En el Himno Adoro Te devote, la Iglesia canta a la Deidad escondida: latens Deitas. Es el Dios escondido, Dios salvador de Israel, como lo dice Isaías profeta (45, 15). Es Dios que viene en el misterio de la encarnación; en la humildad asumida, que misteriosamente persiste a raíz de la Ultima Cena, escondida a través de las especies sacramentales del pan y del vino. Allí están el Cuerpo y la Sangre del Señor. El cristiano frente al tabernáculo puede decir: Aquí está la resurrección y la vida. Puede decir esto con propiedad; no sería ninguna fórmula enfática, y no lo es de ningún modo. Es donde yo tengo la vida verdadera. Afuera, puedo decir con verdad, tengo la muerte. La muerte entró al mundo por el pecado (Rom. 5, 12). La muerte permanece en mí por aquella tibieza de siempre. Pero, sobre la mesa del Altar, o en el tabernáculo, allí está Quien ha dicho: Yo soy la resurrección y la vida (J. 11, 25). La resurrección no es para volver a unir temporalmente el alma y el cuerpo; es para la vida bienaventurada del alma y del cuerpo. El germen de la bienaventuranza que trae la Deidad escondida, comporta ciertas exigencias: La primera es la fe:
“Quién cree en Mí aunque esté muerto vivirá” (v. 26).
Esta seguridad nos está dada a todos, a la fe y la esperanza de cada uno de nosotros. Lo que afirma Jesús en Betania, no lo niega sobre el Altar o en el tabernáculo. Por eso nace la segunda exigencia apuntada por el Apóstol: Debemos buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col. 3, 1). La palabra buscar significa una tarea a cumplir, la tarea ascética de nuestra santificación. No podríamos buscar si no hubiera venido antes; viene, para que nuestra vida esté escondida, como lo quiere el Apóstol, en Cristo Jesús (Col. 3, 3). Ha venido, y debemos buscarlo. Viene, no en el silencio de una noche estrellada, en el humilde retablo de pastores. Viene como señor dominador; tiene en sus manos el reino, la potestad, el imperio (Of. de Epifanía). El triunfo de la Deidad escondida invisible en la tierra es visible en el cielo. Es el triunfo de la Eucaristía, donde culmina en el mundo la Redención, y anuncia la gloria del cielo. El cristiano debe entender esto como realidades. Realidades escondidas en la Fe, pero que serán visibles en el cielo. La totalidad de la luz, pertenece a los bienaventurados, que la gozan en la visión beatífica. No pasemos los cristianos de largo, por encima de estos misterios; son la verdad, la intimidad del cristianismo; es la verdad del Dios escondido:
“Quae sub his figuris vere latitas” (escondido bajo estas figuras) los accidentes del pan y del vino.
La verdad del Hijo del Hombre vencedor, del Cordero vencedor, cuyo triunfo la Escritura enuncia de muchas maneras:
“Después de esto oí una fuerte voz como de una muchedumbre numerosa en el cielo que decía: aleluia, salud, gloria, honor y poder a nuestro Dios. Porque verdaderos y justos son sus juicios, pues ha juzgado a la gran ramera que corrompía la tierra con su fornicación, y en ella ha vengado la sangre de sus siervos (Ap. 19, 1-2).
