
Santo Domingo de Guzmán, hoy
Fr. Lorenzo Galmés, O.P.
anto Domingo de Guzmán pertenece a la categoría de los santos que bien la piedad popular o la interpretación histórica de ciertas intervenciones suyas han rodeado de un halo especial que, por luminoso en exceso, o demasiado sombrío, ha dificultado, y a veces casi impedido, la contemplación clarificada de su verdadera personalidad. Si la devoción popular ha visto el Domingo de Guzmán vinculado a la devoción de la Virgen a través del Rosario, como fundador y propagador del mismo, la intervención de Domingo como delegado de los inquisidores pontificios para reconciliación de herejes ha conducido a considerarlo como uno de los grandes inquisidores del siglo XIII, en la línea de los célebres inquisidores de los siglos siguientes. Para otros muchos la figura de Domingo es la del fundador de la Orden de Predicadores, cuyo significado en la historia de la Iglesia es bien conocido. Muy reducido es, en cambio, el número de los que conocen la figura de Domingo de Caleruega en su dimensión humana y hagiográfica a nuestro alcance.
Conviene que nuestro punto de partida sea la consideración de saber qué puede aportar al hombre de hoy una figura como la de Domingo de Guzmán, aparte lo que contenga como simple figura del pasado. Nos interesa calibrar si lo que Domingo tuvo de movimiento impulsor en el fabuloso siglo XIII para la vida de la Iglesia y a su manera para la vida de la sociedad medieval, puede cotizarse igual en nuestro avanzado siglo XX. No se trata de promover una literatura laudatoria, tributo de admiración, sino de penetrar en una lección de vida que induce a no dejar perder los elementos aprovechables en la actualidad.
Aun contando con todos los riesgos de las generalizaciones, es innegable que el siglo XIII fue un siglo de una llamativa variedad sin perder la unidad, robustecida después de las luchas del Papado con el Imperio. Es una época que se distingue por sus grandes creaciones en el campo de la ciencia, del arte, y de la espiritualidad cristiana. Los mismos movimientos heréticos estimulan el espíritu creador y luchador del hombre medieval. Es un momento histórico en el que nuevos caminos abiertos a la sociedad cristiana de la Europa medieval, atraen a muchos y se llevan a cabo grandes empresas y se prepara el camino para nuevas tareas en siglos posteriores.
Nunca podrá decirse que Domingo se haya distinguido como escritor. La fuerza de arrastre de su palabra era mediante la sagrada predicación, y hemos de deducirla del testimonio de sus contemporáneos, como algo pasado. Para hallar algo que podamos considerar vivo hay que acudir a su actitud frente a las necesidades de la Iglesia en su tiempo. No es cosa que pueda hacerse en pocas páginas. Y sin embargo es algo que debemos hacer, aunque sea quintaesenciándolo al máximo a base de profundizar en las ideas y sentimientos que inspiraron las decisiones y experiencias de Domingo de Guzmán.
Hacer un juicio de valor sobre el grado heroico de sus virtudes cristianas no nos reportaría beneficio alguno. Además, ya lo hizo la Iglesia en su hora histórica. Dada la índole de este volumen, y presupuesto el santo, nos interesa el hombre, y no tanto por las virtudes que procedentes de un sano humanismo adornan la figura histórica, cuanto por las actitudes personales con garra suficiente para reconstruir un comportamiento que interpele con particular fuerza al cristiano de hoy.
Renovador de la vida apostólica
Que un Papa como Gregorio IX dijese de Domingo de Guzmán: «Conocí a este varón, perfecto imitador de toda Regla apostólica», no es para tomarlo como un simple cumplido para halagar a sus frailes, pues les interpelaba por no haber promovido su canonización. Constituye un testimonio contundente que no debe ser pasado por alto. Domingo, perfecto imitador de la vida apostólica, representa la voluntad del Señor que quiso apostolicam vivendi formam renovare, precisamente a través de su siervo Domingo. No a modo de ideal preconcebido, sino a través de una larga gestación en la vida del Santo, hasta sonar la hora de Dios y verse claro el camino a recorrer y el objetivo que alcanzar.
