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El primer viaje, Egeria (Siglo IV)





En un tiempo en el que el Imperio Romano de Occidente se desmoronaba y el mundo monacal se empezaba a extender con fuerza desde oriente, una monja, desde los más recónditos lugares de la Gallaecia, decidió emprender un valiente y osado viaje hasta los Santos Lugares. Egeria, que así se llamaba la religiosa, pudo haber sido una mujer de alta estirpe, incluso abadesa de su cenobio. Su periplo duró tres años y parte del mismo lo dejó plasmado en un valioso manuscrito que tuvo que esperar pacientemente hasta el siglo pasado para ser atribuido a aquella que se convirtió en la primera mujer viajera y peregrina de la historia.

El origen desconocido de la peregrina

Egeria o Eteria vivió en el siglo IV en el rincón occidental del Imperio Romano, en la provincia de Gallaecia. La única fuente de información que nos ha quedado de Egeria fueron sus propias cartas que escribió a sus hermanas del monasterio del que salió para emprender su largo viaje. Es por esta razón por la cual en sus misivas no nos habla de ella sino de sus experiencias. La pérdida de parte de aquellos preciosos manuscritos también nos impide reconstruir parte de su vida y de su viaje. 
Pero podemos deducir por sus hechos que Egeria fue una religiosa de orígenes nobles. Su cultura y la posibilidad de poder emprender aquella aventura en la que estuvo protegida por reyes, obispos y soldados, nos indican que Egeria podría haber pertenecido a una familia de alto linaje. Algunas fuentes apuntan que incluso podría ser hija del emperador de Oriente Teodosio I y su primera esposa Aelia Flacilla.  

A pesar de haber emprendido viaje con dinero y protección, está claro que una mujer del siglo IV que decidía recorrer buena parte del mundo entonces conocido y adentrarse en largos y peligrosos caminos, no era una mujer cualquiera. Aventurera, osada, valiente, curiosa son algunos de los adjetivos que se le pueden atribuir a Egeria. 

Un largo viaje

Egeria inicio su periplo en 381 y duró, al menos según los textos que de ella nos han llegado, como mínimo hasta el 384. Tres largos años en los que visitó Constantinopla, Mesopotamia, Asia Menor, Siria, Palestina y así una larga lista de lugares. 

La Pax Romana, un largo periodo de paz entre tiempos de guerras e invasiones de la historia de Roma, junto con una extensa red de calzadas que pintaron un mapa de caminos de más de 80.000 km. favorecieron el viaje de Egeria. Un salvoconducto o pasaporte, reservado solamente a personas importantes, le dio seguridad ante los posibles peligros que pudiera encontrar.

El diario de Egeria, o al menos lo que se ha conservado, termina con su estancia en Constantinopla, una vez visitado Egipto y Oriente Medio. A pesar de que la incansable viajera apuntó su deseo de dirigirse hacia Éfeso, no sabemos si continuó el viaje.

Una peregrinación excepcional

El nombre de Egeria permaneció oculto durante siglos. Solamente se conocía una referencia suya gracias a una carta que San Valerio escribió a los monjes del monasterio de El Bierzo. En 1884, un arqueólogo italiano, Gian Francesco Gamurrini, encontró en la Biblioteca de la Cofradía de Santa María de Laicos en Arezzo un códice en pergamino de 37 folios. Una parte del manuscrito estaba incompleta y no se identificaba su autor. Eran las palabras de Egeria escritas quince siglos atrás. Pero Gamurrini atribuyó aquel texto a Santa Silvia de Aquitania quien también estuvo en los Santos Lugares poco tiempo después que Egeria. 

Egeria tendría aun que esperar un poco más para despertar del olvido de la historia. Fue en 1903, gracias a Mario Ferotín, quien en un estudio publicado en la Revista de Cuestiones Históricas, atribuyó aquellos textos a su verdadera autora. 

El conocido como Peregrinación Itinerario no se ha conservado íntegro, falta el inicio y el final. Dividido en dos partes diferenciadas, la primera es una exhaustiva narración de sus aventuras y se podría considerar como el primer libro de viajes español. La segunda parte es una descripción más concreta de los lugares en los que estuvo, de las personas que conoció y de las liturgias que se oficiaban en los templos que visitó.

No se sabe dónde ni cuándo murió Egeria, una mujer cuya curiosidad y afán de aventuras la llevó a convertirse en una pionera de la peregrinación y de los viajes.















