Uno de los estribillos que apartan de la Verdad y la Vida a las
personas que no piensan, es la que, “La Iglesia está atrasada en relación con
su tiempo”. Se cree que los “ácidos del modernismo” han destruido totalmente la
moral tradicional, y que sin embargo la Iglesia se aferra a las mismas
creencias y prácticas sostenidas hace siglos. No solamente eso, sino que, si
vamos a creer sus críticas, la Iglesia nunca hace las cosas del mundo. Las
cosas del mundo hoy en día, de acuerdo con las mentalidades modernas, son
aceptar el divorcio y la moral pagana como progresista y como prácticas que
miran hacia el futuro; y sin embargo, la Iglesia rehúsa transar, en lo más
mínimo, en sus enseñanzas de antaño, aun en el caso de que haciéndolo así
armonizará con las exigencias del siglo veinte.
Miles de gentes, se dice, se unirían a la Iglesia mañana si ella
al menos aflojara algo de su disciplina moral, o reajustara su idea de Dios
para acomodarla a la nueva astrofísica, o reconocieran el divorcio como lo han
hecho las sectas cristianas. Pero la Iglesia sigue siendo inexorable; el mundo
pide una cosa; y la Iglesia le da otra. Pero si ella no cambia con el mundo,
entonces morirá. Tal es la sentencia de los profetas modernos.
Aunque parezcan muy modernos estos cargos, repasemos las páginas
de la historia para ver cómo son de antiguos, y descubriremos que Herodes
condenó a Nuestro Bendito Señor con exactamente las mismas bases con que el
mundo condena hoy a la Iglesia.
Herodes era ese tipo que puede caracterizarse como un animal
espléndido. Descendiente que era de Herodes el Grande, que asesinó a su propia
esposa y pasó a espada los niños de Belén era una grosera combinación de
sensualidad y temperamento artístico, el cual se manifestaba por su fino gusto
por los edificios, que siempre cuidaba de dedicar al Emperador. Como gobernador
de Galilea, viviendo en las playas del mar, acostumbraba venir a Jerusalén para
las grandes festividades de los judíos, y se alojaba en la casa de su hermano
medio Felipe. Allí seducía a la esposa de su hermano, Herodías, y su hija
joven, Salomé, después de sacar de su propia casa, a su propia esposa legal, la
hija de Aretas, rey de Arabia.
La vida pecaminosa siempre empalaga tras breves momentos, y
Herodes se veía obligado a buscar nuevas emociones para su vida ya hastiada.
Llegaron a él noticias de que a lo largo de las riberas del Jordán, entre los
tamariscos y los verdes árboles que bordeaban sus orillas mientras sus aguas
amarillas discurrían por el desierto hacia el Mar Muerto, había un hombre
extraño y elocuente que vivía de langostas salvajes, que vestía con piel de
camello, y cuyo nombre era Juan el Bautista.
No porque estuviera interesado en las doctrinas de Juan, sino
porque, como en el caso de muchos de nuestros días, la religión le interesaba
solamente por su vida emocional, él citó al santo pidiéndole comparecer ante su
presencia.
Y Juan aceptó. Los de la corte se regocijaron porque estaban
ansiosos de oír su ruda elocuencia y sentir, aunque fuera por un momento, que
despertaban su sensibilidad cansada ante la nueva sensación de un sermón en la
casa de oro.
A la hora señalada, avanzó hacia el púlpito provisionalmente
erigido para él, en la corte, el hombre a quien Nuestro Señor llamó “el más
grande hombre nacido de mujer”. Desde el punto de vista del mundo, la cosa más
apropiada que Juan debía hacer, en tal ocasión, habría sido adular los vicios y
excesos del rey. La cosa menos propia del mundo y menos política era condenar
la vida adúltera del rey. Juan estaba más ansiosos de agradar a Dios que a los
hombres, y extendiendo su mano hacia el trono, y señalando directamente a quien
allí estaba sentado, tronó: “No te es lícito tener por mujer a la que lo es de
tu hermano” y antes de que él se diera cuenta, tenía atadas cadenas a sus
muñecas, y barrotes de hierro delante de sus ojos. ¡En qué forma tan diferente
hubieran actuado tantos predicadores modernos!
