Sobre el quinto centenario
«¿Acaso estos no son hombres?»
1492: Cuestionamientos para hoy
1. Hace quinientos años...
«Estos, ¿no son hombres?». El grito que lanzó hace casi 500 años fray Antonio de Montesinos, al ver el trato infligido a los indígenas, resuena aún en nuestros días. 1492 es el símbolo de un proceso histórico que todavía continúa.
En su origen, este proceso sobrepasó ampliamente las intenciones individuales. También sobrepasa con mucho a España. Inglaterra se hizo presente en el norte de este continente desde 1497; Francia en 1534; Portugal en Brasil llega en 1500; los alemanes en Venezuela en 1528... Fue el inicio de la estructuración del mundo como nuevo espacio unificado, teniendo como centro a Europa, y la imposición de la relación colonial, es decir, de un sistema de dependencia en beneficio de Europa.
Los intereses individuales y colectivos han sido múltiples: descubrimiento y exploración, búsqueda de poder o de fama, desarrollo comercial y enriquecimiento, evangelización. El interés del enriquecimiento fue sin duda el predominante y estructuró el sistema que se ha impuesto progresivamente. Las fuertes tensiones, suscitadas por otros intereses, en particular por los de la evangelización, no han podido poner en cuestión este predominio del interés económico.
La conquista ha sido violenta y sus efectos resultaron devastadores para las poblaciones locales. Esta violencia tuvo causas diversas pero convergentes que se reforzaron mutuamente: violencia primaria de los hombres (europeos) sobre las mujeres (indígenas); condiciones de servidumbre y de trabajos forzados impuestos a los indígenas; introducción o intensificación de la guerra entre los pueblos indígenas; destrucción cultural que tuvo por efecto la desaparición de las referencias de sentido; introducción de gérmenes de enfermedades desconocidas, acarreando una verdadera catástrofe demográfica en el continente.
A todos estos factores de violencia, cuyas víctimas fueron los naturales, debe agregarse la violencia de la esclavitud de los negros: la violencia del tráfico y la de la condición de los esclavos, violencia deseada y organizada de manera más inmediata que la que implicó la conquista misma. La esclavitud -institución que ya existía y era admitida en Europa, aunque de manera limitada (esclavos negros y moros), y presente de manera más evidente en el mundo musulmán- adquirió dimensiones sin precedente a partir de la conquista de América, primero bajo los auspicios de Portugal y, luego, de los Países Bajos. Fue entonces cuando se convirtió a los negros en objeto de tráfico y comercio a gran escala.
La amplitud de la violencia que dominó al continente no fue deseada directamente por nadie. Entre los conquistadores hubo gente brutal, sin escrúpulo alguno, como ocurre en todas las guerras. Hubo otros, entre los que se cuentan ciertos funcionarios, que fueron sensibles a la condición de los indígenas. En estos territorios, por parte de los colonos, y en Europa, por parte de los poderes políticos, de los banqueros y de los comerciantes -italianos y alemanes, principalmente- existió la voluntad de enriquecerse y sacar provecho, casi siempre con desprecio e ignorancia del otro: del indígena y del negro.
Frente a la búsqueda del oro, el otro no significaba nada. Incluso cuando ciertos poderes políticos se preocuparon sinceramente por la condición del indígena, no tuvieron los medios, y sin duda tampoco la voluntad, de hacer prevalecer esta preocupación frente a los intereses económicos y políticos.
Finalmente, hubo otro tipo de ignorancia y no-reconocimiento del otro, debidos a un sentimiento muy fuerte de superioridad cultural (civilización /barbarie) y religiosa (religión verdadera/idolatría), por el cual la buena intención algunas veces trajo la muerte.
La Primera Evangelización
En este contexto de enfrentamiento conflictivo el proceso de evangelización fue muy ambiguo. Por un lado, con un impulso sin precedentes, la mayoría de los misioneros salió rumbo al nuevo continente llevados por la generosidad, el celo, la abnegación y por una voluntad fundamental de búsqueda del bien del otro; muchos perdieron allí la vida. La mayor parte de ellos fue también muy sensible ante lo inhumano de las condiciones de vida impuestas a los indígenas y asumieron su defensa. Y fue sin duda alguna a través de su fe y su bondad desinteresada como el Evangelio pudo hacerse oír en este mundo. El testimonio de esta vivencia del Evangelio resuena aún ahora en las comunidades indígenas.
