Es un foco puro de vida espiritual el que se ha apagado entre nosotros con el P. Vayssière, "el santo Provincial de Toulouse" según se lo apodaba habitualmente en la Orden de Sto. Domingo, en la que era bien conocido el carácter exclusivamente sobrenatural de su personalidad. El puñado de recuerdos que presentamos aquí quisieran contribuir a prolongar el efecto de aquella llama que habitaba en él y cuyo vívido calor no será reemplazado. En sus últimos días, sólo veía de su larga vida el encadenamiento de todo lo que la Santa Virgen había hecho por él: "Todo ha sido misericordia en mi vida -decía- y misericordia de María". Y resumía esa misericordia en tres gracias esenciales de las que habían surgido todas las otras: la gracia del sufrimiento, la gracia de la soledad, la gracia de la revelación de la Virgen a su alma. Que les sea permitido a sus hijos agregar a esta enumeración la gracia que le fue dada para ellos y que llamaría su gracia de paternidad. Sigamos ese encadenamiento que nos da la interpretación sobrenatural de su alma y de su vida.
La gracia del sufrimiento
Para apreciarla debidamente hay que comprender cuál fue el impulso de esa alma hacia la bella y rica vida dominicana. De seminarista era impulsivo, ardiente y de carácter impetuoso. Es fácilmente creíble porque siempre permaneció así.
Había en él una llama. Esta llama iba en aumento desde la época de su Seminario Mayor, y el objeto habitual de conversación con su íntimo amigo era la vida sacerdotal y el medio de volverla perfecta. Un día leyó la vida de Lacordaire, y, en una página cualquiera, oyó dentro de él un repentino: "serás dominico", que lo decidió para siempre. Quiso, por tanto, hacerse dominico "para predicar"; no había nada más claro en su espíritu, y fue Lacordaire quien lo indujo.
Con ese ardor entró al noviciado de Toulouse, y allí se aplicó al trabajo de su perfeccionamiento, y fue plenamente feliz: "Estoy demasiado contento", le decía con aprensión a su Padre Maestro, y relató con frecuencia con qué consolación repetía sin cesar las palabras del salmo, aplicándolas a su estado de huérfano: Mi padre y mi madre me han abandonado, pero el Señor me ha tomado consigo.
Comenzó brillantemente sus estudios. Pero estos hermosos inicios de un sujeto de excepción debían rematar de un modo distinto al pensado. Una fatiga cerebral profunda lo volvió de pronto impotente para todo trabajo intelectual. Nunca se curó del todo de ello, y ésa fue la cruz íntima de su vida. "Todavía me hace sufrir", me confiaba algún tiempo antes de su muerte. Debió cerrar sus libros, y se lo envió a S. Maximin, donde coronó su preparación al sacerdocio. Su Padre Maestro fue el P. Colchen, un gran religioso, extremadamente bueno pero apasionadamente austero y poco comunicativo. El, que afrontaba todas las dolencias para asistir de noche a maitines contra todo agotamiento, juzgaba imposible que un religioso tan bueno pudiera quedar privado de la gracia de practicar las santas observancias monásticas por motivos de salud. Un día le hizo comenzar una novena preparatoria a la fiesta de San José, que debía consistir en levantarse cada noche a despecho de todo. Pensaba que un tal acto de fe realizaría un milagro. El octavo día de la novena el pobre novicio no tenía siquiera fuerza para confesarse. El P. Colchen no insistió ante esta respuesta de San José. Las observancias, tanto como el estudio y la predicación, quedarían por siempre inaccesibles al P. Vayssière. De este modo, aunque amándolos con fidelidad, insistió siempre en decir que lo esencial de la vida religiosa y dominicana no estaba allí. Pero, agregaba, lo que es realmente la condición esencial es la abnegación, y en ello coincidía profundamente con el P. Colchen, por el cual conservó siempre un inmenso afecto.
Fue en ese estado de dolorosa impotencia que se ordenó sacerdote. Entonces comenzó en su vida el reinado cotidiano de la Misa. Quedaba grabado en el alma como un hermoso cuadro el rostro que presentaba durante la ofrenda del cáliz en el Ofertorio, el rostro elevado hacia la Hostia en el que se leía tamaña expresión de ofrenda y de fe. Era el momento en que había en él el máximo de dulzura, de pureza, de serenidad. En el instante de la comunión, ese rostro parecía verdaderamente abrasarse. Decía: "El sacerdote debe seguir siendo durante todo el día como era en el altar, debe vivir su Misa, ser inmolado y entregado, y entregándose entregar a Jesús".