El cristianismo de las catacumbas

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El Cristianismo, nacido en Palestina con la predicación de Jesús, se difundió en Roma, alrededor del año 42, con la llegada en la capital del imperio del apóstol Simón, denominado Pedro por el mismo Jesús.
Pedro había emigrado desde Jerusalén cuando Herodes Antipas, gobernador de Palestina, para congraciarse con el emperador Calígula, entre los años 41 y 43 había desatado una oleada persecutoria en contra de los hebreos seguidores de Jesús de Nazareth.
Durante la persecución Pedro fue encarcelado, pero evadiendo de la prisión al poco tiempo, en modo milagroso. En aquella circunstancia el apóstol Jaime fue martirizado; Juan el evangelista y los apóstoles Tomás y Bartolomé fueron obligados a abandonar Jerusalén, encontrando, el primero, refugio en Efeso (Asia Menor) y los otros dos respectivamente en Partia y Arabia.
Pablo de Tarso, hebreo y antiguo perseguidor de los seguidores de Jesús de Nazareth, fue buscado por los jefes de la Sinagoga come traidor y hereje, luego de su milagrosa conversión acaecida durante un viaje hacia Damasco. Tuvo que buscar refugio primero en el desierto arábico y sucesivamente en Antioquia donde pondrá el centro operativo de su acción misionera entre los Gentiles. El apóstol Jaime el Menor será lapidado en Judea entre el año 62 y el 63 d.C.
Max Weber ha observado al respecto: "La exacerbación profunda de las relaciones entre judaísmo y cristianismo fue provocada, en los primeros siglos, no por los cristianos, sino más bien por los judíos. Los hebreos utilizaron la posición precaria de los cristianos, desprotegidos hacia la obligación de rendir culto al emperador romano, para azuzar en contra de ellos la fuerza del Estado. Por eso, los hebreos fueron considerados entonces por los cristianos como los principales responsables de la persecución que ellos sufrieron" [1].
A su llegada en Roma, Pedro es acogido por una comunidad pequeña pero viva y bien organizada, a la que él otorga una fisonomía definitiva estructurada en forma ministerial. Salvo un ocasional regreso a Jerusalén para el primer Concilio Apostólico del año 50 - él vive preferentemente en la capital del imperio como su primer obispo hasta el día de su martirio, acaecido en julio del 64, durante la persecución anticristiana de Nerón. Es sepultado en el mismo lugar donde se edificará después la basílica de San Pedro.
Según una opinión largamente difundida y comúnmente aceptada, se cree que las comunidades cristianas primitivas hayan sufrido una permanente, brutal persecución a lo largo los primeros tres siglos de la difusión del cristianismo en los territorios del imperio romano. Lo que non deja de parecer algo paradójico, cuando las leyes romanas toleraban y hasta permitían la libertad de culto y Roma acogía todas las divinidades de los pueblos conquistados.
Pero al respecto, toda generalización es incorrecta, come se deduce de las acuciosas investigaciones históricas recientes, entre las cuales se destaca la obra de la italiana Marta Sordi, catedrática de la Universidad Católica de Milán [2].
Cierta historiografía nos ha acostumbrado a considerar la conducta del imperio romano hacia los cristianos de una manera unívoca, según una actitud cuando no persecutoria, decididamente hostil. En efecto la postura de la autoridad imperial en relación al cristianismo fue alterna, según la política de las dinastías imperiales o los humores de los emperadores que se sucedieron en el poder. Considerado inicialmente como una variación del judaísmo, el cristianismo asumió luego un perfil teológico original diferenciándose notablemente de la comunidad israelita, considerada en Roma con general desconfianza a causa del estado de recurrente agitación política de la Palestina hebrea.
La primera persecución de las autoridades romanas en contra de los cristianos empieza después del año 62 d.C. en aplicación de un senatus consultus del 35 d.C. que rechazaba una propuesta del emperador Tiberio (14-37 d.C.) de otorgar licitud al culto de Cristo; en cambio el Senado proclamó al cristianismo como una superstitio ilicita; esto es: algo ajeno a la concepción religiosa de los romanos, puesto que - según ellos - la religión debía tener un sentido cívico y social expresado mediante un culto público en el ámbito de la Civitas.
Tal persecución es desatada por el emperador Nerón, quien para desviar la hostilidad popular hacia su persona, el año 64 acusa a los cristianos de ser los criminales incendiarios de Roma (v. Tácito, An. XV,44). Padecen el martirio millares de cristianos destrozados de manera horrible. El mismo año Pedro es crucificado en la colina del Vaticano. Sucesivamente el apóstol Pablo viene decapitado cual ciudadano romano por el hierro honorable de una espada (junio del año 67).
La muerte violenta de Nerón abrió pronto para la religión cristiana una época de relativa tolerancia que se manifestará durante los reinados de Galba (68-69), Otón (69), Vitelio (69), Vespasiano (69-79) fundador de la dinastía Flavia y Tito (79-81).
La persecución se reanuda con Domiciano (81-96), quien extiende a los cristianos la violenta represión en contra de los sectores estoicos de la oposición senatorial que rehusaba, a la par con los cristianos, de aceptar la pretensión del emperador de ser adorado cual dominus y deus.
Aquí se manifiesta aquella convergencia entre romanismo, estoicismo y cristianismo considerada por María Sordi "naturaliter estoica", pero "de un estoicismo todo moral y político y no filosófico" en el cual la antigua alma romana se manifestaba - según observó puntualmente Tertuliano - "naturaliter cristiana". [3]
Durante esa persecución hubo mártires cristianos en Asia Menor, mientras que san Juan fue desterrado en la isla de Patmos, donde escribió el Apocalipsis. En Roma fueron ajusticiados estoicos y cristianos al mismo tiempo; entre ellos, por una sospecha imprecisa y débil (ex tenuisima suspicione), fue martirizado un primo del mismo emperador, el cónsul Flavio Clemente, junto a su sobrina Flavia Domitilla considerada cristiana y al cónsul Acilio Glabrio.
La hostilidad hacia la religión cristiana aflora nuevamente durante la dinastía de los Antoninos (96-193), en los períodos de Trajano, Antonino Pío y Marco Aurelio.
Trajano (98-117) en un rescrito dirigido a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia - quien le había puesto el interrogante de cómo tratar a los cristianos denunciados por ciudadanos privados - afirmó: el ser cristiano es un hecho delictivo que merece el castigo de muerte cuando el acusado admite públicamente su condición de cristiano, puesto que, según disposiciones anteriores, "no es licito ser cristiano". Pero - agregaba el emperador - " no hay que buscarlos para perseguirlos".
El reinado de Adriano (117-138) marca para los cristianos una pausa de tolerancia y, según algunos observadores, hasta de simpatía. El emperador Adriano, de cultura helenizante, se esforzó por dar una interpretación más equitativa a las normas sobre los cultos religiosos, como aparece en la respuesta que él envió al procónsul de Asia, Minucio Fundano [4].
Antonino Pío (138-161), emperador profundamente devoto a los dioses romanos, propuse la pietas como ideal de su gobierno; cumplió siempre con sus deberes de pontifex maximus en el culto público, destacándose como un restaurador de la tradición religiosa de Roma considerada superior a todas las religiones extranjeras, especialmente las orientales. Los efectos negativos de la política religiosa de Antonino Pio sobre los cristianos no acabaron pero en una masiva represión sangrienta.
Con Marco Aurelio (161-180), quien asoció Lucio Vero (161-169) a su gobierno, rebrota una persecución cruenta mediante la praxis de procesar a los cristiano denunciados no por individuos privados, sino por la iniciativa pública de los magistrados imperiales.
Pero en las postrimerías del reinado del emperador filósofo, en los escritos de los apologistas cristianos Meliton de Sardes y Atenágoras de Atenas, se asoma la posibilidad de una coexistencia pacífica entre el cristianismo y el imperio romano.
El cristianismo vive una relativa calma entre los años 180 y 193, cuando asciende al imperio Septimio Severo (193-211); quien inicialmente parece benevolente con los cristianos, tanto que en el 196 se celebran diversos sínodos de obispos cristianos para definir la fecha de la pascua. En el año 197 Tertuliano escribe su Liber Apologeticus. Pero en 202, el emperador emana un edicto para prohibir, bajo pena grave, toda actividad de proselitismo tanto de los hebreos como de los cristianos. El cambio de actitud de Septimio Severo, fue probablemente influido por la difusión dentro del cristianismo de la corriente ontanista, que en su expresión más radical se presentaba como contraría al orden estatal y era especialmente activa en Asia Menor y en Galia. Se desató, entonces, una nueva persecución cruenta en varias partes del imperio, especialmente en Alejandría, Cartago, Capadocia, Antioquia.
La tolerancia religiosa regresó con Caracalla (211-217) - quien dictó una amnistía para los deportados, incluyendo a los cristianos - y con Alejandro Severo (222-235) cuya madre, Julia Mamea, tuvo declarada simpatía por el cristianismo.
Pero con la llegada al poder de Maximino Tracio (235-238) se ordenó la eliminación física de los jefes de la iglesia cristiana, culpables de enseñar al Evangelio.
Por el contrario, Felipe el Arabe (244-249) manifestó abierta benevolencia hacia el cristianismo, al punto de ser considerado un cristiano oculto.
El emperador Trajano Decio (249-251), con un decreto persecutorio, constriñó a todos los ciudadanos del imperio a ofrecer un sacrificio público a los dioses para a obtener un certificado obligatorio (libellum) que demostrara haberlo hecho. Para salvarse, muchos cristianos, por su debilidad definidos lapsi, incluidos algunos obispos, se doblegaron al edicto imperial; pero muchos más enfrentaron con heroísmo la persecución manteniéndose públicamente en su fe.
Con Valeriano (253-260), la persecución se volvió general según una planificación establecida que prohibía al clero cristiano, de los obispos a los diáconos, todo acto de culto publicó (pero no de culto privado) y decretaba la pena capital para aquellos clérigos superiores que no hubiesen obedecido. Los laicos cristianos de alto rango que no sacrificaban a los dioses fueron degradados de sus funciones y privados de sus bienes; cuando el castigo no les inducía al arrepentimiento, padecían la muerte. Pero la gran mayoría de los cristianos, clérigos y laicos, resistió impávida conservando su fe.
El emperador Galieno (259-268) ordenó el cese de la persecución ordenada por su padre Valeriano y publicó un edicto para devolver a la iglesia cristiana los lugares de culto antes expropiados, anunciándolo con estas palabras dirigidas a Dionisio, Pina, Demetrio y a los demás obispos: "He mandado que el beneficio di mi don se extienda por todo el mundo".
Regresó así un largo período de tolerancia que durará hasta la gran persecución ordenada por Diocleciano (284-305). Quien, en los primeros veinte años de gobierno - siendo su co-emperador Maximiano (286-305) - demostró indiferencia hacia el problema religioso. Preocupado sucesivamente por la influencia negativa de los cultos mistéricos orientales que habían inundado el imperio, empezó con el reprimir a los maniqueos, extendiendo luego la persecución a los cristianos. En poco más de un año publicó cuatros edictos imperiales en los que se ordenaba la destrucción de todos los lugares del culto cristiano, imponiendo prisión por el clero, además de la obligación para todas las poblaciones del imperio de sacrificar a las deidades paganas. Se trató de la última persecución anticristiana que alcanzó mucho rigor en Hispania y en las regiones orientales del imperio. En Roma se consumió el martirio de San Sebastián, Santa Inés y de los santos Cosme y Damián.
Durante casi tres siglos, a causa de la inicial desconfianza y de la sucesiva hostilidad degradada de vez en cuando en sangrientas y brutales persecuciones, los cristianos fueron impedidos de practicar públicamente su religión, siendo obligados a disfrazar sus reuniones, encubrir sus ceremonias religiosas y a ocultar sus muertos, pagando un alto tributo de sangre para conservar y propagar su fe.
Ese fue el largo período heroico del cristianismo de las catacumbas, donde algo nuevo y prodigioso estaba acaeciendo: allí no se bautizaban en la nueva fe solo romanos paganos, allí se preparaba y disponía el bautismo de las antigua tradiciones del mundo pagano por el día en que Roma abandonaría los dioses falaces para reconocer en sus mitos el sello del Dios Ignoto, del Cristo venido sobre la tierra como el Salvador victorioso de la humanidad [5].