La trayectoria de Domingo está incluida en la inspirada visión de Inocencio III, pontífice de ideas claras y programa bien definido, que además velaba personalmente para que se cubriesen las etapas y se cumpliese el cometido. Dentro de su amplia visión de la problemática de la Iglesia de su tiempo estaban los movimientos heréticos, y el Papa no los podía desconocer. Dentro de las herejías era objeto de especial inquietud el movimiento albigense del sur de Francia. Para el Papa era una parte de la grey de Cristo que había que recuperar. Domingo procedía de Castilla donde la cuestión religiosa era de otro calibre por centrarse en la convivencia de moros, judíos y cristianos, campo adecuado también de apostasías y conversiones, pero que carecía de las implicaciones que llevan consigo los movimientos heréticos que obligan a un movimiento en búsqueda de la oveja descarriada. El joven canónigo Domingo, de ansias apostólicas profundas difícilmente canalizables en la Iglesia hispánica y vida regular en Osma, sintió el aldabonazo de la llamada especial al entrar en contacto con la herejía albigense en las circunstancias históricas conocidas. Al mismo tiempo se vio envuelto en la obra apostólica impulsada por el Romano Pontífice.
No desconocía el Papa que el bastión principal sobre el que se apoyaban los herejes era la falta de ejemplaridad del clero. En carta del 28 de mayo de 1204, reconocía la fuerza y eficacia con que los herejes seducían a incautos, atrayéndolos a sus sectas, a base de los argumentos que sacaban de la vida y proceder de arzobispos y otros prelados de la Iglesia, que unían a crímenes de otros particulares, y que aplicaban a la Iglesia en general. Domingo pudo constatarlo la misma noche de su llegada a Toulouse con el propio hospedero. Por otra parte, los herejes estaban protegidos por muchos señores y grandes personalidades. En cuanto a los eclesiásticos, hay que reconocer que la mayor parte se desentendían de ellos. Los herejes tenían, pues, fuerza moral y material. No faltaba quienes considerasen el movimiento herético como causa perdida para la Iglesia.
Inocencio III, en cambio, había escogido a los cistercienses como legados y teólogos suyos ante los mismos obispos, para actuar contra la herejía, pero a base de vida y doctrina. Quería que la ejemplaridad externa de sus teólogos y legados, públicamente reconocida, hiciese enmudecer la ignorancia de los más atrevidos, y que ni en palabras ni en obras diesen jamás ocasión de censura a los herejes. Tenía también muy presente el Romano Pontífice que aquella misión impuesta a los buenos monjes les exigía la renuncia del gozo derivado de la contemplación y de la tranquilidad del retiro monástico, en aras de una acción evangelizadora, dura y comprometida. Pero tuvo la habilidad de presentarlo como un fruto más de la espiritualidad monástica y un reclamo evangélico. «Lo que aprendisteis en la soledad y silencio del claustro, - les dicesegún el mandato evangélico lo proclamáis desde los tejados». De esta manera, el mismo Papa había llegado a la conclusión de que sus legados tenían que ser predicadores. Inocencio III veía otro carisma. Había que consagrarse por entero al ministerio de la palabra y al apostolado doctrinal. El Papa no quería aniquilar a los herejes, sino ganarlos para la verdadera Iglesia. El hecho histórico de la cruzada contra los albigenses, se debe más a la dinámica de los legados y a la presión interesada de Simón de Montfort y sus cruzados del norte de Francia, que a una decisión pontificia.
Momento clave en la vida de Domingo fue una tarde del mes de junio de 1206, cuando junto con su obispo Diego llegaban a Montpellier, después de haberse entrevistado con el Papa. Invitados a una memorable reunión con los legados tuvieron que aportar su punto de vista al modo cómo se podía llevar adelante al programa pontificio. Fue el momento en que Diego y Domingo dieron en la diana. Para garantizar la eficacia de la misión pontificia el único camino a seguir era el ejemplo de la primitiva predicación de los Apóstoles. Domingo varón evangélico por excelencia y en buena edad para emprenderlo, había asimilado la idea y contaba con la experiencia de reforma del Capítulo de Osma y la puesta en práctica de la austeridad de la regla agustiniana. La propuesta suponía renunciar a todo, emprender la predicación itinerante en pobreza evangélica, viviendo de limosna, imitando a los Apóstoles. Pero esto era una revolución para el clero aburguesado y poco ejemplar. Era pedir demasiado. Para los monjes carecía de sentido, tenía cierta repugnancia, sus leyes lo prohibían, y además el monasterio respondía por todos. La mendicidad era un oprobio. Para Diego y Domingo no ofrecía duda alguna: había que renovar la vida apostólica. Y lo propusieron al grupo aun a sabiendas de lo sospechoso que podía resultar aquel género de vida.