Pero ya estoy hablando aquí de los últimos años. Ya sacerdote, después de haber colaborado algún tiempo con el P. Colchen como Submaestro, fue enviado al convento de Biarritz, donde nada pudo hacer. "Un día -contaba- me encontraba en la sala común leyendo los diarios y también conversando con tal y tal otro Padre. Acertó a pasar el Padre Provincial y me hizo un vivo reproche. Pero, ¿qué quería que hiciera? No podía ni leer, ni confesar, ni nada; me aburría".
A ese estado de impotencia física, a veces el P. Vayssière llegaba al punto de considerarlo la mayor gracia de su vida. ¿Por qué? Porque aprendió así, experimentalmente, que hay que hacerse nada para que reine Dios. Fue el no poder hacer por sí mismo nada de lo que hubiera querido, lo que lo redujo a no apoyarse sino en la acción de Dios. Sin duda esta luz se fue desprendiendo poco a poco de su prueba. Pero en el fin de su vida la virtud del abandono había florecido en él. No vivía más que en las manos de Dios y de la Santísima Virgen. Todos sabemos cómo se aplicaba a no emplear jamás ninguna palabra que hubiera parecido fundamentar en nosotros el principio de nuestro esfuerzo. No decía: amen a Dios, sino: dejáos amar. "El dejar suceder es marchar a vuelo de pájaro en la vía de la santidad".
Una actitud tal, le permitía sobreponerse a numerosos sufrimientos. Sin embargo, conservaba más sensibilidad que aptitud para evadirse de las mil cosas penosas de la vida. La cruz fue su estado habitual. La hallaba completamente natural y sobre todo necesaria: "es una misericordia de Dios", decía. Recuerdo un Viernes Santo, poco tiempo antes de su elección como Provincial. Había venido al convento de S. Maximin para reemplazar a nuestro ausente Padre Maestro, y celebrar los oficios de Semana Santa. Entré a su habitación después del oficio de la mañana. Parecía como embriagado por su comunión. Con una extraordinaria elocuencia, me enseñó que la cruz es el centro de todo aquí abajo: "La cruz es la sustancia de la vida". Lo veo todavía abriendo ampliamente los brazos y hablándome de la identificación de nuestro destino con el de Cristo. Enseñaba a las almas una fórmula para decir en las horas de sufrimiento, y que era su fórmula. "Hay que sufrir. Por tanto quiero sufrir. Quiero realmente sufrir. No quiero sufrir menos. Quiero morir para vivir. Quiero vivir para glorificar a Dios. Y sé que glorificando a Dios obtendré toda mi felicidad".
Lo que tal vez más que todo hizo de su estado de impotencia una gracia, fue la humildad que él extraía de ese estado. No es fácil hablar de la humildad de los santos. "En la historia de mi alma -dice Sta. Teresa de Lisieux- hay páginas que no se leerán sino en el cielo." Para tocar debidamente ese tema, habría que mostrar las miserias que Dios deja en ellos, esas faltas "que no apenan a Dios" pero que asombran a los hombres. Es que los hombres no conocen el lado interior y escondido de esas deformidades, no ven la humildad que engendra esa humillación. En el alma del P. Vayssière esa humildad era maravillosa. No se consideraba a sí mismo más que para admirar la gracia de Dios en las menores cosas de su vida. De modo que pienso que la experiencia y sobre todo la aceptación cotidiana de sus incapacidades, fue la gran maestra de su humildad. Cuando era Provincial decía: "Se me ha puesto ahí, acepto. Es para mí continua humillación...Pero estoy contento de cumplir la voluntad de Dios, y lo bendigo por conservarme en mi pequeñez".
Apresurémonos a decir que exageraba creyéndose tan totalmente inepto. Es bien cierto que no podía predicar sino cuando el deber de estado lo obligaba absolutamente, y que no brillaba mucho en la conversación o en los asuntos de negocios. Pero qué elocuencia a menudo admirable en sus reuniones íntimas: el gesto, el acento, la frase figurada, vigorosa, todo ello se hallaba presente. Y siempre presentaba admirables conclusiones en sus síntesis doctrinales. Poseía la intuición de lo que resultaba esencial de cada tema. Oh, ciertamente nunca me asombró que antes de su enfermedad haya podido rivalizar en teología con el futuro P. Pègues, ni que tuviera la ambición de predicar a las multitudes.