Escribe: Primo Siena.
[1] Menzionado por VITTORIO MESSORI, Pensare la storia.Una lettura cattolica dell'avventura umana. Ed. Paoline , Milano 1992.
[2] MARTA SORDI, Il cristianesino e Roma, Cappelli, Bologna 1965 ; I cristiani e l'impero romano, Jaka Book, Milano 1984.
[3] M. SORDI, I cristiani e l'impero romano, p.53. María Sordi reconoce pero que la simpatía que los cristiano habían encontrado entre los estoicos durante el siglo I° no se renovó nel siglo II°, cuando en la cultura oficial griego y romana - de Plinio, a Tacito, Marco Aurelio, Elio Arístide, Celso - aparece cierto desprecio hacia los cristianos.
EUSEBIO, Historia Eccles., IV, 9, I-3. En un pasaje de su documento, Adriano refiriéndose a los cristianos, escribe: "Si alguien los acusa y demuestra que ellos hacen algo en contra de las leyes, tu decides según la gravedad de la culpa. Pero, por Hercules, si alguien presenta esta denuncia con intención calumniosa, expresa tu opinión sobre esta conducta vergonzosa y preocúpate de castigarla".
[5] Véase al respeto: ATTILIO MORDINI, Il tempio del cristianesimo. Ed. Dell'Albero, Torino 1963.

Publicado por Silvia S.A.

Mártires por la Santa Misa

cranmer

En febrero de 1601, en Tyburn, cerca de Londres, dos hombres eran ahorcados: un cierto Filcock y un tal conocido como Barkworth. La acusación era la de traición porque eran sacerdotes. En realidad los dos amigos eran sacerdotes católicos y eran condenados a la horca por el odio anglicano contra la Fe católica. Poco antes de morir, el padre Filcock tuvo todavía la fuerza de decir con alegría: “Este es el día en que actuó el Señor”.
El padre Filcock y el padre Barkworth eran sólo dos de los mártires católicos inmolados desde cuando Enrique VIII en 1534 se había separado de la Iglesia de Roma y se había autoproclamado cabeza del anglicanismo: desde aquel año hasta 1681 los mártires católicos ingleses fueron miles y miles: muertos bajo Enrique VIII, bajo Isabel I y sus sucesores.
Los primeros fueron un grupo de Cartujos que el 4 de mayo y el 19 de junio de 1635 inmolaron su vida en las horcas de Tyburn por no haber querido separarse de la Iglesia católica. Víctimas ilustres de Enrique VIII fueron el cardenal John Fisher y Tomás Moro, el gran Canciller del Reino, que pagaron con el supremo sacrificio de sí mismos el rechazo a reconocer la “supremacía” del rey.
La obra de Cranmer
En 1533 se convirtió en el primer arzobispo anglicano de Canterbury Thomas Cranmer (1489-1556), que odiaba la Misa católica y negaba la doctrina de la transubstanciación y de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Bajo el reino del jovencísimo rey Eduardo VI, Cramner avanzó de manera astuta y determinada hacia la eliminación total del Santo Sacrificio de la Misa, publicando en 1594 el primer “Book of Common Prayer”, un texto ambiguo que intentaba transformar la S. Misa en la cena protestante, hecho que será evidente con el segundo “Book of Common Prayer” de 1552.
La “nueva liturgia”, verdadera negación de la S. Misa católica, habría debido desarraigar el Catolicismo inglés que ahondaba sus raíces en los primeros siglos de la Era cristiana. Desgraciadamente la tristísima operación estaba destinada en gran parte al éxito. Cuando subió al trono Isabel I en 1559, con elActo de uniformidad fue prohibida la Misa católica (llamada “Misa papista”) y fueron impuestas a los ingleses las herejías luteranas y calvinistas y fue proclamado que el Catolicismo había sido sólo un acervo de invenciones diabólicas. Con implacable odio anticatólico, Isabel hizo obligatorio bajo gravísimas penas pecuniarias la participación al nuevo culto anglicano establecido por Cranmer.
Los Obispos “recusantes” todavía fieles a Roma fueron sustituidos con otros más dóciles a la reina, mientras que cada vez más sacerdotes y fieles acabaron en la cárcel, destinados pronto al patíbulo. Iniciaba así la era de los Mártires de Inglaterra y la sangre de los Católicos, por millares, comenzó a empapar el suelo británico.
En 1586 Guillermo Allen (1532-1594), futuro cardenal, fundó en Douai y más tarde en Reims, en Francia, un Seminario para la formación de jóvenes sacerdotes ingleses para enviarlos a su patria para convertir a los anglicanos. Del mismo modo, en 1578, el Colegio inglés de Roma, siendo también Allen su auspiciador, fue transformado en Seminario con el mismo fin.
“Seminarium Martyrum”
Los sacerdotes formados en estos Seminarios, en las Congregaciones y en las Ordenes religiosas, en primer lugar en la joven Compañía de Jesús, fundada por S. Ignacio de Loyola, embarcándose con destino a Inglaterra, ya sabían lo que les esperaba, a veces a su llegada o tras pocos meses de apostolado clandestino: el martirio más atroz. El Colegio inglés de Roma mereció pronto el título glorioso de Seminarium Martyrum, Seminario de los Mártires, y el camino que llevaba de Roma a tierra inglesa se convirtió en la via Martyrum, el camino de los Mártires.
Isabel I odiaba a estos sacerdotes, rotos por las fatigas, dispuestos a inmolar su juventud para asegurar a los católicos ingleses el tesoro más sublime que es el santo Sacrificio de la Misa. El primer mártir fue el padre Cutberto Mayne, descubierto en 1577 y ahorcado el 30 de noviembre del mismo año. Es imposible escribir todos los nombres de estos héroes: viajaban por todas las partes del reino, predicando, confesando, celebrando la S. Misa en las casas de los católicos, donde se daban cita grupos de fieles igualmente heroicos.Cuando la S. Misa era celebrada, los fieles encontraban la fuerza para afrontar cualquier dificultad y también las torturas más atroces si eran descubiertos junto a sus sacerdotes.
Entre tanto Isabel I movilizaba espías y esbirros a la caza de los “papistas” culpables de un solo gran delito: ser sacerdotes y ofrecer el santo Sacrificio de la Misa; o en el caso de los laicos, de permanecer siendo católicos. Entre estos mártires brilla con singular grandeza el joven jesuita padre Edmond Campion, que pudo recoger algún fruto de su obra y enviar una carta a la reina, documento conocido como “la provocación de Campion”, en el cual desmentía la calumnia dirigida a los sacerdotes católicos de ser traidores del Estado y afirmaba su misión exlcusivamente sacerdotal: “Sabed -escribía- que todos nosotros Jesuitas hemos hecho una alianza para llevar con alegría la cruz que vos nos impongáis y para no desesperar nunca de vuestra conversión, mientras haya uno de nosotros para gozar las alegrías de vuestro Tyburn o para soportar los tormentos de las torturas de vuestras prisiones”.
El padre Campion subirá al patíbulo el 1 de diciembre de 1581.
El odio a la Santa Misa
Los fieles laicos que ayudaban a los sacerdotes estaban destinados también a la muerte, como sucedió, por citar un solo nombre, a Margarita Cliterow, que pagó con una muerte atroz la hospitalidad dada a los ministros de Dios. Los edictos de persecución se multiplicaron. En 1585 la reina estableció que cualquier hombre nacido en Inglaterra era reo de alta traición si, tras haber recibido la ordenación sacerdotal en otro país, volvía a poner pie en suelo inglés. ¡La pena era ser ahorcado y después descuartizado todavía vivo!
Los primeros que sufrieron la nueva ley fueron el padre Hug Taylor y el laicoMarmaduke Bowes, muertos el 27 de noviembre de 1585 en York. La persecución de Isabel contra los católicos prosiguió hasta su muerte en 1603. La era de los mártires, sin embargo, no terminó y continuo bajo el rey Jaime I (1604-1618). El más ilustre mártir de este periodo es el padre Juan Olgivie, jesuita escocés ahorcado en Glasgow en 1615 con sólo 35 años.
Proclamada la república (1646), el puritano Olivier Cromwell, que odiaba la S. Misa y el Sacerdocio católico, puso una recompensa similar a aquella por capturar un lobo a la cabeza de todo sacerdote; de la Irlanda católica, que nunca había aceptado el cisma y la herejía de Enrique VIII, muchos sacerdotes fueron deportados como esclavos a las islas Barbados y muchas propiedades de católicos fueron confiscadas. También en Irlanda la persecución pretendía extirpar la Fe católica, extinguiendo la fe en la presencia real de Jesús en la Santísima Eucaristía. La última víctima fue el arzobispo Olivier Plunkettt, muerto en Londres el 11 de julio de 1681. La mayor parte de estos mártires, sacrificados no sólo in odium fidei, sino especialmente in odium Missae, han sido elevados a los altares por los Romanos Pontífices desde León XIII.
A su epopeya, Robert Hugh Benson (1871-1914), hijo del Arzobispo anglicano de Canterbury, convertido y devenido sacerdote católico con el apoyo también del papa S. Pío X, dedicó su obra ¿Con qué autoridad?, en la que escribe conmovido “Era la S. Misa la que el gobierno inglés consideraba un delito y era por la Misa que criaturas de carne y hueso estaban dispuestas a morir. Era por la Misa que el católico perseguido poseía una vida espiritual tan profunda que le permitía superar toda dificultad; el alma de esta vida era la S. Misa”. Un siglo después, en su áureo libro La Misa atropellada (1670), S. Alfonso María de Ligorio habría escrito que “abolir la S. Misa es la obra del anticristo” y los mártires ingleses, quizá entre los más eucarísticos de toda la Iglesia, con su sangre dan testimonio todavía hoy de que la Misa debe ser nuestra vida.
Más allá de toda negación de ayer y de hoy, no obstante las profanaciones generalizadas en este nuestro pobre tiempo, en el que las celebraciones de la Misa tienden a reducirse en número hasta sostener que bastaría la dominical,la Misa es y permanece siendo el perenne Sacrificio de adoración a Dios y de expiación de los pecados; es el don que nos ha dejado Jesús nuestro Redentor para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn. 10, 10). Pidamos la gracia de alcanzar también, si es necesario, el martirio para apresurar una auténtica primavera de santidad y de vocaciones en la Iglesia y en el mundo de hoy. Primavera que vendrá sólo en el ámbito de la perenne Tradición de la Iglesia.
Candidus
Fuente: adelantelafe.com [Traducido por Marianus el Eremita. Equipo de traducción de Adelante la Fe]

