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La ideología para-conciliar y sus consecuencias en la Iglesia

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POZZO

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Monseñor Guido Pozzo, secretario de la Pontificia Comisión “Ecclesia Dei”, ofreció recientemente una conferencia para la Fraternidad de San Pedro sobre “aspectos de la eclesiología católica en la recepción del Concilio Vaticano II”. Presentamos la parte conclusiva de dicha conferencia, particularmente interesante dado que Mons. Pozzo se refiere a un asunto de gran actualidad en la vida de la Iglesia: el de la interpretación del Concilio Vaticano II en continuidad con la Tradición doctrinal católica (un tema que está incluido entre aquellos que la Fraternidad de San Pío X tratará con la Santa Sede en las actuales conversaciones doctrinales). Con gran claridad y lucidez, Mons. Pozzo denuncia la existencia y las consecuencias de lo que él llama “ideología para-conciliar”.

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¿Qué es lo que está en el origen de la interpretación de la continuidad o de la ruptura con la Tradición?


Está lo que podemos llamar la ideología conciliar o, más exactamente, para-conciliar, que se ha apoderado del Concilio desde el principio, poniéndose sobre él. Con esta expresión no se entiende algo que concierne a los textos del Concilio, ni mucho menos a la intención de los sujetos, sino el marco de interpretación global en que el Concilio fue colocado y que actuó como una especie de condicionamiento interior en la lectura sucesiva de los hechos y de los documentos. El Concilio no es, de hecho, la ideología para-conciliar, pero en la historia de los acontecimientos de la Iglesia y de los medios masivos de comunicación ha obrado en gran medida la mistificación del Concilio, es decir, la ideología para-conciliar. Para que todas las consecuencias de la ideología para-conciliar fueran manifestadas como evento histórico, se debió verificar la revolución del ’68, que asume como principio la ruptura con el pasado y el cambio radical de la historia. En la ideología para-conciliar el ’68 significa una nueva figura de Iglesia en ruptura con el pasado, aún si las raíces de esta ruptura estaban presentes ya desde hace algún tiempo en ciertos ambientes católicos.


Este marco de interpretación global, que se superpuso en modo extrínseco al Concilio, se puede caracterizar principalmente por estos tres factores:

1) El primer factor es la renuncia al anatema, es decir, a la neta contraposición entre ortodoxia y herejía.

En nombre de la así llamada “pastoralidad” del Concilio, se hace pasar la idea de que la Iglesia renuncia a la condena del error, a la definición de la ortodoxia en contraposición a la herejía. Se contrapone la condena de los errores y el anatema pronunciado por la Iglesia en el pasado sobre todo aquello que es incompatible con la verdad cristiana al carácter pastoral de la enseñanza del Concilio, que ya no querría más condenar o censurar sino sólo exhortar, ilustrar o testimoniar.

En realidad, no hay ninguna contradicción entre la firme condena y refutación de los errores en materia doctrinal y moral y la actitud de amor hacia quien cae en el error y de respeto de su dignidad personal. Más aún, precisamente porque el cristiano tiene un gran respeto por la persona humana, se empeña más allá de todo límite para liberarla del error y de las falsas interpretaciones de la realidad religiosa y moral.

La adhesión a la persona de Jesús Hijo de Dios, a su Palabra y a su misterio de salvación, exige una respuesta de fe simple y clara, como la que se encuentra en los símbolos de la fe y en la regula fidei. La proclamación de la verdad de la fe implica siempre también la refutación del error y la censura de las posiciones ambiguas y peligrosas que difunden incertidumbre y confusión en los fieles.

Por lo tanto, sería equivocado e infundado considerar que, después del Concilio Vaticano II, el pronunciamiento dogmático y censurador del Magisterio deba ser abandonado o excluido, así como sería también equivocado considerar que la índole expositiva y pastoral de los Documentos del Concilio Vaticano II no implica también una doctrina que exige el nivel de asentimiento por parte de los fieles según el diverso grado de autoridad de las doctrinas propuestas.

2) El segundo factor es la traducción del pensamiento católico a las categorías de la modernidad. La apertura de la Iglesia a las instancias y a las exigencias de la modernidad (ver Gaudium et Spes) es interpretada por la ideología para-conciliar como necesidad de una conciliación entre Cristianismo y pensamiento filosófico e ideológico cultural moderno. Se trata de una operación teológica e intelectual que vuelve a proponer en la sustancia la idea del modernismo, condenado a comienzo del siglo XX por San Pío X.


