Sucede que a los hombres se los llama, impropiamente, razonables. Sin embargo, no son razonables aquellos que han estudiado los discursos y los libros de los sabios de un tiempo; pero aquellos que tienen un alma razonable, y que están en condiciones de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, aquellos que huyen de todo lo que es maldad y que daña el alma, mientras que se adhieren solícitamente a poner en práctica todo lo que es bueno y útil al alma, y hacen todo esto con mucha gratitud respecto de Dios, solamente estos últimos pueden ser llamados, en verdad, hombres razonables.
El hombre verdaderamente razonable tiene un solo deseo: creer en Dios y agradarle en todo. En función de esto -y solamente de esto - formará su alma, de modo que sea del agrado de Dios, dándole gracias por el modo admirable con que su providencia gobierna todas las cosas, incluso los eventos fortuitos de la vida. Está, pues, fuera de lugar, agradecer a los médicos por la salud del cuerpo aun cuando nos suministran fármacos amargos y desagradables, y ser ingratos con respecto de Dios por las cosas que nos parecen penosas, sin reconocer que todo sucede de la forma debida, en nuestra ventaja, según su Providencia.
Puesto que el conocimiento y la fe en Dios son la salvación y la perfección del alma.
Hemos recibido de Dios la continencia, la paciencia, la temperancia, la constancia, la soportación, y otras virtudes similares a éstas, como excelentes y válidas fuerzas. Éstas, con su resistencia y su oposición, acuden en nuestra ayuda frente a dificultades de esta tierra. Si las ejercitamos y las mantenemos siempre prontas, nos ayudarán de tal modo que nada de lo que nos suceda nos parecerá áspero, doloroso o intolerable. Nos alcanzará con pensar que todo pertenece a la realidad humana, y es doblegado por las virtudes que están en nosotros. Por cierto, que esto no lo pensarán los insensatos: éstos no creen que todo evento es para bien, que sucede como debe suceder para ventaja nuestra, a fin de que las virtudes resplandezcan y que recibamos de Dios la corona.
Considera cómo la posesión de bienes y el uso de riquezas son solamente una ilusión efímera y reconoce que la vida virtuosa y grata a Dios es algo mejor que la riqueza. Si haces de este pensamiento una meditación convencida y lo guardas en tu memoria, no gritarás ni gemirás de dolor, no culparás a nadie, sino que por todo darás gracias a Dios, viendo que los que son peores que tú, confían en la elocuencia y en las riquezas. Porque la concupiscencia, la gloria y la ignorancia son las peores pasiones del alma.
El hombre razonable, al meditar sobre cómo debe actuar, evalúa lo que le conviene y lo beneficia, y ve cómo algunas cosas son buenas para su alma y la mejoran, mientras que otras le son extrañas. De este modo, él huye de lo que perjudica a su alma como realidad extraña y que es capaz de alejarlo de la inmortalidad.
Cuanto más modesta es la vida de uno, tanto más éste es feliz. No tiene que preocuparse por tantas cosas, tales como siervos, campesinos, ganado. Si nos precipitamos en estos quehaceres, tropezaremos con las penas que de ellos surgen y nos lamentaremos de Dios: con nuestra voluntaria concupiscencia, la muerte, como una planta, será regada y permaneceremos perdidos en las tinieblas de la vida pecaminosa, impotentes de conocernos a nosotros mismos.
No debemos declarar que es imposible para el hombre conducir una vida virtuosa. Debemos más bien decir que ésta no es fácil ni está al alcance de la mano de cualquiera. Toman parte de una vida virtuosa todos aquellos que, de entre los hombres, son píos y dotados de un intelecto amante de Dios: porque el intelecto ordinario y mundano es también voluble, produce pensamientos ya sea buenos como malos, es mudable por naturaleza y sus cambios tienden a la materia. Mientras, el intelecto ocupado por el amor de Dios está al resguardo de la malicia que el hombre voluntariamente se procura por su descuido.
Los incultos y los rústicos consideran cosa risible los razonamientos y no quieren escuchar, pues su falta de formación sería puesta en evidencia y querrían que todos fueran como ellos. Es así que también en su forma de vivir y en sus modales, tratan de que todos sean peores que ellos pues piensan que podrán pasar por irreprochables, gracias al pulular de los mediocres.
El alma debilitada va a la perdición, arrollada por la malicia que acarrea consigo la disolución, la soberbia, la insaciabilidad, la ira, la desconsideración, la rabia, el homicidio, el gemido, la envidia, la avaricia, la rapiña, los afanes, la mentira, la voluptuosidad, la pereza. la tristeza, el miedo, la enfermedad, el odio, la acusación, la impotencia, la aberración, la ignorancia, el engaño, el olvido de Dios. En éstas y otras cosas similares es castigada el alma infeliz que se separa de Dios.
Aquellos que quieren practicar la vida virtuosa, pía, gloriosa, no deben hacer sus elecciones basándose en costumbres artificiosas o en la práctica de una vida falsa. Por el contrario, deben, tal como lo hacen los escultores y los pintores, demostrar con sus propias obras si vida virtuosa y conforme a Dios, y rechazar como trampas todos los malos placeres.
Comparado con las personas sensatas, el que es rico y noble pero falto de disciplina espiritual y de toda virtud de vida, es un infeliz. Pero el que es pobre y esclavo en cuanto a condiciones de vida, pero adornado de disciplina y de virtud, éste es feliz.
Como los extranjeros que se pierden en las calles, también aquellos que descuidan llevar una vida virtuosa, parecen desviados por sus propias concupiscencias.
Son denominados plasmadores de hombres aquellos que saben cultivar a los incultos y les hacen amar los razonamientos y la instrucción.
Del mismo modo, debemos denominar plasmadores de hombres a aquellos que convierten a los desenfrenados a la vida virtuosa y grata a Dios: éstos replasman a los hombres. Pues humildad y continencia significan felicidad y esperanza buena para las almas de los hombres.
Es bueno, en verdad, para los hombres, conducir de la debida manera las costumbres y la conducta de su vida. Cumplido con esto, se torna fácil conocer lo que concierne a Dios: aquel que rinde culto a Dios con pleno corazón y fe, es apoyado por Él para que pueda dominar su cólera y su concupiscencia que son las causas de todo mal.
Es llamado hombre aquel que es razonable o el que soporta ser corregido. Pero al incorregible se lo debe llamar salvaje, porque su estado es propio de los salvajes. Y de éstos hay que alejarse, porque al que convive con la malicia no le será nunca posible llegar a estar entre los inmortales.
Cuando la racionalidad nos asiste verdaderamente, nos hace dignos de ser llamados hombres. Si abandonados la racionalidad, nos diferenciamos de los brutos sólo en cuanto a la estructura de nuestros miembros y por nuestra voz. Que el hombre bien dispuestos admita que es inmortal y, en consecuencia, odiará toda baja concupiscencia que es para los hombres la causa de su muerte.
Eclesiástica.com
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