TV DOMINICA

dominicostv on livestream.com. Broadcast Live Free
Watch live streaming video from dominicostv at livestream.com
Mostrando entradas con la etiqueta LITURGIA. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta LITURGIA. Mostrar todas las entradas

Mártires por la Santa Misa

cranmer

En febrero de 1601, en Tyburn, cerca de Londres, dos hombres eran ahorcados: un cierto Filcock y un tal conocido como Barkworth. La acusación era la de traición porque eran sacerdotes. En realidad los dos amigos eran sacerdotes católicos y eran condenados a la horca por el odio anglicano contra la Fe católica. Poco antes de morir, el padre Filcock tuvo todavía la fuerza de decir con alegría: “Este es el día en que actuó el Señor”.
El padre Filcock y el padre Barkworth eran sólo dos de los mártires católicos inmolados desde cuando Enrique VIII en 1534 se había separado de la Iglesia de Roma y se había autoproclamado cabeza del anglicanismo: desde aquel año hasta 1681 los mártires católicos ingleses fueron miles y miles: muertos bajo Enrique VIII, bajo Isabel I y sus sucesores.
Los primeros fueron un grupo de Cartujos que el 4 de mayo y el 19 de junio de 1635 inmolaron su vida en las horcas de Tyburn por no haber querido separarse de la Iglesia católica. Víctimas ilustres de Enrique VIII fueron el cardenal John Fisher y Tomás Moro, el gran Canciller del Reino, que pagaron con el supremo sacrificio de sí mismos el rechazo a reconocer la “supremacía” del rey.
La obra de Cranmer
En 1533 se convirtió en el primer arzobispo anglicano de Canterbury Thomas Cranmer (1489-1556), que odiaba la Misa católica y negaba la doctrina de la transubstanciación y de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Bajo el reino del jovencísimo rey Eduardo VI, Cramner avanzó de manera astuta y determinada hacia la eliminación total del Santo Sacrificio de la Misa, publicando en 1594 el primer “Book of Common Prayer”, un texto ambiguo que intentaba transformar la S. Misa en la cena protestante, hecho que será evidente con el segundo “Book of Common Prayer” de 1552.
La “nueva liturgia”, verdadera negación de la S. Misa católica, habría debido desarraigar el Catolicismo inglés que ahondaba sus raíces en los primeros siglos de la Era cristiana. Desgraciadamente la tristísima operación estaba destinada en gran parte al éxito. Cuando subió al trono Isabel I en 1559, con elActo de uniformidad fue prohibida la Misa católica (llamada “Misa papista”) y fueron impuestas a los ingleses las herejías luteranas y calvinistas y fue proclamado que el Catolicismo había sido sólo un acervo de invenciones diabólicas. Con implacable odio anticatólico, Isabel hizo obligatorio bajo gravísimas penas pecuniarias la participación al nuevo culto anglicano establecido por Cranmer.
Los Obispos “recusantes” todavía fieles a Roma fueron sustituidos con otros más dóciles a la reina, mientras que cada vez más sacerdotes y fieles acabaron en la cárcel, destinados pronto al patíbulo. Iniciaba así la era de los Mártires de Inglaterra y la sangre de los Católicos, por millares, comenzó a empapar el suelo británico.
En 1586 Guillermo Allen (1532-1594), futuro cardenal, fundó en Douai y más tarde en Reims, en Francia, un Seminario para la formación de jóvenes sacerdotes ingleses para enviarlos a su patria para convertir a los anglicanos. Del mismo modo, en 1578, el Colegio inglés de Roma, siendo también Allen su auspiciador, fue transformado en Seminario con el mismo fin.
“Seminarium Martyrum”
Los sacerdotes formados en estos Seminarios, en las Congregaciones y en las Ordenes religiosas, en primer lugar en la joven Compañía de Jesús, fundada por S. Ignacio de Loyola, embarcándose con destino a Inglaterra, ya sabían lo que les esperaba, a veces a su llegada o tras pocos meses de apostolado clandestino: el martirio más atroz. El Colegio inglés de Roma mereció pronto el título glorioso de Seminarium Martyrum, Seminario de los Mártires, y el camino que llevaba de Roma a tierra inglesa se convirtió en la via Martyrum, el camino de los Mártires.
Isabel I odiaba a estos sacerdotes, rotos por las fatigas, dispuestos a inmolar su juventud para asegurar a los católicos ingleses el tesoro más sublime que es el santo Sacrificio de la Misa. El primer mártir fue el padre Cutberto Mayne, descubierto en 1577 y ahorcado el 30 de noviembre del mismo año. Es imposible escribir todos los nombres de estos héroes: viajaban por todas las partes del reino, predicando, confesando, celebrando la S. Misa en las casas de los católicos, donde se daban cita grupos de fieles igualmente heroicos.Cuando la S. Misa era celebrada, los fieles encontraban la fuerza para afrontar cualquier dificultad y también las torturas más atroces si eran descubiertos junto a sus sacerdotes.
Entre tanto Isabel I movilizaba espías y esbirros a la caza de los “papistas” culpables de un solo gran delito: ser sacerdotes y ofrecer el santo Sacrificio de la Misa; o en el caso de los laicos, de permanecer siendo católicos. Entre estos mártires brilla con singular grandeza el joven jesuita padre Edmond Campion, que pudo recoger algún fruto de su obra y enviar una carta a la reina, documento conocido como “la provocación de Campion”, en el cual desmentía la calumnia dirigida a los sacerdotes católicos de ser traidores del Estado y afirmaba su misión exlcusivamente sacerdotal: “Sabed -escribía- que todos nosotros Jesuitas hemos hecho una alianza para llevar con alegría la cruz que vos nos impongáis y para no desesperar nunca de vuestra conversión, mientras haya uno de nosotros para gozar las alegrías de vuestro Tyburn o para soportar los tormentos de las torturas de vuestras prisiones”.
El padre Campion subirá al patíbulo el 1 de diciembre de 1581.
El odio a la Santa Misa
Los fieles laicos que ayudaban a los sacerdotes estaban destinados también a la muerte, como sucedió, por citar un solo nombre, a Margarita Cliterow, que pagó con una muerte atroz la hospitalidad dada a los ministros de Dios. Los edictos de persecución se multiplicaron. En 1585 la reina estableció que cualquier hombre nacido en Inglaterra era reo de alta traición si, tras haber recibido la ordenación sacerdotal en otro país, volvía a poner pie en suelo inglés. ¡La pena era ser ahorcado y después descuartizado todavía vivo!
Los primeros que sufrieron la nueva ley fueron el padre Hug Taylor y el laicoMarmaduke Bowes, muertos el 27 de noviembre de 1585 en York. La persecución de Isabel contra los católicos prosiguió hasta su muerte en 1603. La era de los mártires, sin embargo, no terminó y continuo bajo el rey Jaime I (1604-1618). El más ilustre mártir de este periodo es el padre Juan Olgivie, jesuita escocés ahorcado en Glasgow en 1615 con sólo 35 años.
Proclamada la república (1646), el puritano Olivier Cromwell, que odiaba la S. Misa y el Sacerdocio católico, puso una recompensa similar a aquella por capturar un lobo a la cabeza de todo sacerdote; de la Irlanda católica, que nunca había aceptado el cisma y la herejía de Enrique VIII, muchos sacerdotes fueron deportados como esclavos a las islas Barbados y muchas propiedades de católicos fueron confiscadas. También en Irlanda la persecución pretendía extirpar la Fe católica, extinguiendo la fe en la presencia real de Jesús en la Santísima Eucaristía. La última víctima fue el arzobispo Olivier Plunkettt, muerto en Londres el 11 de julio de 1681. La mayor parte de estos mártires, sacrificados no sólo in odium fidei, sino especialmente in odium Missae, han sido elevados a los altares por los Romanos Pontífices desde León XIII.
A su epopeya, Robert Hugh Benson (1871-1914), hijo del Arzobispo anglicano de Canterbury, convertido y devenido sacerdote católico con el apoyo también del papa S. Pío X, dedicó su obra ¿Con qué autoridad?, en la que escribe conmovido “Era la S. Misa la que el gobierno inglés consideraba un delito y era por la Misa que criaturas de carne y hueso estaban dispuestas a morir. Era por la Misa que el católico perseguido poseía una vida espiritual tan profunda que le permitía superar toda dificultad; el alma de esta vida era la S. Misa”. Un siglo después, en su áureo libro La Misa atropellada (1670), S. Alfonso María de Ligorio habría escrito que “abolir la S. Misa es la obra del anticristo” y los mártires ingleses, quizá entre los más eucarísticos de toda la Iglesia, con su sangre dan testimonio todavía hoy de que la Misa debe ser nuestra vida.
Más allá de toda negación de ayer y de hoy, no obstante las profanaciones generalizadas en este nuestro pobre tiempo, en el que las celebraciones de la Misa tienden a reducirse en número hasta sostener que bastaría la dominical,la Misa es y permanece siendo el perenne Sacrificio de adoración a Dios y de expiación de los pecados; es el don que nos ha dejado Jesús nuestro Redentor para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn. 10, 10). Pidamos la gracia de alcanzar también, si es necesario, el martirio para apresurar una auténtica primavera de santidad y de vocaciones en la Iglesia y en el mundo de hoy. Primavera que vendrá sólo en el ámbito de la perenne Tradición de la Iglesia.
Candidus
Fuente: adelantelafe.com [Traducido por Marianus el Eremita. Equipo de traducción de Adelante la Fe]

¡Descálzate!


La iglesia a la que estás ingresando podrá parecerse un poco más o un poco menos al resto de las construcciones de la cuadra. De algún modo, este edificio, como Jesús en Nazaret, pasa por uno de tantos. 

Pero nuestra Fe nos avisa que no. Y nos previene, una vez más, del terrible daltonismo en que podemos incurrir si no ajustamos las meras apariencias a las certezas invisibles.

Un poco como nos ocurre con la Eucaristía que parece pan cuando en verdad no lo es.

Por eso, los constructores de iglesia inventaron los “atrios”. Son una suerte de transición, de presurización, que nos obliga a detenernos, y a caer en la cuenta de dónde estoy por entrar. Porque no se trata de un cambio de baldosa sino un cambio de dimensión.

La iglesia a la que estás por ingresar no es un espacio de este mundo. No pertenece a este mundo. Es una parcela –un lote municipal– literalmente expropiado por el Creador. No es simplemente un espacio dedicado a asuntos religiosos. No señor. Acá hay un Misterio mucho más grande, abisal, vertiginoso: una iglesia consagrada es un agujero en el cosmos; un fragmento creatural que, casi como con un sacabocados, Dios lo extrae, lo quita y se lo queda para Sí, lo hace Suyo. Suyo no sólo como propietario sino como parte Suya. 