Nuestra historia (Familia Razzouk)

El tatuaje es un arte que la familia Razzouk introdujo en Palestina hace siglos. Trayéndolo con ellos de Egipto cuando mi bisabuelo se trasladó aquí para el comercio, este arte ha estado en la familia durante 700 años a partir de Egipto.
Nuestros antepasados ​​utilizaron tatuajes para marcar cristianos coptos con una pequeña cruz en la parte interna de la muñeca para permitirles acceso a las iglesias. Los que no la tenían tendrían dificultades para entrar en la iglesia; Por lo tanto, y desde una edad muy temprana (a veces incluso unos pocos meses de edad) los cristianos tatuarían a sus hijos con la cruz para que los identifiquen como coptos.
Hoy continuamos con esta tradición familiar que ofrece tatuajes a los visitantes de la ciudad vieja de Jerusalén.
Mi abuelo, Yacoub Razzouk (conocido también como Hagop o "el tatuador"), fue el primer artista del tatuaje en este país en utilizar una máquina de tatuaje eléctrica (que se alimentaba con una batería de coche) y el primero en utilizar el color también. Muchos artistas han aprendido de él y lo han mencionado en muchos libros y revistas que tratan sobre la historia de los tatuajes (especialmente tatuajes religiosos y cristianos)​.