Pronto llegó el natalicio de Herodías, y para que el silencio,
que a menudo es el cuchicheo más insoportable, no le arrojara de nuevo delante
de su conciencia, y tal vez de la salvación, Herodes planeó un suntuoso
banquete. Se sirvió todo lo que podía satisfacer un paladar. Esclavos
bronceados procuraron satisfacer todos los apetitos con las delicadezas del
mar, los campos y los viñedos. Al poco el tetrarca estaba embriagado de vino.
Dio entonces la señal y se descorrieron los grandes cortinajes de púrpura que
había al otro extremo del salón del banquete, donde apareció parcamente vestida
la forma de Salomé, la hija de Herodías en su primer esposo. Acompañada por
música suave, lenta y voluptuosa, la muchacha danzante giró hasta hacer todo el
clímax del tema apasionado. Herodes, que ya había perdido locamente sus ojos
tras ella, se enloqueció aún más por la danza que por el vino. Antes que
cayeran los cortinajes, atolondrado por el placer, el tetrarca pidió que le
trajeran a la muchacha, y le dijo que expresara qué presente de amor podría
darle, al par que le juraba que si la mitad de su reino le pedía, la mitad de
su reino sería suyo. Con anterioridad aleccionada por su madre la muchacha
contestó: “Dadme aquí en un plato, la cabeza de Juan Bautista”.
La visión de esa cabeza separada del tronco siguió persiguiendo
a Herodes, y un día cuando oyó hablar de los milagros de Nuestro Bendito Señor,
dijo a uno de sus cortesanos: “Este es aquel Juan, el cual ha resucitado de
entre los muertos”. De ese día en adelante mantuvo la vigilancia sobre Nuestro
Señor. Un día vino un fariseo a Nuestro Señor y le dijo: “Sal de aquí, y
retírate a otra parte, porque Herodes quiere matarte”. Y Nuestro Señor contesto
llamando a Herodes “rapozo”. Pasaron meses y semanas, y ahora en Jerusalén,
delante del asesino de Juan, y el hijo del hombre que mató los niños de Belén
está de pie Aquel que Juan anunció: el niño de Belén crecido y ahora el Hombre
de Nazaret. Y Herodes se alegró. ¿Se alegró en ese momento? ¡Sí! San Lucas nos
dice cuando describe la escena, que él se alegró, porque esperaba verle hacer
un milagro.
Herodes saluda a Nuestro Señor como habría saludado a un juglar
que pudiera entrar a su corte para matar el tedio de una hora. Recibió al Hijo
de Dios como a un taumaturgo sensacional, que podía divertir a una corte
cansada y libertina con algún truco asombroso de magia o con algún prodigio de
prestidigitación. Él quería lo sensacional y lo nuevo para satisfacer su
curiosidad. Eran sus nervios y no su alma, los que necesitaban la emoción.
¿Después de todo, de acuerdo con Herodes el mundo no había sido dado para
diversión de cada momento fugaz, y no nacían todos los seres humanos del mundo
para divertirle y curar la monotonía de sus victorias?
Herodes interrogó a Nuestro Señor, y podemos imaginar cuáles
fueron algunas de las preguntas: ¿Cómo escapó Él a la masacre decretada por su
padre en Belén? ¿Por qué le llamaba a él rapozo? ¿Cuál era el sentido de Su
entrada triunfal en Jerusalén el pasado domingo?
Pero a todas las preguntas Nuestro Señor dio sólo la respuesta
de su silencio que hacía sonrojar. Aquel que habló a la pecadora Magdalena, y a
las mujeres sorprendidas en pecado, a los niños, al hipócrita Anás, al perverso
Caifás, al débil Pilato, se negaba ahora a hablar una sola palabra a un hombre
que lo podía salvar a Él de la crucifixión.