Cabe preguntar si no vería Domingo el primer destello de una orden que se dijera y fuera de predicadores. Los contemporáneos del Santo lo vieron así. Los modernos no tenemos motivos para pensar de otra manera. Quedaba, empero, el camino por recorrer. Diego y Domingo con el pequeño grupo de cistercienses a los que no asustó la experiencia propuesta pusieron manos a la obra. Intensificaron la predicación, multiplicaron sus intervenciones en disputas doctrinales. El ejemplo era innegable. Los herejes repuestos de la primera impresión intensificaron sus ataques. En abril de 1207 llegó el legado Arnaldo Amaury con los doce abades cistercienses para apuntalar la obra pontificia, reuniendo un conjunto de 40 religiosos que formaron la Predicación de Jesucristo en un llamativo resurgir de la vida apostólica. Se dividieron la zona, y a Domingo le correspondió el trozo comprendido entre Fanjeaux y Montreal, centrado en el rincón de Prulla cabe una pequeña iglesia dedicada a Nuestra Señora. La predicación tenía fuerza, pero los frutos seguían siendo decepcionantes.
En septiembre de aquel decisivo 1207 Diego decidió regresar a Osma para reclutar efectivos, pero el 30-12-1207 moría santamente en Osma sin conseguir su objetivo. Raúl, cisterciense fervoroso que era un puntal en la obra, murió también. El legado Pedro de Castelnau fue asesinado. Arnaldo estaba ausente ocupado por otros negocios. Los cistercienses optaron por volver al monasterio que era lo suyo. Allí quedó Domingo solo para mantener encendida la antorcha de la Predicación de Jesucristo y práctica de la vida apostólica, en pobreza y mendicidad. Era la hora definitiva de Dios.
La obra de Inocencio III en el Languedoc vino a caer de hecho sobre Domingo, y la Predicación de Jesucristo en la Narbonense vinculada casi exclusivamente a su persona. Se podía pensar en un fracaso, pero Domingo no lo creyó así. En principio continuó la obra de Diego de recoger las mujeres convertidas de la herejía, cuya situación a menudo quedaba muy mal parada. Prulla fue el lugar ideal, aprovechando la vieja construcción adosada a la pequeña iglesia. Fulco, obispo de Toulouse, no puso dificultad alguna, se inició la fundación que en marzo de 1207 pasó a ser convento. Al mismo tiempo que residencia de Domingo y - los colaboradores que podía reclutar, poco a poco fue dibujando su categoría de monasterio claustral, del que Domingo era el capellán. Simultáneamente fue también sede de la Predicación. Algunas piadosas donaciones aseguraron su subsistencia.
Entre 1208 y 1209 tuvo lugar la cruzada contra Raimundo de Toulouse, acusado del asesinato del legado Pedro de Castelnau. La guerra se adueñó del Mediodía francés, corrió la sangre, muchos murieron y la destrucción asoló el país. A pesar de la reacción y conversión penitencial de Raimundo, el legado pontificio fundadamente no se fió de él y echó mano del hasta entonces casi desconocido Conde de Leister Simón de Montfort, el cual, a partir de la batalla de Muret -1213quedó prácticamente señor del sur de Francia. Domingo permaneció en su puesto a pesar de los peligros, sin dejar de predicar. Viéndose Simón de Montfort en la necesidad de buscar un sitio seguro, defendible y bien situado, se fijó en el castillo de Fanjeaux, nudo de caminos y fácilmente defendible.
Ante la proximidad de Prulla y siendo Domingo, además de capellán, el encargado del servicio religioso en Fanjeaux, Simón y Domingo tuvieron que relacionarse y nació una buena amistad entre los dos. Domingo ofrecía todas las garantías y el Conde protegió generosamente la obra de Prulla. El enorme sentido práctico de Montfort, avalado por su sincero catolicismo dentro de su profesión guerrera y según daban de sí los tiempos, comprendió el valor de la persona y de la obra de Domingo. El Santo, por su parte, se mantuvo siempre fiel a la consigna que habían pactado con Diego: predicar por encargo de la Iglesia, siguiendo la norma apostólica, en la humildad y no en la autoridad. Así pudo salvar siempre el negotium fidei el pacis de que nos hablan los testigos de Toulouse. Como ministro de fe y de paz, Domingo estaba al margen de toda intervención política y violenta. Fueron los años en que intervino como delegado pontificio para reconciliar herejes que volvían a la fe católica, de donde partió la leyenda de Domingo inquisidor. Su actividad era la predicación ininterrumpida en diversas partes de la zona, y como no podía llegar a todas partes, comenzó a reclutar otros predicadores que le ayudasen en la evangelización, siempre fieles a los postulados de la vida apostólica. En la vida de Domingo se había hecho la luz, tenía que ser predicador, y por defender su libertad de sólo predicador, renunció al obispado de Couserans. Dios le añadiría, en cambio, el ser padre de predicadores.
