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El sacerdocio universal de los laicos


Paul Evdokimov
(Extracto)


Las traducciones griegas del texto hebreo del Antiguo Testamento (por ejemplo la versión de Áquila), aplican la palabra laikos, “laico”, no a los hombres, sino a las cosas. Por ejemplo, un “viaje laico”, una “tierra laica”, el “pan laico” (1 Sam 21,4) son las cosas “profanas” que no están destinadas al servicio del templo (1 Sam 21, 5-6; Ez 48, 15).

El primer documento cristiano que menciona la palabra “laico” es la Carta a los corintios atribuida a san Clemente de Roma (ca. 95). Habla de la conducta de los hombres del pueblo según las “reglas laicas”. Desde el siglo III, con Tertuliano y san Cipriano en África del norte, el término “laico” ocupa su lugar junto a la palabra “clérigo”. Estamos ya ante el germen de una interpretación jurídica que opone “laico” a “clérigo”. Finalmente, en san Jerónimo (comienzo del siglo V) encontramos no una definición, pero sí una constatación netamente peyorativa: ante el clero, puesto aparte al servicio de las cosas de Dios, los laicos son los que se ocupan de las cosas de este mundo, los que se casan, comercian, cultivan la tierra, hacen la guerra, testifican en asuntos de justicia…

Si en la Biblia la palabra “laico” es rara y poco precisa, sin embargo contiene una noción de las más ricas y claras del laos, del pueblo de Dios. Junto a un sacerdocio funcional, de la casta sacerdotal levítica, la Escritura pone el sacerdocio universal del pueblo de Dios en su totalidad. Después de la entrega de la Torá a Moisés, el Señor declara: “Seréis para mí un reino de sacerdotes (mamleket kohanim), una “nación santa” (Ex 19,6). El texto griego lo taduce por basilein ierateurma) sacerdocio real, el “pueblo de sacerdotes” al servicio del Rey celeste. En el Nuevo Testamento, san Pedro retoma la expresión: “vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio” (1 Pe 2, 9). El pueblo de Dios, puesto aparte y reunido antaño en el templo de Jerusalén, queda ahora asociado a los “acta et passa Christi in carne”. Del régimen profético, el pueblo, constituido en Iglesia, pasa a la realidad revelada; en adelante, es reunido en Cristo y participa en el sacerdocio y en la realeza únicas de Jesús. Cristo ha hecho de todos los cristianos “un reino de sacerdotes que reinan sobre la tierra” (Ap 5, 10).

La idea de un pueblo profano no tiene cabida en la Biblia, es absolutamente inimaginable. La Escritura enseña, de la manera más constante y firme, el carácter sagrado y sacerdotal de cada miembro del pueblo.

Los primeros signos inquietantes aparecen ya a finales del siglo IV, fruto precoz de la época de Constantino. Son los propios laicos los que ceden su dignidad de sacerdocio universal […]

Se va creando una distancia por una indigencia, un empobrecimiento progresivo del laicado, por su lamentable rechazo de los dones del Espíritu Santo. Se trata de la gran “traición de los laicos”, traición a su naturaleza sacerdotal. Los dos polos del laos, del pueblo de Dios –el del rey cristiano que protege a la Iglesia y se llama “obispo exterior” y “diácono ecuménico” (título de los emperadores bizantinos), y el del monje que vive ocupado en las cosas de Dios –ambos polos salvaguardan la dignidad carismática de los laicos, pero el resto, lo que está entre estos dos polos, se precipita en un vacío, en esta ocasión verdaderamente profano; la masa, aunque bautizada, se identifica con las cosas de este mundo, recupera el sentido veterotestamenterio de la palabra “laico” aplicada a las cosas, y se convierte ella misma en una de las cosas profanas de este mundo. A este estado de rápida decadencia se le aplica el término peyorativo de los biotikoi y de los anieroí: los que viven en el mundo y son extraños a las cosas sagradas y santas. Desde entonces, la definición del laicado es negativa: un laico es un elemento pasivo puramente receptivo, no tiene nada que hacer en la Iglesia (salvo la contribución financiera), porque carece de función eclesiástica, no tiene ministerio, ni carisma…

Ahora bien, la Epístola a Diogneto (comienzos del siglo III) afirma: “cada uno reside en su patria como los extranjeros domiciliados. Toda tierra extranjera es para ellos una patria y toda patria una tierra extranjera. Pasan su vida sobre la tierra, pero son ciudadanos del cielo”. Este texto no hace sino acentuar la enseñanza de san Pablo: los fieles, los laicos, son elegidos de Dios y conciudadanos de los santos; no tienen ciudad aquí abajo. Se puede constatar una reducción vertiginosa de esta dignidad de los “santos” (de los llamados a la santidad), al estado profano de los que sólo se ocupan de las cosas de este mundo. Se trata de la extrema profanación de lo sagrado.

