En el dominico francés sus firmes convicciones marcan la fama obtenida por su oratoria, con un método que hace pensar tanto al creyente, como al no creyente.
El tiempo es muy importante en las biografías. También el espacio en donde, prioritariamente, se desarrolla la vida. La del padre Lacordaire se enmarca en Francia (espacio), desde la recién y famosa Revolución Francesa y hasta comienzos de los años sesenta del siglo XIX (tiempo).
Sus biógrafos tienen especial interés en destacar que cuando nació, el 12 de mayo de 1802, un decreto del Primer Cónsul suprimía el culto público en todas las iglesias francesas. Una mala noticia para los cristianos. A pesar de ello, el pequeño miembro de la familia Lacordaire es bautizado y en su niñez recibe la primera comunión. Mantiene las creencias religiosas mientras estudia en el Liceo de Dijón, que abandona temporalmente –a los 18 años “poseído por un ardor volteriano”, dirá el mismo- cuando cursa en la Universidad la carrera de Derecho. Afortunadamente, volverá a retomarlas pronto. Con 22 años decide seguir la carrera sacerdotal llamando a las puertas del Seminario. Con 25 años es ordenado sacerdote. Desde ahora comienza su auténtica historia personal, definiendo la trayectoria del proyecto y actividades llevadas a cabo hasta su muerte.
En 1830 participa como redactor del periódico “L’Avenir” (El Porvenir, 1830), defendiendo la libertad religiosa y la renovación en la Iglesia. Sin embargo, las dudas sobre la ortodoxia, ocasionó la reprobación y cierre de la publicación. Lacordaire deja de colaborar y ofrece al papa Gregorio XVI una memoria sobre aquella aventura, sometiéndose a la decisión pontificia. Enseguida comienza su época más deslumbrante, que coincide con su acercamiento a los Dominicos. En 1839 recibe el hábito dominicano en el convento romano de La Minerva y un año después publica una Historia del fundador de los Predicadores. Pensando en Francia y el eclipse sufrido por los dominicos desde la Revolución, se empeñará en conseguir la restauración de comunidades y conventos en Francia, según justifica su libro sobre el necesario restablecimiento en dicho país. Con óptimos resultado, pues entre 1841-1850 logra crear dos territorios dominicanos (provincias de Paris y Toulouse), suprimidos en 1793. Así superaba los sinsabores sufridos por los frailes predicadores cuando, a finales del siglo XVIII, perdieron el patrimonio y la capacidad de ejercer la misión pastoral en Francia. Por todo ello, Lacordaire merecía titularse restaurador en su propia patria de los Dominicos. Una tarea importante, pero no la única. En todas las actuaciones será un ejemplo de coraje y de espíritu apostólico. Junto al éxito anterior, impulsa la congregación de Terciarios de la Enseñanza, nacida para educar a la juventud. Sin terminar el siglo XIX, éstos y otras comunidades dominicanas, padecerán el destierro por la politica secularizadora del gobierno francés, siendo acogidos en el convento dominicano de San Esteban de Salamanca y en otras poblaciones.
Este rápido recorrido por la biografía del dominico francés merece resaltar algunos rasgos. Las crisis nacionales y europeas, no frenaron su entusiasmo y valentía. Muy especialmente supo estar y aprovechar las oportunidades ofrecidas por el tiempo que le tocó vivir. Aunque por breve tiempo participó en la política (elegido miembro de la Asamblea Nacional, 1848) y en el periodismo, pronto convertido en “cuarto poder” de la sociedad, con Federico Ozanam funda La Nueva Era. Influido por la lectura del libro “El genio del Cristianismo”, su autor Chateaubriand marcará el tono apologético, defensor de la religión cristiana y el renacer religioso posterior a la revolución. En el dominico francés el coraje y ardor apostólico sale en defensa de la Revelación y de la Iglesia. Sus firmes convicciones marcan la fama obtenida por su oratoria, con un método que hace pensar al auditorio de creyentes y no creyentes destruyendo cualquier tipo de prejuicios. Por el éxito obtenido destacan las famosas conferencias que en adviento y cuaresma predica Lacordaire desde el púlpito de Notre-Dame de Paris, (1843-1851) y en otras catedrales francesas. Una fama merecida que, junto con su condición de escritor prolífico, resultó premiado al ser elegido miembro de la Academia Francesa. Sin duda, era uno de los grandes pensadores de la historia religiosa del siglo XIX y merecedor de ser contado entre las grandes figuras de la Orden de Predicadores.
Fuente: ser.dominicos.org/ Fr. Jesús María Palomares Ibáñez
Convento de San Gregorio y San Pablo, Valladoid
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