Ese “día de Cristo”, al cual remite San Pablo con intrepidez como al supremo triunfo del Maestro, dominaba el pensamiento de los primeros cristianos. Vivían ellos en esta espera del retorno del Señor. Porque, Cristo debía volver, ya no de ¡una manera oscura y en la pasibilidad de la carne, sino en todo el brillo de su gloria de Hijo de Dios “con gran poder y majestad”(1).
Entonces las naciones verán con terror “Aquel que atravesaron”(2). Día de cólera, “dies irae” en el que su Justicia aplastará a sus enemigos para siempre. “Los pueblos, espantados, verán aparecer al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo”(3) para “juzgar a los vivos y a los muertos”(4) Surgirá de una manera fulminante sin que las naciones, ocupadas en gozar, esperen su venida, a pesar de las señales precursoras que darán la voz de alerta a los buenos. “Como el relámpago sale del Oriente y se deja ver basta el Occidente, así también será el advenimiento del Hijo del hombre”(5). Los malos se secarán de pavor mientras los justos, los benditos de su Padre, exultarán, al verle, con gozo inenarrable. Cada uno será juzgado según sus obras con perfecta equidad. Nada de favoritismo, nada de clandestinidad: nada oculto que no sea descubierto. Todos los secretos brillarán a plena luz. Ese novelista perverso que había envenenado varias generaciones experimentará por ello una vergüenza pública. Ese rey libertino se convulsionará de terror frente a sus responsabilidades. Por el contrario, los santos, los grandes bienhechores de la humanidad asistirán reconocidos a la divulgación de, su benéfica influencia ejercida sobre todos. Esa madre, de vida de penurias y oscuridad, que prolongaba sus vigilias para alimentar y vestir a sus numerosos hijos, brillará con incomparable esplendor a la vista de toda la Iglesia: ¡es la madre de un santo! Los esfuerzos incomprendidos. los sacrificios ocultos, las virtudes silenciosas, los heroísmos no apreciados, todo, aparecerá en la irradiación de la gloria de Cristo que resultará ser quien los ha animado. Hasta un mínimo vaso de agua dado, en nombre de Cristo, al más pequeño de los suyos, recibirá su recompensa en presencia de todos los ángeles, de todos los santos, de la Madre de Cristo, de las Tres Personas de la Trinidad.
La pureza de las vírgenes, la ciencia de los doctores, la fuerza de los mártires, las tareas más humildes llevadas a cabo por su amor, todo brillará para gloria de los elegidos, para gloria de Cristo, para gloria de la Trinidad. La justicia divina, en fin, será restablecida, todas las iniquidades serán irrevocablemente castigadas. Por sobre todo la Misericordia divina resplandecerá en todos los elegidos. Cada uno leerá, a plena luz, en el libro de la vida, sus propios actos y los de los otros hombres. Todo el juego, en apariencia inextricable, de las causas segundas en el curso del largo desenvolvimiento de los siglos, revelará sus secretos con irresistible claridad. Cada uno verá sus responsabilidades, sus gracias, sus deficiencias, su influencia, su lugar en el conjunto del cuerpo místico de Cristo y en el universo.
Con una gratitud sin límites, bendeciremos todas esas manos fraternales que se nos tendió en una hora, en un minuto de nuestra existencia, en los que, sin ellas, todo hubiérase perdido. Diremos a todos un “gracias” eterno. iOh maravilla! Ya no nos avergonzaremos de muestras faltas; las dejaremos que eternamente glorifiquen las misericordias del Señor: “Misericordias Domini in aeternum cantabo”(6).
(1) Mt 24, 30
(2) Ap 1, 7
(3) Cf. Mt 24, 30. Mc 13, 26
(4) 2 Tim 4, 1. 1 Pe 4, 5
(5) Mt 24, 27
(6) Sal 88, 2
(Del “Sentido de lo Eterno” de Fr M. M. Philipon OP).
(Imagen: Detalle de la pared oeste de la Sainte Chapelle de París).
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