1) Existencia y razón de ser de la tentación diabólica.
Vimos, cómo el demonio, envidioso de la felicidad de nuestros primeros padres, los incitó al pecado, y salió harto triunfante en sus malos intentos; así nos lo declara el Libro de la Sabiduría: “Por envidia del demonio entró la muerte en el mundo” Después de aquello, no ha dejado un punto de acometer a los hijos de Adán, y de tenderles lazos; y, aunque luego de la venida del Señor al mundo y de su triunfo sobre Satanás, ha quedado harto menguado el poderío de éste, no por eso deja de ser verdad que hemos de pelear, no solo contra la carne y la sangre, sino también contra el poder de las tinieblas, y contra los espíritus malos. Así nos lo asegura San Pablo: “No es nuestra pelea solamente contra carne y sangre, sino contra... los espíritus malignos” San Pedro compara al demonio con un “león rugiente que da vueltas alrededor de nosotros con intento de devorarnos”
Permite la divina Providencia estos ataques en virtud del principio general de que Dios gobierna a las almas no solo directamente, sino también por medio de las causas segundas, dejando a las criaturas cierta libertad de acción. Por lo demás, ya nos avisa para que estemos alerta, y envía a sus ángeles buenos, y en especial a nuestro ángel de la guarda, para que nos defiendan, sin contar con el auxilio que él mismo nos presta o por medio de su Hijo. Con esta ayuda triunfaremos del demonio; nos confirmaremos en la virtud, y alcanzaremos méritos para el cielo. Tan admirable proceder de la Providencia nos da a entender muy a las claras cuán grande aprecio hemos de hacer de nuestra salvación y santificación, ya que en ello ponen todos sus afanes el cielo y el infierno y pelean tan rudas batallas en torno de nuestra alma, y aun dentro de ésta, los poderes celestiales e infernales. Para poder salir victoriosos, veamos cómo procede el demonio.
2) La táctica del demonio.
A) No puede el demonio obrar directamente sobre nuestras facultades superiores, que son el entendimiento y la voluntad, las cuales Dios reservó para sí como santuario suyo; sólo Dios puede entrar hasta el fondo de nuestra alma y mover los resortes de nuestra voluntad sin hacernos violencia.
Mas puede obrar directamente sobre el cuerpo, sobre los sentidos externos y sobre los internos, en especial sobre la memoria y la imaginación, así como sobre las pasiones que tienen su asiento en el apetito sensitivo; y de esta manera obra indirectamente sobre la voluntad, cuyo consentimiento solicita por medio de los diversos movimientos de la sensualidad. Más de todas las maneras, como advierte Santo Tomás, “queda la voluntad libre siempre para consentir o rechazar los movimientos de la pasión”
B) Por otra parte, aunque el poder del demonio se extienda a las facultades sensibles y al cuerpo, hallase limitado por Dios, que no le permite tentarnos más allá de nuestras fuerzas. Quien, pues, confíe humildemente en Dios, puede estar seguro de la victoria.
C) No se ha de creer, nos dice Santo Tomás, que todas las tentaciones que vienen sobre nosotros, sean obra del demonio: basta con nuestra concupiscencia, excitada por hábitos pasados y por imprudencias presentes, para dar razón de muchas de ellas
Mas, decir que el demonio no puede influir de manera alguna en nosotros, sería temerario y en contra de la doctrina manifiesta de la Escritura y de la Tradición ; el odio que profesa a los hombres, y el ansia que tiene de hacerlos esclavos suyos, explican harto su intervención, ¿Cómo, pues, habremos de conocer la tentación diabólica? Cosa difícil es; porque bástase nuestra concupiscencia para tentarnos fuertemente. Sin embargo, bien puede decirse que, cuando la tentación es repentina, violenta y duradera en demasía, tiene buena parte en ella el demonio. Bien puede conjeturarse ser así, particularmente si la tentación pone turbación profunda y duradera en el alma, o sugiere el deseo de cosas maravillosas o de mortificaciones extraordinarias y que se echa en de ver, y siempre que el alma note en sí fuerte inclinación a no decir cosa alguna de todo eso a su director, y a desconfiar de sus superiores.
3) Remedios contra la tentación diabólica.
Los Santos, y en especial Santa Teresa, nos dicen cuáles sean los remedios.
A) El primero de ellos es la oración humilde y confiada, para poner de parte nuestra a Dios y a los ángeles buenos. Si con nosotros estuviere Dios, ¿quién podrá contra nosotros? ¿Quién podrá medirse con Dios?
La oración que decimos, ha de ser humilde; porque no hay cosa alguna que ponga más pronto en huida al Ángel rebelde, el cual, como se alzó contra Dios por soberbia, no pudo jamás practicar la humildad; humillarse, pues, ante Dios, y confesar que no podremos vencer sin su ayuda, deshace los intentos del Ángel de la soberbia. Ha de ser también confiada, porque, por ir la gloria de Dios en la victoria nuestra, podemos confiar plenamente en la eficacia de su gracia.
Asimismo es bueno acudir a San Miguel, que, habiendo vencido tan fuertemente al demonio, gozará con vencerle de nuevo en nosotros y por nosotros. Nuestro Ángel de la guarda le ayudará con sumo placer en la empresa, si ponemos en él nuestra confianza. Más, sobre todo, no descuidaremos el rogar a la Virgen Inmaculada, que le tiene puesto el virginal pie a la serpiente, y que pone más miedo en el demonio que un ejército en orden de batalla.