La fe y la esperanza nos hablan de las cosas del cielo. La Deidad escondida, entrega el reino al Padre. Los caminos de Sión son allanados; la fuerza para transitarlos es la carne y la sangre del Cordero. Han llegado las bodas del Cordero. Desde lo alto del cielo llama a la Esposa, o sea la Iglesia. Es menester que vayamos incorporados a la caravana de los santificados por la gracia sacramental, sin perder nuestra incorporación, como aquel de la parábola que no tenía la vestidura nupcial. Tal es el fin de la Eucaristía. No termina en la tierra sino que se prolonga en el cielo. La Eucaristía, el cuerpo y Sangre del Señor, conduce la muchedumbre junto al trono del Cordero; quienes recibieron el pan de vida, poseen la vida verdadera, que se prolonga hasta el cielo. Ahora vivimos en el mundo, y debemos luchar contra muchas cosas y valores del mundo. Pero el tiempo de lucha será siempre breve. El vidente de Patmos Juan Evangelista, tuvo la visión de quiénes recibieron autoridad para luchar contra el Cordero: “Los diez cuernos que ves son los diez reyes, los cuales no han recibido aun la realeza pero con la bestia recibirán la autoridad de reyes por una hora” (Ap. 17, 12). Notemos el tiempo limitado del poder de la bestia y sus secuaces. Pero en ese tiempo limitado tendrán un poder verdadero de corromper y de matar. Solamente podrán sobreponerse a sus sugestiones e influencias, los que hayan sido fieles al Cordero que reina sobre Sión:
“Pelearán contra el Cordero y el Cordero los vencerá porque es Señor de señores y Rey de reyes, y también los que están con El, llamados y escogidos y fieles” (Ap. 17, 14).
Debemos pedir la fidelidad y perseverancia, para no caer en el tiempo de la prueba. La hora del mundo, el tiempo del viador, es tiempo de prueba. El tiempo del mundo y del demonio, es una medida estrecha en la duración. El Cordero tiene en sus manos la duración simultánea y perfecta, o sea la eternidad. Está prevista la lucha de los mártires, los confesores, las vírgenes, las viudas; el combate de santos reyes y vasallos, en armas por la Santa Iglesia de Dios y del Cordero. En la hora que nosotros llamamos Historia, lucharán con el Cordero en todas las lenguas, muchedumbres, pueblos o naciones. Es la lucha anunciada por Jesucristo: “En el mundo habéis de tener tribulación; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan, XVI,33). Es la base de nuestra esperanza: Yo he vencido al mundo, y lo venzo en cada uno de vosotros. Es la trayectoria del misterio eucarístico. Una etapa de lucha en la fe, con las armas del Cordero; con el mismo Cristo en el alma, que a pesar de lo que puede ser la hora del mundo, es el señor de la eternidad. Aquí la santa comunión, sostiene nuestra flaqueza; fortalece nuestra debilidad; ilumina nuestra mente, nos certifica de la misericordia. Otra etapa será en el cielo; integrarnos a la gran muchedumbre que rodea el trono del Cordero. “Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap. 19, 9). Es verdad que somos invitados; pero hay otra invitación mas próxima, más inmediata; es el mismo Jesús, quien invita: “Permaneced en Mí como yo permaneceré en vosotros” (Juan 15, 4). Las palabras del Señor presuponen, y se explican mejor por la recepción eucarística; no se refieren solamente a una unión moral por la fe, sino aquella unión en su cuerpo místico. Es la unión de la nueva alianza, por los elementos que la realizan: el pan y el vino consagrados. Santo Tomás explica por qué motivos nos apropiamos de aquella vida divina que nos viene por Jesucristo:
“Cristo nuestro señor no sólo posee la gracia como persona singular, sino en cuanto es cabeza de la Iglesia, para que de El esa gracia redundara a los miembros. Las obras meritorias de Cristo son obras meritorias de la cabeza. Luego redundan en todos los miembros del cuerpo místico. Así Cristo por su pasión, mereció no solamente por sí mismo, sino por todos los miembros, la salvación” (S. Teol. III, 48, 1).
Cristo y la Iglesia constituyen una unidad; como una sola persona: el Cristo total de que habla San Agustín. Todo cristiano debe penetrarse de estas verdades esenciales. La gracia eucarística es la gracia santificante que conduce al hombre a la inmortalidad gloriosa en el cielo; “en la república de los santos donde hay paz y unidad perfectas” (S. Teol. III, 79, 2). Todos los problemas humanos se ordenan entre sí, para terminar en un vértice supremo, que es el problema de la salvación. El hombre quiere vivir, y anhela su propia felicidad. Esta felicidad perdida ahora está recuperada por Jesucristo, quien nos ha dejado el don maravilloso de su cuerpo y de su sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario