Segundo: sepamos amar y perdonar.
¡Padre, perdónalos! ¡Serán tuyos!
Señor, Dios mío, tu profeta Jeremías decía en tu nombre: “no hay nada más falso y enconado que el corazón del hombre. ¿Quién lo entenderá?”
¿Fue esa, Jesús, tu experiencia, en los días de tu peregrinación por Galilea enseñándonos la Verdad que nos salva?
Tú nos dijiste una vez, Señor Jesús,
criticando la conducta de quienes acusaban a tus discípulos de “impureza legal o ritual”, que no importaba tanto en la vida la mancha externa del sudor, barro, aceite o vómito, como la fealdad del corazón y la hediondez del pecado que brota del interior del ser humano.
Ahora, cuando te veo clavado en la cruz,
cuando recuerdo tu gesto de amor en la última cena, mostrando afecto al traidor, cuando observo tu silencio ante las burlas y tu entereza ante el dolor, me siento profundamente conmovido por lo que escucho de tus labios:
¡PADRE, PERDÓNALOS, ESTOS NO SABEN LO QUE HACEN!
Efectivamente, no sabíamos lo que hacíamos:
no sabíamos que llegaba la gran hora de nuestra salvación, y que tú eras esa HORA en persona, ofrendada en alianza eterna, pronta a la resurrección; no sabíamos o no teníamos experiencia de que en tu Reino, a punto de cumplirse en la sangre derramada y en la resurrección triunfante, el “amar a los enemigos y el hacer bien a quienes nos odian” era bandera de conquista y que las ofensas y odios había que pasarlos por el horno del amor perdonador;
no sabíamos o no entendíamos que, en tu Reino, y en medio de este mundo cargado de maldades, hacía falta un Crucificado que, mirando a los hombres dijera: porque os amo, os perdono de corazón; y mirando al Cielo dijera: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”...
Ahora sabemos, Señor, que la ley de la caridad implica comprensión, celo, amor, solicitud, entrega, disponibilidad hasta el límite de la ofrenda de uno mismo por servicio a los demás; y en ello va implicado el PERDÓN como cauce para que todo retorne a la vida desde el Amor. ¡Gracias, Señor!
También esto lo experimento yo en mi vida. No tengo que fijarme en las miserias de los demás. Mi corazón está clamando por decir que he sido perdonado una y mil veces por tu bondad misericordiosa. ¿Cómo no he de ser yo mismo perdonador?
¡Pero me aterra, Señor, que tras el perdón, vuelva la ofensa!
Tu has muerto por nosotros, víctima de nuestras injusticias.
Tú, predestinado a ser nuestra salvación, nos perdonaste y nos ofreciste la gracia de una Vida nueva, resucitada; pero nosotros hemos seguido traicionando al Amor y al Perdón.
¿PODEMOS SEGUIR ASÍ? EL AMOR ESPERA...
PERO RECTIFIQUEMOS A TIEMPO, PUES EL AMOR ES EXIGENTE
Cándido Ániz Iriarte
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