B) El segundo medio es el uso confiado de los sacramentos y de los sacramentales. La confesión, por ser un acto de humildad, pone en fuga al demonio; la absolución, que va en pos de ella, nos aplica los méritos de Jesucristo y nos hace invulnerables a los tiros del enemigo; la sagrada comunión, por la que viene a nuestro corazón Aquél que venció a Satanás, infunde a éste verdadero terror.
Los mismos sacramentales, la señal de la cruz, o las oraciones litúrgicas, recitadas con fe y con la intención de la Iglesia, son ayuda muy valiosa.
Santa Teresa recomienda en particular el uso del agua bendita, quizá por ser gran humillación para el demonio el verse lanzado con medio tan sencillo y corriente.
C) El medio postrero es un absoluto desprecio del demonio. También nos le da Santa Teresa: “Son, dice, tantas veces las que estos malditos me atormentan, y tan poco el miedo que yo ya los he, con ver que no se pueden menear si el Señor no les da licencia... Sepan que a cada vez que se nos da poco de ellos, quedan con menos fuerza y el alma muy más señora... Porque son nada sus fuerzas si no ven almas rendidas a ellos y cobardes, que aquí muestran ellos su poder”
Dura humillación es para tan soberbios espíritus el verse despreciados de seres inferiores a ellos. Pues, si como hemos dicho, pusiéremos humildemente nuestra confianza en Dios, tendremos el derecho y el deber de despreciarlos. “En este tiempo, también una noche, pensé me ahogaban; y como echaron mucha agua bendita, vi ir mucha multitud de ellos, como quien se va despeñando contra nos” Pueden ellos ladrar, mas no podrán mordernos, si no fuere que por imprudencia o soberbia nos llegáramos a ellos.
La pelea, pues, que hemos de reñir con el demonio, así como con el mundo y la concupiscencia, nos confirma en la vida sobrenatural, y nos da ocasión de adelantar en ella.
Conclusión: (de los enemigos de nuestra alma – la concupiscencia, el mundo y el demonio)
Es la vida cristiana, como acabamos de ver, una lucha y penosa que, después de diversas alternativas, no termina sino con la muerte; lucha de capital importancia, porque en ella nos va la vida eterna. Como nos lo enseña San Pablo, hay en nosotros dos hombres:
a) El hombre regenerado, el hombre nuevo, con nobles inclinaciones, sobrenaturales, divinas, las cuales pone en nosotros el Espíritu Santo por los méritos de Jesús y la intercesión de la Santísima Virgen y de los Santos; inclinaciones éstas, a las que procuramos corresponder poniendo en ejercicio, bajo el influjo de la gracia actual, el organismo sobrenatural con que Dios nos dotó,
b) Mas juntamente hay en nosotros el hombre natural, el hombre carnal, el hombre viejo, con sus malas inclinaciones, que no arrancó de raíz de nuestra alma el bautismo: éstas son la triple concupiscencia, que conservamos de nuestra primera generación, y que se encargan de reavivar y reforzar el mundo y el demonio: inclinación habitual que nos induce al apetito desordenado de los placeres sensuales, de nuestra propia excelencia y de las riquezas.
Estos dos hombres han de estar necesariamente en pugna: la carne, o sea el hombre viejo, desea y busca el placer, sin cuidar para nada de la moralidad; el espíritu hácele saber que hay placeres prohibidos y peligrosos, a los cuales se ha de renunciar por deber, o sea, porque así es la voluntad de Dios; mas, como la carne persiste en sus deseos, la voluntad, ayudada por la gracia, está obligada a mortificarla, y, si menester fuere, a crucificarla, Es, pues, el cristiano un soldado, un atleta, que lucha por alcanzar una corona inmortal, y así hasta la muerte.
El dicho cómbate es perpetuo, porque, por más que pongamos de nuestra parte, jamás podremos despojarnos por entero del hombre viejo; cuando más, le quitaremos fuerzas, le encadenaremos, y fortaleceremos, al paso, al hombre nuevo contra los ataques de aquél. En los comienzos la lucha es más viva, más encarnizada, y las vueltas del enemigo al ataque son más frecuentes y más violentas. Mas, a medida que, con energía y constancia, vamos triunfando de él, se debilita, cálmanse las pasiones, y, fuera de algunos tiempos de prueba que Dios nos envía para subirnos a más alto grado de perfección, gozamos de una relativa calma, presagio de la victoria definitiva. El buen éxito lo debemos a la gracia de Dios. Más hemos de tener presente que todas cuantas gracias se nos conceden, son gracias de combate, no de descanso; que somos luchadores, atletas, ascetas, y que, como San Pablo, debemos luchar hasta el fin para ganar nuestra corona, “Combatido he con valor, he concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me resta sino aguardar la corona de justicia que me está reservada, y que me dará el Señor”
Así es como hemos de perfeccionar en nosotros la vida cristiana y conseguir muchos méritos.
COMPENDIO
DE
TEOLOGÍA ASCÉTICA Y MÍSTICA
Fuente: San Miguel Arcangel en Blogspot
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