívoro subjetivismo de nuestros días, que ha endiosado al hombre, necesita desesperadamente chocar con los límites sólidos de lo real para recuperar el sentido de las cosas. Ese choque tiene, para Chesterton, alto valor terapéutico, como lo dice por boca de Gale al referirse a un personaje que se tambalea al borde de la insania:
"Tenía la certeza de que si no se daba cuenta de sus humanas limitaciones, de una forma brutal e instantáneamente, algo ilimitado e inhumano se apoderaría de él de un momento a otro. [...] Tenía que ser algo rápido, decisivo, que le revelase los límites del mundo de la realidad; [...] Nadie más que yo sabía hasta qué punto se había alejado por aquel camino; como sabía que no había para él más salvación que el descubrimiento brusco, agudo, doloroso, de que no podía controlar la materia ni los elementos; [...]" (8).
El sentido del dolor
La soberbia humana no despierta de su error sino por el sufrimiento. La Providencia, que escribe derecho con rayas torcidas y saca bien de los males, permite entonces que suframos en un misterio de la misericordia divina cuyo sentido último no siempre advertimos. Chesterton nos hace esta consoladora reflexión:
"No hay más cura para esta pesadilla de la omnipotencia que el dolor; porque es lo que el hombre sabe que no toleraría si tuviese realmente la facultad de dominarlo" (9).
El hombre moderno quiere controlarlo todo, y no acepta que algo no dependa de él. Se niega obstinadamente a recibir, y se resiste a lo que no puede dominar. "¿Por qué le haría una tempestad creer a un hombre que es Dios? Si tiene un poco de sentido común le hará más bien sentir que no lo es" (10), afirma Gale. Pero es más fácil negar la tormenta, refugiándose en el confort.
Aquí está la locura definitiva: querer anteponerse a Dios, autoerigirse en Dios. Y el remedio está en la actitud contraria:
"[...] la peor y más miserable especie de idiota es aquel que cree haberlo creado y contenerlo todo. El hombre es un ser viviente; toda su felicidad consiste en esto; o, como la Voz Suprema nos manda, en convertirnos en un chiquillo. Todo su goce consiste en recibir un regalo o presente que él, chiquillo, valora con profunda comprensión porque es una "sorpresa". Pero sorpresa impropia, algo que procede de fuera de nosotros; y gratitud, lo que viene de alguien ajeno a nosotros mismos" (11).
Ser como niños, aceptar el regalo de la existencia, maravillarse, dar gracias: allí está la clave para mantenernos cuerdos. En eso Chesterton es maestro incomparable. Y cuando rechazamos esa actitud, el dolor es lo que puede indicarnos el camino de vuelta. Se insiste demasiado tal vez en el "optimismo" de Chesterton, en su alegría, en su gozo. Pero cuando habla del dolor, habla de lo que conoce. Fue un hombre que sufrió. Claro que no hizo ostentación de sus dolores, sino que con un recato viril supo velarlos y destilar con ellos consuelo para los demás. Hacia el final de su vida, nos dice Maisie Ward:
"Revisando su vida a la luz de la acción de gracias que había sido su clave, la consideraba "inexcusablemente feliz", y era en verdad una existencia humana rica y plena. Sin embargo, el padre Vincent, que le conocía íntimamente, habla de él en estos años como agobiado por los acontecimientos públicos, como sufriendo con los dolores de la creación. "Estaba crucificado en su pensamiento" (12).
El humor y los "intelectuales"
Pero nunca se empañó su buen humor, otro de los puntales de su salud mental. Sabía que es malo tomarse demasiado en serio, con esa seriedad terrible y hueca con que solemos tomarnos a nosotros mismos. Para él, ese envaramiento concluye en soberbia y, por tanto, en locura. Por eso es bueno saber reírse, sobre todo de uno mismo. El hombre mundano no entiende este tipo de humor. "El bromear no trae dignidad alguna; y por eso es por lo que hace tanto bien al alma" (13).
Un magnífico almácigo de locos eran para él los cenáculos de "intelectuales", donde este tipo de sano humor brilla por su ausencia, y que resultan verdaderas usinas de demencia. Los llama "tontos". Son verdaderamente "necios", locos en el sentido escriturario más duro. Vale la pena detenerse en un página severa, cuyo tono fuerte nos da una idea de la gravedad que le asignaba al asunto:
"Lo que llamamos el mundo intelectual está dividido en dos clases de personas: las que veneran la inteligencia y las que la usan. Hay excepciones; pero, generalmente hablando, no son nunca la misma gente. Los que usan la inteligencia nunca la veneran; saben demasiado sobre ella. Los que veneran la inteligencia nunca la usan; como se ve por las cosas que dicen sobre ella. De aquí ha salido una confusión entre la inteligencia y el intelectualismo; y como la suprema expresión de esta confusión, algo que se llama en algunos países la Intelligentsia, y en Francia especialmente, los Intelectuales. En la práctica eso consiste en círculos o reuniones de gente que habla principalmente de libros y cuadros, pero sobre todo de libros nuevos y cuadros nuevos; y sobre música, siempre que sea muy moderna, o como algunos dirían, muy inmusical. El primer hecho que debemos recordar es que lo que Carlyle dijo del mundo es muy especialmente verdadero del mundo intelectual: que la mayor parte son tontos. Realmente, despierta una curiosa atracción en los tontos completos, como el fuego en los gatos. Yo he visitado frecuentemente tales sociedades, en condición de tonto común o normal, y casi siempre he encontrado allí unos pocos tontos que eran más tontos de lo que yo habría creído posible en un hijo de mujer; gente que apenas tenía cerebro para ser considerado como idiotas. Pero les comunicaba un resplandor interno encontrarse en lo que ellos consideraban la atmósfera del intelecto; porque lo veneraban como a un dios desconocido" (14).