El obispo Fulco, comprometido en la reforma de su grey reparó en Domingo y su obra de predicación, mientras Domingo y sus compañeros colaboradores iniciaban experiencias de vida común y pobreza evangélica para estabilizar su vida de predicadores. Dios dispuso otra cosa y Domingo fue llamado a Tolouse en 1215. Trasladóse el grupo pero sin cambiar de actividad. Años fecundos en la vida de Domingo. La obra de Inocencio en el frente albigense no se había desmoronado, y su legado podía contar con el buen hacer del castellano. Tampoco los demás desconocían el temple de Domingo y la calidad de su predicación. Es natural que hubiese admiradores y se granjease discípulos, algunos de los cuales quisieron unírsele como hermanos, fratres, frailes en nuestro lenguaje. Momento decisivo fue en abril de 1215 cuando se le unieron dos miembros de la burguesía tolosana, Pedro Seila y Tomás, con un compromiso formal y perpetuo, prometiéndole obediencia. Nacía una Orden de Frailes Predicadores que sólo necesitaba la aprobación oficial de la Iglesia. Aprobada verbalmente por Inocencio III fue confirmada por Honorio III en 1216. Históricamente Domingo había dado su talla, y ante Dios había cumplido la misión encomendada a través de intrincados caminos que le habían conducido a ser fundador y padre de una Orden que se dijera y fuera de Predicadores, en imitación constante de la vida apostólica.
Pobreza evangélica
La vida evangélica, ascética, apologética y social de la pobreza en el pensamiento y comportamiento de Domingo de Guzmán, se halla muy en consonancia con la sensibilidad moderna comprometida en la lucha por una más justa distribución de las riquezas. Domingo, dentro de la espiritualidad de los primeros mendicantes, supera la pobreza estrictamente personal para elevarla al nivel de comunitaria. Constituye un elemento básico de renovación de la vida evangélica, un medio de apostolado, con una gran carga ascética, apunta también a la elocuencia de su dimensión social.
Defendida con todo el rigor de un principio incontrovertible, y aplicada con toda la moderación de un instrumento para elevadas funciones, evoluciona hacia una pureza y exigencia cada vez mayores hasta llegar a la totalidad. En una primera etapa acepta donaciones para mantenimiento de su pequeña comunidad, como en el caso del castillo de Casseneuil que le regaló el conde Simón de Montforts. Al elegir con sus compañeros una regla aprobada, por disposición pontificia, deciden unánimemente «desechar todas las posesiones terrenas para no embarazar el oficio de la predicación» aunque «se les mandó retuvieron las rentas»'. En marcha ya su familia religiosa renunció absolutamente a todo. «Si alguna vez ofrecían posesiones a ellos o a la comunidad de los frailes, no quería recibirlas ni permitía que las recibiesen los frailes». Y cuando Oderico Galliciani quiso dar a los frailes unas posesiones para el mantenimiento comunitario, estando incluso firmada el acta de donación con el obispo de Bolonia, al llegar Domingo mandó rescindir el contrato, porque quería «que viviesen solamente de limosnas y parcamente». Las palabras con que a la hora de la muerte ratificó la fuerza de la pobreza, tienen toda la grandiosidad de amenaza apocalíptica.
La Orden ha tenido siempre en gran estima un legado tan claro. Lo ha defendido ante los mismos Romanos Pontífices en momentos históricamente comprometidos. La famosa decisión del Concilio de Trento en el cap. III del Decretum de Regularibusil orientó la práctica de la pobreza comunitaria hacia otros derroteros. La evolución de los tiempos excluyendo la presencia de la mendicidad y concientizada por la dignidad de un trabajo remunerado condicionan la realización práctica de la pobreza. Pero la utilización de los medios materiales reducida a lo necesario, la compartición de bienes, evitar acu-, mulación de capitales, el valor ascético y espiritual de la renuncia de las riquezas, siguen teniendo fuerza y sentido. Domingo cargó el acento sobre el aspecto espiritual y apostólico, y de ellos deriva una repercusión social destinada a hacer mucho bien.