No penséis tampoco que todo fue dolor en su vida. Como las almas hechas a las renuncias, almas muy despojadas que no buscan instalarse en ninguna satisfacción, gozaba plenamente las menores alegrías, en las que veía siempre una atención de la Providencia. Sería de no acabar referirse a las pequeñas "consolaciones" del P. Vayssière, el don que tenía de "reconocer" la gracia en todas las cosas. En realidad, renunciaba constantemente a todo don y a toda alegría, y lo que sucedía en él de luz y de dulzura, lo recibía como un don de la Virgen, como un signo de amor, sí, un signo de que estaba ahí y pensaba en él.
La gracia de la soledad
La llamaba también la gracia de su vocación magdaleniana. Ciertamente, él no hubiera elegido por sí mismo esa vocación. Cuando en 1901 sus superiores, probablemente pensando que no servía sino para orar y que por otra parte se le podía pedir cualquier cosa, lo nombraron capellán de la gruta de Sta. María Magdalena en Sainte Baume, ese joven religioso de treinta y siete años se estremeció. Se hubiera estremecido aún más si hubiera sabido que allí permanecería treinta y un años. Dios le había retirado el estudio, las observancias, el apostolado de la palabra. Ahora coronaba el despojamiento quitándole la vida en común y la compañía normal de los hombres. Sainte Baume es un lugar magnífico, un verdadero sitio de contemplación. No hay un dominicano de la Provincia de Toulouse que no haya gustado allí momentos de serenidad y de plenitud inolvidables en el tan benéfico acuerdo entre la voz de las cosas y la oración del alma. No se podría describir esa vasta y pura soledad cuyo espíritu es aun más conmovedor que las formas depuradas. Pero retirarse allí para vivir es una prueba temeraria. Los días de invierno son a veces siniestros, las lluvias de otoño vuelven al bosque triste y frío hasta las lágrimas, el llano de Plan d‘Aups, cuando sopla el mistral, es un verdadero desierto ríspido y despojado. ¡Y qué aislamiento sobre la alta cresta barrida por un viento furioso! El silencio de las cosas termina por parecerse a la muerte. El problema para aquél a quien la obediencia hacía eremita, era aceptar esa soledad, desposarla, agotar su gracia. Lo hizo, y he aquí el motivo por que se volvió un contemplativo.
El nos contó a muchos de entre nosotros cómo se decidió su vocación. Estaba en camino de acostumbrarse a bajar todos los días al albergue de los peregrinos donde podía hallar un poco de compañía, de conversación, y periódicos. Una vez, frente a una bifurcación, tuvo la intuición de que no debía seguir descendiendo. Una súbita luz le mostró la nada de lo que iba a buscar: "¿Qué vas a hacer? Distraerte...Y bien, no irás!" Fue tan categórico como el "serás dominico" de su juventud. Esta vez esas palabras querían decir: "vivirás del espíritu de la gruta, serás un contemplativo." Tomó el otro camino, el de su nueva vocación. "Desde ese día -agregaba- jamás me aburrí". Hasta tuvo durante aproximadamente un mes abundantes consolaciones: la soledad lo agasajaba. Luego recayó en su estado habitual, "sequedad entrecortada de relámpagos", según su expresión. Pero permaneció fiel.
Durante largo tiempo, no entró ni un periódico en la pequeña casita contigua a la gruta, donde vivía con su fiel compañero, el Hno. Enrique, quien cultivó el atractivo de la vida en común con él. No hubo más relaciones con el entorno que las que le imponía su ministerio, en especial con las Hnas. de Betania de quienes fue el verdadero padre y constante apoyo y aun durante cierto tiempo el capellán titular. Más tarde, los peregrinos se hicieron más numerosos y no pudo ya recibirlos siquiera durante la buena estación. La casa de retiro de Nazaret que había fundado en 1931, lo absorbía. Y después del regreso del Noviciado a San Maximin en 1920, comenzó a ejercer una penetrante influencia en las jóvenes generaciones de su Provincia dominicana. Ya no era pues, totalmente eremita, sino durante los seis meses del año, cuando fue elegido Provincial en 1932. Pero todo su accionar era una irradiación de su soledad. La soledad había penetrado tan adentro en su alma que lo conformó para siempre. Fue en vano que disminuyera poco a poco alrededor de él; la gracia de esa soledad no logró abandonarlo. Allí se transformó en el hombre de oración y de contemplación continua que conocimos. Aquí cuento la historia de un hombre que sólo se hizo conocer en la plena consumación de sus frutos, pero sus raíces se encuentran en realidad en la gruta de Santa María Magdalena. Todos recuerdan la actitud que había guardado, cuando era Provincial, en los conventos que había vuelto a habitar. Recto, grave y pacífico, parecía tener siempre conciencia de ser portador de Dios. Al envejecer, se había vuelto como diáfano. El, tan alegre, cuya fisonomía era tan expresiva, tan dinámica, no entraba al coro ni aun en los lugares regulares sin el mismo rostro que tenía en el altar. Permanecía arrodillado durante toda su oración, que rezaba inmóvil y con los ojos cerrados.
Un día confió a uno de sus hijos su método de oración: "Comienzo por renunciar a todo lo que podría salir de mí. Luego me pongo todo entero en las manos de la Santísima Virgen y me quedo ahí". Parece que en los últimos años de su vida recibió una luz muy nueva sobre la oración de silencio y de quietud. Se tenía la impresión de que esa luz lo liberaba, le mostraba aquella verdadera manera de rezar a la que desde mucho tendía toda su alma. ¡A cuántas almas intentó comunicar esa luz! Un día dijo a una ellas lo siguiente: "Hay que ser contemplativos... Se necesita el silencio...pero el silencio interior, el silencio de los poderíos... hay que ir a Dios en la pura fe. Hay que retirarse antes que nada de sí para ser atraídos hacia Dios... Dios no es nada de lo que es y no está en ningún lado... Hay que ir a él... Sto ad ostium et pulso... A veces es duro... Hay que abrirse un camino a través de sí mismo y a través de las criaturas. Pero me he dado cuenta: cuanto más seca es la oración, más luz hay en la jornada. Cuanto más anonadadamiento, hay más actividad divina en la jornada... Cuando no sentís nada en vosotros, creed en esta palabra de Nuestro Señor: Mi padre y yo actuamos sin cesar... Y entonces en ese vacío, delante de Dios, ¿qué hace Dios? - Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo único. Es el don supremo, el don de Dios al hombre... Hay una objeción: ¿y la Humanidad de Cristo? Pero no se la olvida: se pasa por ella. Se es tomado, se es poseído por Cristo. Esa unión con el Padre es la cima del alma de Cristo. Se es poseído, se es rodeado por Cristo... Eso supone un despojamiento. Pero una oración tal no es solamente un término. Es un crisol. Ella misma despoja al alma. Sto ad hostium et pulso. Hay que ir a esa puerta, a golpear... Y nosotros dominicanos, debemos ser contemplativos por estado, para conocer a Dios, para conocer a las almas, la nada total y el todo de Dios. Esas cosas no se saben, no se las dice. Y ahora que comienzo a saberlas... voy a morir".
Decía estas cosas con un rostro iluminado, un rostro de testigo. ¡Y qué energía!.
Esa oración de fe era la concentración forzosamente momentánea de todo su ser en lo que constituía los sentimientos habituales de sus jornadas.
"Mi justo vive de la fe -repetía sin cesar-, vive del espíritu de fe, no por arrobamientos, en ciertos instantes, sino permanentemente... Se tiene fe, pero no se la utiliza, se juzga con el juicio humano, se quiere con una voluntad natural." ¿Pero creer en qué? Creer en Dios, en Dios que es amor. "El fondo del Ser de Dios es el Amor. Sois amados por Dios. Su Amor es un Océano sin orillas... ¡es un amor eterno! Su amor nos sumerge, nos estrecha. Esa es la verdad que hay que creer... Creer en el amor de Dios en todo acontecimiento, ¡cómo lo engrandece todo!... Se está continuamente en el latido perpetuo de su corazón... Entregaos al amor, he aquí vuestra tienda. Permaneced allí en cada voluntad que pasa... ¡Ahí no hay nada que temer y todo que esperar! No es siempre fácil... Porque Dios es un fuego devorador y consumidor que devora en nosotros todo lo que no es Dios. Entregaos al Amor puro por puro amor y os santificaréis".
No quería que bastara con creer con el espíritu, quería que se adhiriera con el corazón, que se comulgara con esa Voluntad de Dios, con "ese amor que nos cerca por todos lados" y que es la última palabra de todo lo que hace gozar o sufrir. No quería que se hiciera sino eso: la desaparición total del propio yo frente al ser y la acción de Dios, dejarse llevar, sabiendo que ello significa: dejarse amar; "abrazar a Dios en todo instante haciendo su voluntad, porque la Voluntad de Dios es Dios".