Aprendió el arte de su padre que lo aprendió de su padre que vino de Egipto y trajo con ellos los sellos de madera tallados a mano que actúan como plantillas para los diseños religiosos de pasajes inspirados de la Biblia como la crucifixión, la Asunción, la virgen María y el niño Jesús, etc... los peregrinos hacían colas en espera de su turno para ser tatuados con una cruz u otro diseño de su elección con la fecha como certificación de su peregrinación a Tierra Santa, y como recuerdo. Muchos peregrinos visitaban otra vez en un año diferente y hacían añadir la fecha de ese año al tatuaje.
Mi padre, Anton Razzouk, habla de un hombre que había visitado Palestina durante décadas anualmente trayendo a otros peregrinos con él de Egipto todos los años, y cada año llevaba a sus grupos para ser tatuados y, por supuesto, obtener el tatuaje con el año otra vez, lo que le ha terminado con decenas de fechas tatuadas en sus brazos. Otra historia de la que mi padre está orgulloso es el hecho de que su padre había tatuado al gobernante de Etiopía en ese momento que sólo quería ser tatuado por el artista original. Una de las historias recientes interesantes es que mi padre fue contactado por un médico estadounidense armenio que lo invitó a los EE.UU. para que fuera a poner un tatuaje original para él (¡probablemente le costó más de un centenar de tatuajes!), Pero para él, la autenticidad y la tradición era todo lo que importaba.
Mi padre (Anton Razzouk) me ha estado enseñando como su padre (YacoubRazzouk) le enseñó, y he decidido continuar la tradición y con suerte, un día, enseñar a mis hijos...
"En la vieja ciudad de Jerusalén, una tarde en 1956 descubrí una colección de bloques de madera, que me parecieron de un carácter único. "Así comienza elrecuento convincentemente sencillo de John Carswell de su descubrimiento de los restos de una tradición centenaria de los tatuajes en la Tierra Santa que se remonta en los documentos escritos a por lo menos los 1600s y muy posiblemente mucho antes. En la tienda de tatuajes/fábrica de ataúdes del tatuador/fabricante de ataudes Jacob Razzouk, Carswell registró los diseños de 168 bloques de madera que fueron tallados con varios diseños de tatuajes, sobre todo cristianocoptos. Los bloques y el oficio han estado en la familia de Razzouk por generaciones.
Los clientes veían los bloques y escogían su diseño. El tatuador usaría entonces el bloque para estampar una impresión de tinta en su piel, usándolo como guía para hacer tatuajes. Una cruz de la misma longitud en la parte interior de la muñeca derecha o en la parte posterior de la mano, entre la base del pulgar y el dedo índice, no era una manera poco común que los peregrinos conmemoraran su viaje a Jerusalén.
Varios cuentos de los tatuajes en Palestina se pueden encontrar en los diarios de viaje de los peregrinos cristianos y la práctica continuó hasta bien entrado el siglo XX. En 1956, un tatuador profesional, Jacob Razzouk estaba usando diseños de tatuajes grabados en bloques de madera que habían sido transmitidos de padres a hijos en su familia desde el siglo XVII. Los bloques que usaba fueron copiados y publicados en el libro de diseños de tatuajes coptos de Carswell, impreso en una edición limitada de 200 ejemplares en 1956. El libro contiene 184 reproducciones de grabados junto con las descripciones de las tradiciones y simbolismos asociados a cada diseño. Sólo hay dos fechas definitivas en la colección de bloques de madera y uno es armenio y está fechado 1749 y el otro es la resurrección que data de 1912.
Historia de las plantillas
Algunas de las plantillas más antiguas conocidas son las almohadillas de fieltro de las tumbas Scynthians. La gente de Borneo, y los coptos utilizaron bloques tallados de madera para crear plantillas. Jacob Razzouk era un tatuador Copto y fabricante de ataudes cuyos antepasados ​​se establecieron en Jerusalén en el siglo 18 y que le heredaron los bloques de plantilla a él. Tallados en relieve pesadoestos bloques se entintaban ligeramente y luego la imagen se podría transferir a la piel para hacer el tatuaje...
El tatuaje de la cruz de Jerusalén 
 El símbolo de la cruz de Jerusalén tiene una larga historia en el mundo de la cristiandad, así como el mundo de los tatuajes. A veces se describe como una mezcla potente entre cuatro cruces o una cruz de brazos iguales, cada uno termina en una barra transversal, no se puede confundir a este distintivo símbolo de la cruz cuadrado con las docenas de tipos que se han utilizado en los tatuajes. Su primera aparición como un símbolo parece haber ocurrido, como es lógico, durante la primera cruzada (1096), en el escudo dearmas de Godofredo de Bouillon, el primer gobernante latino de Jerusalén. Muerto a la temprana edad de cuarenta años, el descendiente de Carlomagno alto, guapo y de pelo rubio encontró su camino rápidamente como leyenda, idolatrado como el "caballero cristiano perfecto". En los casi mil años transcurridos desde entonces, la cruz de Jerusalén ha sido asociada con las cruzadas cristianas, el heroísmo y los caballeros, pero sobre todo con Jerusalén, principalmente cuando se trata de tatuajes.
"En la vieja ciudad de Jerusalén, una tarde en 1956 descubrí una colección de bloques de madera, que me pareció de un carácter único. "Así comienza el recuento convincentemente sencillo de John Carswell de su descubrimiento de los restos de una tradición centenaria de los tatuajes en la Tierra Santa que se remonta en los documentos escritos por lo menos en los 1600s y muy posiblemente mucho antes. En la tienda de tatuajes/fábrica de ataúdes, del tatuador/fabricante de ataúdes Jacob Razzouk, Carswell registra los diseños de 168 bloques de madera que fueron tallados con varios diseños de tatuajes, sobre todo cristiano coptos. Destacando entre ellos está, por supuesto, la cruz de Jerusalén. Los peregrinos de la Ciudad Santa probablemente lo han utilizado durante siglos con el fin de conmemorar sus viajes - incluso los peregrinos como el rey Eduardo VII de Inglaterra y el rey Frederik IX de Dinamarca.
Uno de los más famosos tipos de tatuajes cristianos, sin embargo, se encuentra todavía en uso hoy en día - el tatuaje de peregrinación. Por lo menos ya en el año 1500, los visitantes de la Tierra Santa (incluyendo cruzados) a menudo adquieren un tatuaje Cristiano símbolo como recuerdo de la visita, en particular la Cruz de Jerusalén. Algunos de los ejemplos más conocidos y mejor documentados de tatuajes de peregrinación provienen del libro de diseños de tatuajes cristianos coptos de John Carswell.
En este ejemplo más elaborado, la cruz de longitudes iguales tiene una cruz similar en cada uno de sus cuadrantes, un símbolo conocido como la Cruz de Jerusalén. Por encima de él están tres coronas y una estrella con su punto más bajo extendiéndose hacia abajo. Abajo se presentan dos ramas unidas por un arco. Este tatuaje fue utilizado probablemente para conmemorar una peregrinación a Belén con las tres coronas representando a los tres reyes magos, además de la estrella de Belén. Estos bloques de tatuaje, heredado a través de generaciones, guardan los diseños no afectados, directos y destilados que aún hoy se las arreglan para ejercer su encanto. Pero ¿tatuar y fabricar ataúdes? lostatuajes de peregrinación alcanzaban un máximo en Pascua y el resto del año Razzouk tuvo que ganarse la vida de alguna manera - no hay asociación entre las dos ocupaciones aparentemente.
Hoy en día, los cristianos de todas las denominaciones trabajan en la incrustaciónen sus pieles de los símbolos de su religión. De los mismos símbolos utilizados por los primeros cristianos a escenas avanzadísimas de la crucifixión, la Virgen de Guadalupe, cruces con un sabor celta, o el tatuaje americano clásico de la Roca de los tiempos. No parece haber fin a las variedades y estilos y las diferentes combinaciones que son posibles. Con una historia de tatuajes que se extiende unos dos milenios atrás, esa variedad y popularidad es de esperar.
Feb 10, 1972
Verano de 2011. Conocí a una hermosa señora joven armenia de EE.UU. que quería hacerse un tatuaje de peregrinación. Su nombre es Gayané Khechoomian. Tatué una pequeña cruz armenia en su brazo. Ella me mencionó en un artículo en una revista llamada HAYTOUG. Gracias Gayané. Haga clic aquí  http://razzouktattoo.com/haytoug-article/ para leer el artículo de Gayané.
Artículo original: http://razzouktattoo.com/history/
Traducción Rocío Salas. 




San Lorenzo, Diácono y Mártir

10 de agosto

SAN LORENZO, DIÁCONO y MÁRTIR

Vidas de los Santos de A. Butler


Antonio van Dyck, Martirio de San Lorenzo, 1550, Courtauld Institute of Art Gallery

Antonio van Dyck, Martirio de San Lorenzo, 1550, Courtauld Institute of Art Gallery

Antonio van Dyck, Martirio de San Lorenzo,

1550, Courtauld Institute of Art Gallery


(258 P. C.) - Pocos mártires hay en la Iglesia tan famosos como San Lornezo. Los más ilustres padres latinos celebraron sus alabanzas y, como dice San Máximo toda la Iglesia se une para cantar al unísono, con gran gozo y devoción, el triunfo del mártir. Era Lorenzo uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, cargo de gran responsabilidad, ya que consistía en el cuidado de los bienes de la Iglesia y en la distribución de limosnas a los pobres. El año 257, el emperador Valeriano publicó el edicto de persecución contra los cristianos y, al año siguiente, fue arrestado y decapitado el Papa San Sixto II. San Lorenzo le siguió en el martirio cuatro días después. Esto es todo lo que sabemos de cierto sobre la vida y muerte del santo; pero la piedad cristiana ha aceptado y consagrado los detalles que nos proporcionan San Ambrosio, el poeta Prudencio y otros autores. Sin embargo, hemos de confesar que desgraciadamente existen razones de peso para dudar de la verdad histórica de hechos tan conmovedores como la forma de muerte que sufrió el santo y el reparto de los bienes de la Iglesia.


Según dichas tradiciones, cuando el Papa San Sixto se dirigía al sitio de la ejecución, San Lorenzo iba junto a él y lloraba. "¿A dónde vas sin tu diácono, padre mío?", le preguntaba. El Pontífice respondió: "No pienses que te abandono, hijo mío, pues dentro de tres días me seguirás." Lorenzo se regocijó mucho al saber que Dios le llamaría pronto a Sí. Inmediatamente fue en busca de todos los pobres, viudas y huérfanos y les repartió todo el dinero que tenía; también vendió los vasos sagrados y les regaló el producto de la venta. Cuando el prefecto de Roma lo supo, se imaginó que los cristianos escondían grandes tesoros y decidió descubrirlos, pues adoraba la plata y el oro tanto como a Júpiter y a Marte. Inmediatamente mandó llamar a San Lorenzo y le dijo: "Vosotros, los cristianos, os quejáis con frecuencia de que ostratamos con crueldad. Pero hoy no se trata de suplicios; simplemente quiero hacerte unas preguntas. Me han dicho que vuestros sacerdotes emplean patenas de oro, que beben la Sangre sagrada en cálices de plata y que los cirios de los sacrificios nocturnos están en candelabros de oro. Tráeme esos tesoros, pues el emperador los necesita para mantener sus ejércitos y tu doctrina te manda dar al César lo que es del César. No creo que tu Dios mande acuñar monedas de oro, pues lo único que trajo al venir al mundo fueron palabras. Así pues, entréganos el dinero y quédate con las palabras." San Lorenzo replicó sin inmutarse: "La Iglesia es, en verdad, muy rica y todos los tesoros del emperador no igualan lo que ella posee. Te voy a mostrar los tesoros más valiosos; pero para ello necesito que me des un poco de tiempo, a fin de poner las cosas en orden y hacer el inventario." El prefecto no comprendió a qué tesoros se refería Lorenzo y, al pensar que ya tenía en sus manos las riquezas escondidas, quedó satisfecho con la respuesta del diácono y le concedió tres días de plazo.