Ante esta decadencia, la verdadera tradición permanece siempre inmutable; se la encuentra en los dogmas, en la conciencia sacramental y litúrgica, en la rica y explícita enseñanza de los padres de la Iglesia.

El sacerdocio universal no implica ninguna oposición al sacerdocio funcional del clero; este no es en absoluto una emanación del laicado, una delegación de carácter congregacionalista. La Iglesia ha recibido una estructura jerárquica desde la institución del colegio de los Doce, de acuerdo con el plan divino. El pueblo está diferenciado por Dios en su “principio sacerdotal”, por medio de los ministerios carismáticos. El episcopado es elegido dentro del pueblo, es de su carne y de su sangre sacerdotales, no viene a formar una superestructura, porque es una parte orgánica del cuerpo, de la unidad ontológica de todos los miembros. Pero su origen es divino y se ejerce en virtud de la sucesión apostólica. Todo candidato es promovido por Dios: “fui yo quien os elegí” (Jn 15, 16). El poder sacramental de celebrar los misterios y, sobre todo, de ser testigo apostólico de la eucaristía, el poder de promulgar las definiciones doctrinales –“carisma veritatis certum”- pertenecen al episcopado en virtud de la apostolicidad de la Iglesia; es también el carisma pastoral de conducir el Cuerpo, la realeza de los sacerdotes hacia la parusía gloriosa. Imagen viva de Cristo, el obispo sólo tiene un auténtico poder: el de la caridad, una única auténtica fuerza de persuasión: su martirio. Como lo dice magníficamente esta bella frase: “nosotros no somos los maestros de vuestra fe, somos los servidores de vuestra alegría”.

Se percibe bien lo esencial de la tradición oriental: no es ni el igualitarismo antijerárquico ni la dicotomía clericalista del único Cuerpo en dos, sino la participación sacerdotal de todos en el único Sacerdote divino por medio de dos sacerdocios. Cada uno está establecido por Dios y este origen divino es lo que les libra del mundo y de toda perspectiva profana.

Lo que está condensado en uno solo, Cristo, el único sacerdote, se despliega en su Cuerpo: el Sacerdote se dirige hacia el Reino y el sacerdocio universal de los sacerdotes. La pascua y la parusía no se confunden todavía; de ahí la coexistencia de dos sacerdocios: sin confusión ni separación y fuera de toda oposición imposible; el único Cristo se realiza en la diferenciación de los carismas y de los ministerios.

De este modo, la tradición no se entrega jamás a la confusión, sino que afirma netamente la igualdad de naturaleza: todos son, ante todo, miembros equivalentes del pueblo de Dios. Gracias al “segundo nacimiento”, el bautismo, todos son ya sacerdotes, y es en el seno de esta equivalencia sacerdotal donde se produce la diferenciación funcional de los carismas. No se trata, en absoluto, de una nueva “consagración”, sino de una ordenación para un ministerio nuevo de aquel que ya estaba consagrado, que ya había cambiado su naturaleza, una vez por todas, habiendo recibido ya su ser sacerdotal. […]

De este modo, si el obispo participa en el sacerdocio de Cristo mediante su función sagrada, todo laico lo hace en función de su mismo ser; participa en el único sacerdocio de Cristo por su ser santificado, por su naturaleza sacerdotal. A la vista de esta dignidad –ser sacerdote por su propia naturaleza-, todo bautizado está sellado por los dones, ungido por el Espíritu en su misma esencia. Es necesario subrayar fuertemente la sustancia, la ontología, la naturaleza sacerdotal de todo fiel. Todo laico es sacerdote de su existencia, ofrece en sacrificio la totalidad de su vida y de su ser.