"Aceptar todo, todo, absolutamente todo como viniendo de su corazón... todo lo que sucede es expresión de su amor. Es nuestra única manera de poseer a Dios. A Dios no lo vemos, lo tenemos por su voluntad. Por ella podemos comulgar con El. Dios conduce todo y Dios conduce a Dios. Por tanto, abrir en todo el alma a su amor que en todo nos atrae... Jesús nos prueba menos su amor por sus dulzuras y sus consolaciones que por las voluntades suyas que cada instante nos aporta. Las dulzuras no son más que un incidente pasajero y rápido... sus voluntades constituyen la verdadera trama de nuestra vida. Ellas son el manantial ininterrumpido de su corazón, y la manifestación inagotable, la expresión permanente de su amor por nosotros".
Una noche en Sainte Baume, nos hallábamos afuera. "La voluntad de Dios, hijo, no busques otra cosa. Es como sucedió con mi reelección. Todo parecía humanamente oponerse. Por eso, estoy bien tranquilo... Adjutorium nostri in nomine Domini..." y luego, con un gesto amplio y de una gran fuerza me mostró todo el cielo y todos los horizontes de Sainte Baume: "qui fecit coelum et terram. Nos apoyamos sobre el Todopoderoso que hizo el cielo y la tierra".
Pero para qué insistir, era su predicación constante, el espíritu mismo de su vida que nos daba diciéndonos eso: "Les digo lo mismo a todos -concluía con su inimitable simplicidad- no sé más que eso. Y vale para todo el mundo. Todo el mundo está contento". Sobre todo, él mismo lo vivía y lo había aprendido en el libro de su corazón. Esa comunión con el amor de Dios a través de todo lo que hacía o soportaba, era su contemplación perpetua, "unida a la acción -decía- como el alma lo está al cuerpo". Había llegado al estado que definía así: "En el alma religiosa, el pasado y el futuro no cuentan. Sólo cuenta el momento presente, donde está en comunión con el infinito de Dios".
La gracia de la intimidad mariana
Pero tengo premura por mostrar el lugar que tenía la Santísima Virgen en todo lo que acabamos de decir. Ella era el arbitrio universal, la misma atmósfera de su vida espiritual. Ese estado de despojamiento y de toda pura unión a Dios solo, era Ella quien lo establecía con él y que lo mantenía y que lo había querido. "Es la Sma. Virgen quien ha hecho todo. Le debo todo, todo", decía frecuentemente. Había sido la madre que exigía el sentimiento de su pequeñez, la dulzura suprema en lo más profundo de su renunciamiento, la fecundidad de su soledad, y la inspiradora de su oración. No tomaba conciencia de ninguna de las gracias de Dios sin tomar a la vez conciencia de la vía por la cual le llegaban. "Todo es gracia"; por tanto, pensaba, la Santísima Virgen está conjunta e íntimamente presente.
Esta ubicación en el Corazón de la Santísima Virgen como en el centro de su vida espiritual, no es común a todos los santos. Para lograrlo se necesita una luz, una revelación de la Virgen que supone una elección de su parte. El P. Vayssière la tuvo en grado excepcional. Es propio del alma mariana ese instinto de encontrar a Dios en María, tener incluso un goce particular en tomar conciencia de ello, en rendirle así gloria ofreciéndose no solamente a sus manos sino primero a ella, sabiendo a fondo que todo lo que es de ella es de Dios, un eclipse total y perfecto de la madre delante del Hijo. Ese sentido de la transparencia de María explica las expresiones del P. Vayssière. Todo lo que hemos dicho sobre sus expresiones y sobre su vida de fe, muestra suficientemente cuál era el fruto de una tal donación. He hallado este tan profundo pensamiento suyo: "La Santísima Virgen no posee más la fe, sino que la guarda para nosotros. Hay que ir a buscar la fe en su fuente. Jesucristo no tuvo fe. La fuente de la fe es María". "Toda la vida espiritual está ahí adentro, en esa donación al amor Infinito. Pero no olvidemos que se realiza en los brazos de María, en la gracia de su papel maternal"... "María es como un gran río que nos lleva a Cristo... Pero no hay que pensar que María, Nuestro Señor, no son más que etapas para llegar al Padre. NO, no es así: "María, Cristo, Dios, es un todo, es inseparable!".
Así sentía por instinto, pero también lo justificaba mediante una doctrina mariana que bastaría desarrollar para lograr una hermosa obra...