Un espacio sagrado no es sólo “de Dios” como pertenencia sino como consistencia. Es una realidad divina. Está ahí, lindando con la parrilla o el dormitorio del vecino, pero es absolutamente discontinuo con esa realidad extensa del continuo barrial. 

Es el Cielo en la Tierra. 
Es la Eternidad incrustada en el Tiempo. 

Es lo divino, acampado entre nosotros. 
Como Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Persona Divina. Así esta iglesia –que es su Cuerpo– está hecha de ladrillos y hierros de este mundo, pero no es de este mundo.

Una analogía posible es el caso de las embajadas de los países: no son una mera “representación” de un país en otro. Traspasado el umbral de la vereda, uno ingresa a la embajada de la Argentina en cualquier rincón del planeta, y está en la Argentina. No “simbólicamente” sino con todo el realismo legal y emocional que implica. 

Por eso, al traspasar este umbral, Usted ya no estará ni aquí ni ahora: estará en el Cielo. Estará entre ángeles y santos, ante la Madre de Dios y la Santísima Trinidad misma. 

Esta es la Casa de Dios, Quien recibe en Su propia casa a nosotros, su Pueblo. No es la Casa del Pueblo de Dios que recibe a Dios, sino al revés. 

Cuando leo el Evangelio en mi cuarto, recibo a Dios en mi casa. Pero cuando vengo a la iglesia, Dios me recibe a mí en Su Casa. A veces se juega de local, y otras, de visitante…

Por eso todo es diferente aquí: ni el espacio se organiza como en el resto del orbe, ni el tiempo siquiera corre con normalidad. Es el peculiar Mundo de Dios. Aquí nadie ha de hablar, más que con el Dueño de Casa. Es un ámbito de profundo silencio y recogimiento. Ni siquiera es apto para asuntos “relacionados” con Dios: no señor. Es exclusivo y excluyente del trato con el Señor y sus vivos Misterios. No es una extensión del salón parroquial. Es una extensión del eterno Diálogo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. 

Por eso, no ingresamos a él linealmente, sin siquiera cambiar el paso. Otras religiones directamente se descalzan y dejan todos los zapatos en el atrio. Como Moisés ante la Zarza ardiente recibe esa escueta y filosa consigna: ¡Descálzate! ¡El lugar que estás pisando es Sagrado!

Nuestro modo cristiano de concretar este gesto consiste en hacer una exhaustiva genuflexión (tocando una rodilla o ambas en tierra) y haciéndonos una nítida y ceremoniosa señal de la Cruz. ¡Estamos en el Cielo! Con vértigo y estupor, sin permitirnos el acostumbramiento, una vez más debemos caer en la cuenta (sí, caer) en las honduras de tan desproporcionado Misterio.

Por último, parte de esta conciencia de dónde estamos, hemos de poder expresarla (a nosotros mismos, a Dios mismo y a los otros) con la forma de vestirnos. 

La vestimenta es un lenguaje. 
Tenemos que poder conjugar el verbo “adorar” en este idioma. 

Entrar bien vestidos no es una cuestión de castidad y pudor (eso rige para todo momento y todo lugar, avisemos de paso). Aquí hay algo más: se trata de estar acorde al lugar; se trata de estar “a la altura de los acontecimientos”. Nunca más oportuna la expresión coloquial: se trata de ser “ubicado”. 
Los más humildes de entre nuestros hermanos, como en otras tantas cosas, suelen darnos el ejemplo en esto: les resulta casi impensable ir a Misa vestidos de entre-casa o con la misma ropa de trabajo que usan en la semana. Son expertos en el lenguaje indumentario. Como –lamentable y paradojalmente– sectores más instruidos de la sociedad a veces pueden llegar a ser casi analfabetos en este idioma…

Si nos resulta muy relativo o subjetivo o arbitrario definir qué vestimenta es “acorde” y cuál no, valga una regla de tres bastante simple: un casamiento, una fiesta de quince, una colación de grado, una asunción de autoridades, visitar a un Papa o a un monarca, ¿es más o es menos que visitar a Dios? Y si Aquí hay Alguien que es más… ¿cómo he de expresar ese “más”, esa plusvalía? 
Entrar a la iglesia de ojotas, de bermudas, en camiseta o con soleras de playa no es que esté moralmente “mal”. No es un onceavo mandamiento. Siguiendo con la analogía del lenguaje, digamos: es una falta de ortografía. Es una mala gramática para expresarle al Señor que nada ni nadie vale para mí lo que significa Él en mi vida. Y que por eso lo quiero honrar y adorar no sólo en espíritu y verdad, no sólo con mi conducta y con mis plegarias sino con el esmerado y amoroso gesto de estar bien vestido. 

Ningún matrimonio se construye con el regalo de una rosa. Pero ningún matrimonio subsiste sin esas rosas…

Para quien objetara: “A Dios le importa mucho más que la mera vestimenta”, valga una antiquísima respuesta: ¡Exacto! A Dios le importa más; no menos. 

Lo más supone lo menos. Empecemos por lo menos. O, por lo menos, empecemos por ir a Misa bien vestidos. 

Cayendo en la cuenta de estar entrando al Cielo. Al Cielo en la Tierra.

La Festividad del Santísimo Sacramento

6ea7887423c7a1bab846b6c43f8fcf43

COMUNMENTE LLAMADA

LA FIESTA DE DIOS

O SOLEMNÍSIMA FESTIVIDAD DEL CORPUS CHRISTI



La fiesta del Santísimo Sacramento del altar o de la Eucaristía no sólo es la más augusta, la más pomposa y una de las más célebres de todas las solemnidades, sino que además de esto es la más antigua y la primera de todas las fiestas de la Iglesia. Todas las otras, a lo menos las más solemnes, son de institución apostólica; pero esta fue instituida por el mismo Jesucristo en la Última Cena la noche antes de su Pasión. Su institución es la misma que la del divino Sacrificio; y se puede decir que el mandato del Salvador a sus Apóstoles, y en persona de ellos a toda la Iglesia, de que hicieran en memoria de Él lo que Él acababa de hacer, ha hecho la fiesta de la cena del Señor y del Santísimo Sacramento tan antigua como la misma Iglesia. Por ella empezó la Iglesia, la cual tuvo su origen y nacimiento en la institución y en la celebración de este divino Sacrificio, a que se siguió la comunión de los fieles congregados para la fracción del pan, o para recibir el Cuerpo de Jesucristo y para orar. Sin sacrificio no hay religión, no hay Iglesia. Se puede también decir que la fiesta de la Eucaristía ha sido perpetua en la Iglesia, del mismo modo que la de la Santísima Trinidad, y que no ha habido día en que no se haya celebrado. Pues así como la Santísima Trinidad es el objeto esencial y primitivo de nuestro culto en todas las solemnidades de nuestra Religión, así la Eucaristía es el Sacrificio perpetuo y el culto más santo que se da a Dios en todas las fiestas. Y esta es la razón por que se tardó tanto tiempo en establecer en la Iglesia una fiesta particular para celebrar estos dos grandes misterios; pues todo el año era la fiesta de la Santísima Trinidad, que se adoraba siempre, y de la divina Eucaristía, con la cual y por la cual se adora la Santísima Trinidad.

Por la misma razón, en los primeros tiempos de la Iglesia todos los días del año, dicen los Padres, eran mirados por los fieles como días de fiesta, pues en todos comulgaban; este es el motivo porque, según Tertuliano, San Crisóstomo y San Isidoro, la Iglesia dio el nombre de ferias a todos los días. San Justino dice que en todas las fiestas de los primeros cristianos casi toda la solemnidad consistía en la celebración de la Misa y en la Comunión; cada día era una fiesta, y todas las fiestas eran en cierto modo fiestas del Santísimo Sacramento. El divino Sacrificio que se ofrecía hacia entonces, como lo hace también hoy, el fondo y como la principal celebridad de todas las fiestas. Ora se celebre la fiesta de los Santos Mártires o de los otros Santos, dice San Crisóstomo, ora se celebre cualquiera otra fiesta en viernes, en sábado o en domingo, siempre se ofrece el mismo Sacrificio, siempre se inmola la misma Sagrada Víctima, y siempre el divino Sacrificio es quien hace la principal solemnidad del día: Sive feria sexta, sive sabbato, sive dominica die, sive in celebritate Martyrum, eadem litatur hostia, ídem sacrificium consummatur. Una virtus, una dignitas, una gratia, unum et idem corpus.

A la verdad, las grandes fiestas, añade este Padre, se distinguen por la magnificencia y riqueza de los adornos que se ponen en nuestras iglesias, y por el concurso extraordinario de pueblo que se junta gozoso en ellas en semejantes días; pero en sustancia lo que hace toda la celebridad, la dignidad y el regocijo, es el divino sacrificio que se ofrece: Nihil novitatis inspicitis prœter sæcularia ista velamina et multitudinem solito lætiorem. Jam vero quod ad Sacramentum attinet, nihil amplius habent, nullam dignitatem, nullum privilegium.

El Santísimo Sacramento del Altar es aquel tesoro que en la primitiva Iglesia se llamaba el soberano Bien de la vida presente: Bonum perfectum; en la que encontramos nosotros todos los bienes; y así como la posesión del sumo Bien es lo que hace una fiesta eterna en el Cielo, así la posesión de la adorable Eucaristía hace también en la tierra una fiesta continua de todos los días.

Haced esto en memoria de mí, dijo Jesucristo. Este Sacramento no sólo debe traernos a la memoria la muerte del Salvador; debe también hacernos acordar de todos los otros misterios de su vida. Con esta intención la Iglesia después de estas palabras del canon de la Misa: Siempre que hiciereis esto, lo haréis en memoria de mí, añade: Por este motivo acordándonos, Señor, de vuestra pasión, de vuestra resurrección, como también de vuestra gloriosa ascensión, etc.