En cuanto a las hermanas, con el fin de evitar que caigan en la ociosidad, «alma, madre y nodriza de todos los vicios», o que puedan ser presa fácil ante la tentación, y que al mismo tiempo cumplan con el precepto divino de ganarse el pan con el sudor de su rostro, manda que una vez cumplimentadas las exigencias de la oración, lectura, preparación del Oficio Divino, y aprendizaje de las letras, «se dediquen ahincadamente todas a los trabajos manuales», según criterio de los superiores, como es natural.
El estudio instrumento de apostolado
No se peca de exagerado al afirmar que Domingo de Guzmán es uno de los santos fundadores de familias religiosas que vio el primero y con mayor claridad, la necesidad del estudio como arma apostólica. El estudio monástico, de innegable finalidad contemplativa, cumple siempre una gran función espiritual, tanto para el monje en su vida íntima, como en el interior del monasterio. El estudio catedralicio, con su carácter institucional, lleva consigo una formación teológica de índole pastoral para el ministerio del sacerdote. Es de modo especial con Santo Domingo, cuando el estudio salta a la palestra de la actividad apostólica, como medio necesario para la defensa y difusión de la verdad.
La experiencia en tierras tolosanas se impuso, y cuando Domingo se dirigió a Roma a solicitar la aprobación de la Orden, llevaba en su mente una idea circunscrita a lo que se gestaba en la región del sur de Francia. Pero al regresar de Roma a Toulouse, su espíritu se había abierto al horizonte de la catolicidad. Había que difundir la fe por la predicación y enseñanza de la verdad en todo el mundo. Así dispersa el núcleo compacto de sus primeros discípulos,, con atención especial hacia los centros de mayor solvencia en el estudio: París y Bolonia. Su palabra y sus decisiones miraban de favorecer al máximo las posibilidades de estudio. Ya en San Román de Toulouse manda construir celdas para favorecer el estudio. Fray Juan de Navarra nos recuerda que «con frecuencia exhortaba y persuadía de palabra y por escrito a los frailes de dicha Orden a que estudiaran siempre en el Nuevo y Antiguo Testamento». « Idea que repite fray Rodolfo de Faenza al decir que «deseaba que siempre estuvieran dedicados al estudio, la oración y la predicación»
Donde con mayor elocuencia consta la preocupación del Santo por el estudio en sus frailes es en el libro de las Costumbres que recoge expresiones directas del Patriarca. Ya a los novicios se les recalca «cómo deben entregarse ahincadamente al estudio, de tal manera que de día y de noche, en casa y de viaje, lean siempre o mediten algo, y se esfuercen por retener en la memoria cuanto pudieren» . Dada la dimensión apologética del estudio y su importante repercusión a la hora de predicar, como fiel seguidor de las normas eclesiásticas, precisa bien que el estudio ha de ser de las ciencias sagradas. «Tanto los jóvenes como los demás estudien solamente libros teológicos», aunque no excluye echar algunas ojeadas sobre los escritos de los filósofos, referido más bien a los de los herejes. Con la debida autorización pueden llegarse a las ciencias profanas que se iban imponiendo, como medicina, fisica, ciencias naturales, etc. Se comprende que nos hallamos ante una nueva comprensión y valoración del estudio, y por lo tanto, algo que exige normas nuevas y distintas.
Como principio general es significativo que disponga que los consagrados al estudio y a la predicación, no deben recibir cargos ni responsabilidades administrativas. Al establecer como norma de conducta en los superiores la debida y conveniente aplicación de la ley de la dispensa, precisa que debe aplicarse a «todo aquello que pareciere impedir el estudio, la predicación o el provecho de las almas». Principio de grandiosa fecundidad que invita a muy serias reflexiones cuando del bien de las almas se trata. Para Domingo era claro que la formación institucional era muy importante, pero hay que mantenerla en progresión constante y a tenor de las circunstancias de tiempos y lugares. No es difícil percibir el eco de la figura de San Agustín siempre atento a la Sacra Pagina para hacer frente a las necesidades pastorales de cada día, y al imprevisible error que puede presentarse en el momento menos pensado. Si un pastor de almas ha de ceñirse a su grey, un predicador tiene que estar dispuesto a cumplir con su cometido de proclamar la palabra en cualquier parte del mundo. Ideal que Domingo mantuvo hasta su muerte y que es un reto para muchos.