"La Santísima Virgen no es más que madre... no es más que madre de Jesús, es a El a quien concibe en el alma... Toda la acción de María transcurre hacia Jesús... No se podría concebir en ella ninguna partícula de su actividad que no tuviera a Jesús como objeto y como fin. Es su misión. Ella es madre. Su papel de madre es el de darnos la vida divina a cambio de lo que nos ayuda a sacrificar... Es el mismo Espíritu Santo quien ha creado y preparado el Corazón de María y quien ha cavado en él profundidades inefables. Ha hecho de él un corazón de Madre, y no de cualquier madre, sino de la madre de un Dios... y es con ese corazón hecho para un Dios, con esas ternuras reservadas para Dios, que María ama a la humanidad, que María ama a cada una de nuestras almas".
El misterio de María, para él, era el de la perpetuidad del misterio de la Encarnación Redentora con el cual cada alma humana puede comulgar totalmente. Así como Jesús ha habitado en el mundo, así viene a vivir en nosotros. "Es la ley de Dios que después de la Encarnación se renueva a través de las edades y en todas las almas que quieren permanecer fieles y realizar el mismo misterio de amor: Jesús".
De esta meditación sobre el rol vivificador de María, tomaba su doctrina del contacto a mantener siempre, de la dependencia que debe volverse cada día más estrecha y más total. "Más se es de María y de su acción, más se está en vía de unión a Dios, de vivir en sí mismo la vida de Jesús... Hay que establecerse espiritualmente en María como un niño en el seno de su madre. Más estamos unidos a Ella, más nos vitaliza. Es Ella, es María que nos forma... La vía de fidelidad filial a María, es la verdadera vida, creedlo, es revivir la vida misma de Jesús en Nazareth".
Y por si se hubiera encontrado algo demasiado metafísico en estas consideraciones, concluye muy simplemente, con una extraordinaria y límpida ternura: "La Santísima Virgen es una mamá. Nos quiere como una mamá. Hay que amarla como a una mamá". Sin embargo el P. Vayssière no había disfrutado de su madre, muerta joven. No había aprendido en su naturaleza esos sentimientos que luego es tan bello transportar al orden de la gracia y de las cosas espirituales.
No, no había tenido más madre que la Santísima Virgen, y es de ella que había aprendido todo, aun las delicadezas más humanas de su corazón. Un día iba con él en un tranvía. Cerca de nosotros estaba sentada una joven mamá que llevaba su niño en sus brazos. Tras haber mirado un momento, el Padre me tomó del brazo y me dijo: "Fíjese... Esto me hace pensar en el Buen Dios... Ahí está lo que somos en sus brazos. Es curioso, cuando era joven no prestaba ninguna atención a los niños... ¡Pero ahora, me conmuevo!".
Se comprende cómo la humildad del Padre volvía fácil una tal dependencia: "Hay que hacerse niño, hay que hacerse pequeño." Cerca de él comprendí que la verdadera devoción a la Virgen era inaccesible a los orgullosos. Todas sus palabras sobre la Virgen salían de un corazón simple y despojado.
El tenía conciencia de ello. "Más pequeño se es, decía, más se le permite ser madre. El niño pertenece más a su madre cuanto más débil y más pequeño es... La perfección de la vida de infancia en el plan divino, es la vida en María".
El Padre se nutría continuamente y de más en más, de la doctrina de Sta. Teresa de Lisieux, pero es en aquel espíritu que la interpretaba y la explicaba. El definía así la infancia espiritual: "tener a María por madre y saberlo." No le gustaba mostrar "sensible" la devoción a la Santísima Virgen: "Es en la fe que hay que ver todas las cosas y creer que nos viene de María."
Esta gracia de intimidad mariana la debía primeramente al estado de pequeñez al que había sido reducido y al cual había consentido. Pero la debía también a su Rosario. En las largas jornadas de soledad de Sainte Baume, había tomado la costumbre de rezar varios rosarios en el día, a veces hasta seis. Muchas veces los rezaba en su totalidad de rodillas. Y no se trataba de una recitación mecánica y superficial: se entregaba en alma, los degustaba, los devoraba, se sentía persuadido de encontrar allí todo lo que se puede buscar en la oración.
"Recitad cada decena -decía- menos reflexionando que comulgando en el corazón con la gracia del misterio, con el espíritu de Jesús y de María tal cual ese misterio os lo presenta... El Rosario es la comunión del anochecer (en otra parte: es la comunión todo a lo largo del día) y que traduce en luz y en resolución fecunda la comunión de la mañana. No es sólo una serie de Ave Marías piadosamente rezadas, es Jesús que revive en el alma por la acción maternal de María."
De esta manera, él vivía en ese ciclo, sin cesar activo, de su Rosario, como "rodeado" por Cristo, por María, según su expresión, comulgando con cada uno de sus estados, con cada uno de los aspectos de su gracia, penetrando y permaneciendo, por intermedio del Rosario, en los abismos del Corazón de Dios: "El Rosario es un encadenamiento de amor de María a la Trinidad." Se llega a comprender qué estado de contemplación había suscitado en él, qué camino para la pura unión con Dios, qué necesidad, parecida a la de la comunión. Y cuando se lo veía hacer correr constantemente las cuentas de su rosario, se podía pensar que cada una de ellas se había vuelto para él como un signo sensible y casi oral, un memorial de todos sus pensamientos, de toda la contemplación acumulada durante tan largos años.
La gracia de la paternidad
Retirado por mucho tiempo de la vida dominicana normal, incluso forzado durante las expulsiones a vestir sotana (pese a ello, de noche se acostaba con su hábito blanco), privado del amplio y distante fulgor propio del apostolado dominicano, oía siempre en su corazón la voz de su juventud: "serás dominico". Entonces ello explica que haya entendido el sentido de su misión de la siguiente manera: representar a la Orden de Sto. Domingo en la gruta de la penitencia y de la contemplación. Elevado por encima de todas las realizaciones exteriores de su ideal, comprendió la esencia de la vocación dominicana, comprendió sobre todo que ella era una vocación en el sentido vigoroso del término, es decir un llamado de Dios, la Voluntad esencial de Dios sobre ciertas almas, sobre la suya. Comprendió que esa Voluntad de Dios se traducía en una Regla, cuyos menores detalles se hacían sagrados, pero que tendía antes que nada a llevar a cabo una cierta forma de santidad, una cierta manera de imitar a Nuestro Señor, algo más excelso que toda teoría, que se había realizado por primera vez con Santo Domingo y que había que revivir en unión con él. Sería muy largo de contar y de describir lo que fue en él esta gracia de unión filial con Santo Domingo. Magnífica eflorescencia de la gracia de fidelidad a la vocación. Esta poseía un sentido suficientemente profundo como para señalar a todo religioso cómo debía ser su devoción con respecto al Padre de su Orden. Lo preparaba sin que se apercibiera, para ser el representante de Santo Domingo entre nosotros. Sin duda se dio en este grado en el Padre Vayssière, con la plenitud que le hemos conocido, una vez nombrado Provincial.
El mismo dijo que mientras celebraba la misa del 4 de agosto, poco tiempo antes de su elección, se había sentido fuertemente impulsado en su interior "a darse a Santo Domingo". Esta gracia dominó todo su Provincialato. No contaré aquí lo realizado durante esos ocho años tan plenos y tan pesados. Nuestro Rvmo. Padre General nos escribió que no había visto un provincialato más fecundo en realizaciones. El mismo P. Vayssière constataba, reconfortado, que "pese a todo, la Santísima Virgen había hecho mucho mientras él estaba allí." Todos admiraban las vías de la Providencia que lo sacaba de su tranquila vida de eremita a la edad en que otros ya entran en su retiro, y lo sumergía en problemas, viajes, dificultades de toda clase. Pero él se prestaba a todo con sencillez. Había encontrado en su soledad el secreto de abrazar a Dios en todo, haciendo en todo su Voluntad. Podía dejar su Gruta.
Por el contrario, su gracia no podía sino expandirse y necesitaba esa misión para alcanzar su plenitud, volviéndose una gracia de paternidad. Más que nunca, sus impedimentos serían una causa de despojamiento y de humildad: más que nunca su oración se haría pura y elevada, su fe se templaría al contacto con las contingencias, que siempre superaría. Más que nunca, sobre todo, teniendo tanto que hacer y en qué pensar, se refugiaría entre las manos de la Virgen. Su gracia mariana creció y se profundizó hasta el extremo: "La Santísima Virgen es un agente esencial de la vida espiritual, especialmente en los estados más elevados." Apenas unos días después de su primera elección, me dijo con un aire sorprendentemente decidido: "Puesto que soy Provincial, voy a aprovechar para perfeccionarme". Se reconoce perfectamente ahí su inmediata correspondencia con la intención misma de la Voluntad Divina, su don de ver lo esencial de una situación y resumirlo con una palabra. Fue fiel a su resolución. Y su papel fue más que todo ser una fuente, un hogar espiritual en la Providencia, un padre. Gracia de paternidad, comunicación a su corazón del don, que tuvo el de María, de darse a Dios dándose a sí mismo. Nos amaba a todos "con un corazón de padre y de madre". Es cierto que a veces era tímido, "salvaje", como decía, con aquellos que no veían en él más que al superior. "Con frecuencia -decía- cuando un Padre viene a hablarme, me siento crucificado por mi impotencia, mi falta de medios. No sé qué decirle. Sufro, ofrezco mi sufrimiento a Dios por aquél que está ahí". Sólo se sentía completamente en su terreno cuando podía hablar libremente de Dios, cuando podía moverse en el aspecto puramente sobrenatural, que jamás pudo abandonar aún abandonando Sainte Baume. Alguien me decía: "Ese hombre es el corazón de su Provincia. Toda la Provincia vivía en él". Nada más justo: se apasionó por ella.