Chesterton frecuentó estos ámbitos, sobre todo en su juventud, y hasta -como tantos ingleses de su época- se asomó a los abismos ocultistas. El capítulo de su Autobiografía en que nos relata esto lleva precisamente por título "De cómo se convierte uno en loco". Nos habla allí del "estado de melancolía enfermiza y ociosa por la que atravesé en aquella época" (15). El ambiente frívolo y decadente del mundillo del arte de entonces -huelga decir que ahora estamos peor- amenazaba convertirlo en un pesimista más al uso, hasta que cayó en la cuenta de que esto le ocurría al artista porque:
"[...] no ha meditado realmente la magnitud de su deuda hacia lo que le ha creado y le ha permitido ser algo. En el fondo de nuestro pensamiento, existía una llamarada o estallido de sorpresa ante nuestra propia existencia. El objeto de la vida artística y espiritual era sacar a la superficie esta sumergida aurora maravillosa, de modo que un hombre sentado en una silla pudiera comprender que estaba vivo y era feliz" (16).
Y este será el programa que acompañará toda su vida y que constituye el eje de su obra. Y de allí que siempre, por más cabriolas que haga y por más revueltas que tengan sus senderos, podrá encontrar "el camino de vuelta".
La clave para ser cuerdo
En esta actitud de siempre renovado asombro, de ser "como niño", de sentirse creatura, de saberse en deuda, de perpetua gratitud, está la clave de su sentido común, de la rectitud de su pensamiento, de su sensatez. Y de toda su obra. En su "Libro de notas" encontramos algunos poemas breves que nos dan en cifra todo lo que encontramos constantemente en sus novelas, cuentos y ensayos. Por ejemplo, el que lleva por título "Anochecer":
"Aquí muere otro día,
durante el cual tuve ojos, oídos, manos
y el vasto mundo en torno mío;
y mañana empieza otro.
¿Por qué se me conceden dos?" (17).
Chesterton se sabe en manos de la Providencia, y se abandona "como un niño en brazos de su madre". Tiene el don de recordarse creatura, intrínseca e íntimamente dependiente de su Creador. Así lo expresa en los versos que tienen el divertido título de "Situación social":
"Sin duda, estamos en una novela;
lo que me gusta de este novelista es que
se preocupe tanto de sus personajes secundarios (18).
Se siente "personaje secundario". Sabe que debe dirigirse "al último lugar". Pero ya entonces, esta confianza y abandono no radican en cósmicas fuerzas ciegas e impersonales. La raíz de su cordura está en el amor a una Persona concreta. Citémoslo por última vez en otro de sus poemas, "Parábolas":
"Había un hombre que habitaba en Oriente hace siglos, y ahora no puedo mirar un gorrión o una oveja, un lirio o un campo de mieses, un cuervo, una puesta de sol, un viñedo o un monte, sin pensar en él. ¿Si esto no es ser divino, qué lo es?" (19).
Enamorado de Cristo, y de la "locura" de la Cruz, a la que cantó bellamente. Y eso lo preservó de la locura del mundo.
NOTAS
VELASCO SUÁREZ, Carlos A., Chesterton y la locura, en Psicología médica. 1, II (1975), p. 112.
KIRK, Russell, Chesterton, Madmen, and Madhouses, en VV.AA., Myth, Allegory and Gospel, John W. Montgomery & Chad Walsh, Minneapolis, Bethany Fellowship, 1974, p. 33.
El poeta y los lunáticos. Trad. de Manuel Bosch Barrett, en Obras Completas, II, Barcelona, Plaza & Janés, 2a. ed., 1961, p. 1410.
Ib., p. 1425.
Ib., p. 1426.
Ib., p. 1480.
Ib., p. 1409.
Ib., pp. 1450-1451.
Ib., p. 1454.
Ib., p. 1450.
Ib., pp. 1453-1454.
WARD, Maisie, Gilbert Keith Chesterton, Bs. As., Poseidón, 1947, p. 495.
La fantasía evaporada, en Alarmas y digresiones, Obras Completas, I, Barcelona, Plaza & Janés, 1961, p. 1055.
Obstinada ortodoxia, en Lo que es, trad. Ernesto Palacio, Bs.As., La Espiga de Oro, 1944, pp. 61-62.
Autobiografía, en Obras Completas, I, p. 72.
Ib., p.82.
En WARD, M., op. cit., p. 63.
Ibíd.
Ib., p. 66.
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