Amor al prójimo o altruismo a lo divino
Para una mentalidad como la nuestra, imbuída de noble respeto por la dignidad del otro, que se manifiesta en la defensa de los derechos humanos, del respeto por la conciencia personal, de las justas libertades, de la igualdad de oportunidades, y otras muchas manifestaciones de interés humanista, la actitud de Domingo de Guzmán, insertada en una línea que arranca de Dios sin menoscabar en modo alguno las aspiraciones del corazón humano, se pone al servicio del hombre como hijo de Dios, para ayudarle en el negocio más importante, salvar el alma de lo que se conseguirá el justo equilibrio de todo lo demás.
La voz autorizadísima de Jordán de Sajonia nos recuerda la súplica especial que el Santo dirigía a Dios, pidiéndole que «se dignase darle la verdadera caridad para cuidar y trabajar eficazmente en la salvación de los hombres, juzgando que sólo sería miembro de Cristo cuando se consagrase por entero a la salvación de las almas, a semejanza de nuestro Salvador, que se entregó totalmente para redimirnos». Elevado intento que Domingo mismo cuidaba con esmero, según el mencionado ordán: «El se afanaba con todas sus fuerzas por conquistar almas para Cristo y sentía en su corazón una emulación casi increíble por la salvación de todos». Fray Rodolfo de Faenza testigo cualificado en el Proceso de canonización añade datos incluso más precisos y elocuentes. «Deseaba la salvación de todas las almas tanto de los cristianos como de los sarracenos, y especialmente de los cumanos y otros, y era más celador de las almas que cualquier hombre que vio jamás». Su «casi increíble anhelo de la salvación de todos» 3 subyugaba a los que trataban con él. Empeño especial puso en que su ideal quedase bien reflejado en las primitivas Constituciones o Libro de las Costumbres: «Nuestro empeño se debe dirigir en primer término, principalmente y con todo ardor, a que podamos ser útiles a las almas de los prójimos». A pesar de la frialdad de las palabras, se perciben los latidos de un gran corazón. En el corazón de Domingo cabía el género humano entero.
Tan noble sentimiento fue maravillosamente encarnado por Domingo a lo largo de su existencia, hasta el punto de renunciar a todo lo que no fuera servir al prójimo, por el que estuvo siempre dispuesto a renunciar a todo lo que fuera conveniente. Si de joven renunció a sus valiosos libros de estudio anotados por su propia mano, para socorrer a los indigentes, en otras ocasiones quiso venderse por esclavo para merecer la conversión de un descarriado o redimir a otro cautivo. En plena madurez renunció a dignidades eclesiásticas, como los obispados de Beziers y Couserans, para continuar en su servicio exclusivo al prójimo.
En los últimos años de su vida, pensó incluso dejar el gobierno de la misma Orden fundada para mantener su dedicación exclusiva a la conversión de los infieles.
A esto hay que sumar una especial calidad humana para con todos, que Ferrando expresa diciendo que «nadie tan condescendiente, tan jovial como él con sus frailes y compañeros». «Hacía propio aquello de gozar con los alegres y llorar con los afligidos, colmado de piedad y entregándose completamente en provecho del prójimo y para alivio de los atribulados». Notas sicológicas que nos presentan un hombre con el más amplio espíritu de compenetración.
En busca de la oveja descarriada
Sólo partiendo de la visión evangélica de la oveja descarriada se puede comprender la actitud fundamental de Domingo de Guzmán ante la herejía. Comentarios posteriores la han desfigurado hasta el punto de parecer irreconocible. Unos por visión espiritual, otros por consideraciones de tipo sociopolítico, todos han desenfocado la realidad histórica. La nota aclarativa más importante en la trayectoria de Domingo que explica su enérgica reacción, la tenemos en el encuentro con el posadero de Toulouse, clara personificación de la oveja descarriada. Fue entonces cuando afloraron con toda su fuerza en el espíritu de Domingo el compelle intrare evangélico y el oportune el importune de San Pablo. Y no como imposición por la fuerza, sino la fuerza derivada de la convicción fruto de la Palabra predicada, de la luz de la dialéctica, y de la atracción de los santos ejemplos.