Pero, por otra parte, los misioneros estaban casi todos convencidos del derecho de colonización; algunos de ellos acompañaron a los ejércitos conquistadores; muchos consideraron a los indígenas como menores de edad, necesitados de tutela; otros estaban además persuadidos de que era necesario, por el bien de los propios indígenas, destruir completamente su religión, ya que la totalidad de la verdad residía en el cristianismo, esto es, en su forma latina. Y en fin, casi todos consideraron como normal la esclavitud de los africanos.
En esta historia los frailes de nuestra Orden estuvieron divididos. Algunos apoyaron acríticamente la obra de colonización, a la que dotaron de legitimación religiosa, condenando solamente algunos excesos, considerados como accidentes más o menos aislados. Otros, en el continente europeo, fueron los promotores de la Inquisición, los instigadores de la expulsión de los judíos en 1492. (¿No eran los judíos también seres humanos?). Finalmente, muchos otros, siguiendo a Pedro de Córdoba y a Montesinos y después a Las Casas, se opusieron valientemente a prácticas y opiniones que entonces se tenían por evidentes. Así hicieron el siguiente cuestionamiento fundamental: «éstos, ¿no son hombres?» y, por lo tanto, ¿no son nuestros hermanos?. Esta pregunta se la plantearon movidos por su fe en Dios, creador y padre de todos, y en Jesucristo, muerto por todos. Asumieron, hasta sus últimas consecuencias la respuesta positiva que dieron a esta pregunta y criticaron de manera radical ese sistema que hacía de la riqueza su dios. Estos hermanos aparecen como figuras evangélicas ejemplares, no obstante las deficiencias y los límites de algunas de sus posiciones (como por ejemplo, la denuncia tardía de la esclavitud negra o en ocasiones el restringido reconocimiento de la alteridad cultural).
Suscitaron un movimiento intelectual, filosófico, jurídico y teológico de primera línea en España (F. Vitoria) e introdujeron un verdadero debate público sobre estas cuestiones en su propio país, debate que no se dio en ninguna otra parte. Así contribuyeron a poner los fundamentos de la doctrina de los derechos del hombre y de los pueblos y de la moral de las relaciones internacionales.
Siguiendo los pasos de la historia.
Lamentablemente, tras las primeras generaciones la mayoría de nuestras comunidades se acomodaron al sistema colonial: se convirtieron ellas mismas en propietarias de grandes extensiones de tierra, tuvieron esclavos a su servicio y se aliaron con los intereses de la clase dominante.
La independencia de los países de América, conseguida progresivamente a partir del siglo XIX, no mejoró las condiciones de los indígenas. Al contrario, las repúblicas negaron totalmente su alteridad y su identidad cultural y muchas veces buscaron deliberadamente destruir sus lenguas y todas sus organizaciones. Sin embargo, a través de toda esta historia, las comunidades indígenas y las poblaciones negras, frecuentemente desarticuladas, resistieron a partir de su propia cultura y no dejaron de luchar por sobre vivir. La existencia indígena da hoy testimonio de esta resistencia que encontró un apoyo en la fe cristina, a pesar de que la Iglesia, con frecuencia, se opuso a estos movimientos de resistencia.
Es un verdadero milagro, como decía Las Casas, que las comunidades indígenas hayan aceptado la fe cristiana a pesar de la violencia de la conquista.
Aún hoy podemos ver los frutos de este milagro: la fe ha arraigado profundamente en los pueblos del continente. Medellín y Puebla permanecen como signo visible de la vitalidad de la Iglesia latino-americana y de su sentido profético. Los numerosos mártires de los últimos años también dan testimonio de esta autenticidad evangélica.
2. Y hoy
Hoy más que nunca debería resonar la pregunta: «Acaso éstos ¿no son hombres?»
Por todo el continente americano, los indígenas han sido a lo largo de los últimos decenios -y continúan siendo- objeto de una destrucción más o menos sistemática: su cultura es negada, sus tierras, invadidas y reprimidas sus organizaciones. Las masacres no son rara excepción (Guatemala, Brasil...).