En el intervalo, Lorenzo recorrió toda la ciudad en busca de los pobres a los que la Iglesia sostenía. Al tercer día, reunidos ya en gran números, los separó en distintas filas: los decrépitos, los ciegos, los baldados, los mutilados, los leprosos, los huérfanos, las viudas y las doncellas. En seguida, fue en busca del prefecto para invitarle a ver los tesoros de la Iglesia. El prefecto, atónito ante aquella multitud de pacientes y miserables, se volvió furioso hacia Lorenzo y le preguntó qué significaba aquello y dónde estaban los tesoros. Lorenzo respondió: "¿Por qué te enojas? Estos son los tesoros de la Iglesia." El prefecto se enfureció todavía más y exclamó: "¿Te estás burlando de mí? Sábete que nadie se burla impunemente de las insignias del poder romano. Yo sé muy bien que lo que buscas es que te condene a muerte, pues eres loco y vanidoso; pero no vas a morir tan pronto como quisieras, sino que vas a morir pedazo a pedazo." Inmediatamente mandó disponer una gran parrilla sobre el fuego para que el santo se asara lentamente. Los verdugos desnudaron a Lorenzo y le ataron sobre la parrilla, donde empezó a quemarse a fuego lento. Los cristianos vieron el rostro del mártir rodeado de un resplandor hermosísimo y respiraron el fragante perfume que despedía su cuerpo; pero los perseguidores no vieron el resplandor ni percibieron el aroma. San Agustín dice que el gran deseo que tenía San Lorenzo de unirse con Cristo le hizo olvidar los rigores de la tortura, y San Ambrosio comenta que las llamas del amor divino eran mucho más ardientes que las del fuego material, de suerte que el santo no experimentaba dolor alguno. Después de un buen rato de estar sobre las brasas, Lorenzo se volvió hacia el juez y le dijo sonriendo: "Manda que me vuelvan del otro lado, pues éste ya está bien asado." El verdugo le dio entonces la vuelta. Lorenzo dijo al fin: "La carne está a punto; ya podéis comer." En seguida oró por la ciudad de Roma, por la difusión de la fe en todo el mundo y exhaló el último suspiro.


Prudencio atribuye a la oración del santo la conversión de Roma y dice que Dios la escuchó en aquel mismo momento, porque a la vista de la heroica constancia y piedad de Lorenzo se convirtieron varios senadores. Esos distinguidos personajes transportaron sobre sus hombros el cuerpo del mártir y le dieron honrosa sepultura en la Vía Tiburtina. La muerte de San Lorenzo, comenta Prudencio, fue la muerte de la idolatría en Roma, porque desde entonces comenzó a declinar y, actualmente (c.403 d.C.), el cuerpo senatorial venera las tumbas de los apóstoles y de los mártires. El poeta describe la devoción y el fervor con que los romanos frecuentaban la iglesia de San Lorenzo y se encomendaban a su intercesión y hace notar que la respuesta infalible que obtenían dichas oraciones prueba el poder del mártir ante Dios. San Agustín afirma que Dios obró muchos milagros en Roma por la intercesión de San Lorenzo; San Gregorio de Tours, Fortunato y otros autores, hablan de los milagros del santo en otros sitios. San Lorenzo ha sido, desde el siglo IV, uno de los mártires más venerados y su nombre aparece en el canon de la misa. Es absolutamente cierto que fue sepultado en el cementerio de Ciriaca, en Agro Verano, sobre la Vía Tiburtina. Constantino erigió la primera capilla en el sitio que ocupa actualmente la iglesia de San Lorenzo extra muros, que es la quinta basílica patriarcal de Roma.


Las pretendidas actas de San Lorenzo están llenas de confusiones y contradicciones. Además de dichas actas, existen muchos otros documentos del mismo tipo. Ver BHL., n. 6884 y nn. 7801 y 4753. Nuestro artículo se basa principalmente en el relato de Prudencio, que es bastante claro; cf. Ruinart, Acta Sincera. ¿Se trata simplemente de una invención Poética, o representa una tradición genuina, ya sea oral o escrita? San Ambrosio (De Officiis, I, 41) y otros Padres antiguos sostenían que San Lorenzo había muerto quemado a fuego lento. P. Franchi de Cavalieri, Romische Quartalschrift, vol. XIV (1900), pp. 159-176, y Note agiografiche, vol. XV (1915), pp. 65-82; Delehaye, Analecta Bollandiana, vol. XIX (1900), pp. 452-453, y vol. LI (1933), pp. 49-58, y CMH, pp. 431-432. Ambos autores rechazan la tradición de la parrilla; pero todavía hay otros que la defienden. Ver, por ejemplo, Leclercq en DAC, artículo Grille (vol. VI, cc. 1827-1831), y artículo Laurent (vol. VIII, cc. 1917-1947). Un ejemplo de la gran devoción que tenían los romanos a San Lorenzo es el de la vida de Santa Melania la joven (edición Rampolla, pp. 5-6), por no mencionar las numerosas iglesias y santuarios dedicados al santo. Véase J. P. Kirsch, Die romischen Titelkirchen in Altertum, pp. 80-84; y Huelsen, Le Chiese di Roma del Medio Evo, pp. 280-297. Cf. también Duchesne, Le sanctuaire de S. Laurent, en Mélanges d´archéologie, vol. XXXIX (1921), pp. 3-24.

Santo Domingo de Guzmán, Prebitero y Fundador.


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SANTO DOMINGO DE GUZMÁN,
PRESBÍTERO y FUNDADOR
Vidas de los Santos de A. Butler


(1221 P. C.) - Santo Domingo nació a principios de 1171 en Calaroga, población de Castilla que entonces se llamaba Calaruega. No sabemos nada de cierto sobre su padre, aparte de que llevaba el nombre de Félix y que, al parecer, pertenecía a la familia de Guzmán. La madre de santo Domingo fue la beata Juana de Aza. A los catorce años, Domingo partió de la casa de su tío, que era arcipreste de Gumiel de Izán, e ingresó en la escuela de Palencia. Era todavía estudiante cuando se le nombró canónigo de la catedral de Osma y, después de su ordenación, se consagró al cumplimiento de sus deberes de canónigo. El capítulo vivía en comunidad, bajo la regla de san Agustín y su regularidad y observancia fueron un magnífico ejemplar para el joven sacerdote. A lo que parece, Domingo vivió ahí sin distinguirse en nada de los otros canónigos, ejercitándose en la virtud y preparándose para la tarea que Dios le tenía reservada. Rara vez salía de la casa de los canónigos, y pasaba la mayor parte del tiempo en la iglesia, «llorando los pecados ajenos y leyendo y practicando los consejos que da Casiano en sus Conferencias». Cuando Diego de Acevedo fue elegido obispo de Osma hacia el año de 1201, Domingo le sucedió en el cargo de prior del capítulo. Tenía entonces treinta y un años y había practicado la vida contemplativa a la que acabamos de referirnos durante seis o siete años. En 1204 terminó ese período y el joven hizo su aparición en el mundo en forma inesperada.

Aquel año, Alfonso IX de Castilla envió al obispo de Osma a Dinamarca a negociar el matrimonio de su hijo y el prelado llevó consigo a Domingo. De camino a Dinamarca, los viajeros atravesaron el Languedoc, donde se había difundido mucho la herejía de los albigenses. En Toulouse se alojaron en casa de un albigense. Lleno de compasión por su huésped, Domingo pasó toda la noche en discusión con él y, a la salida del sol, el hombre había recuperado la fe y abjurado de sus errores. La mayoría de los autores suponen que en ese instante Domingo comprendió lo que Dios quería de él. Al regresar de Dinamarca, el obispo y Domingo fueron a Roma a pedir a Inocencio III que los enviase a predicar el Evangelio a los cumanos en Rusia. El Pontífice, que supo apreciar el celo y la virtud de los misioneros, los exhortó para que consagraran sus esfuerzos a luchar dentro de la cristiandad por desarraigar la herejía. Domingo y el obispo pasaron después por Citeaux, a cuyos monjes había encargado el Papa especialmente que lucharan contra los albigenses. En Montpellier se reunieron con el abad de Citeaux y otros dos monjes, Pedro de Castelnau y Raúl de Fontefroide, que habían trabajado en la misión del Languedoc. Diego y Domingo cayeron entonces en la cuenta de que todos los esfuerzos hechos hasta entonces por desarraigar la herejía habían resultado inútiles.