Las expresiones de hostigador, perseguidor y argüidor de los herejes que con tanta fuerza recalcan los testigos de Toulouse, no aluden a una cuestión socio-política, sino a la expresión personal de un «enamorado de la fe y de la paz», que tanto a través de su palabra como por el ejemplo de su vida «con valentía trabajaba para promover la fe y la paz, exponiéndose para ello a muchos peligros». Ciertamente que la actitud combativa que tomaron los herejes ante el apostolado doctrinal y ejemplar de Domingo, condicionó mucho el desarrollo de la actividad misionera del Santo, y no le costó la vida porque sus mismos perseguidores optaron por negarle la gloria del martirio que el Santo anhelaba. Pero las raíces del error habían arraigado mucho y no eran fácilmente extirpables.
Inocencio III, ante el fracaso de la empresa apostólica mediante la sagrada predicación, optó por acudir al recurso de la intervención armada, y se desencadenó la tormenta. El buen deseo de salvar la pequeña grey que permanecía fiel, significó un recrudecimiento en su actitud combativa por parte de los herejes. Domingo, aun reconociendo que la mies era poca, no participó del entusiasmo del cruzado. Como «a todos amaba, de todos era querido», nos recuerda Ferrando, se mantuvo completamente al margen de la contienda. Apostólicamente fiel a las necesidades de los católicos y dispuesto siempre a abrir sus brazos a los herejes, en tierras tolosanas, continuó siendo un mensajero de paz en medio de la guerra, hasta que la llamada a lo universal, a través del Concilio de Letrán, le condujo a Roma. Diez de los mejores años de su vida fue el tributo que pagó al mensaje evangélico de ir en busca de la oveja descarriada. No consiguió todo lo que se había propuesto y hubiera querido. Cumplió con lo que Dios le había pedido. De todo el grupo de predicadores que diez años antes habían iniciado la puesta en marcha de la misión pontificia, sólo él se mantuvo firme hasta el final. Fueron años en que actuó como delegado de los inquisidores pontificios para reconciliar a los herejes que se convertían. Y fueron también los años en que su labor abnegada y eficiente, ejemplar hasta el heroísmo, llamó la atención de Fulco, obispo de Toulouse, y de algunos piadosos varones que acabaron uniéndosele para colaborar en la santa predicación, y que fue como el germen del que brotó en su momento histórico la Orden de los Frailes Predicadores. Del grupo de piadosas mujeres convertidas, recogidas junto a la pequeña iglesia de Nuestra Señora de Prulla, arrancó la fundación de las hermanas predicadoras o monjas dominicas.
Sentido del riesgo en la fe
Nacido y formado en un ambiente cristiano de solera, Domingo no tuvo dificultades especiales en el crecimiento de la fe que desde niño aprendió de su santa madre y de su tío arcipreste. Conoció de joven los imponderables de la presencia de moros y judíos en suelo hispánico. Llamado a formar parte del cabildo regular de la iglesia de Osma, abundaron las posibilidades de profundizar en la inteligencia de la fe. Fue en el Languedoc, al contacto directo con la herejía albigense donde despertó su vocación de atleta en la fe, al asumir la responsabilidad de una predicación altamente comprometida, tanto en lo que miraba el contenido del mensaje que se anunciaba, como a la denuncia de los errores divulgados.
La primera manifestación de su elevado sentido de asumir el riesgo que comporta la fe, la tenemos en la predicación misma. Ambiente hostil del que muchos claudicaron ante la inutilidad de los esfuerzos puestos en juego. Domingo en cambio «permaneció incansable prosiguiendo su predicación, anunciando sin cesar la palabra de Dios principalmente contra los herejes», nos cuenta Constantino de Orvieto. La reacción de sus enemigos, fuertes y poderosos, se manifestó en forma de burlas pesadas, desprecios, calumnias, amenazas y peligros. Todo envuelto en un aire de absoluta indiferencia que helaba los ideales y demostraba ser inútil cuanto se hiciera por aquellas ovejas descarriadas. Sólo una fe que puede trasladar montañas y sabe arriesgar fuerzas, pudo mantenerle firme en su puesto, sabiendo que a la hora de la verdad quien da el incremento es Dios.