En cuanto a la Iglesia católica, sigue considerando a los indígenas como menores de edad: todos los esfuerzos por una auténtica inculturación de la Iglesia en las comunidades autóctonas, han sido frenados, sobre todo a partir del siglo XVIII, por la voluntad de reforma y de «purificación» del cristianismo popular, concebida como occidentalización.
Los negros son muchas veces objeto de discriminación violenta, como lo son también las masas urbanas y rurales que se ven cada vez más reducidas a una miseria extrema. Multitudes de campesinos son expulsados de sus tierras por empresas integradas en los circuitos de exportación. Los movimientos populares son casi siempre reprimidos y todo el continente sofocado por la deuda externa.
En Europa y en América del Norte, como en África del Sur, el racismo niega la igualdad humana del otro. Los inmigrantes son objeto de desprecio e incluso de violencia, casi siempre les son impuestas condiciones degradantes de vida social y económica y son explotados contra toda legalidad. No disfrutan de los mismos derechos. Por otra parte estas sociedades desarrolladas son cada vez más excluyentes: se impone una sociedad dual en la cual unos encuentran un puesto privilegiado en el sistema económico, mientras que otros quedan marginados, condenados a la precariedad y a la pobreza.
En África y en Asia millones de refugiados son acorralados en campos, en condiciones casi siempre inhumanas. Y África es abandonada cada vez más a su suerte, como un continente perdido, como si hubiera dejado de ser nuestro prójimo. En Asia el sistema de castas continúa imponiendo la discriminación e incrementando la pobreza. En China las aspiraciones a la libertad se ven constantemente reprimidas...
En Europa central y oriental, donde la libertad ha sido conquistada con esfuerzo contra el totalitarismo comunista, los nacionalismos exacerbados desembocan en guerras civiles asesinas, que niegan la posible coexistencia de las diferencias. En todo el mundo las mujeres son objeto de discriminación, reducidas a un estado de inferioridad.
Por todas partes se impone la primacía de lo económico, el dios dinero que acrecienta las desigualdades y engendra violencia y represión, a la vez que la tecnocracia económica reduce la democracia real y amenaza las libertades.
Como afirma Puebla, la injusticia es estructural y se institucionaliza. La fuerza del mercado, regido por el capitalismo liberal, apoyado frecuentemente por los poderes militares, empobrece cada vez más a los pobres en beneficio de los ricos. En todo el Sur un inícuo ((orden económico*, impuesto por el Norte y agravado por múltiples factores internos, es causa de miseria y de muerte.
La violencia no es exclusiva de 1492 ni tampoco el no reconocimiento de la igualdad de los hombres. Esto constituye hoy para nosotros un grave problema.
3. Una Historia que nos cuestiona
Releer ahora 1492 no tiene sentido si no es en relación con los retos que esta historia suscita en la actualidad. Hoy, cuando se habla de la nueva evangelización, queremos proponer algunas cuestiones, invitando a nuestros hermanos y hermanas dominicos a reflexionar desde su propia situación.
Ante todo, esta historia cuestiona a todo ser humano
Las bases del orden político y económico mundial fueron puestas en los siglos XV y XVI. Este sistema está fundado sobre la desigualdad y la explotación.
Durante los primeros tiempos la colonización tuvo dramáticos efectos de muerte para los indígenas y los africanos. Hoy, cuando las estructuras económicas de nuestro mundo reducen a tantos pueblos a la miseria y los conducen a la violencia, ¿cómo no criticar tal sistema?
Hace cinco siglos la muerte fue en gran medida la consecuencia de la ceguera y de la ignorancia del otro. Algunos profetas, lúcidos y valientes, denunciaron tal ceguera. ¿Estamos dispuestos hoy a escuchar a los profetas que denuncian nuestras propias cegueras, causantes también de muerte?
En aquella época algunos lucharon por defender la vida y la dignidad de los indígenas, para obtener una legislación que garantizara sus derechos. ¿Luchamos nosotros por condiciones de vida más digna para todos?
Los indígenas, como todos los pueblos colonizados, han sido considerados como menores de edad: les ha sido negada su dignidad de sujetos de la historia.