Ningún misterio de Jesucristo hay de que el Santísimo Sacramento no sea representación y recuerdo, ninguno tampoco que no sea dignamente celebrado por la divina Eucaristía en el Sacrificio de la Misa. ¿Qué solemnidad hay en la Iglesia que no sea la fiesta, por decirlo así, del Santísimo Sacramento? Y puede decirse con verdad, que ofrecer el divino Sacrificio es hacer su fiesta; pues es celebrar solemnemente la memoria de su institución, y hacer en memoria de Jesucristo lo que hizo Él mismo en su Última Cena. El divino Sacrificio es lo más respetable, lo más santo, lo más solemne que tienen todas las fiestas. Todas ellas, dice San Crisóstomo, son la fiesta de este divino Sacrificio. De suerte que la misma razón por que en mucho tiempo no se pensó hacer en la Iglesia una fiesta particular en honor de la Santísima Trinidad, hizo, como ya se ha dicho, que no se celebrase tampoco fiesta particular a honra de la adorable Eucaristía, hasta que en fin la divina Providencia, previendo sin duda que en estos últimos tiempos se habían de levantar unas sectas impías que combatirían y aun profanarían con todo género de impiedades este divino misterio, inspiró a la Iglesia que aumentara y extendiera su solemnidad por medio de una fiesta particular y una octava de las más solemnes.

juliana_champaigne

Ved aquí la historia de esta institución: La bienaventurada Juliana, Priora de Monte-Cornillon cerca de Lieja, fue el instrumento de que se sirvió Dios para poner los primeros cimientos de esta nueva solemnidad. Nació esta Santa doncella el año de 1193 en la aldea de Retines en el distrito de la ciudad de Lieja, de padres muy ricos, los que perdió de edad de cinco años. Llevada desde entonces por su tutor a Monte-Cornillon, estuvo de pensionista con las religiosas que cuidaban del hospital que se acababa de edificar a la falda del monte. Esta inocente alma, prevenida casi desde la cuna de las más dulces bendiciones del Señor, hizo en poco tiempo tan grandes progresos en la virtud, que llegó a ser la admiración de su siglo. Con dificultad se podía ver una humildad más profunda con un mérito tan extraordinario, ni una inocencia más perfecta con unas austeridades tan rigurosas. El amor del retiro y de la vida oscura fue siempre su pasión dominante; y las íntimas comunicaciones que tenía con Dios en la oración, la aumentaban todos los días los atractivos por aquel género de vida. Su ternura hacia la Santísima Virgen parecía haber nacido con ella; pero su virtud predilecta y la que hizo siempre su carácter y su distintivo fue una devoción extraordinaria al Santísimo Sacramento. El Sacrificio de la Misa abrasaba tan fuertemente su corazón en el fuego del amor de Dios, y hacia tan viva impresión sobre su espíritu, que nunca asistía a él, que no estuviese, mientras duraba éste, en una especie de éxtasis. Cada comunión era para ella un nuevo banquete del divino Esposo; y las lágrimas que derramaba cuando comulgaba, daban bastante a conocer que gustaba con anticipación los gustos del Cielo. Meditaba sin cesar sobre esta prenda inestimable que Jesucristo dejó sobre la tierra en señal del amor inmenso que nos tiene; y no podía comprender cómo los cristianos, poseyendo este tesoro, pudiesen amar ninguna otra cosa. Hubiera querido que todas las riquezas del mundo se hubieran empleado en adornar nuestras iglesias y enriquecer los sagrados altares, cuya magnificencia debiera dejarse muy atrás los tronos más preciosos de los más grandes príncipes. Estaba ocupada de estos sentimientos tan justos y tan religiosos, cuando tuvo una visión que no comprendía, y que la dio mucha pena. Vio la luna en su lleno, pero con una brecha o agujero. La Sagrada Escritura, tanto del Viejo como del Nuevo Testamento, nos presenta muchos ejemplos de estas imágenes enigmáticas, en que Dios, acomodándose a nuestro modo de pensar, nos descubre un sentido espiritual y misterioso bajo alguna cosa material y sensible. La devota Juliana, no comprendiendo lo que significaba esta visión, creyó que era una ilusión del demonio, que quería apartarla de la oración. Hizo cuanto pudo para verse libre de ella: oración, lágrimas, austeridades, de todo esto se valió; pero nada pudo hacer desaparecer aquella imagen de delante de sus ojos. Jamás se ponía en oración que no se le presentase la visión, y ninguno de sus directores supo interpretársela. Todo su recurso era a la oración.

depositphotos_13157369-Old-engravings-shows-the-corpus

Finalmente Dios la dio a entender que la luna significaba la Iglesia, y que el agujero significaba la falta de la fiesta particular y solemne del Santísimo Sacramento, que faltaba en aquel tiempo para la perfección de la disciplina de la Iglesia. Le reveló Dios al mismo tiempo, que la había elegido para solicitar con los ministros de la Iglesia la institución de la fiesta particular y solemne del Santísimo Sacramento; cuyo fin y objeto había de ser honrar la divina Eucaristía con un culto más solemne, y reparar en cierto modo con esta pública celebridad las irreverencias y faltas de respeto que se cometen contra este adorable misterio. Asustóse de la comisión; y aunque no podía dudar que era de Dios la revelación, con todo su profunda humildad se la hacía sospechosa. Y así la tuvo en silencio cerca de veinte años, procurando con el aumento de su devoción a la adorable Eucaristía suplir lo que la Iglesia no había establecido aún.

El año de 1230, habiendo sido elegida Priora de la casa de Monte-Cornillon, se sintió interiormente más solicitada a declararse sobre el asunto; y temiendo resistir a la voluntad de Dios tan claramente manifestada, se descubrió en fin reservadamente a un canónigo de San Martin de Lieja, que estaba en una grande opinión y con quien tenía mucha confianza. Después de haberle declarado lo que creía la había dado a conocer Dios tocante a la institución de una fiesta particular en honor de la adorable Eucaristía, le rogó trabajase con todo su celo con las potestades eclesiásticas, con los religiosos y teólogos, para que un establecimiento de tanta gloria para Jesucristo y tan ventajoso a la Iglesia tuviese efecto. El santo canónigo se encargó gustoso de la comisión, y la ejecutó con el suceso que se podía desear. Todos aprobaron un pensamiento tan conforme al espíritu de la Iglesia, y todos le aplaudieron. Los que se mostraron más celosos por esta institución fueron los de la Orden de Predicadores de Lieja, con su Prior Fr. Hugo de San Caro, que después fue Cardenal; Guido de Lyon, obispo de Cambray, y el Arcediano de la iglesia de Lieja, llamado Jacobo Pantaleón de Troves, que después fue Obispo de Verdun, Patriarca de Jerusalén, y finalmente Papa bajo el nombre de Urbano IV. Bien presto tuvo la Bienaventurada Juliana el consuelo de ver establecida esta fiesta en toda la diócesis de Lieja por un edicto u ordenanza del Obispo Roberto el año 1246, y celebrada con una solemnidad y una devoción extraordinaria. Sin embargo, hasta el año 1262 no llegó a ser esta grande fiesta de las primeras solemnidades de toda la Iglesia.

El Papa Urbano IV, que siendo todavía Arcediano de la iglesia de Lieja había aprobado tanto la institución de esta fiesta como hemos dicho, no bien se vio ensalzado al sumo pontificado, cuando pensó en hacerla fiesta de precepto. Las instancias de muchos grandes prelados, y los continuos ruegos de una santa reclusa, llamada Eva, que había sobrevivido a la Bienaventurada Juliana su amiga, y que no era menos favorecida que ella de los dones del Cielo, movieron al Papa a hacer este establecimiento; pero las turbaciones de Italia y otras necesidades aún más urgentes de la Iglesia retardaban cada día su ejecución; hasta que un prodigio acaecido, dice San Antonino, en Bolsena en la diócesis de Orvieto, determinó al Papa a expedir una Bula para que en toda la Iglesia se celebrase semejante festividad con la mayor solemnidad que fuese posible. Este prodigio fue un corporal que quedó ensangrentado todo con la Sangre de Jesucristo, por haber caído en él algunas gotas del cáliz por descuido de un sacerdote al decir Misa en la iglesia de Santa Cristina. La Bula es del año 1262, y empieza por estas palabras: Transiturus de hoc mundo ad Patrem Salvator noster Dominus Jesus Christus. Al principio da el Papa una idea sublime del inmenso amor que el Salvador nos muestra en este divino Sacramento, y de los infinitos bienes que encierra la Sagrada Eucaristía. Jesucristo después de habernos dado todas las cosas, dice el Papa, se nos da a sí mismo. O singularis, et admiranda liberalitas, exclama, ubi donator venit in donum, et datum est idem penitus cum datore! ¡Oh liberalidad impensada, donde el don que se nos da es la persona misma del que nos le da! Quam larga et prodiga largitas, cum tribuit quis seipsum: ¿Puede subir más de punto la liberalidad, que cuando uno después de habernos dado todo cuanto tiene, se nos da a sí mismo? Dedit igitur se nobis in pabulum: Jesucristo se hace nuestra comida; para que así como el hombre se había procurado la muerte comiendo de la fruta vedada, así se procurase la bienaventurada inmortalidad comiendo este Pan de Vida. Aunque todos los días se celebre, dice este gran Papa, la fiesta del Santísimo Sacramento ofreciéndose el divino Sacrificio, nos parece muy a propósito señalar un día cada año que le esté particularmente consagrado por una fiesta de las más solemnes, aunque no fuera sino para confundir la abominable impiedad y la extrema necedad de los herejes de estos últimos tiempos: Conveniens tamen arbitramur et dignum, ut de ipso semel saltem in anno, ad confundendum specialiter hæreticorum perfidiam et insaniam, memoria solemnior et celebrior habeatur.

Es verdad, continúa el mismo Papa, que el Jueves Santo, que es el día en que Jesucristo instituyó este divino Sacramento, celebra la Iglesia su fiesta con solemnidad; pero está tan ocupada en llorar la muerte del Salvador, y en tantas otras sagradas ceremonias, que no puede atender con bastante particularidad a la solemnidad de este divino misterio, el cual se debe celebrar con un santo gozo y una pompa extraordinaria, para darnos más bien a conocer la gloria y la dicha que tenemos en poseer el vivo cuerpo de Jesucristo nuestro Salvador y nuestro Dios: In diem namque Cœncœ Domini universalis Ecclesia sacri confectione chrismatis occupata…plene vacare non potest celebratione hujus maximi Sacramenti. Y si la conmemoración que hacemos todos los días de muchos Santos ya en la Misa, ya en las Letanías, no impide el que la Iglesia les asigne un día en el año para hacerles una fiesta particular más solemne; con mucha más razón se debe practicar esto con el más grande y más augusto misterio de nuestra Religión, cual es la adorable Eucaristía. Y también para que todos los fieles procuren en esta fiesta particular y en esta extraordinaria solemnidad reparar por su devoción y por su culto su negligencia, su ingratitud, su falta de respeto y sus irreverencias para con este divino misterio: Tunc attente in humilitate spiritus, et animi puritate restaurent. No podemos olvidar lo que el Señor ha revelado a personas de una virtud eminente, esto es, cuánto desea que esta fiesta se celebre universalmente en toda la Iglesia, como lo hemos sabido antes que fuésemos elevados a la suprema dignidad en que la misericordia de Dios nos ha colocado: Intelleximus olim dum in minori essemus officio constituti, quod fuerat quibusdam catholicis divinitus revelatum, festum hujusmodi generaliter in Ecclesia celebrandum. Y así para que la fe de los fieles sea más viva y fervorosa para con este augusto Sacramento, además del honor que se le tributa todos los días, ordenamos que se le haga todos los años una fiesta particular con toda la celebridad posible y con toda la pompa y magnificencia que es debida al Sagrado Cuerpo de Jesucristo, en quien reside sustancialmente toda la Divinidad: Ut præter quotidianam memoriam, solemnior et specialior annuatim memoria celebretur; designando para esta augusta solemnidad el jueves después de la octava de Pentecostés, para que este día el clero y el pueblo se esmeren a cual más en dar pruebas señaladas de su viva fe y de su tierna devoción al Santísimo Sacramento por medio de un culto público más religioso y por cánticos de alabanzas. Después exhorta a todos los prelados y al clero, a quienes va dirigida la Bula, que celebren todos los años esta fiesta con mucha magnificencia y dignidad; y les encarga exhorten a todos los fieles desde el domingo antecedente que se dispongan con todo género de buenas obras a celebrar esta insigne solemnidad, y sobre todo a ponerse en estado de comulgar dignamente el día de la fiesta: Taliter se studeant præparare, quod hujus pretiosissimi Sacramenti mereantur fieri participes illa die. Por lo que a Nos toca, añade, no queriendo omitir nada para excitar a todos los fieles con dones espirituales a celebrar esta gran fiesta con todo el celo y fervor que pide este Dios escondido, concedemos a todos los que verdaderamente contritos y confesados asistieren a las primeras Vísperas de la fiesta, a Maitines, a Misa y a las segundas Vísperas, cien años de indulgencia por cada vez, y cuarenta años por la asistencia a cada una de las horas menores; y cien días de indulgencia a todos los que asistieren a las Vísperas, a los Maitines, a la Misa y a las horas menores del oficio divino, durante la octava: Centum dies de injunctis sibi pænitentiis relaxamus.