Desde el punto de vista del mundo, Nuestro Señor cometió una
tontería. ¿Qué pensaríais de un hombre que está delante de una corte que podía
exonerarlo de un cargo si él dijera una sola palabra, o mostrando algún poder,
y sin embargo se niega a hacer eso? Bien, aquí está Nuestro Señor yendo hacia
la Cruz y la muerte, sencillamente porque no hace la cosa del mundo. Herodes le
pedía una cosa y Él hace otra. Herodes necesitaba un truco: algo para aliviar
la intolerable monotonía de su vida lujuriosa. Quería juegos de luces, y Aquel
que decía ser la Luz del mundo, le ofreció más bien la Luz, la llama blanca y
sin parpadear de una Personalidad Divina, en la linterna de Su Humanidad
Sagrada. ¡Eso era locura! ¡La locura de la Omnipotencia! ¡Y por eso Herodes lo
vistió con los trajes de un loco!
Y de ese día hasta hoy, la Iglesia ha vestido con las vestiduras
de un loco, porque nunca hace las cosas del mundo. Sus santos son locos, porque
se lanzan tras la pobreza como tantos otros hombres se entierran tras el oro,
rasgan sus cuerpos, mientras otros los miman y prefieren recorrer el mundo con
un cascabel de loco en su muñeca con tal de ganar una corona eterna. Sus monjas
devotas son locas que dejan las luces y atracciones del mundo por los filos y
sombras de la Cruz donde se hacen los santos; sus sacerdotes son locos porque
practican el celibato en un mundo que se ha enloquecido por el sexo. El
Vicario, el Pontífice, es un loco, porque se niega a ceder en la doctrina de
Cristo relativa a la santidad del matrimonio, cuando todas las otras sectas
cristianas bajo el sol han cedido en ella. Sí, la Iglesia está loca, y todos sus
miembros leales están locos, pero están locos solamente desde el punto de vista
de Dios, pues con las locuras del mundo Dios ha escogido confundir a los
sabios, y confundir a los fuertes con las cosas débiles del mundo. La Iglesia
debe cargar siempre el sambenito de ser atrasada y no terrenal, como Nuestro
Señor tuvo que cargarlo delante de Herodes. Y Nuestro Señor nos previno que
ésta sería la señal de la Divinidad de la Iglesia: “Si fuerais del mundo, el
mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que os
entresaqué yo del mundo, por eso el mundo os aborrece…Si el mundo os aborrece,
sabed que primero que a vosotros me aborreció a mí”. En otras palabras: “Si
alguna vez queréis descubrir Mi religión en la faz de la tierra, buscad la religión
que no marcha con el mundo”. La religión que marcha con el mundo, y es aceptada
por éste, es del mundo; la religión que no marcha con el mundo es del otro
mundo, que es otra manera de decir que es divina.
La Iglesia es muy moderna, si moderna significa servir al tiempo
en que vivimos, pero no es moderna, si esto significa creer que todo lo que es
moderno es verdadero. La Iglesia es moderna, si moderna significa que sus
miembros han de cambiar sus sombreros con las estaciones y aun con los estilos,
pero no es moderna, si esto significa que cada vez que un hombre cambia de
sombrero debe también cambiar de cabeza, o en un sentido aplicado, que él debe
cambiar su idea de Dios cada vez que la psicología viste una nueva camisa, o la
física un nuevo chaleco.
Ella es moderna, si moderno quiere decir incorporar la sabiduría
de los nuevos hallazgos del presente al patrimonio de los siglos, pero no es
moderna, si esto significa burlarse del pasado como burlándonos de una señora
de edad. Es moderna, si moderno significa un deseo apasionado por conocer la
verdad, pero no es moderna si esto quiere decir que la verdad cambia con el
calendario, y que aquello que es verdad el viernes, es falso el sábado. La
Iglesia es moderna si moderno significa progreso hacia un ideal determinado,
pero no es moderna si esto significa cambiar el ideal en lugar de alcanzarlo.
