El problema con el combate a la corrupción es que no se trata de remediar una deficiencia material (no es falta de dinero ni de otros medios), sino de luchar contra un defecto de conducta, un defecto moral, de muchas personas que están dispuestas a dejar de cumplir con un deber, o a transgredirlo, a cambio de recibir algún beneficio económico, político o social.
La lucha contra la corrupción se suele plantear simplemente como la puesta en práctica de un conjunto de medidas económicas, administrativas y judiciales. Por ejemplo, establecer controles administrativos o nuevas instancias reguladoras, aumentar los sueldos de los inspectores, definir procedimientos más eficaces para imponer sanciones, dar transparencia a los procedimientos y actos de las entidades y funcionarios públicos, aprobar nuevas leyes penales que tipifiquen como delitos los actos de corrupción, agilizar los procesos administrativos y penales para castigar efectivamente a los responsables. Todas estas medidas pueden ser más o menos útiles y eficaces para reducir los efectos de la corrupción, pero no atacan el fondo del problema. La corrupción esté hecha de actos de personas concretas que prefieren una ventaja económica, política o social al cumplimiento de un deber, por ejemplo quien da una cantidad de dinero para que lo eximan de cumplir con un requisito legal, o quien recibe ese dinero para no cumplir con lo que dice la ley, o quien da una cantidad de dinero para obtener un contrato, o quien la recibe para dar el contrato a alguien menos competente, etcétera, etcétera.
El problema de fondo que plantean estos comportamientos es ¿qué es lo que hace que una persona prefiera el beneficio ilícito al cumplimiento de su deber? Evidentemente la ventaja económica o política es algo atractivo, y para renunciar a ella es necesario tener un bien mayor por el cual optar. Si el cumplimiento del deber no se fundamenta en una razón superior y sólo se afirma que lo debido debe cumplirse porque el incumplimiento está sancionado con una pena, el único motivo para cumplir con el deber es el temor al castigo. Desgraciadamente esa es la educación positivista que se imparte en muchas escuelas y universidades públicas y privadas. Y es un motivo frágil, porque cuando los actos de corrupción son tan numerosos y cometidos por gran cantidad de personas, la posibilidad de castigar a los culpables se va haciendo más reducida, va campeando la impunidad, y el temor al castigo se desvanece. Para combatir la corrupción en sus causas es necesario, aparte de las medidas administrativas, económicas y judiciales, formar personas honestas, y esto es algo difícil.
La honestidad es la disposición permanente de preferir el bien personal (bien moral, bien racional o bien espiritual, es lo mismo) al interés económico, político o social. ¿Qué motivos tiene una persona para ser honesta? Se pueden reducir a tres: amor propio, amor al prójimo y amor a Dios. La persona honesta sabe que su desarrollo y crecimiento como persona, esto es su bien o perfección, está en el cumplimiento de sus deberes, que no son más que actos de servicio al prójimo o a la comunidad. Está dispuesta a cumplir sus deberes por amor al prójimo, por solidaridad con la comunidad (lo cual es una forma de amor al prójimo), no por el temor al castigo. Y sabe que cumplir la justicia en las relaciones humanas es cosa que agrada a Dios. Por eso se dice que el premio de la honestidad es la paz de la conciencia, la amistad de los hombres buenos y el amor de Dios. ¿Son suficientes esos bienes inmateriales para contrarrestar la atracción de ventajas económicas o políticas inmediatas y concretas? Lo son, cuando una persona tiene convicciones, esto es cuando asume criterios de juicio como verdades firmes (no ideales o ilusiones que él se ha inventado), a las cuales obedece y conforme a las cuales gobierna su propia vida. Cuando además, la persona tiene el hábito firme o virtud de obrar de esa manera en su vida cotidiana. Y cuando existe un ambiente social y cultural que refuerza la prevalencia de la verdad sobre el interés, del espíritu sobre la materia, del deber sobre el placer. Luchar contra la corrupción sin esforzarse en la tarea ardua de formar personas honestas es querer curar una enfermedad grave con medicamentos que combaten los síntomas pero dejan seguir el curso de la enfermedad.
Para formar personas honestas se requiere, además de políticas públicas adecuadas, la participación de las familias, de las escuelas, de las iglesias (especialmente de ellas), y de los medios de comunicación. Se requiere que la sociedad tenga principios éticos comunes, que los asuma y defienda colectiva y libremente, como algo propio. ¿Es esto posible en una sociedad democrática, que tiene como regla solo el consenso de las mayorías? Parece difícil, pero no imposible, si logra tener un consenso mínimo ético fundado en el sentido común, en las disposiciones naturales del ser humano y en su sentido innato acerca de lo que es bueno. De no ser así, solo tendremos más leyes, nuevos organismos fiscalizadores, corrupción más sofisticada, y más lamentos porque la corrupción parece invadirlo todo.
Jorge Adame Goddard
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