La teología neo-modernista y secularista ha buscado el encuentro con el mundo moderno precisamente en vísperas de la disolución del “moderno”. Con la caída del así llamado “socialismo real” en 1989 han caído aquellos mitos de la modernidad y de la irreversibilidad de la emancipación de la historia que representaban los postulados del sociologismo y del secularismo. Al paradigma de la modernidad, de hecho, lo sucede hoy el paradigma post-moderno del “caos” o de la “complejidad pluralista”, cuyo fundamento es el relativismo radical. En la homilía del entonces Cardenal Joseph Ratzinger, antes de ser elegido Papa, con ocasión de la celebración litúrgica “Pro eligendo Pontifice” (18/4/2005), es focalizado el centro de la cuestión: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”.


Frente a este proceso es necesario, antes que nada, recuperar el sentido metafísico de la realidad (cfr. Encíclica Fides et ratio del Papa Juan Pablo II) y una visión del hombre y de la sociedad fundada sobre valores absolutos, meta-históricos y permanentes. Esta visión metafísica no puede prescindir de una reflexión sobre el rol en la historia de la Gracia, es decir, de lo Sobrenatural, de la que la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, es depositaria. La reconquista del sentido metafísico con el lumen rationis debe ser paralela a la del sentido sobrenatural con el lumen fidei.


Por el contrario, la ideología para-conciliar considera que el mensaje cristiano debe ser secularizado y reinterpretado según las categorías de la cultura moderna extra y anti-eclesial, comprometiendo su integridad, tal vez con el pretexto de una “oportuna adaptación” a los tiempos. El resultado es la secularización de la religión y la mundanización de la fe.


Uno de los instrumentos para mundanizar la Religión está constituido por la pretensión de modernizarla adecuándola al espíritu moderno. Esta pretensión ha llevado al mundo católico a comprometerse en un “aggiornamento”, que constituía en realidad en una progresiva y a veces inconsciente homologación de la mentalidad eclesial con el subjetivismo y el relativismo imperantes. Esto ha llevado a una desorientación en los fieles, privándolos de la certeza de la fe y de la esperanza en la vida eterna, como fin prioritario de la existencia humana.


3) El tercer factor es la interpretación del “aggiornamento” querido por el Concilio Vaticano II.


Con el término “aggiornamento”, el Papa Juan XXIII quiso indicar la tarea prioritaria del Concilio Vaticano II. En el pensamiento del Papa y del Concilio este término no expresaba, sin embargo, lo que en cambio ha ocurrido en su nombre en la recepción ideológica del post-Concilio. “Aggiornamento”, en el significado papal y conciliar, quería expresar la intención pastoral de la Iglesia de encontrar los modos más adecuados y oportunos para conducir la conciencia civil del mundo actual a reconocer la verdad perenne del mensaje salvífico de Cristo y de la doctrina de la Iglesia. Amor por la verdad y celo misionero por la salvación de los hombres son en la base los principios de la acción de “aggiornamento” querida y pensada por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio pontificio sucesivo.


En cambio, desde la ideología para-conciliar, difundida sobre todo por los grupos intelectualistas católicos neomodernistas y por los centros mediáticos del poder mundano secularista, el término “aggiornamento” es entendido y propuesto como el derrocamiento de la Iglesia frente al mundo moderno: del antagonismo a la receptividad. La Modernidad ideológica – que ciertamente no debe ser confundida con la legítima y positiva autonomía de la ciencia, de la política, de las artes, del progreso técnico – ha fijado como principio el rechazo del Dios de la Revelación cristiana y de la Gracia. Por lo tanto, ella no es neutral frente a la fe. Lo que hizo pensar en una conciliación de la Iglesia con el mundo moderno llevó así, paradójicamente, a olvidar que el espíritu anticristiano del mundo continúa obrando en la historia y en la cultura. La situación post-conciliar fue descrita de este modo ya por Pablo VI en 1972:


“Por alguna fisura ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios: está la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud. Ha entrado la duda en nuestras conciencias y ha entrado por ventanas que deberían estar abiertas a la luz. También dentro de la Iglesia reina este estado de incertidumbre. Se pensaba que después del Concilio vendrían días de sol para la historia de la Iglesia. En cambio, ha venido una jornada de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre. ¿Cómo ha ocurrido esto? Os confiamos nuestro pensamiento: ha estado la intervención de un poder adverso. Su nombre es el diablo, este misterioso ser al que se hace alusión también en la carta de san Pedro” (Pablo VI, Homilía en la Misa por el IX aniversario de la coronación de Su Santidad en la solemnidad de san Pedro y san Pablo, 29 de junio de 1972).