La gracia de la muerte
La salud del Padre Vayssière se había resentido seriamente durante la guerra. Pero, aun siendo su estado habitual el estar enfermo con mayor o menor severidad, lo sorprendió enterarse de que su problema era grave y requería una peligrosa operación. Aceptó la situación de inmediato, decidido a llegar hasta el final. "Es mi cargo y mi vida -decía- que rematan en la cruz. Ha habido tantas deficiencias en el ejercicio de mi cargo, que era muy necesario que sufriera un poco por la Provincia, en reparación. Y ahora mi vida, mis sufrimientos, mis plegarias, son enteramente para la Provincia". No cesaba de desgranar el rosario que llevaba alrededor del cuello. Frente a él había un armario con un espejo que reflejaba la estatuilla de la Santísima Virgen emplazada sobre la pared: "Así la tengo siempre delante de mí", confiaba con gusto a sus visitantes. Se dejaba llevar como un niño. Su alma vivía en un sentimiento a menudo desbordante de acción de gracias. El 15 de agosto le solicitó a un Padre, originario como él de Rocamadour, celebrar la misa en acción de gracias por todas las gracias que había recibido de María en su vida terrestre. Cuando recibió como regalo un rosario de oro, lo envió en prenda de reconocimiento al querido santuario de su país natal. Es después de esa fiesta de la Asunción que lo vi por última vez. Me dijo: "He recibido grandes gracias en esta fiesta del 15 de agosto. He comprendido claramente que debía ofrecer mi vida por la Provincia. No sé si soy a morir, será como Dios quiera. Pero su voluntad es que ofrezca mi vida por la Provincia. Y ahora... espero... estoy tranquilo... contento... contento..." A otro, le decía: "Ahora que voy a morir, no puedo ni siquiera pensar en la muerte. Pienso que muriendo voy a cumplir la voluntad de Dios, como cuando tomaba el tren a Toulouse o partía de la gruta para ir al albergue." "Hijo, -decía aun, como una suprema confidencia de su experiencia y sabiduría- lo que le falta al religioso es la abnegación. Uno se escudriña en esto o en lo otro, y por eso no se une a Dios." Y retomaba: "Sí, incluso los que son virtuosos y meritorios, no renuncian a ellos mismos. De este modo su vida espiritual se difiere."
Entrevió el día de su muerte: "Erré el 8 de septiembre y el 15 de agosto: no erraré el 15 de septiembre." No erró, en efecto. El 14 de septiembre, hacia las tres de la tarde, tuvo una crisis súbita que se lo llevó en pocos instantes. Era la hora de primeras vísperas de Nuestra Sra. de los Dolores. Ocho años atrás, el mismo día y casi a la misma hora, firmaba su aceptación del cargo de Provincial. Llegaba exactamente a su término, la última gota del cáliz había sido bebida, todo estaba consumado. En su agenda, esa misma mañana, había escrito esta frase de Santa Teresa del Niño Jesús: "Mi gloria será un reflejo sobre mi frente de la gloria de mi madre."
Sus despojos fueron transportados al pequeño cementerio de Sainte Baume, al pie de la gruta. Había tenido la tentación, quién lo hubiera creído, de pedir otro lugar de retiro y de sepultura. Pero poco tiempo antes de su enfermedad, mientras caminaba por el amplio bosque que había sido el confidente de su aislamiento, de sus despojamientos y de sus gracias, oyó en su interior una voz de reproche: "Eres un ingrato". Que su humilde tumba permanezca en ese lugar santo, como un testimonio de su reconocimiento por todo lo que su alma recibió allí con simplicidad y con fidelidad.
(Publicado por “Cuadernos de Espiritualidad y Teología”, por Fray Armando Diaz OP).
(Imagen: Convento de la Santa Cueva de María Magdalena, Sainte Baume).
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