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El Estado no es el dueño ni de la sociedad, ni del hombre


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Ofrecemos un extracto de la conferencia Iglesia, sociedad y política del cardenal Rouco en el Meeting para la amistad entre los pueblos, de Rímini.

¿Tiene el poder político facultad de limitar, condicionar, restringir e, incluso, negar los derechos fundamentales de la persona humana -el derecho a la vida, a la libertad religiosa, de pensamiento, de conciencia, de expresión y de enseñanza- sin que se quiebre su legitimidad ética? ¿Puede disponer sin límite moral y jurídico de las instituciones del matrimonio y de la familia, o de la libertad de asociación de los ciudadanos?


La contestación, subyacente a muchas de las corrientes culturales que influyen en la teoría y la praxis política, es militantemente afirmativa. La respuesta de los cristianos ha de ser, en contraste, la de una presencia activa y positiva en la vida pública, dirigida a superar la estatalización creciente de la vida social y la desprotección de derechos fundamentales de la persona, las familias y los grupos sociales. Hemos de colocar, en el centro de la experiencia cristiana de lo político, el esfuerzo para que el orden jurídico-político se ponga al servicio de la persona como su objetivo último, decisivo para la realización del bien común. El Estado no es dueño de la sociedad y, mucho menos, del hombre.

La Iglesia la interpretan unos con categorías simplemente sociológicas y estadísticas; otros, con categorías psicológicas y culturales; y otros, con el método comparativo de la fenomenología de la religión. Pero en lo que no hay duda es en el reconocimiento de una nueva actualidad social y cultural de la Iglesia en el siglo XX, de alcance universal. Mirando a la vida interna de la Iglesia, no habría que andar con vacilaciones al afirmar que el siglo pasado ha sido un tiempo excepcionalmente eclesiológico, marcado por una toma creciente de conciencia del significado universal de la Iglesia en y para la historia de la salvación y para el presente y futuro de la Humanidad. Se ha visto que de ella depende el destino del hombre. La Iglesia, la única Iglesia, visible e invisible, es Cuerpo. Animada por el Espíritu Santo es, con la Palabra, los sacramentos y el ministerio apostólico, instrumento de la Gracia: de la vida divina en las almas y de la santificación del mundo. El fin de la Iglesia no es otro que instaurar el reino de Cristo en el corazón de la Historia.

Es más que explicable que al Vaticano II se le caracterizase como el Concilio eclesiológico por excelencia. El agitado período postconciliar, no fenecido del todo, se ha visto sometido en no pocos ambientes eclesiales a una doble tentación, reduccionista y rupturista del propio acontecimiento conciliar. Se ha tratado de minimizar para la existencia cristiana el significado originario de la Iglesia. De este modo, inevitablemente, se pierde el vital punto de partida para hablar de experiencia cristiana como experiencia salvadora del hombre, y sin esta dimensión, la dimensión mística, la verdaderamente religiosa o la religiosamente verdadera, es imposible la experiencia cristiana. Las crisis personales en y de la vida de fe estaban servidas. La fascinación por un marxismo tardío de corte cultural prendió con fuerza en una juventud nacida y crecida en familias y ambientes cristianos; una juventud oscilante entre el hastío de tanto materialismo barato, el apego a un copioso consumismo y el ansia idealista de una salida de tanto aburrimiento y miseria espiritual. Tentaciones no totalmente superadas, que hay que tener en cuenta.

El ser del hombre sólo alcanza la realización plena de sí mismo en la inter-relación con los otros hombres. El fenómeno de la globalización refleja hasta qué límites de amplitud y complicación humana ha llegado la sociedad actual. La concepción romántica, tratando de identificarla con una comunidad de raza, cultura e historia común, ha quedado desbordada por la realidad de un mundo intercomunicado sin límites. El compromiso social de un cristiano, asumido coherentemente desde y en la caridad de Cristo, contiene la urgente tarea de abrir espacio público para la adoración de Dios dentro de la red de intereses individuales y colectivos ; y actuar e influir en la realidad secular.

La política es otra vieja palabra unida a la experiencia del hombre, que necesita vivir ordenada y fructíferamente. ¿Cómo va a ser posible la cooperación de todos los miembros de una sociedad en la consecución del bien común, sin una dirección clara en sus objetivos, ordenada en su realización, y firme y eficaz en la disposición de los medios? ¿Cómo se legitima que unos hombres puedan ejercer la facultad de ordenar con normas vinculantes y coactivas las conductas en la vida social y, a veces, hasta en la privada, y con qué poder cuentan para hacerlo? Para que determinadas personas puedan ejercer legítimamente esa autoridad han de contar con la autorización de todos los ciudadanos. Se trata de una soberanía subordinada, en su origen y puesta en práctica, a la ley natural, fundada en la sabiduría y voluntad de Dios. Las respuestas de las antropologías laicistas radicales fueron y son las mismas: la soberanía del pueblo es ilimitada, es la única fuente de legitimación ética del Derecho y de su aplicación coactiva; incluso, la instancia última que legitima toda y cualquier ética social. La vocación del seglar cristiano tiene una urgente tarea en el campo de la acción y la vida política: abrirla a la ética del servicio, a las experiencias de gratuidad, libertad solidaria y subsidiaria y, sobre todo, de comunión.

Fuente: Alfa y Omega

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