Por desgracia, los efectos señalados por Pablo VI no han desaparecido. Un pensamiento extraño ha entrado en el mundo católico, sembrando confusión, seduciendo a muchas almas y desorientando a los fieles. Hay un “espíritu de autodemolición” que infiltra el modernismo, que se ha apoderado, entre otras cosas, de gran parte del periodismo católico. Este pensamiento ajeno a la doctrina católica puede constatarse, por ejemplo, bajo dos aspectos.


Un primer aspecto es la visión sociológica de la fe, es decir, una interpretación que asume lo social como clave de valoración de la religión y que ha comportado una falsificación del concepto de Iglesia según un modelo democrático. Si se observan las discusiones actuales sobre la disciplina, sobre derecho, sobre el modo de celebrar la liturgia, no se puede evitar captar que esta falsa comprensión de la Iglesia se ha difundido entre los laicos y teólogos según el slogan: Nosotros somos el pueblo, nosotros somos Iglesia (Kirche von unten). El Concilio, en realidad, no ofrece ningún fundamento a esta interpretación ya que la imagen del pueblo de Dios referida a la Iglesia está siempre ligada a la concepción de la Iglesia como Misterio, como comunidad sacramental del cuerpo de Cristo, compuesto por un pueblo que tiene una cabeza y por un organismo sacramental compuesto por miembros jerárquicamente ordenados. La Iglesia, por lo tanto, no puede convertirse en una democracia, en la que el poder y la soberanía derivan del pueblo, ya que la Iglesia es una realidad que proviene de Dios y es fundada por Jesucristo. Ella es intermediaria de la vida divina, de la salvación y de la verdad, y depende de la soberanía de Dios, que es una soberanía de gracia y de amor. La Iglesia es, al mismo tiempo, don de gracia y estructura institucional porque así lo ha querido su Fundador: llamando a los Apóstoles, “Jesús instituyó doce” (Mc. 3, 13).


Un segundo aspecto, sobre el que atraigo vuestra atención, es la ideología del diálogo. Según el Concilio y la Carta Encíclica de Pablo VI Ecclesiam suam, el diálogo es un importante e irrenunciable medio para el coloquio de la Iglesia con los hombres del propio tiempo. Pero la ideología para-conciliar transforma el diálogo de instrumento en objetivo y fin primario de la acción pastoral de la Iglesia, vaciando cada vez más de sentido y oscureciendo la urgencia y el llamado a la conversión a Cristo y a la pertenencia a Su Iglesia.


Contra tales desviaciones, es necesario reencontrar y recuperar el fundamento espiritual y cultural de la civilización católica, es decir, la fe en Dios, trascendente y creador, providente y juez, cuyo Hijo Unigénito se encarnó, y murió y resucitó por la redención del mundo e infundió la gracia del Espíritu Santo para la remisión de los pecados y para hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina. La Iglesia, Cuerpo de Cristo, institución divino-humana, es el sacramento universal de la salvación y la unidad de los hombres, de la que es signo e instrumento, en el sentido de unir a los hombres a Cristo mediante su Cuerpo, que es la Iglesia.


La unidad de todo el género humano, de la que habla LG 1, no debe ser entendida, por lo tanto, en el sentido de alcanzar la concordia o la reunificación de las diversas ideas o religiones o valores en un “reino común y convergente”, sino que se obtiene reconduciendo a todos a la única Verdad, de la que la Iglesia católica es depositaria porque Dios mismo se la ha confiado. Ninguna armonización de las doctrinas “extrañas” sino anuncio íntegro del patrimonio de la verdad cristiana, en el respeto de la libertad de conciencia, y valorizando los rayos de verdad esparcidos en el universo de las tradiciones culturales y de las religiones del mundo, oponiéndose al mismo tiempo a las visiones que no coinciden y no son compatibles con la Verdad, que es Dios revelado en Cristo.


Concluyo volviendo a las categorías interpretativas sugeridas por el Papa Benedicto en el Discurso a la Curia Romana, citado al inicio. Estas no hacen referencia al habitual y obsoleto esquema ternario (conservadores, progresistas, moderados) sino que se apoyan sobre un binario exquisitamente teológico: dos hermenéuticas, la de la ruptura y la de la reforma en la continuidad. Es necesario seguir esta última dirección al afrontar los puntos controvertidos liberando, por así decir, al Concilio del para-concilio que se ha mezclado con él, y conservando el principio de la integridad de la doctrina católica y de la plena fidelidad al depósito de la fe transmitido por la Tradición e interpretado por el Magisterio de la Iglesia.

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Fuente: Messainlatino


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