El Papa Clemente V confirmó solemnemente en el concilio el año 1311 la Bula de institución expedida por el papa Urbano IV; lo mismo hizo el Papa Juan XXII, cinco años después; y desde entonces se ha celebrado esta fiesta con más solemnidad que antes en toda la Iglesia universal.

Santo Tomás de Aquino, la admiración de todo el mundo cristiano y una de las más brillantes lumbreras de la Iglesia, compuso el Oficio, el cual se tiene por uno de los más devotos, más completos y más bellos, así por la energía de las expresiones, como por la doctrina que en él expende de todo el misterio eucarístico.

Lo que todavía da más lustre a esta fiesta, y la distingue también de todas las otras, es la procesión solemne en que el Cuerpo de Jesucristo se lleva en triunfo por las calles con mucha ostentación y con una pompa la más magnífica y religiosa que cabe. Esta institución la atribuyen muchos al Papa Juan XXII, no porque no se llevase en procesión el Santísimo Sacramento desde el siglo XI, pero sólo era el Domingo de Ramos para honrar el humilde triunfo de la entrada de Jesucristo en Jerusalén, y sólo se llevaba cerrado en una arca o copón a manera de sepulcro.

La procesión que en este día se hace con tanta pompa y solemnidad es una de las principales partes de esta gran fiesta. Llévase en triunfo a Jesucristo, realmente presente en la adorable Eucaristía; y con este pomposo triunfo intenta la Iglesia celebrar el que Jesucristo ha hecho alcanzar a su Iglesia de los enemigos de este misterio; y repara de algún modo los ignominiosos ultrajes que le hicieron en las calles de Jerusalén y los que recibe aun todos los días de los malos cristianos en los templos.

Los impíos errores de Berengario, arcediano de Angers, sobre la realidad del cuerpo de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, fueron sin duda uno de los motivos para esta institución; y por eso esta procesión se hace con tanta magnificencia y solemnidad en Angers, donde Berengario, el primer autor de esta herejía, enseñó el error a principios del siglo XI.

La traslación del arca de Cariatiarim a la casa de Obededom, y la de aquí a Jerusalén hecha con tanta pompa y solemnidad, y a que asistió el rey David seguido de una infinidad de pueblo, era figura de la procesión solemne que hace la Iglesia en este día llevando el Santísimo Sacramento, y del gozo cristiano que acompaña a esta fiesta.

En efecto, ninguna en todo el año se celebra con tanta pompa y solemnidad; ninguna tampoco hay en que la fe y la piedad de los cristianos deban sobresalir más; es el triunfo de Jesucristo, el triunfo de la Religión y el de la Iglesia. El Santísimo Sacramento del altar es el fin de todos los otros, el medio más seguro y eficaz para llegar a la perfección, un manantial fecundo de los dones del Cielo, la prenda y un anticipado gusto de la felicidad de los bienaventurados, la raíz de la inmortalidad, el más ilustre testimonio del amor de Jesucristo, el compendio, por decirlo así, de toda la Religión, y el tesoro de toda la Iglesia.


Nada tiene nuestra Religión más santo, nada más divino; el mismo Dios no puede hacer cosa más grande ni más respetable que este augusto Sacramento, que el Sacrificio de la Misa. Institución en todo divina, oblación santa, Víctima de infinito precio, inmolación del Cuerpo y de la Sangre adorable del Hombre-Dios, pontífice igual en todo al mismo Dios. ¿Puede imaginarse cosa más divina, más digna de nuestras ansias, de nuestros respetos y de todo nuestro culto? Es esta la obra más perfecta y más cabal de la sabiduría, de la omnipotencia y de la bondad de Dios; veis aquí cuál es el objeto principal de toda esta fiesta. No debe admirarnos el que la Iglesia se agote, por decirlo así, en cánticos de alabanzas, de nacimientos de gracias y de gozo; y que los fieles, penetrados del mismo espíritu, se esmeren en todo el mundo para contribuir con su celo y con su piedad a la magnificencia y a la solemnidad de esta fiesta. El oficio de este día es la cosa más propia que ha podido inventarse para dar una idea la más adecuada de lo que es esta religiosa celebridad.

El introito de la Misa, tomado del salmo LXXX, desenvuelve desde luego todo el misterio: Cibavit eos ex adipe frumenti, alleluia; et de petra melle saturavit eos, alleluia, alleluia, alleluia: Les dio de comer la flor de la harina de trigo, y les hartó de la miel de la piedra. ¿Qué alabanzas, qué gracias, qué bendiciones no debemos dar al Señor por un beneficio tan señalado, por un favor tan insigne? Jesucristo dice que Él mismo es aquel pan exquisito, aquel pan de vida que da la inmortalidad: Ego sum panis vitæ. El que come de este pan, añade, no morirá: Qui manducat hunc panem, vivet in æternum. ¡Qué virtud la de este pan! Pero ¡qué dulzura! ¿Cómo no nos dará miel en abundancia quien nos da a comer su propia carne? Esta es aquella miel que sale de la piedra misteriosa, que no es otra que Jesucristo, como dice san Pablo: Petra autem erat Christus.

Nótese que el Profeta en este salmo exhorta a los judíos a celebrar dignamente las fiestas ordenadas por el Señor en memoria de sus beneficios. En él hace también hablar al mismo Dios, el cual poniéndole delante a su pueblo los beneficios que le ha hecho le empeña a que le sirva con fidelidad, y se queja al mismo tiempo de la ingratitud de este pueblo. Pero después de haber hecho un resumen de todos los prodigios que obró Dios a favor de ellos, acaba David el salmo refiriendo un prodigio, el cual solo iguala y aun excede a todos los otros: Cibavit eos ex adipe frumenti; et de petra melle saturavit eos. Como si dijera en profecía: Después de tantos prodigios como obró el Señor en favor de su pueblo, ha hecho una maravilla que pone el colmo a todos sus beneficios; y es, que les ha como embriagado de dulzuras, y alimentándoles de aquel pan celestial que es pan de vida. Exultate Deo adjutori nostro, jubilate Deo Jacob: Cantad alegres las alabanzas de un Señor que siempre os ha protegido; celebrad festivos las glorias del Dios de Jacob. Salite psalmum, et date typanum; psalterium jucundum cum cithara: Entonad cánticos a honra suya; traed vuestros tamboriles, vuestros salterios y vuestras cítaras. Nada conviene mejor a la celebridad de esta fiesta que estas expresiones.

La Epístola de la misa de este día es del capítulo XI de la Primera Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios, donde este Apóstol narra la institución del Sacramento de la Eucaristía por Jesucristo como el mismo Jesucristo se la reveló.

Ego enim accepi a Domino quod et tradidi vobis: Porque yo supe del mismo Señor lo que os he enseñado, que el Señor Jesús, la misma noche en que fue entregado, tomó el pan, y dando gracias, le partió y dijo: Tomad y comed; este es mi cuerpo que será entregado por vosotros. No he recibido de los hombres, ni tampoco de los demás Apóstoles, dice San Pablo, lo que os he enseñado tocante a la Eucaristía; el mismo Jesucristo es quien me lo ha revelado. No omite el Santo el hacer mención de la circunstancia del tiempo: dice que la misma noche en que el Salvador fue entregado alevosamente a sus enemigos por uno de sus Apóstoles y tratado con la mayor crueldad, en esta noche dice que instituyó el divino Sacramento, la prenda más preciosa de su amor, y el testimonio más visible de su ternura. Fue propiamente este el testamento de este amable Padre, por el cual se dio a sus hijos pocas horas antes de morir, sin reparar en que entonces mismo le trataban sus hijos con la mayor ignominia. Desciende después San Pablo a una descripción muy circunstanciada de todo lo que pasó en la institución de este prodigio. Debe advertirse que este Apóstol y todos los Evangelistas se dedicaron a referir hasta las menores circunstancias de esta institución. Tomó el Salvador el pan. Jesucristo no pudo tomar sino pan sin levadura, que era el solo de que se podía usar cuando se celebraba la Pascua; con razón, pues, en la Iglesia Romana se consagra con pan sin levadura. Da gracias a su Padre por el poder que le ha comunicado; era esta la práctica ordinaria de Jesucristo antes de obrar alguna maravilla de las más estupendas, de las cuales el nacimiento de gracias era siempre como el preludio. Habiendo después partido el pan que tenía en sus manos, les dijo: Tomad y comed; esto es mi cuerpo, el cual se entregará por vosotros. No dice el Señor: Tomad y comed este pan; sino tomad y comed, esto es mi cuerpo; es decir, la sustancia que os presento bajo estas especies es mi cuerpo, ya no es pan. Pues el Verbo eterno, que es la misma verdad, dice: Esto es mi cuerpo; persuadámonos, dice San Crisóstomo, creamos sin duda que es así; mirémosle con los ojos de una fe viva: Quoniam Verbum dicit: Hoc est corpus meum; et assentiamur, et credamus, et intellectualibus ipsum oculis intueamur.