Esta perfecta igualdad de naturaleza de todos los miembros de la Iglesia responde al carácter fuertemente homogéneo de la espiritualidad ortodoxa. Igual que no existe ninguna separación entre Iglesia docente y discente, sino que es la Iglesia total la que enseña a la Iglesia, lo mismo ocurre en la totalidad de la enseñanza que el evangelio dirige a todos y cada uno. La oración, el ayuno, la lectura de las Escrituras, la disciplina ascética se imponen, así, a todos de idéntica manera. Por esta razón, el laicado forma con toda exactitud el estado de monacato interiorizado. Su sabiduría consiste esencialmente en asumir, viviendo totalmente en el mundo, y tal vez sobre todo a causa de esta vocación, el maximalismo escatológico de los monjes, su espera gozosa e impaciente de la parusía.

Como ejemplo de monaquismo interiorizado, común a todos, se puede mencionar la antigua tradición que veía en el tiempo del noviazgo un noviciado monástico para prepararse al “sacerdocio conyugal”. De este modo, las coronas de los prometidos, en el momento del rito oriental de la coronación (sacramento del matrimonio), se guardaban durante siete días y enseguida el sacerdote daba la bendición para poner fin a este tiempo de continencia de los esposos. De igual manera, en la Rusia de otros tiempos, después de la ceremonia del matrimonio en la Iglesia, los esposos iban directamente a un convento. Allí se iniciaban durante un tiempo a la vida monástica para comenzar mejor su nueva vocación conyugal, su sacerdocio conyugal.

Nicolás Cabasilas, gran liturgista del siglo XIV y laico, tituló su tratado sobre los sacramentos así: La vida en Cristo; Juan de Cronstadt, sacerdote de gran santidad de comienzos del siglo XIX, describe en Mi vida en Cristo su experiencia eucarística. Todo esto pone de relieve que la verdadera patria de las almas ortodoxas es la Iglesia de los misterios litúrgicos. Nicolás Cabasilas parafrasea incluso el texto de los Hechos de los apóstoles y dice: “por los sacramentos vivimos, nos movemos y somos” [1]

El sacramento de la unción crismal es el sacramento del sacerdocio universal. Sobre el hombre nacido de nuevo en el bautismo, desciende el Espíritu Santo para infundirle el don de los actos. La unción es el sacramento de la fuerza que nos arma como “soldados y atletas de Cristo” para “dar testimonio sin miedo  ni debilidad”, para realizar el apostolado de amor carismático. San Cirilo de Jerusalén dice a los catecúmenos: “El Espíritu Santo os arma para el combate…. Él velará sobre vosotros como sobre su propio soldado”, y “vosotros adquiriréis firmeza contra todo poder que se oponga” [2].  Todo laico es ante todo un combatiente.

Las signaciones mediante la unción crismal de todas las partes del cuerpo (tradición oriental) simbolizan las lenguas de fuego de Pentecostés. Van acompañadas de esta fórmula sagrada: “sello del don del Espíritu Santo”, es, pues, en todo su ser donde todo laico es sellado con los dones, es un ser enteramente carismático.

La oración, situada en el corazón del sacramento, precisa la finalidad de estos dones: “que encuentre su complacencia en servirte en todo acto y en toda palabra”. Es la consagración de toda la vida al ministerio del laico, ministerio esencialmente eclesial.

El carácter totalizante, absoluto, de la consagración se pone de relieve en el rito de la tonsura, rito idéntico al de la entrada en el orden monástico. La oración pide: “bendice a tu siervo, que ha venido a ofrecerte como primicia la tonsura de los cabellos de su cabeza”. El sentido simbólico de este rito es bien claro, se trata de la ofrenda total de su vida.

El acento escatológico de la oración refuerza el mencionado sentido: “que te dé gloria y que todos los días de su vida posea la visión de los bienes de Jerusalén”. Así, todos los instantes del tiempo se abren a su dimensión escatológica, todos los actos y todas las palabras están al servicio del Rey. Al pasar por la tonsura, todo laico es un monje del monacato interiorizado, sometido a todas las exigencias absolutas del evangelio.

En la epíclesis del sacramento, a la petición del Espíritu Santo, el Padre celeste responde por su envío, que reviste al bautizado en Cristo, lo “cristifica”. En la oración sobre el santo crisma, el obispo pide: “Oh Dios, márcalos (a los futuros confirmandos, ungidos, “cristos”) con el sello del crisma inmaculado; ellos, llevarán en su corazón a Cristo para ser morada trinitaria”. Se puede notar aquí el trinitariocentrismo de la ortodoxia, el equilibrio trinitario queda bien subrayado: sellado por el Espíritu, convertido en cristóforo para ser morada trinitaria.

Durante un oficio, la elección de la lectura constituye ya un comentario. Durante el sacramento de la unción, se leen los últimos versículos del evangelio de san Mateo “id, pues, y enseñad a todas las naciones”. Mediante esta lectura, la orden del Señor se dirige, por tanto, a todo cristiano confirmado, a todo laico, para que pueda realizar lo que el sacramento le ofrece con su gracia: “Debe predicar a los demás lo que él ha recibido en el bautismo”. Junto a los misioneros acreditados, todo confirmado es “apóstol” a su manera. Es llamado a dar un testimonio incesante con todo su ser sellado de dones, con toda su vida.

La idea de un pueblo pasivo está en flagrante contradicción con la eclesiología patrística: el sacerdocio universal de los fieles participa en los tres poderes: el gobierno, la enseñanza y la santificación.

El primer concilio de Jerusalén en tiempos de los apóstoles (Hch 15) reúne todos los elementos de la Iglesia: “los apóstoles, los ancianos y los hermanos”. La palabra: “hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros”, se convierte en la fórmula sagrada de los concilios ecuménicos y ese “nosotros” es el nosotros colegial del Cuerpo en su totalidad. Son los obispos los que constituyen el concilio, pero llevan consigo a todo el Cuerpo y su poder supremo sólo se ejerce en el nivel del misterio del consensus de todos; los obispos actúan ex consensu ecclesiae. Como lo declara perfectamente la encíclica de los patriarcas orientales en 1848: “entre nosotros no han podido introducirse innovaciones ni por los patriarcas ni por los concilios; porque entre nosotros la salvaguarda [2] de la religión reside en el cuerpo entero de la Iglesia, es decir, en ese pueblo que él mismo quiere conservar intacta su fe”. Los laicos no son los jueces (kriteis) de la fe, la promulgación de las definiciones doctrinales es el carisma propio del episcopado; sin embargo, los laicos son los defensores de la fe. El “escudo” es la Iglesia en su totalidad y la razón de todo ello está en que la capacidad de distinguir la verdad del error, “de examinarlo todo y quedarse con lo bueno” (1 Tes 5, 19-21), ha sido dada a todos. Esta defensa es también el sagrado deber de cada laico. Se conoce este papel cuando la crisis arriana, en el siglo IV, o más tarde, en el siglo XV; pero sobre todo en los siglos XVI y XVIII en la Rusia del sudoeste, cuando las confraternidades ortodoxas salvan la pureza de la fe y constituyen las auténticas murallas de la verdad frente al episcopado desfallecido. El consensus del sacerdocio universal apela, en el caso del colegio episcopal desfalleciente, al colegio episcopal iluminado por el Espíritu Santo.

En los actos de culto, el axios, en el caso de una ordenación episcopal, o el amén final, son como la firma sagrada del Cuerpo en su totalidad sobre todo acto de la Iglesia. Durante la liturgia, todo fiel es un coliturgo con el obispo; el pueblo participa activamente en la anáfora eucarística, en la epíclesis (siempre se emplea el plural; el sacerdote formula en nombre de todos: “nosotros te suplicamos…”, y a continuación viene el testimonio apostólico del milagro realizado). La comunión de espíritu entre el celebrante y la asamblea es total y responde al sentido de la palabra liturgia, que es “acción común”.

