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Preferir colmillo a crucifijo


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Hace poco pregunté a un conocido por qué llevaba un colmillo negro tan bonito al cuello, en vez de llevar un crucifijo como sus demás compañeros. Me respondió que le gustaba, que le había costado mucho dinero y que le traía buena suerte. Decidió cambiar el signo distintivo del cristiano, por un canino de animal, supuestamente para sentirse mejor. Me contaba que en la tienda donde compró su amuleto había muchos artículos que ayudarían al que los portara a resolver diferentes problemas.


Es frecuente encontrarse personas que llevan encima artilugios (amuletos, horóscopos, velas, ángeles mágicos, pulseras, inciensos), en los que encuentran un halo pseudorreligioso, bañados de superstición y ligereza y pueden caer en el peligro de vivir una forma de religión basada en sentimientos abstractos y divorciados de la práctica, muy apta para un mundo superficial.

Hay una evolución en la orientación de la religión como consecuencia de la sociedad de consumo: los norteamericanos ya no son tan tradicionales en sus puntos de vista religiosos como lo fueron sus padres y abuelos: ahora están más confundidos religiosamente. Los que nacieron después de 1960 son la primera generación crecida en una sociedad de consumo completamente comercializada, expuesta a la televisión desde niños. Comenzaron los cambios en la orientación de la práctica religiosa, pasando de ser algo afincado, a estar orientado en la búsqueda, chapoteando en diferentes prácticas espirituales. La religión se transformó de algo sacro a algo fluido y portátil, más que una búsqueda de Dios en la esquina de una antigua iglesia, pasó a buscarlo dentro de cada uno.

En los años ochentas, inició una reacción contra la permisividad de la sociedad, que valoraba la moralidad tradicional, pero quería ir experimentando, es decir, no sujetarse a una espiritualidad afincada y tradicional, sino poder escoger una serie de prácticas que se vivirán con cierta disciplina una temporada, ya que una característica de la postmodernidad es la movilidad. Esa «espiritualidad» se apoya en actividades distendidas y repetitivas, que tienen un elemento de obligación, sin el cual ninguna vida tendría coherencia; manifiestan su religión, por ejemplo, haciendo jardinería, por encontrar más sencillo lograr allí un encuentro con lo sacro, que yendo un domingo a una iglesia. Como las personas de esa generación tienen el hábito arraigado de elegir cuidadosamente lo que van a consumir, también lo aplican a la religión, a la que tratan como supermercado espiritual donde adquirir experiencias misteriosas o milagrosas. Pueden combinar asistir a pláticas en la parroquia, con ejercicios relajantes de religiones orientales, con la jardinería. Cambian las prácticas religiosas tradicionales, que consideran aburridas y pesadas, por otras espiritualidades privadas que les gustan. Al final, son personas que no saben luchar consigo mismos, ni siquiera capaces de llevar con rigor una dieta, que no descubren el valor de una vida espiritual disciplinada, y prefieren algo ligero, como una breve oración antes de acostarse.

Enrique Arce Fernández. Sacerdote. Doctor en teo¬logía por la U. Pontificia de la Santa Cruz, Roma. Autor de Vida consumista, IMDOSOC, 2008.
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