Fray Juan de Navarra nos da cuenta detallada de otro hecho significativo de la capacidad de decisión de Domingo ante el riesgo, con plena conciencia de su buen hacer. En 1217 dispersó Domingo el pequeño grupo de frailes, verdadera semilla de la Orden, trigo que sembraba para dar fruto, contra toda previsión humana y en contra de la voluntad de altas personalidades que le querían bien y deseaban el progreso de la Orden. La frase con que atajó las ponderadas razones humanas, «Yo sé bien lo que hago», es todo un monumento a la fe y confianza en Dios. Un verdadero saber perder para ganar evangélicamente. El mismo Ferrando acentúa también el carácter insólito del hecho, con todo lo que tenía de temerario, y que a pesar de todo, lo llevó a cabo «con tal confianza y denuedo como si ya tuviese certidumbre de los sucesos que habían de acontecer». Según el mismo cronista, se trata de una inspiración del cielo y de la seguridad de la protección de las oraciones del Santo.
Toda la fuerza de la fe y el valor de comprometerse saltando barreras por encima de todos, es la misma que tres años después, ante sus frailes reunidos en capítulo en Bolonia, le induce a presentarse como siervo «inútil», y declinar el gobierno de la Orden que hasta entonces había estado de modo absoluto en sus manos, en frase recordada por fray Rodolfo de Faenza, y que compite en grandiosidad y firmeza con la de Toulouse: «Merezco ser depuesto, porque soy inútil y relajado». No se trata de una muestra más de la humildad que caracterizaba al Santo. Es seguridad y confianza en sus hijos que debían asumir la responsabilidad de continuar la obra. Y es también una alta muestra de prudencia cristiana ante los síntomas ya declarados de la enfermedad que iba a llevarle al sepulcro. Se considera inútil, es decir, «no útil» para la misión que había recibido de lo alto. No ha fallado la voluntad, fallaron sí las fuerzas. Es también conciencia evangélica del reconocer a tiempo que a unos corresponde crecer y a otros menguar. Es ley de vida y de gracia. El que los frailes no aceptasen su renuncia entra en la lógica de otras categorías nobilísimas que honran la figura del Padre y la de los hijos que supieron ver en el fundador la idea-fuerza que en modo alguno debían perder mientras fuera posible.
Las actitudes reflejadas en 1217 y 1220 son fruto de un mismo árbol, idéntico en sabor y perfume espiritual que evoca la fe que hace milagros y vence todas las dificultades.
Santo Domingo de Guzmán, para el mañana
Las personas humanas no acaban con la muerte. Además de lo que continúa vivo ante Dios, quedan siempre huellas, entre los hombres, que tardan más o menos en desvanecerse. Figuras estelares hay, cuya luminosidad parece llamada a durar siempre. Domingo de Guzmán, desde su trilogía de apóstol, santo y fundador, tiene garra como para hacer pensar que la tea encendida con que le ha representado la tradición y piedad populares, tiene todavía mucho que iluminar cara al futuro.
El mejor servicio que podemos hacer para los que se interesan por su figura y su obra, es ayudarles a que cada uno pueda construir su propio criterio, lo más cercano posible a la realidad, poniendo en sus manos elementos de juicio solventes y garantizados que les permitan analizar hechos, personalizar actitudes y acogerse a sus beneficios. Para las figuras de épocas remotas hay que contar con los testimonios de sus más allegados en el tiempo, o el resultado de aquéllos que contando con buenas informaciones nos legaron el fruto de sus investigaciones y de sus experiencias.
La figura de Domingo de Guzmán nos obliga a retrotraernos hasta el siglo XIII. Este volumen ha querido recoger lo más significativo sobre su personalidad, dejado por los que estuvieron más cerca de él en el tiempo y en el lugar. Testigos urados de su vida y virtudes, opúsculos y narraciones de quienes dispusieron de informes hoy perdidos, relaciones de contemporáneos, recogidas amorosamente para que no caigan en el olvido. Todos hablan de Domingo de Guzmán, y Domingo, hombre apóstol, santo y fundador, habla a través de ellos. Palabras para sembrar y grabar en los corazones, a fin de que el recuerdo no se pierda y el espíritu siga produciendo sus frutos.
(Fuente: Galmes, Lorenzo; Gomez, Vito T. et al. Santo Domingo de Guzmán. Fuentes para su conocimiento. Bilioteca de Autores Cristianos. 1987)
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