En la enseñanza –y este es un hecho particular de la ortodoxia- los profesores de teología son la mayoría de las veces laicos. El ministerio de la palabra va unido al carisma del orden, pero los obispos delegan el poder de enseñar y de predicar en determinados laicos elegidos, y esto en virtud de su carisma, nacido del sacerdocio universal. En la sociedad sacralizada de Bizancio, el emperador tiene el poder de convocar los concilios y la predicación imperial ocupa un lugar normal. Igualmente, se conocen en el siglo XIV las hermosas homilías de Nicolás Cabasilas, laico y gran liturgista. Cabe mencionar también el nombre de Cirilo de Filea, un hesicasta ardiente, casado y padre de familia. En la Grecia actual, el Sínodo envía a laicos para misiones apostólicas; ellos enseñan y predican en las iglesias; aquí igualmente ejercen su carisma sacerdotal. […]

En el plano de la santificación, el estado monástico es completamente independiente de toda ordenación. La dirección espiritual de los saterts no va unida al sacerdocio. Los pneumáticos, los “espirituales” –monjes o laicos- que viven en el mundo y que el pueblo llama “hombres de Dios” o “locos por Cristo”, gozan de una autoridad espiritual enorme. A ellos los reconoce el pueblo como directores de conciencias; se trata de simples monjes que muchas veces han sido los padres espirituales de obispos y patriarcas. Este ministerio, puramente carismático, no dejará jamás de existir en la Iglesia junto al ministerio de los clérigos.

Los laicos forman un sector eclesial que es a la vez el mundo y la Iglesia. No tienen acceso al poder de impartir las mediaciones de la gracia (poder sacramental del clero); sin embargo, su ámbito es “la vida de la gracia” y “el estado de gracia”. Por la simple presencia en el mundo de “seres santificados”, de “sacerdotes” en su sustancia misma, de “moradas de la Trinidad”, el sacerdocio universal de los laicos detenta el poder de lo sagrado cósmico, de la liturgia cósmica: fuera de los muros del templo, los laicos continúan la liturgia de la Iglesia. Gracias a su presencia activa, los laicos introducen la verdad de los dogmas vividos en el ámbito social y en el ámbito de las relaciones humanas, y de esta forma desalojan los elementos demoníacos y profanos del mundo.

A favor de una participación activa en los poderes de la Iglesia, los padres subrayan la triple dignidad de los laicos en sí misma considerada. San Macario de Egipto lo dice: “el cristianismo no tiene nada de mediocre, es un gran misterio. Medita sobre tu propia nobleza… Mediante la unción, todos se convierten en reyes, sacerdotes y profetas de los misterios celestes” [3].

La dignidad real es de naturaleza ascética: es el dominio de lo espiritual sobre lo material, sobre los instintos y las pulsiones cósmicas de la carne, la liberación de todo determinismo procedente del mundo San Ecumenius lo dice: “Reyes por el domino de nuestras pasiones” [4]. San Gregorio de Nisa enseña también: “el alma muestra su realeza disponiendo libremente de sus deseos; esto sólo es inherente al rey; lo propio de la naturaleza real es dominarlo todo”.

La dignidad regia, por consiguiente, es el “cómo” de la existencia, la cualidad regia de dominador, de ser su regidor y señor. Su “qué”, su contenido, se sitúa en la dignidad sacerdotal. San Pablo exhorta a ofrecer nuestros cuerpos como sacrificio vivo y eso es “el culto razonable” (Rom 2,1): hacer de nuestro ser y de su existencia un culto, una liturgia, una doxología. Orígenes lo expresa admirablemente: “todos los que han recibido la unción se han convertido en sacerdotes… Si yo amo a mis hermanos hasta dar mi vida por ellos y lucho por la verdad hasta la muerte… Si el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo, he ofrecido un sacrificio y me convierto en sacerdote de mi existencia.” [5]… En el mismo sentido, san Gregorio Nacianceno sintetiza: “somos sacerdotes por la ofrenda de nosotros mismos como sacrificio espiritual” [6]

Para definir la dignidad profética, san Ecumenius reúne todas las dignidades en un solo movimiento: “reyes por el dominio sobre nuestras pasiones, sacerdotes para inmolar nuestros cuerpos, profetas al estar instruidos en los grandes misterios” [7]. San Teofilacto añade: “Profeta, porque ve lo que el ojo nunca vio” [8]. Según la Biblia, un profeta es aquel que es sensible a los “designios de Dios” en el mundo, aquel que capta la marcha providencial de la historia bajo la mirada de Dios. Eusebio de Cesarea, en su Demostración evangélica [8], escribe: “nosotros destilamos el perfume profético en todo lugar y le sacrificamos el fruto lleno de olor de una teología práctica”. He ahí, una magnífica definición del laicado: a través de todo su ser, en toda su existencia, convertirse en una teología viva, teofánica, lugar espléndido de la presencia, de la parusía de Dios.

