
Hallándose el hombre de Dios, Domingo, en Roma, en la basílica de San Pedro en presencia de Dios, dirigió su oración en favor de la conservación y expansión de la Orden. Por medio del Señor contempló, en visión imaginaria, que se le acercaban de repente los gloriosos príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo; le parecía que el primero, es decir, Pedro, le entregaba un cayado para apoyarse, Pablo, empero, un libro, y agregaron: «Ve, predica, porque has sido elegido por Dios para este ministerio». En seguida, en el mismo instante, le parecía que contemplaba a sus hijos distribuidos por el mundo entero, marchando de dos en dos [Lc 10,1] y predicando la palabra de Dios a las gentes.
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