¿Cómo afirmar hoy contra los poderes militares, políticos, económicos y culturales, uniformantes y reductores, que los pueblos de [dos terceros mundos» y los que han estado sometidos por los totalitarismos comunistas son llamados a convertirse en sujetos de su propia historia?
Esta historia cuestiona también a todos los cristianos
Una parte de la Iglesia del siglo XVI legitimó teológicamente la empresa del sojuzgamiento de los pueblos indígenas. ¿Estamos seguros de no estar justificando, con nuestras convicciones religiosas y teológicas, sistemas de explotación y de desprecio?
No podemos comprender que nuestra Iglesia mayoritariamente haya tolerado la esclavitud de los negros y que muchas veces se haya aprovechado de ella. No podemos ver esto sino como una ceguera contraria al Evangelio, cualesquiera que hayan sido sus justificaciones culturales. Pero ¿no estamos hoy acaso encerrados en otras cegueras que impiden la difusión de la buena nueva del Evangelio y que son quizá igualmente devastadoras? La evangelización del continente americano en el siglo XVI fue sin duda generosa y motivada por la fe, pero no pocas veces fue destructora de la cultura. ¿Estamos prestos hoy en la Iglesia para aceptar los riesgos de las verdaderas inculturaciones, despojándonos de nuestras evidencias tradicionales?
Finalmente, esta historia, de manera más particular, nos cuestiona a nosotros como dominicos
Nos sentimos legítimamente orgullosos de nuestros hermanos Pedro de Córdoba, Antonio de Montesinos y Bartolomé de Las Casas, así como de sus compañeros y discípulos; estamos orgullosos de su grandeza humana y evangélica.
Esto no puede hacernos olvidar que, por la misma época, otros hermanos nuestros se aliaron con la colonización. ¿Cómo puede esta historia ayudarnos a situarnos en el corazón de las tensiones que dominan nuestro mundo, nuestra Iglesia y nuestra Orden, y optar por dar vida a la raza de aquellos a quienes queremos canonizar?
Hoy percibimos la violencia cultural ejercida por la colonización. ¿Pero cómo abrir un espacio para que los hombres y mujeres de tradición no-europea puedan dar forma a la vida dominicana desde su propia cultura?
En nombre de la comunidad de Santo Domingo, (Isla de La Española) Montesinos lanzó una pregunta evangélica decisiva: «Estos, ¿no son hombres?»
Pudo hacerlo porque nuestros hermanos habían escuchado el grito de los oprimidos. Nuestras comunidades, ¿se dejan interpelar por los múltiples gritos de nuestro tiempo para hacer resonar con fuerza esta misma pregunta, dondequiera que sea necesario? ¿Están dispuestas a correr el riesgo de pronunciar una palabra profética que abra los ojos a los ciegos? ¿Están preparadas para afrontar la contradicción pública que provoca la opción evangélica de solidaridad con los oprimidos?
Muchas veces somos ciegos porque el lenguaje común nos enmascara la realidad: hablando de «descubrimiento» o de «civilizaciones» oculta la violencia de la conquista y de la destrucción cultural; hablamos hoy de desarrollo y encubrimos la pobreza progresiva, y hablando de ayuda al tercer mundo se disimula el hecho de que los pobres enriquecen a los ricos (inversión de flujos financieros entre Sur y Norte). Si como dominicos estamos por vocación al servicio de la verdad, ¿no tenemos la obligación de desenmascarar y de denunciar esta mentira del lenguaje que sirve tan bien a los intereses económicos de los poderosos?
El grito de nuestros hermanos del Nuevo Mundo provocó en España, en el siglo XVI, una corriente intelectual, en el ámbito ético y teológico, de notable calidad y gran fecundidad. ¿Cómo poner nuestro trabajo teológico, con toda su exigencia de seriedad y de competencia, al servicio de la dignidad humana de los pobres y marginados, y hacer así verdadera memoria de la obra de nuestros predecesores?
Al proponer estas reflexiones, nuestro Capítulo quiere que la memoria de 1492 contribuya a reforzar el sentido evangélico de nuestro compromiso de predicadores y nuestra palabra y nuestros actos se conviertan en buena nueva para el mundo de los oprimidos, de los marginados y de los pobres de nuestro tiempo, un testimonio de nuestra fe en el Dios de la vida.
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