Recorriendo la tradición patrística es posible diseñar, a grandes rasgos, un cierto “tipo” de laico. Se trata ante todo de un hombre de oración, un ser litúrgico: el hombre del sanctus y del trisagio, que resume su vida con esta palabra del salmo: “cantaré al Señor toda mi vida”. Abba Antonio [9] habla de un hombre de una gran santidad que ejercía en la sociedad la profesión de médico; daba a los pobres todo lo superfluo y durante todo el día cantaba el trisagio, uniéndose al coro de los ángeles. Hace pensar en el tipo de santo que se denomina anargyre, “desinteresado”. Ejerce su medicina como una forma de su sacerdocio, como sacerdote. Hace pensar también en el “buen médico” de Camus, pero tal como él lo debe ver ahora…

Hoy día, en los países comunistas, en los que la Iglesia, más que nunca, está reducida exclusivamente a la vida litúrgica, este despojamiento constituye una llamada sumamente vigorosa a centrarse en lo único necesario. Muy recientemente, el episcopado ruso ha exhortado a los laicos, a falta de una vida litúrgica regular, a convertirse en templo, a prolongar la liturgia en su existencia, a hacer de su vida una liturgia, a presentar a los hombres sin fe un rostro, una sonrisa litúrgica… En las condiciones trágicas de la última tensión, la Iglesia enseña ante todo cómo rezar, cómo participar en la lucha a través de un testimonio silencioso, cómo “escuchar el silencio del Verbo” para hacerlo más poderoso que cualquier palabra comprometida.

Según la antigua tradición, san Miguel ofrece sobre el altar de lo alto “corderos de fuego”, las almas de los mártires. Su testimonio no es forzosamente espectacular. Sacerdotes del mundo, el laico practica el discernimiento de espíritus y dice “no” a toda empresa demoníaca. Los otros, los que están “debajo del altar” (Ap 6,9), gritan: “¿hasta cuándo, Señor..?” La Iglesia puede hacer de toda la riqueza de la cultura humana un espléndido icono del reino de Dios, pero también puede ser despojada hasta el martirio y “desnuda, seguir al Cristo desnudo…”

Durante la liturgia, el obispo recoge la oración y los dones de los fieles y lleva esta ofrenda al Padre, pronuncia la epíclesis de parte de todos. Pero también toda la presencia del laico en el mundo es una epíclesis perpetua, santifica cualquier rincón de este mundo, contribuye a la paz de la que habla el evangelio, aspira al “beso de la paz” litúrgico. Siguiendo las letanías, su oración contempla el día que viene, la tierra y sus frutos, el esfuerzo de todo hombre. En la inmensa catedral que es el universo de Dios, el hombre, sacerdote de su vida, obrero o sabio, hace de todo lo humano ofrenda, cántico, doxología.

Un laico es testigo ocular de la resurrección de Cristo. Tal es la enseñanza litúrgica y el sentido del oficio de la noche de Pascua. El misterio litúrgico va más allá de la mera conmemoración, “re-presenta” el acontecimiento, se convierte en auténtico advenimiento. Ante el pueblo aparece Cristo resucitado, lo cual confiere a todo fiel la dignidad apostólica de testigo.

Esta es la razón por la que un laico es, también, apóstol [11] a su manera. Según los grandes espirituales, es aquel que responde a la escena final del evangelio según san Marcos: aquel que camina entre serpientes, domina toda enfermedad, mueve las montañas y resucita a los muertos, si esa es la voluntad de Dios. Vive simplemente su fe hasta el final, se sitúa en su término inquebrantablemente.

Una actitud de silencio recogido, de humildad, pero también penetrada de una ternura apasionada. San Isaac, san Juan Clímaco, decían que hay que amar a Dios como se ama  a la prometida, y entonces ser amantes de toda la creación de Dios para descifrar en todo el sentido de Dios. Según Merleau – Ponty: “el hombre está condenado al sentido” [12]; nosotros diremos; invitado a vivir su fe: ver lo que no se ve, contemplar la sabiduría de Dios en el absurdo aparente de la historia, convertirse en luz, revelación, profecía.

