El agua de la sabiduría
La siempre joven figura de Domingo de
Guzmán no es resultado de un elíxir milagroso, ni de un pacto
sobrenatural, sino del manantial de la sabiduría, donde bebió con avidez
y nos dejó con largueza.
Este precioso don es distinguible de la sabiduría del mundo, como ha solido llamarse a la acumulación de conocimiento,
presentada tras la imagen de un rostro anciano con barba de armiño.
Aquella, que viene como don, articula los conocimientos con las
actitudes fundamentales de vida, de tal manera que se convierte en una
fuente inagotable como la que encontró Santo Domingo.
“Dame la sabiduría asistente en tu trono” (Sb 9, 1-11)
es desear aquella que está en relación directa con la búsqueda de la
verdad, la que mueve y remueve, la que evoca y provoca. El amor de Dios
es la verdad que mueve a Domingo como fundamento de toda sabiduría, la
cual comienza por reconocer la inmensidad y grandeza que contiene
nuestra limitación. El soplo de nuestro barro es el Espíritu de amor,
condición necesaria para no quedarnos reducidos en los estrechos límites
de las fuerzas ciegas, sino elevar nuestra búsqueda constante a la luz
del Espíritu “que renueve la faz de la Tierra”.
De aquí nace la comprensión y la compasión, cuando, sobreabundados por el amor, lo demás queda supeditado, “ni la muerte, ni la vida, ni el presente, ni el futuro” (Rm 8, 35-39)
pueden apartar del amor de Dios. Esta sabiduría en la verdad expande el
corazón del santo de Caleruega, quien, por sentirse amado y salvado, es
empujado a predicar la verdad del amor que salva.
Domingo, movido por el Espíritu, se
enrola en una empresa inhóspita y árida como un desierto, en la tarea de
pacificar con la verdad el crispado ambiente de error y confrontación
de su época. Las controversias en temas de fe no solo podían
solucionarse con el contenido doctrinal, resultado de una sabiduría
acumulada, a su vez instrumento imprescindible, sino que también
requerían un testimonio de vida, un estilo de vida que llenara de
Espíritu la letra y avalara la verdad de la fe. Iluminado por la
sabiduría interior, propone, con la itinerancia y la pobreza, un nuevo
modo de predicar que se convierte en señal de identidad de sus frailes
seguidores.
Esta inusitada obra, sin precedentes en
la vida religiosa y en consonancia con la vida apostólica, de
predicación evangélica, vida común, estudio asiduo, que inició Santo
Domingo, es, sin duda, la respuesta de Dios por el Espíritu ante quienes
solo veían la solución en la cruzada y la fuerza impositora. Quien se
aventura a colaborar en la construcción del Reino de Dios como proyecto
de salvación para todos los hombres y mujeres tiene que impetrar los
dones del Espíritu, dones de sabiduría e inteligencia, de consejo y fortaleza, de ciencia y temor de Dios (Is 11,1-3), para colaborar en una obra que supera nuestras fuerzas y rebasa nuestra existencia.
La sabiduría no solo consiste en
pertrecharse de instrumentos, como balde y soga, sino también en
capacitarse a través de la sensibilidad y la contemplación para buscar
el manantial. “Lo mejor del desierto es que esconde un pozo en cualquier parte”.
Sobre la primera verdad de amor incondicional y absoluto de Dios,
descansa la verdad de nuestra vida, de nuestra historia, de nuestras
entradas y salidas en la búsqueda de sentido. Tal como la samaritana,
que olvida su cántaro junto al pozo y corre a anunciar el manantial de
vida que ha descubierto, así ha de ser nuestro impulso predicador. Quien
no se ve igual aun cuando todo sigue igual es que ha encontrado un
pozo, fuente de sabiduría, capaz de aportar otros y nuevos criterios a
la realidad del mundo.