Esto es mi cuerpo; tal es la virtud y la fuerza de las palabras de la consagración, producir en calidad de causa eficiente lo que expresan. Para que esta suerte de proposiciones sea verdadera, no es menester sino que la cosa que designan exista luego que se pronuncian. Lo que Jesucristo tomó en sus manos no era sino pan; pero no bien hubo pronunciado estas palabras: Esto es mi cuerpo, cuando toda la sustancia de pan fue transubstanciada, y no quedó otra sustancia en lo que Jesucristo daba a comer a sus Apóstoles que su propio Cuerpo, el que dentro de algunas horas había de ser entregado a sus enemigos, lleno de oprobios, azotado y crucificado. No quedaba del pan otra cosa que las apariencias: a saber, el color, la figura, el peso y el sabor; lo que comúnmente se llama accidentes o especies.

No tenemos en el Nuevo Testamento otra cosa más formal, más precisa, más clara que la realidad del Cuerpo y Sangre de Jesucristo en la adorable Eucaristía. Cuantas veces se habla de este divino misterio, ya en el capítulo VI de San Juan, ya en los otros tres Evangelistas, ya en san Pablo, siempre se habla de una presencia y de una manducación real y corporal del Cuerpo y Sangre de Jesucristo. En ninguna parte se expresa el sentido figurado, antes bien se excluye positivamente; pues el cuerpo que Jesucristo da a comer a sus Apóstoles era, según su palabra, el mismo que entregó a las ignominias de su pasión y a la cruz para redimirnos: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Y nadie que no sea maniqueo osará decir que el Cuerpo del Hijo de Dios no fue entregado a la muerte sino en figura. Desde los Apóstoles hasta nosotros toda la Iglesia ha creído siempre que el Cuerpo de Jesucristo se ofrece real y verdaderamente en sacrificio, se distribuye a los fieles en la comunión, y está realmente presente en la Eucaristía; y nosotros no somos capaces de hablar de la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento de un modo más claro, más formal y más preciso que hablaron los Padres de los primeros siglos.

Me diréis quizá, dice san Ambrosio, el pan que se nos da a comer en la comunión es pan usual y ordinario: Forte dicis, meus panis est usitatus. Es verdad que antes de las palabras sacramentales este pan era pan: Panis iste, panis est ante verba sacramentorum; pero después de la Consagración, en lugar del pan se halla el cuerpo de Jesucristo: Ubi accesserit consecratio, de pane fit caro Christi. Y esto debe ser indubitable entre nosotros: Hoc igitur astruamus. Pero ¿cómo puede suceder, continúa el mismo Padre, que lo que es pan sea el Cuerpo de Jesucristo? Y responde: Consecratione; por la consagración; la que no contiene sino las propias palabras de Nuestro Señor Jesucristo: Consecratio quibus verbis est? Domini Jesu. Pues en todo lo que precede a la consagración, añade el Santo, habla el sacerdote en su nombre cuando alaba y bendice al Señor, o cuando ora por el rey y por el pueblo; pero cuando llega a la Consagración, ya no habla en su nombre, sino, que es el mismo Jesucristo quien habla por la boca del sacerdote: Jam non suis sacerdos, sed utitur sermonibus Christi. Y así, hablando en rigor, quien obra este Sacramento es la palabra del mismo Jesucristo, aquella palabra que crió de nada todas las cosas: Nempe is sermo quo facta sunt omnia. Habló el Señor, continúa el mismo Padre, y fueron hechas todas las cosas; mandó el Señor, y todas salieron de la nada. Para responder, pues, a tu pregunta, digo que antes de la Consagración no estaba allí el Cuerpo de Jesucristo; aquello era solo pan común; pero después de la Consagración te digo y le repito que ya no hay allí pan, sino que lo que allí hay es el Cuerpo de Jesucristo: Non erat corpus Christi ante consecrationem; sed post consecrationem, dico tibi quod jam corpus est Christi.

Si San Ambrosio hubiera tenido que responder a los protestantes de nuestros días, ¿hubiera podido hablar de una manera más precisa y más clara?

San Cirilo, Patriarca de Jerusalén, que vivía en el siglo IV, explicando a su pueblo las principales verdades de la Religión, dice: La doctrina de San Pablo sobre el misterio de la Eucaristía debe bastar para afirmar vuestra creencia por lo tocante a este augusto Sacramento: Ipsa beati Pauli doctrina abunde sufficere videtur. Decíanos este grande Apóstol en la lección que acabáis de oír, que la misma noche en que el Salvador había de ser entregado, tomó el pan, y dando gracias, le repartió y dijo: Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Y tomando asimismo el cáliz, dijo: Bebed, esta es mi sangre. Y pues Jesucristo dijo del pan que tomó: Esto es mi cuerpo; ¿quién se atreverá después de esto a ponerlo en duda? Cum ipse de pane dixerit: Hoc est corpus meum; quis audevit deinceps ambigere? Y pues el mismo Jesucristo dijo tan afirmadamente: Esta es mi sangre; ¿quién osará jamás dudar de una verdad tan clara, y decir que no es realmente su Sangre? Quis umquam dubitaverit, ut dicat non esse ejus sanguinem? Y qué, dice el Santo, el que trocó el agua en vino en las bodas de Caná, ¿no merecerá que creamos que convierte el vino en su preciosa Sangre?

Bajo las especies de pan y vino, continúa el mismo Padre, nos da el Salvador su Cuerpo y su Sangre: In specie panis dat nobis corpus, et in specie vini dat nobis sanguinem. De suerte que nosotros llevamos verdaderamente a Jesucristo en nuestro propio cuerpo cuando recibimos el suyo: Sic enim efficimur Christiferi, cum corpus ejus, et sanguinem in membra nostra recipimus. Los panes de la proposición del Antiguo Testamento quedan abolidos. No tenemos en el Nuevo otros panes que este pan celestial y este cáliz saludable, que santifican el alma y el cuerpo. Por esto, concluye, guardaos bien de imaginaros que lo que veis no es otra cosa que pan y vino; es realmente el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo: Corpus enim sunt, et sanguis Christi. Es menester que la fe corrija la idea que los sentidos le dan. Guárdate bien de juzgar sobre esto por los ojos o por el gusto: Ne judices rem ex gustu: haz que tu fe te haga esta verdad cierta e indubitable; cree que lo que recibes es el Cuerpo y Sangre de Jesucristo.

Hasta aquí son palabras de san Cirilo. Tal era la fe de los primeros siglos por lo que toca a la Eucaristía. ¿De qué espíritu ha venido la creencia de los herejes de estos últimos tiempos?

En la Iglesia desde los primeros días de su nacimiento hasta nosotros siempre se ha creído que la sustancia de pan y la de vino se convierte en la sustancia del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo. Esto es lo que la Iglesia llama transustanciación; es decir, mutación o conversión de sustancia; este prodigio se hace por la virtud omnipotente de las palabras de Jesucristo, que pronuncia el sacerdote en nombre del Salvador. Si Dios pudo convertir a la mujer de Lot en estatua de sal, la vara de Aarón en serpiente, el agua en vino en las bodas de Caná, decían los Padres cuando instruían a los recién bautizados para la primera comunión; ¿por qué no podrá este mismo Dios convertir el pan y el vino en su sagrado Cuerpo y en su preciosa Sangre en el Sacramento de la Eucaristía?

Hoc facite in meam commemorationem: Haced esto en memoria de mí. Al decir estas palabras ordenó el Salvador de presbíteros a sus Apóstoles, dicen los Padres. Siempre que comiereis este pan, dice Jesucristo, y bebiereis este cáliz; es decir, lo que se contiene en este cáliz, pues no es el mismo cáliz lo que se bebe, anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga. El Sacrificio incruento de Jesucristo, no diferenciándose sino en cuanto al modo del Sacrificio cruento del mismo Salvador, debe excitar en el espíritu de los que participan de Él la memoria de Jesucristo en particular.

Itaque quicumque manducaverit panem hunc, vel biberit calicem Domini indigne, reus erit corporis et sanguinis Domini: Cualquiera que comiere de este pan, o bebiere de este cáliz indignamente, dice el Apóstol, será reo de delito contra el Cuerpo y Sangre de Jesucristo; es decir, que el que comulgare sacrílegamente no será menos culpable que si hubiere hecho morir a Jesucristo, y hubiere derramado su Sangre. Ninguna cosa prueba más demostrativamente la presencia real del cuerpo y sangre de Jesucristo que esta expresión del Apóstol; y además de esto muestra que, según el mismo San Pablo, es lícito comulgar bajo una especie solamente.

Si el delito de los judíos que derramaron la Sangre de Jesucristo nos causa horror, no debe horrorizarnos menos el de los cristianos que la profanan con comuniones sacrílegas. No ofrecen un sacrificio, dice san Crisóstomo, sino que hacen una muerte; lo que toman no es un alimento, sino un veneno: Qui enim manducat et bibit indigne, judicium sibi manducat et bibit, non dijudicans corpus Domini: porque el que le come y bebe indignamente, se come y bebe su condenación, no discerniendo el cuerpo del Señor; es decir, que en sí mismo tiene la prueba visible de su delito, que su proceso está acabado por decirlo así. Este divino Salvador es su juez, este pan de vida es su sentencia de muerte. Sacrilegio, traición, negra ingratitud, hipocresía enorme; ¡cuántos delitos, buen Dios, en una sola comunión indigna! ¿Y qué efectos se pueden seguir de aquí? El endurecimiento sin duda, y regularmente la impenitencia final.

Fuente: Radiocristiandad.

*************************

Jueves de Corpus Christi

Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, de la presencia de Jesucristo en la Eucaristía. 26 de mayo 2016

Por: Tere Vallés | Fuente: Catholic.net 


Explicación de la fiesta

Corpus Christi es la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, de la presencia de Jesucristo en la Eucaristía.

Este día recordamos la institución de la Eucaristía que se llevó a cabo el Jueves Santo durante la Última Cena, al convertir Jesús el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre.

Es una fiesta muy importante porque la Eucaristía es el regalo más grande que Dios nos ha hecho, movido por su querer quedarse con nosotros después de la Ascensión.

Origen de la fiesta:

Dios utilizó a santa Juliana de Mont Cornillon para propiciar esta fiesta. La santa nace en Retines cerca de Liège, Bélgica en 1193. Quedó huérfana muy pequeña y fue educada por las monjas Agustinas en Mont Cornillon. Cuando creció, hizo su profesión religiosa y más tarde fue superiora de su comunidad. Por diferentes intrigas tuvo que irse del convento. Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses en Fosses y fue enterrada en Villiers.

Juliana, desde joven, tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y siempre añoraba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haberse intensificado por una visión que ella tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.

Ella le hizo conocer sus ideas a Roberto de Thorete, el entonces obispos de Liège, también al docto Dominico Hugh, más tarde cardenal legado de los Países Bajos; a Jacques Pantaleón, en ese tiempo archidiácono de Liège, después obispo de Verdun, Patriarca de Jerusalén y finalmente al Papa Urbano IV. El obispo Roberto se impresionó favorablemente y como en ese tiempo los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis, invocó un sínodo en 1246 y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante; también el Papa ordenó, que un monje de nombre Juan debía escribir el oficio para esa ocasión. El decreto está preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con algunas partes del oficio.