Maravillado, pues, por la existencia de Dios –“el mundo está lleno de la Trinidad”-, un laico es también un poco loco, con la locura de la que habla san Pablo; posee el humor tan paradójico de los “locos por Cristo”, que es el único capaz de romper la pesada seriedad de los innumerables doctrinarios.

Un laico es también un hombre a quien la fe libera del “gran miedo del siglo XX”, miedo a la bomba, al cáncer, al comunismo, a la muerte; cuya fe es siempre una cierta manera de amar el mundo, una manera extrema, siguiendo a su Señor hasta el descenso a los infiernos. No se trata, sin duda, de un sistema teológico, pero probablemente sólo desde el fondo del infierno podrá nacer e imponerse una esperanza resplandeciente y gozosa.

El cristianismo, en la grandeza de sus confesores y de sus mártires, en la dignidad de todo creyente, es mesiánico, revolucionario, explosivo. En el reino del césar se nos manda buscar, y por tanto encontrar, lo que no existe en él: el reino de Dios. Esta orden significa justamente que debemos transformar el mundo, cambiar su figura para que se convierta en icono del Reino. Cambiar el mundo quiere decir pasar de lo que el mundo no posee todavía –y esta es la razón de que sea todavía mundo- a aquello en lo que se transfigura, y en virtud de lo cual se convierte en otra cosa: el Reino.

La llamada central del evangelio invita a la violencia cristiana que sólo se apodera del reino de Dios. El Señor señala la violencia hablando de san Juan Bautista. De este modo, san Juan no es solamente un testigo del Reino, es ya el lugar en el que el mundo es vencido y donde el Reino está presente. No es solamente una voz que lo anuncia, es su voz. El amigo del Esposo, aquel que disminuye para que el otro, el Filántropo divino –amante de los hombres- crezca y se haga visible. Ser verdadero laico es ser aquel que durante toda su vida, mediante lo que está ya presente en él, anuncia a Aquel que viene; ser aquel que, según san Gregorio de Nisa, lleno de “sobria embriaguez” lanza a todo el que pasa este requerimiento: “ven y bebe”; aquel que dice con san Juan Clímaco esta palabra tan ágil en su alegría: “tu amor ha herido mi alma y mi corazón no puede sufrir tus llamas; marcho hacia ti cantando…” [13].

El evangelio nos habla de los violentos que se apoderan del Reino. Uno de los signos seguros de su cercanía es la unidad del mundo cristiano. En esta espera de los últimos cumplimientos, la esperanza, la gran esperanza cristiana, cobra vida. La oración de todas las Iglesias se eleva para formular la epíclesis ecuménica; invocar al Espíritu Santo y su descenso sobre el milagro posible de la unidad. Este es nuestro ardiente deseo, nuestra ardiente oración. El destino del mundo depende de la respuesta del Padre, pero esta está supeditada a nuestra transparente sinceridad, a la pureza de nuestro corazón.

Jesucristo, por el don total de sí mismo, ha revelado el sacerdocio perfecto. Imagen de todas las perfecciones, él es el único obispo supremo, él es también el único laico supremo. Por eso, su oración sacerdotal lleva consigo el deseo de todos los santos: glorificar a la Trinidad santa con un solo corazón y una sola alma, y reunir a todos los hombres alrededor del único cáliz.

La Filantropía divina nos espera para compartir esta alegría, que ya no es de este mundo solamente; inaugura ya el festín del Reino.



Paul Evdokimov
Las Edades de la vida espiritual
Ed. Sígueme, Salamanca 2003.
Pp. 229-244


Notas:

[1] N. Cabasilas, La vie en Jésus-Christ, 27 (versión cast: La vida en Cristo, Madrid 1999).

[2] El hecho de proteger, de defender, la palabra griega empleada aquí implica la idea de alguien que lleva un escudo.

[3]PG 34, 624 BC.

[4] PG 118, 932.

[5] PG 12, 521-522.

[6] PG 44, 1149C.

[7] PG 118, 932 CD.

[8] PG 124, 812.

[9] PG 22, 92-93.

[10] PG 65, 84.

[11] Máximo el Confesor, en PG 90, 913. Cf. Lc 10, 19.

[12] M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la Percepcion, p. XIV (versión cast.: Fenomenología de la percepción, Barcelona 1999).

[13] PG 88, 1160 B.


Fuente: theoesis.blogspot.mx

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