El sistema albigense se basaba en el dualismo del bien y el mal. A este ultimo principio, opuesto al bien, pertenecía la materia y todo lo material. Por consiguiente, los albigenses negaban la realidad de la Encarnación y rechazaban los sacramentos; la perfección exigía que el hombre renunciase a la procreación, comiese y bebiese lo menos posible y el suicidio era cosa laudable. Naturalmente, la mayoría de los albigenses no practicaban estrictamente su doctrina, pero el reducido círculo de los «perfectos» vivía en una pureza heroica y su proceder ascético contrastaba con la vida fácil de los monjes cistercienses. En aquellas circunstancias resultaba inútil tratar de convertir a los herejes mediante el empleo razonable de las cosas materiales, ya que el pueblo seguía instintivamente a quienes llevaban una vida heroica, que no eran ciertamente los predicadores cistercienses. Viendo esto, santo Domingo y el obispo de Osma exhortaron a los cistercienses a imitar el ejemplo de los herejes, a no viajar a caballo, a no alojarse en las mejores hosterías y a despedir a los criados que tenían a su servicio. Una vez que consiguiesen hacerse oír del pueblo, a causa de su vida de penitencia, deberían emplear las armas de la persuasión y la discusión en vez de las amenazas. La tarea era tanto más difícil, cuanto que el albigenismo constituía una religión nueva más bien que una herejía originada en el cristianismo y su forma más avanzada amenazaba la existencia misma de la sociedad humana. Santo Domingo estaba persuadido de que era posible oponer un dique al albigenismo, y Dios quiso valerse de su predicación como instrumento para hacer penetrar su gracia en el corazón de numerosos herejes.

Santo Domingo no se contentó con pedir a otros el ejemplo, sino que lo dio él mismo. Así pues, organizó una serie de conversaciones con los herejes, que hicieron algún efecto en el pueblo, pero no entre los jefes de la herejía. El obispo de Osma volvió poco después a su diócesis, en tanto que su compañero se quedaba en Francia, pero antes de que partiese el prelado, santo Domingo había dado ya el primer paso para fundar la orden que estaba destinada a marcar el alto al albigenismo. Había observado que las mujeres desempeñaban un papel muy importante en la difusión de la herejía y que las jóvenes, después de recibir en su casa los principios de la mala doctrina, iban a proseguir su educación en conventos albigenses. En 1206, el día de la fiesta de santa María Magdalena, santo Domingo recibió una señal del cielo y, en menos de seis meses, fundó en Prouille un convento con nueve monjas a las que había convertido de la herejía y, cerca de ahí, alojó a los hombres que le ayudaban en el apostolado. En esa forma, empezó a preparar predicadores virtuosos, a ofrecer refugio a las mujeres convertidas, a ver por la educación de las jóvenes y a organizar una casa religiosa en la que se oraba constantemente.

El asesinato del legado pontificio, Pedro de Castelnau, a manos de un criado del conde de Toulouse, desencadenó una «cruzada» contra los albigenses, en la que se practicaron todos los horrores y crueldades de una guerra civil. El caudillo de los albigenses era Raimundo VI, conde de Toulouse; el de los católicos era Simón IV de Montfort, conde de Leicester. Santo Domingo no creía en la eficacia ni en la legitimidad de una empresa que tratase de imponer la ortodoxia por la fuerza, y es falso que haya tenido algo que ver en el establecimiento de la Inquisición, ya que el tribunal empezó a funcionar en el sur de Francia desde fines del siglo XII (Posteriormentela Orden de Santo Domingo se hizo cargo de la Inquisición. Desde un principio se mostró reacia a desmpañar esa taresa y en 1243 pidió al Papa que la relevara del cargo, pero Inocencio IV rehusó el pedido. Sólo dos de los inquisidores generales de España fueron dominicos, Torquemada fue uno de ellos). El santo no se mezcló jamás en ninguna de las crueles ejecuciones que llevó a cabo la Inquisición. Los historiadores de la época mencionan únicamente, como armas de santo Domingo, la instrucción, la paciencia, la penitencia, el ayuno, las lágrimas y la oración. En cierta ocasión en que el obispo de Toulouse fue a visitar su diócesis con una comitiva de soldados y criados, el santo le reprendió con estas palabras: «En vano intentaréis convertir de esa manera a los enemigos de la fe. La oración es más eficaz que la espada y la humildad más útil que los vestidos finos». Domingo estuvo a punto de ser elegido obispo en tres ocasiones; pero se opuso firmemente, pues sabía que Dios le destinaba a otra tarea.

Santo Domingo había predicado ya diez años en el Languedoc, y a su alrededor se había reunido un grupo de predicadores. Hasta entonces, había portado el hábito de los Canónigos Regulares de San Agustín y observado su regla. Pero deseaba ardientemente reavivar el espíritu apostólico de los ministros del altar, puesto que su ausencia era la causa principal del escándalo del pueblo y del florecimiento del vicio y la herejía. Para eso proyectaba fundar un grupo de religiosos, que no serían necesariamente sacerdotes ni se dedicarían exclusivamente a la contemplación, como los monjes, sino que unirían a la contemplación el estudio de las ciencias sagradas y la práctica de los ministerios pastorales, especialmente de la predicación. El objetivo principal del santo era el de multiplicar en la Iglesia los predicadores celosos, cuyo espíritu y ejemplo facilitasen la difusión de la luz de la fe y el calor de la caridad, capaces de ayudar eficazmente a los obispos a curar las heridas que habían infligido a la Iglesia la falsa doctrina y la vida disipada. Para facilitar la tarea de Santo Domingo, el obispo Fulk, de Toulouse, le concedió, en 1214, una renta, y, al año siguiente, aprobó la fundación embrionaria de la nueva orden. Pocos meses más tarde, santo Domingo acompañó al obispo al cuarto Concilio de Letrán.

Inocencio III acogió muy amablemente al santo y aprobó el convento de religiosas de Prouille. Además, introdujo en el décimo canon del Concilio una cláusula que ponía de relieve la obligación de predicar y la necesidad de elegir pastores poderosos en obras y palabras, capaces de instruir y edificar a los fieles con el ejemplo y la predicación. Aunque en dicho canon el Pontífice subrayaba la necesidad de formar predicadores aptos, la aprobación de la nueva orden no era tarea fácil, porque el mismo Concilio había legislado contra la multiplicación de las órdenes religiosas. Se dice que Inocencio III había resuelto negarse a la petición, pero que aquella misma noche soñó que la iglesia de San Juan de Letrán estaba a punto de derrumbarse y que santo Domingo la sostenía. Como quiera que fuese, lo cierto es que el Papa aprobó verbalmente la nueva fundación y ordenó al santo que consultase con sus hermanos cuál de las reglas religiosas ya aprobadas querían seguir. En agosto de 1216, se reunieron en Prouille, Domingo y sus dieciséis compañeros, de los cuales ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Tras de discutir los pros y los contras, decidieron adoptar la regla de San Agustín, que era la más antigua y menos detallada de cuantas existían, que había sido escrita para sacerdotes por un sacerdote y predicador eminente. Santo Domingo añadió algunas cláusulas, tomadas en parte de las reglas de los premonstratenses. Inocencio III murió el 18 de julio de 1216 y Honorio III fue elegido para sustituirle. Ello retardó un poco el viaje de santo Domingo a Roma, pero entretanto, terminó el primer convento de Toulouse, al que el obispo regaló la iglesia de San Román. Ahí empezaron los primeros dominicos a llevar vida comunitaria con votos religiosos.