El obispo Roberto no vivió para ver la realización de su orden, ya que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por primera vez por los cánones de San Martín en Liège. Jacques Pantaleón llegó a ser Papa el 29 de agosto de 1261. La ermitaña Eva, con quien Juliana había pasado un tiempo y quien también era ferviente adoradora de la Santa Eucaristía, le insistió a Enrique de Guelders, obispo de Liège, que pidiera al Papa que extendiera la celebración al mundo entero.

Urbano IV, siempre siendo admirador de esta fiesta, publicó la bula “Transiturus” el 8 de septiembre de 1264, en la cual, después de haber ensalzado el amor de nuestro Salvador expresado en la Santa Eucaristía, ordenó que se celebrara la solemnidad de “Corpus Christi” en el día jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, al mismo tiempo otorgando muchas indulgencias a todos los fieles que asistieran a la santa misa y al oficio. Este oficio, compuesto por el doctor angélico, Santo Tomás de Aquino, por petición del Papa, es uno de los más hermosos en el breviario Romano y ha sido admirado aun por Protestantes.

La muerte del Papa Urbano IV (el 2 de octubre de 1264), un poco después de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la fiesta. Pero el Papa Clemente V tomó el asunto en sus manos y en el concilio general de Viena (1311), ordenó una vez más la adopción de esta fiesta. Publicó un nuevo decreto incorporando el de Urbano IV. Juan XXII, sucesor de Clemente V, instó su observancia.

Ninguno de los decretos habla de la procesión con el Santísimo como un aspecto de la celebración. Sin embargo estas procesiones fueron dotadas de indulgencias por los Papas Martín V y Eugenio IV y se hicieron bastante comunes en a partir del siglo XIV.

La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306; en Worms la adoptaron en 1315; en Strasburg en 1316. En Inglaterra fue introducida de Bélgica entre 1320 y 1325. En los Estados Unidos y en otros países la solemnidad se celebra el domingo después del domingo de la Santísima Trinidad.

En la Iglesia griega la fiesta de Corpus Christi es conocida en los calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas y los rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.

El Concilio de Trento declara que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos. En esto los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace nuevamente presente la victoria y triunfo de la muerte y resurección de Nuestro Señor Jesucristo.

Fuente: www.corazones.org

***********

El milagro de Bolsena

En el siglo XIII, el sacerdote alemán, Pedro de Praga, se detuvo en la ciudad italiana de Bolsena, mientras realizaba una peregrinación a Roma. Era un sacerdote piadoso, pero dudaba en ese momento de la presencia real de Cristo en la Hostia consagrada. Cuando estaba celebrando la Misa junto a la tumba de Santa Cristina, al pronunciar las palabras de la Consagración, comenzó a salir sangre de la Hostia consagrada y salpicó sus manos, el altar y el corporal.

El sacerdote estaba confundido. Quiso esconder la sangre, pero no pudo. Interrumpió la Misa y fue a Orvieto, lugar donde residía el Papa Urbano IV.
El Papa escuchó al sacerdote y mandó a unos emisarios a hacer una investigación. Ante la certeza del acontecimiento, el Papa ordenó al obispo de la diócesis llevar a Orvieto la Hostia y el corporal con las gotas de sangre.

Se organizó una procesión con los arzobispos, cardenales y algunas autoridades de la Iglesia. A esta procesión, se unió el Papa y puso la Hostia en la Catedral. Actualmente, el corporal con las manchas de sangre se exhibe con reverencia en la Catedral de Orvieto.

A partir de entonces, miles de peregrinos y turistas visitan la Iglesia de Santa Cristina para conocer donde ocurrió el milagro.

En Agosto de 1964, setecientos años después de la institución de la fiesta de Corpus Christi, el Papa Paulo VI celebró Misa en el altar de la Catedral de Orvieto. Doce años después, el mismo Papa visitó Bolsena y habló en televisión para el Congreso Eucarístico Internacional. Dijo que la Eucaristía era “un maravilloso e inacabable misterio”.

Tradiciones mexicanas de Corpus Christi

Esta fiesta tradicional data del año 1526. Se acostumbra rendir culto al Santísimo Sacramento en la Catedral de México. El centro de la festividad era la celebración solemne de la Misa, seguida de una imponente procesión que partía del Zócalo, en la que la Sagrada Eucaristía, portada por el arzobispo bajo palio, era escoltada por autoridades virreinales, cabildo, cofradías, ejército, clero y pueblo. Había también representaciones teatrales alusivas, música y vendimia especial.

Los campesinos traían en sus mulas algunos frutos de sus cosechas para ofrecérselas a Dios como señal de agradecimiento. Esto dio origen a una gran feria que congregaba artesanos y comerciantes de distintos rumbos del país, que traían mercancías a lomo de mula (frutos de la temporada y artesanías que transportaban en guacales).

Cuentan que un hombre, llamado Ignacio, tenía dudas acerca de su vocación sacerdotal y un jueves de Corpus le pidió a Jesucristo que le enviara una señal. Al Pasar el Santísimo Sacramento frente a Ignacio en la procesión, Ignacio pensó: "Si ahí estuviera presente Dios, hasta las mulas se arrodillarían" y, en ese mismo instante, la mula del hombre se arrodilló. Ignacio interpretó esto como señal y entregó su vida a Dios en el sacerdocio y se dedicó para siempre a transmitir a los demás las riquezas de la Eucaristía.

Así fue como surgieron las mulitas elaboradas con hojas de plátano secas con pequeños guacales de dulces de coco o de frutas, de diversos tamaños.
Ponerse una mulita en la solapa o comprar una mulita para adornar la casa, significa que, al igual que la mula de Ignacio, nos arrodillamos ante la Eucaristía, reconociendo en ella la presencia de Dios.

Esta fiesta se celebra cada año el jueves después de la Santísima Trinidad. Se lleva a cabo en la Catedral y los niños se visten de inditos para agradecer la infinita ternura de Jesús. Se venden mulitas con gran colorido.

Diversas maneras de celebrar esta fiesta

Participar en la procesión con el Santísimo

La procesión con el Santísimo consiste en hacer un homenaje agradecido, público y multitudinario de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Se acostumbra sacar en procesión al Santísimo Sacramento por las calles y las plazas o dentro de la parroquia o Iglesia, para afirmar el misterio del Dios con nosotros en la Eucaristía.

Esta costumbre ayuda a que los valores fundamentales de la fe católica se acentúen con la presencia real y personal de Cristo en la Eucaristía.

La Hora Santa

Es una manera práctica y muy bella de adorar a Jesús Sacramentado. El Papa Juan Pablo II la celebra, al igual que la mayoría de las Parroquias de todo el mundo, los jueves al anochecer, para demostrar a Cristo Eucaristía amor y agradecimiento y reparar las actitudes de indiferencia y las faltas de respeto que recibe de uno mismo y de los demás hombres.

Consiste en realizar una pequeña reflexión evangélica, en presencia de Jesús Sacramentado y, al final, se rezan unas letanías especiales para demostrarle a Jesús nuestro amor.

Se puede celebrar de manera formal con el Santísimo Sacramento solemnemente expuesto en la custodia, con incienso y con cantos, o de manera informal con la Hostia dentro del Sagrario. Cualquiera de las dos maneras agrada a Jesús.

Se inicia con la exposición del Santísimo Sacramento o, en su defecto, con una oración inicial a Jesucristo estando todos arrodillados frente al Sagrario.

A continuación, se procede a la lectura de un pasaje del Evangelio y al comentario del mismo por parte de alguno de los participantes.

Luego, se reflexiona adorando a Jesús, Rey del Universo, en la Eucaristía.

Se termina con las invocaciones y las letanías correspondientes y, en el caso de que la Hora Eucarística se haya hecho delante del Santísimo solemnemente expuesto, el sacerdote da la bendición con el Santísimo; en caso contrario, se finaliza la Hora Santa con una plegaria conocida de agradecimiento

La Liturgia


“La celebración litúrgica es el cumplimiento más pleno de la vida contemplativa y por lo tanto hay que considerarla como perteneciente a un orden que supera mucho al de los medios. Las costumbres monásticas, que extienden la liturgia a toda la vida, buscan crear un clima dilatado y austero. El carácter sagrado de la vida religiosa se torna perceptible por una disciplina que atañe a cada religioso y a toda la comunidad, desde la mañana hasta la noche. Es muy evidente que ni la celebración solemne ni las costumbres monásticas tendrían razón de ser si el apostolado fuera comprendido de manera superficial, o incluso como la irradiación de una gracia, para responder al llamado de la cual bastaría una oración completamente personal y secreta. Una de dos: o bien ellas son una sobrecarga convencional, o bien los religiosos, personalmente y como cuerpo, vigilan para cumplirlas de tal modo que encuentren en ellas la plenitud contemplativa en la cual su acción procurará hacer participar a sus hermanos de afuera”.


(Imagen: La configuración del sacerdote con Cristo, que llega a su culmen en la consagración, se hace evidente en el Rito Dominicano cuando luego de ella, en la palabras “Unde et memores”, extiende sus brazos en forma de cruz. http://arscelebrandi.pl/galeria/ryt-dominikanski-msza-spiewana/ ).

Pentecostes.

SANTO DIA DE PENTECOSTES - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

SANTO DIA DE PENTECOSTES
Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger


SANTO DIA DE PENTECOSTES - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO

El gran día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin sobre el mundo. "El día de Pentecostés—como dice San Lucas—se ha cumplido". Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la Resurrección de Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir "la plenitud de Dios".

PENTECOSTÉS JUDÍA. — En el reino de las figuras, el Señor marcó ya la gloria del quincuagésimo día. Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero Pascual, su paso a través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se pasaron en ese desierto que debía conducir a la tierra de Promisión, y el día que sigue a las siete semanas fué aquel en que quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Pentecostés (día cincuenta) fué marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también Pentecostés era profético: debía haber un segundo Pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vió entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley.

PENTECOSTÉS CRISTIANA. — Pero ¡qué diferencia entre las dos fiestas de Pentecostés! La primera, sobre los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y relámpagos, intimando una ley grabada en dos tablas de piedra; la segunda en Jerusalén, sobre la cual no ha caído aún la maldición, porque hasta ahora contiene las primicias del pueblo nuevo sobre el que debe ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo Pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: "He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!" Ha llegado la hora, y el que en Dios es Amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel.

