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LOS TRES NACIMIENTOS DEL VERBO


La síntesis de la revelación del Verbo encarnado se encuentra en el prólogo del Evangelio de San Juan. En él se trata de los tres nacimientos del Verbo, que son celebrados cada año por las tres Misas de Navidad. Su nacimiento eterno, su nacimiento temporal según la carne en Belén y su nacimiento espiritual en las almas.

El nacimiento eterno del Verbo está claramente expresado en el primero y último versículo del Prólogo del cuarto Evangelio:

"Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios".
"A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, éste le ha dado a conocer".

En estas palabras se encuentran claramente afirmadas la distinción entre el Verbo, Hijo de Dios, y el Padre, y también la divinidad del Verbo, consubstancial al Padre. La distinción de las dos personas divinas aparece en el hecho de decir: el Verbo estaba en Dios, Verbum erat apud Deum. Nadie está cerca de sí mismo, ni en sí mismo. Y si se dudase de que la expresión el Verbo designa a una persona, la duda desaparecería por el versículo 18, al final del Prólogo: A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, éste le ha dado a conocer. Es claro, por todo el prólogo, que el Hijo unigénito es el Verbo de Dios encarnado; y la expresión que está en el seno del Padre explica y precisa la del versículo primero: el Verbo estaba en Dios. Es evidente también que Hijo unigénito no es el nombre de un atributo divino, sino un nombre de persona, como el de Padre. Las dos personas son realmente distintas; el Padre no es el Hijo, pues el que engendra no es el que ha sido engendrado; nadie se engendra a sí mismo.
Por el contrario, no se puede decir: Dios no es su inteligencia, su sabiduría, su amor; es, en realidad, su Inteligencia, es la misma Sabiduría, el Amor mismo; estos atributos esenciales se identifican absolutamente con su Esencia. En cambio, el Padre no es el Hijo; entre ellos hay una oposición de relación, oposición que no existe entre cada uno de ellos y la esencia divina.
Y no es menos evidente, por el prólogo, que el Verbo es consubstancial al Padre, pues se dice: y el Verbo era Dios. En griego, el Verbo es claramente el sujeto de una proposición. (...)
Además, los versículos siguientes muestran que el Verbo es, junto con el Padre, Creador, autor de la vida natural y de la sobrenatural:

“Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron”.

Estas últimas palabras miran sobre todo a la luz sobrenatural necesaria para creer las verdades de la fe imprescindibles para la salvación. (...)
No menos claramente nos habla el prólogo del nacimiento temporal del Verbo en el versículo 14:
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

Este nacimiento temporal, según la carne, es el que fue anunciado por el profeta Miqueas: “y tú, Oh Belén Efrata, pequeña para ser contada entre las millares de Judá, de ti saldrá quien señoreará en Israel, cuyos orígenes serán de antiguo, de los días de la eternidad... su prestigio se extenderá por los confines de la tierra”.
Es la realización de la profecía de Isaías: “pues ha nacido un niño entre nosotros, y se nos ha dado un hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado, y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de la Paz, cuyo reino no tendrá fin”.
El prólogo nos habla finalmente del nacimiento espiritual del Verbo, viviendo en la Iglesia, que es su Cuerpo místico, en las almas de buena voluntad:

“Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos”.

Les dio poder ser hijos de Dios por adopción siendo Él el Hijo de Dios por naturaleza. Nuestra filiación es una imagen de la suya, tal como precisa el versículo 16:

“Pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad vino por Jesucristo”.

El mismo Jesús dijo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada”, también dijo: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre”.

El Verbo, Hijo de Dios, habita, con el Padre y el Espíritu Santo, en todas las almas de la tierra, en estado de gracia, del purgatorio y del cielo, en todos los justos. En cuanto a su santa humanidad, ésta no habita en el alma justa, pero ejerce sobre ella una influencia constante, pues es el instrumento siempre unido a la Divinidad para comunicarnos todas las gracias sacramentales o extrasacramentales que Jesús nos mereció durante su vida terrena y, sobre todo, en la Cruz. Desde luego, se puede hablar de un nacimiento espiritual del Verbo en las almas, o de una venida silenciosa del Verbo a las almas, como fue a los pastores de Belén; es esta venida silenciosa la que honra una de las tres Misas de Navidad. También en este sentido San Pablo escribe: “Quien os engendró en Cristo por el Evangelio fui yo para incorporaros a Él, para que estéis en Él y Él en vosotros”.
Nunca podremos agradecer suficientemente al Señor la realización del misterio de la Encarnación redentora. A menudo, cuando entramos en una iglesia, pedimos una gracia espiritual o temporal para nosotros o para los nuestros y, a veces, agradecemos al Señor tal o cual beneficio. Pero olvidamos agradecerle el beneficio de los beneficios, aquel que, desde la caída, es la fuente de todos los demás, el de la venida del Salvador. Y como dice San Pablo: “Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él, por todos los beneficios que hemos recibido y que recibimos cotidianamente por su Hijo. Ipsi gloria in saecula”.
Estas páginas tienen por fin invitar a las almas a la contemplación del misterio de Cristo, quien ha querido convertirse, en la Eucaristía, en nuestro alimento espiritual. Sería difícil expresar mejor esta contemplación que lo que lo hace la gran doxología, el Gloria, que a veces se recita mecánicamente en la Misa, pero que por la plenitud del sentido de sus palabras arrebata a las almas más contemplativas. En el Liber Pontificalis se dice que el papa Telesforo ordenó a principios del siglo II que el Gloria in excelsis fuese recitado el día de la Natividad de Cristo. Cuando Cristo inspiraba al que lo compuso, preveía que sería cantado en la Misa durante siglos y admiraría a los más grandes creyentes. (...)
Contemplemos con frecuencia en el Gloria el inmenso amor de Dios por nosotros. Dios nos habla; es preciso responderle. Recordemos como dice San Juan de la Cruz, que en la tarde de nuestras vidas seremos juzgados en el amor.
(Fr Reginald Garrigou-Lagrange OP, El Salvador, Ed. Rialp S.A.,1977, pág. 514-521).
(Imagen: detalle de "La Señora con el Niño", Bto Angelico, fra Giovanni da Fiesole OP; en el siglo, Guido di Pietro).

Traditio Spiritualis Sacri Ordinis Praedicatorum

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