La Iglesia es como una maestra de escuela anciana –el maestro de
los siglos- y que como ha visto pasar delante de ella a muchísimos estudiantes
cultivando los mismos “ismos”, y cayendo en los mismos errores, mientras ella
se limita a sonreír ante quienes creen que han descubierto una nueva verdad;
porque en su sabiduría y experiencia superiores, ella sabe que muchas de las
así llamadas verdades nuevas, son apenas un nuevo rótulo para un error de
antaño. La experiencia le ha enseñado que el Modernismo de 1930 no es el
Modernismo de 1968, y que aquello que una generación cree que es verdadero, la
siguiente creerá que es falso; y que la manera más segura de ser viuda en la
era siguiente es casarse con el espíritu de la presente. Hoy se le acusa de
andar atrás de los tiempos porque no se enloquece con Freud, y yo me atrevo a
decir que, si dentro de cincuenta años uno de los profesores de alguna de
nuestras grandes universidades subiera a la tribuna y hablara de Freud, sería
considerado tan anticuado y detrás de los tiempos como un político que hoy
subiera a una plataforma improvisada en la esquina de la calle 42 con Broadway,
y abriera campaña a favor de William McKinley para presidente.
Es tiempo de que el mundo moderno dejara de esperar que la
Iglesia muera por hallarse atrasada. En realidad ella está detrás de la escena,
y sabe exactamente cuándo caerán los telones de cada nueva moda y fantasía. Si
mil veces se hiciera un anuncio sobre la muerte, y el funeral nunca tiene
lugar, los hombres pronto empezarían a tomar el funeral como una broma. Y así
sucede con la Iglesia.
Siempre se cree que está atrasada, y sin embargo, es ella la que
vive más allá de los tiempos. Desde su nacimiento, por lo menos cien hombres de
cada siglo han tocado las campanas para su funeral, pero el cadáver nunca
apareció. Siempre están comprando ataúdes para su sepelio, pero son ellos los
que tienen que usar los ataúdes. Siempre están asistiendo a su aparente último
suspiro, y sin embargo ella se mueve. Siempre están cavando su tumba, y ésta es
la tumba en que caen sus cavadores. El sambenito de que ella está “atrás de los
tiempos”, y “sin contacto con el mundo”, nunca la molestará, pues ella sabe que
es fácil estar navegando en la corriente, en el sentido de estar “con el
tiempo”, porque hasta un cadáver puede flotar corriente abajo. Mientras que
para resistir la corriente se necesita un cuerpo vivo. Es fácil decir que
debiéramos cambiar nuestra moral para acomodarla a las así llamadas ideas
nuevas acerca del sexo, como si hace unos siglos hubiera sido fácil decir que
deberíamos ser calvinistas. Siempre es fácil dejar que el mundo se salga con
las suyas; la cosa difícil y noble es seguir el camino de Dios. Es fácil caer;
hay mil ángulos por los cuales una cosa puede caer, pero hay sólo uno en el
cual se mantiene en pie, y éste es el ángulo en el cual está colocada la
Iglesia, entre el cielo y la tierra, y desde ese ángulo ha cantado un réquiem
para todos los profetas del pasado que llegaron a decir que ella está
agonizando, y continuará cantando réquiems para todos los profetas del futuro,
pues la historia de su vida es la historia de Juan en la corte de Herodes.
Salomé danzaba y mientras lo hacía mantenía el compás con el
tiempo, para ser el símbolo de quienes cambian para acomodarse a los tiempos.
Mientras ella danzaba dos hombres perdieron sus cabezas. Herodes perdió su
cabeza en forma figurada, pues creyó que un hombre debía moverse con el tiempo,
y que era lícito vivir con la esposa de otro; Juan perdió su cabeza
literalmente, porque creyó que un hombre no debía cambiar con las épocas, y que
no era lícito al hombre vivir con la esposa de otro. La Iglesia cree que Juan
tenía razón y Herodes estaba equivocado. Ser un santo, que es la locura que
compra la eternidad, significa perder uno la cabeza a la manera de Juan en vez
de a la manera de Herodes.
FUENTE:
Fulton J. Sheen, “Modos y Verdades” (Moods and Truths), “Lo que
no es del mundo en el mundo”, páginas 107-114, Editorial Azteca S.A. México,
D.F. 1956.
Informa: yocatolico.tumblr.com
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