En este momento en que el recogimiento reina en el Cenáculo, Jerusalén está llena de peregrinos, llegados de todas las regiones de la gentilidad, y algo extraño agita a estos hombres hasta el fondo de su corazón. Son judíos venidos para la fiesta de Pascua y de Pentecostés, de todos los lugares donde Israel ha ido a establecer sus sinagogas. Asia, Africa, Roma incluso, suministran todo este contingente. Mezclados con los judíos de pura raza, se ve a paganos a quienes cierto movimiento de piedad ha llevado a abrazar la ley de Moisés y sus prácticas; se les llama Prosélitos. Este pueblo móvil que ha de dispensarse dentro de pocos dias, y a quienes ha traído a Jerusalén sólo el deseo de cumplir la ley, representa,- por la diversidad de idiomas, la confusión de Babel; pero los que le componen están menos influenciados de orgullo y de prejuicios que los habitantes de Judea. Advenedizos de ayer, no han conocido ni rechazado como estos últimos al Mesías, ni han blasfemado de sus obras, que daban testimonio de él. Si han gritado ante Pilatos con los otros judíos para pedir que el Justo sea crucificado, fué porque fueron arrastrados por el ascendiente de los sacerdotes y magistrados de esta Jerusalén, hacia la cual les había conducido su piedad y docilidad a la ley.

EL SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO. — Pero ha llegado la hora, la hora de Tercia, la hora predestinada por toda la eternidad, y el designio de las tres divinas personas, concebido y determinado antes de todos los tiempos, se declara y se cumple. Del mismo modo que el Padre envió a este mundo, a la hora de medianoche, para encarnarse en el seno de María a su propio Hijo, a quien engendra eternamente: así el Padre y el Hijo envían a esta hora de Tercia sobre la Tierra el Espíritu Santo que procede de los dos, para cumplir en ella, hasta el fin de los tiempos, la misión de formar a la Iglesia esposa y dominio de Cristo, de asistirla y mantenerla y de salvar y santificar las almas.

De repente se oye un viento violento que venia del cielo; rugió fuera y llenó el Cenáculo con su soplo poderoso. Fuera congrega alrededor del edificio que está puesto en la montaña de Sión una turba de habitantes de Jerusalén y extranjeros; dentro, lo conmueve todo, agita a los ciento veinte discípulos del Salvador y muestra que nada le puede resistir. Jesús había dicho de él: "Es un viento que sopla donde quiere y vosotros escucháis resonar su voz"; poder invisible que conmueve hasta los abismos, en las profundidades del mar, y lanza las olas hasta las nubes. En adelante este viento recorrerá la tierra en todos los sentidos, y nada puede sustraerse a su dominio.

LAS LENGUAS DE FUEGO. — Sin embargo, la santa asamblea que estaba completamente absorta en el éxtasis de la espera, conservó la misma actitud. Pasiva al esfuerzo del divino enviado, se abandona a él. Pero el soplo no ha sido más que una preparación para los que están dentro del Cenáculo, y a la vez una llamada para los de fuera. De pronto una lluvia silenciosa se extiende por el interior del edificio, lluvia de fuego, dice la Santa Iglesia, "que arde sin quemar, que luce sin consumir"; unas llamas en forma de lenguas de fuego se colocan sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte discípulos. Es el Espíritu divino que toma posesión de la asamblea en cada uno de sus miembros. La Iglesia ya no está sólo en María; está también en los ciento veinte discípulos. Todos ahora son del Espíritu Santo que ha descendido sobre ellos; se ha comenzado su reino, se ha proclamado y se preparan nuevas conquistas.

Pero admiremos el símbolo con que se obra esta revolución. El que no ha mucho se mostró en el Jordán en la hermosa forma de una paloma aparece ahora en la de fuego. En la esencia divina él es amor; pero el amor no consiste sólo en la dulzura y la ternura, sino que es ardiente como el fuego. Ahora, pues, que el mundo está entregado al Espíritu Santo es necesario que arda, y este incendio no se apagará nunca. ¿Y por qué la forma de lenguas, sino porque la palabra será el medio de propaganda de este incendio divino? Estos ciento veinte discípulos hablarán del Hijo de Dios, hecho hombre y Redentor de todos, del Espíritu Santo que remueve las almas y del Padre celestial que las ama y las adopta; y su palabra será acogida por un gran número. Todos los que la reciban estarán unidos en una misma fe, y la reunión que formen se llamará Iglesia católica, universal, difundida por todos los tiempos y por todos los lugares. Jesús había dicho: "Id, enseñad a todas las naciones." El Espíritu trae del cielo a la tierra la lengua que hará resonar esta palabra y el amor de Dios y de los hombres que la ha de inspirar. Esta lengua y este amor se han difundido en los hombres, y con la ayuda del Espíritu, estos mismos hombres la transmitirán a otros hasta el fin de los siglos.

DON DE LENGUAS. — Sin embargo de eso, parece que un obstáculo sale al paso a esta misión. Desde Babel el lenguaje humano se ha dividido y la palabra de un pueblo no se entiende en el otro. ¿Cómo, pues, la palabra puede ser instrumento de conquista de tantas naciones y cómo puede reunir en una familia tantas razas que se desconocen? No temáis: el Espíritu omnipotente ya lo ha previsto. En esa embriaguez sagrada que inspira a los ciento veinte discípulos les ha conferido el don de entender toda lengua y de hacerse entender ellos mismos. En este mismo instante, en un transporte sublime, tratan de hablar todos los idiomas de la tierra, y la lengua, como su oído, no sólo se prestan sin esfuerzo, sino con deleite a esta plenitud de la palabra que va a establecer de nuevo la comunión de los hombres entre sí. El Espíritu de amor hizo cesar en un momento la separación de Babel, y la fraternidad primitiva reaparece con la unidad de idioma.

¡Cuán hermosa apareces, Iglesia de Dios, al hacerte sensible por la acción divina del Espíritu Santo que obra en ti ilimitadamente! Tú nos recuerdas el magnífico espectáculo que ofrecía la tierra cuando el linaje humano no hablaba más que una sola lengua. Pero esta maravilla no se limitará al día de Pentecostés, ni se reducirá a la vida de aquellos en quienes aparece en este momento. Después de la predicación de los Apóstoles se irá extinguiendo, por no ser necesaria, la forma primera del prodigio; pero tú no cesarás de hablar todas las lenguas hasta el fin de los siglos, porque no te verás limitada a los confines de una sola nación, sino que habitarás todo el mundo. En todas partes se oirá confesar, una misma fe en las diversas lenguas de cada nación, y de este modo el milagro de Pentecostés, renovado y transformado, te acompañará hasta el fin de los siglos y será una de tus características principales. Por esto, San Agustín, hablando a los fieles, dice estas admirables palabras: "La Iglesia, extendida por todos los pueblos, habla todas las lenguas. ¿Qué es la Iglesia sino el cuerpo de Jesucristo? En este cuerpo cada uno de vosotros es un miembro. Si, pues, formáis parte de un miembro que habla todas las lenguas, vosotros también podéis consideraros como participantes en este don"'. Durante los siglos de fe, la Iglesia, única fuente del verdadero progreso de la humanidad, hizo aún más: llegó a reunir en una sola lengua los pueblos que había conquistado. La lengua latina fué durante largo tiempo el lazo de unión del mundo civilizado. A pesar de las distancias, se la podían confiar todas las relaciones existentes entre los diversos pueblos, las comunicaciones de la ciencia y aun los negocios de los particulares; nadie de los que hablaban esta lengua se consideraba extranjero en todo el Occidente. La herejía del siglo XVI emancipó a las naciones de este bien como de tantos otros, Europa, dividida durante largo tiempo, busca, sin encontrarlo, este centro común que únicamente la Iglesia y su lengua podían ofrecerle. Pero volvamos al Cenáculo, cuyas puertas aún no se han abierto, y contemplemos de nuevo las maravillas que en él hace el Espíritu de Dios.

MARÍA EN EL CENÁCULO. — Nuestra mirada se dirige instintivamente hacia María, ahora más que nunca, "la llena de gracia". Podría parecer que después de los dones inmensos prodigados en su concepción inmaculada, después de los tesoros de santidad que derramó en ella la presencia del Verbo encarnado durante los nueve meses que le llevó en su seno, después de los socorros especiales que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra de la Redención, después de los favores con que Jesús la enriqueció, después de la gloria de la Resurrección, el cielo había agotado la medida de los dones con que podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los planes eternos de Dios.

Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para María: en este momento nace de ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados maternales este su tierno fruto. ¡Qué emocionante y qué gloriosa es la infancia de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella, sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo! Necesita, pues, la nueva Eva la verdadera "Madre de los vivientes", un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primario de los favores del Espíritu Santo.

El fué quien la fecundó en otro tiempo para que fuese la madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. "El río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo"; el Espíritu de amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: "Mujer, he ahí a tu Hijo"; ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada.

Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado sobre la tierra. La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, les guiará y les consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído de los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.

LOS APÓSTOLES. — Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué ha sucedido después de la venida del Espíritu Santo a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? ¿No sentís que han sido transformados, que un ardor divino les arrebata y que dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo? Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su maestro aparece clara a su inteligencia; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante están dispuestos a afrontar todos los peligros predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como él se lo había mandado.

LOS DISCÍPULOS. — En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en esta visita que los doce príncipes del colegio apostólico, pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas mujeres también ha sentido la venida de Dios manifestada bajo la forma de fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.

LOS JUDÍOS. — La turba de los judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente les obliga a rodear esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer. Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse comunicar con una multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de hacer el Dios de Israel.

Pero he aquí que esa multitud compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas y confusas y cada uno les oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones representdas en esta multitud. Esta Iglesia será una; porque Dios ha roto las barreras que en otro tiempo puso, en su justicia, para separar a las naciones. He aquí los mensajeros de Cristo; están dispuestos para ir a predicar el evangelio por todo el mundo.

Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al prodigio, se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: "Estos hombres, dicen, se han saturado de vino." Tal es el lenguaje del racionalismo que todo lo quiere explicar a las luces de la razón humana. Con todo eso los pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de subir al cielo le había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya es hora de que toda esa multitud le vea y le escuche; va a formarse el rebaño, pero es necesario que se muestre el pastor. Escuchemos al Espíritu Santo, que va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier idioma o país que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y divinidad de la nueva ley.

EL DISCURSO DE PEDRO. — "Varones judíos, exclamó, y habitantes todos de Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras. No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora de Tercia, y esto es lo que predijo el profeta Joél: "Y sucederá en los últimos días, dice, el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y profetizarán." Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, entregado según los designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis muerte por mano de infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuese dominado por ella, pues David dice de El: "Mi carne reposará en la esperanza, porque no permitirás que tu Santo experimente la corrupción del sepulcro." David no hablaba de sí propio, puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre nosotros; anunciaba la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el sepulcro ni su carne ha conocido la corrupción. A este Jesús le resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda la tierra, como vosotros mismos veis y oís. Tened, pues, por cierto hijos de Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado"'.

Así concluyó la promulgación de la nueva ley por boca del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir las gentes el don inestimable de este segundo Pentecostés, que disipaba las sombras del antiguo y que realizaba en este gran dia las divinas realidades? Dios se revelaba y, como siempre, lo hacía con un milagro. Pedro recuerda los prodigios con que Jesús daba testimonio de sí mismo, de los cuales no hizo caso la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu Santo, y como prueba alega el prodigio inaudito que sus oyentes tienen ante sus ojos, en el don de lenguas concedido a todos los habitantes del Cenáculo.

LAS PRIMERAS CONVERSIONES. — El Espíritu Santo que se cernía sobre la multitud continúa su obra, fecundando con su acción divina el corazón de aquellos predestinados. La fe nace y se desarrolla en un momento en estos discípulos del Sinaí que se habían reunido de todos los rincones del mundo para una Pascua y un Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos de miedo y de dolor por haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y ascensión acaban de confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro y sus compañeros: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?" ¡Admirable disposición para recibir la fe!: el deseo de creer y la resolución firme de conformar sus obras con lo que crean. Pedro continúa su discurso: "Haced penitencia, les dice, y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo, y también vosotros participaréis de los dones del Espíritu Santo. A vosotros se os hizo la promesa y también a los gentiles; en una palabra: a todos aquellos a quienes llama el Señor."

Con cada una de las palabras del nuevo Moisés se va borrando el antiguo Pentecostés, y el Pentecostés cristiano brilla cada vez con una luz más espléndida. El reino del Espíritu Santo se ha inaugurado en Jerusalén ante el templo que está condenado a derrumbarse sobre sí mismo. Pedro habló más; pero el libro de los Hechos no recoge más que estas palabras que resonaron como el último llamamiento a la salvación: "Salvaos, hijos de Israel, salvaos de esta generación perversa." En efecto, tenían que romper con los suyos, merecer por el sacrificio la gracia del nuevo Pentecostés, pasar de la Sinagoga a la Iglesia. Más de una lucha tuvieron que soportar en sus corazones; pero el triunfo del Espíritu Santo fué completo en este primer día. Tres mil personas se declararon discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina adopción.

¡Oh Iglesia del Dios vivo, qué hermosos son tus progresos con el soplo del Espíritu divino! En primer lugar has residido en la inmaculada Virgen María, la llena de gracia y Madre de Dios; tu segundo paso te dota de ciento veinte discípulos, y he aquí que en el tercero son tres mil los elegidos, nuestros padres en la fe, abandonarán pronto Jerusalén, que, cuando vayan a sus países, serán las primicias del nuevo pueblo Mañana hablará Pedro en el mismo templo y a su voz se proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas. Salve, oh Iglesia de Cristo, la noble última y creación del Espíritu Santo, que militas aquí en la tierra, al mismo tiempo que triunfas en el cielo.

¡Oh Pentecostés, día sagrado de nuestro nacimiento, tú abres con gloria la serie de siglos que recorrerá la Esposa de Cristo! Tú nos comunicas el Espíritu de Dios que viene a escribir la ley que regirá a los discípulos de Jesús, no sobre la piedra, sino sobre los corazones. ¡Oh Pentecostés promulgado en Jerusalén!, pero qué pronto extenderás tus beneficios a los pueblos de la gentilidad, tú vienes a cumplir las esperanzas que despertó en nosotros el misterio de Epifanía. Los magos venían de Oriente y nosotros les seguimos a la cuna del Niño Jesús, pero sabíamos que también llegaría nuestro día. Tu gracia, Espíritu Santo, los había empujado hacia Belén; pero en este Pentecostés que proclama tu imperio con tanta energía, tú nos llamas a todos; la estrella se ha transformado en lenguas de fuego y la faz de la tierra se renovará. Haz que nuestro corazón conserve los dones que nos has traído, estos dones que nos han destinado el Padre y el Hijo que te enviaron.

EL MISTERIO DE PENTECOSTÉS. — No es extraño que la Iglesia haya dado tanta importancia al misterio de Pentecostés como al de Pascua, dada la importancia de que goza en la economía del cristianismo. La Pascua es el rescate del hombre por la victoria de Cristo; en Pentecostés el Espíritu Santo toma posesión del hombre rescatado; la Ascensión es el misterio intermediario. Por una parte, consuma ésta el misterio de Pascua, constituyendo al Hombre-Dios vencedor de la muerte y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios Padre; por otra, determina el envío del Espíritu Santo sobre la tierra.

Este envío no podía realizarse antes de la glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan, y numerosas razones alegadas por los Santos Padres nos ayudan a comprenderlo. El Hijo de quien, en unión con el Padre, procede el Espíritu Santo en la esencia divina, debía enviar personalmente también a este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión exterior de una de las divinas personas no es más que la consecuencia y manifestación de la producción misteriosa y eterna que se efectúa en el seno de la divinidad. Así, pues, al Padre no le envían ni el Hijo ni el Espíritu Santo, porque no procede de ellos. Al Hijo le envía el Padre, porque éste le engendra desde la eternidad. El Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, porque éste procede de ambos. Pero, para que la misión del Espíritu Santo sirviese para dar mayor gloria al Hijo, no podía realizarse antes de la entronización del Verbo encarnado en la diestra de Dios; además era en extremo glorioso para la naturaleza humana que, en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese indisolublemente unido a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios, de modo que se pudiese decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu Santo sobre la tierra.

No se debía dar esta augusta misión al Espíritu Santo hasta que no se hubiese ocultado a los ojos de los hombres la humanidad de Jesús. Como hemos dicho, era necesario que los ojos y el corazón de los fieles siguiesen al divino ausente con un amor más puro y totalmente espiritual. Ahora bien, ¿a quién sino al Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este amor nuevo, puesto que es el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo? Este Espíritu que abraza y une se llama en las Sagradas Escrituras "el don de Dios"; éste es quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo Jesús a la Samaritana junto al pozo de Sícar: "Si conocieses el don Dios" Aún no había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por algunos dones parciales. A partir de este momento una inundación de fuego cubre toda la tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos los lugares. Nosotros conocemos el don de Dios; no tenemos más que aceptarle y abrirle las puertas de nuestro corazón para que penetre como en el corazón de los tres mil que se han convertido por el sermón de San Pedro.

Considerad en qué época del año viene el Espíritu Santo a tomar posesión de su reino. Hemos visto cómo el Sol de justicia se levantaba tímidamente de entre las tinieblas del solsticio de invierno para llegar lentamente a su cénit. En un sublime contraste, el Espíritu del Padre y del Hijo busca otras armonías. Es fuego y fuego que consume; por eso aparece en el mundo cuando el sol brilla con todo su esplendor, cuando este astro contempla cubierta de flores y de frutos a la tierra que acaricia con sus rayos.

Acojamos el calor vivificante del Espíritu de Dios y pidámosle que su calor no se extinga en nosotros. En este momento del Año Litúrgico estamos en plena posesión de la verdad por el Verbo encarnado; procuremos conservar fielmente el amor que nos trae el Espíritu Santo.

LITURGIA DE PENTECOSTÉS. — Fundado sobre un pasado de cuatro mil años de figuras, el Pentecostés cristiano, el verdadero Pentecostés, es una de las fiestas que fundaron los mismos Apóstoles. Hemos visto cómo en la antigüedad, al igual de la Pascua, tenía el honor de conducir los catecúmenos a las fuentes bautismales. Su octava, como la de Pascua, no pasa del sábado por la misma razón. El bautismo se administraba en la noche del sábado al domingo, y para los neófitos comenzaba esta fiesta con la ceremonia del bautismo. Como los que eran bautizados en Pascua vestían túnicas blancas y las deponían el sábado siguiente, que se consideraba como el día octavo.

En la Edad Media se dió a la fiesta de Pentecostés el nombre de Pascua de las rosas; ya hemos visto cómo se puso el nombre de Domingo de las rosas a la dominica infraoctava de la Ascensión.

El color rojo de la rosa y su perfume recordaban a nuestros padres las lenguas de fuego que descendieron en el Cenáculo sobre los ciento veinte discípulos, como los pétalos deshojados de la rosa divina que derramaba el amor y la plenitud de la gracia sobre la Iglesia naciente.

Esto es lo que nos recuerda la Liturgia al escoger el color rojo durante toda su octava. Durando de Mende, en su Racional tan precioso para conocer los usos litúrgicos de aquel tiempo, nos dice que durante el siglo XIII en nuestras iglesias se soltaban algunas palomas durante la misa, las cuales revoloteaban sobre los ñeles en recuerdo de la primera manifestación del Espíritu Santo en el Jordán, y además se arrojaban desde la bóveda estopa encendida y rosas en recuerdo de su segunda manifestación en el Cenáculo.

En Roma, la estación tenía lugar en la Basílica de San Pedro. Justo era que la Iglesia honrase al príncipe de los apóstoles, cuya elocuencia trajo a la Iglesia tres mil discípulos.

TERCIA

La Iglesia celebra hoy Tercia con solemnidad especial, con el fin de ponernos en comunicación más íntima con los dichosos habitantes del Cenáculo. Incluso escogió esta hora para celebrar durante ella el santo sacrificio, al cual preside el Espíritu Santo con todo el poder de su operación. Esta hora, que corresponde a las nueve de la mañana según nuestro modo de contar, se caracteriza, además, por una invocación al Espíritu Santo formulada en el Himno de San Ambrosio; pero hoy no es el Himno ordinario el que dirige la Iglesia al Paráclito. Es el cántico Veni Creator que nos ha legado el siglo IX y que compuso, según la tradicción, el mismo Carlomagno.

El pensamiento de enriquecer el oficio de Tercia en el día de Pentecostés pertenece a San Hugo, abad de Cluny, que vivió en el siglo XI; práctica que incluso la Iglesia romana la ha aceptado en su Liturgia. De aquí viene que, aun en las iglesias en las cuales no se celebra el oficio canónico, se canta al menos el Veni Creator antes de la misa de Pentecostés.

En esta hora tan solemne se recoge el pueblo fiel entre los acordes inspirados de este himno tan tierno al mismo tiempo que impresionante; adora y llama al Espíritu de Dios. En este momento, se cierne sobre todos los templos cristianos y desciende sobre el corazón de aquellos que le esperan con fervor. Digámosle que necesitamos de su presencia, y pidámosle que permanezca en nuestro corazón para no alejarse jamás de él. Mostrémosle nuestra alma sellada con su carácter indeleble en el Bautismo y Confirmación; roguémosle que cuide de su obra. Somos suyos. Dígnese El hacer en nosotros lo que le pedimos, pero que nuestros labios lo digan con sinceridad, y acordémonos que para recibir y conservar el Espíritu de Dios hay que renunciar al mundo, porque Jesús ha dicho: "No podéis servir a dos señores"