Santo Domingo llegó a Roma en octubre de 1216. Honorio III aprobó ese mismo año la nueva comunidad y sus constituciones, «en consideración a que los religiosos de vuestra orden serán paladines de la fe y luz del mundo, Nos confirmamos vuestra orden». Santo Domingo continuó sus prédicas en Roma con gran éxito, hasta después de la Pascua. Fue entonces cuando se hizo amigo del cardenal Ugolino (más tarde Gregorio IX) y de san Francisco de Asís. Según cuenta la leyenda, santo Domingo soñó que la ira divina estaba a punto de descargarse sobre el mundo pecador, pero lo salvó la intercesión de Nuesta Señora ante su hijo al señalarle a dos personajes: el uno era el propio santo Domingo, el otro era un desconocido. Al día siguiente, se hallaba el santo en oración en la iglesia, cuando entró en ella un mendigo cubierto de harapos. El santo reconoció inmediatamente en él al hombre de su sueño; así pues, se le acercó, le abrazó y le dijo: «Vos sois mi compañero y tenéis que estar a mi lado, pues si permanecemos unidos no habrá poder humano capaz de resistirnos». El encuentro de los dos hombres de Dios, Domingo y Francisco se celebra dos veces al año, en sus respectivas fiestas; en efecto, en esos días los miembros de cada orden cantan la misa en las iglesia de los de la otra y se reúnen «para comer el pan que no ha faltado en siete siglos». Algunos autores han comparado a santo Domingo con san Francisco; pero la comparación es poco inteligente, ya que ambos santos se completan y corrigen el uno al otro, y los únicos puntos que tienen en común, son la fe, cl celo y la caridad.

El 13 de agosto de 1217, los frailes predicadores se reunieron con el fundador en Prouille. Santo Domingo les dio instrucciones sobre la manera de predicar y enseñar y los exhortó a estudiar sin descanso; sobre todo, les recordó que su principal obligación era la santificación propia y que estaban llamados a proseguir la obra de los Apóstoles para establecer en el mundo el reino de Cristo. También les habló de la humildad, de la desconfianza en sí mismos y de la confianza en Dios; en esa forma serían capaces de superar todas las aflicciones y persecuciones, y de pelear la gran batalla contra el mundo y los poderes del infierno. Con gran sorpresa de todos, pues la herejía había ganado terreno en el sitio en que se encontraban, santo Domingo dispersó a sus hermanos el día de la Asunción en todas direcciones, diciéndoles: «Tened confianza en mí. Yo sé lo que hago. Nuestra obligación no es almacenar la semilla, sino sembrarla». Cuatro de los frailes partieron a España, siete a París, dos volvieron a Toulouse, dos permanecieron en Prouille y el fundador se dirigió a Roma en el mes de diciembre. Santo Domingo tenía la intención de renunciar a su papel en la naciente orden e ir a predicar el Evangelio a los tártaros, pero Dios iba a disponer las cosas de otro modo.

Cuando santo Domingo llegó a Roma, el Papa le confió la Iglesia de San Sixto. Al mismo tiempo que fundaba allí un convento, enseñaba teología; su predicación en San Pedro llamó la atención de la multitud. En aquella época, la mayoría de las religiosas de Roma no observaban la clausura y vivían sin reglas, unas en pequeños conventos y otras en casa de sus padres o amigos. Inocencio III había intentado varias veces reunir a todas las religiosas dispersas en un convento de clausura, pero no lo había logrado. Así pues, encargó a santo Domingo de llevar a cabo esa reforma y así lo hizo éste. Cedió a las religiosas su propio monasterio de San Sixto, que acababa de construir; el Papa le dio, en cambio para sus frailes una casa en el Aventino y la iglesia de Santa Sabina. Se cuenta que el Miércoles de Ceniza de 1218, la abadesa y las religiosas que iban a transladarse al convento de San Sixto, se hallaban en la casa capitular con santo Domingo y tres cardenales, cuando un mensajero les llevó la noticia de que un joven, Napoleón, sobrino del cardenal Stephen, acababa de matarse al caer del caballo. Santo Domingo ordenó que transportasen el cadáver a la casa capitular y pidió al hermano Tancredo que prepararse el altar para la misa. Los cardenales y sus comitivas, la abadesa y sus monjas, los frailes y una gran multitud que se había reunido, se dirigieron a la iglesia. Al terminar la celebración del santo sacrificio, santo Domingo enderezó un tanto los maltrechos miembros del cadáver, se arrodilló a orar e hizo la señal de la cruz sobre el muerto. En seguida, levantó las manos al cielo y exclamó: «Napoleón, en el nombre de Nuestro Señor Jesucrito te mando que te levantes». El joven resucitó al punto, sin una sola herida, en presencia de la multitud.

Como fray Mateo de Francia había tenido éxito en la fundación de una casa de la orden en la Universidad de París, santo Domingo envió a algunos de sus hermanos a la Universidad de Bolonia, donde el beato Reginaldo de Orléans llevó a cabo la fundación de uno de los más famosos conventos de la orden. Entre 1218 y 1219, el fundador viajó por España, Francia e Italia, fundando conventos. En el verano de 1219, llegó a Bolonia, donde estableció su residencia habitual hasta el fin de su vida. En 1220, Honorio III confirmó al santo en el cargo de superior general. En Pentecostés de ese mismo año, se reunió el primer capítulo general de la orden, en Bolonia; en él se redactaron las constituciones definitivas, que hicieron de la Orden de Predicadores «la más perfecta de las organizaciones monásticas que produjo la Edad Media» (Hauck): una orden religiosa en el sentido moderno de la palabra, donde la unidad es la orden y no el convento, cuyos miembros dependen de un superior general y cuyas reglas llevan la marca inconfundible del fundador, particularmente por lo que se refiere a la capacidad de adaptación y a la supresión de la propiedad.

Santo Domingo predicaba en todos los sitios por donde pasaba y oraba constantemente por la conversión de los infieles y de los pecadores. Si tal hubiese sido la voluntad de Dios, el santo habría querido verter su sangre por Cristo e ir a predicar a los bárbaros la buena nueva del Evangelio. Por ello, hizo del ministerio de la palabra el fin principal de su institución. Quería que todos sus religiosos se entregasen a la predicación, cada uno según su capacidad, y que los que tenían especial talento de predicadores sólo interrumpiesen el ministerio para retirarse, de cuando en cuando, a predicarse a sí mismos en la soledad y el silencio. La vocación dominicana consiste en «compartir con los demás el fruto de la contemplación». Esa es la razón por la cual los miembros de la orden se preparan largamente, mediante la práctica de la oración, de la humildad, de la abnegación y de la obediencia. Santo Domingo repetía frecuentemente: «Quien domina sus pasiones es amo del mundo. Quien no las domina se convierte en su esclavo. Más vale ser martillo que yunque». Santo Domingo enseñó a sus misioneros a hablar directamente al corazón, mediante la práctica de la caridad. Alguien le preguntó una vez en qué libro había preparado el sermón que acababa de predicar: «En el libro del amor», respondió el fundador. La cultura, la enseñanza y el estudio de la Biblia fueron, desde el primer momento, elementos esenciales de la orden; nada tiene de extraño que los dominicos se hayan distinguido en el trabajo intelectual, ni que haya llamado al fundador «el primer Ministro de Instrucción Pública en la Europa moderna». El espíritu de oración y recogimiento es otra de las características de los dominicos, como lo fue de santo Domingo, quien pedía incesantemente a Dios que le concediese el verdadero amor del prójimo y la capacidad de ayudar a los otros. El santo exigía inflexiblemente el cumplimiento de las reglas que había impuesto. Al llegar a Bolonia, en 1220 advirtió en el convento que se edificaba, cierta elegancia que cuadraba mal con el espíritu de pobreza de la orden; sin vacilar un instante, mandó que se detuviese la construcción. Gracias a ese enérgico espíritu de disciplina, la orden se extendió rápidamente. En 1221, cuando se reunió el segundo capítulo general, había ya unos sesenta conventos, distribuidos en ocho provincias; los dominicos habían llegado ya a Polonia, Escandinavia, Palestina y el hermano Gilberto con otros doce frailes habían fundado las casa de Canterbury, Londres y Oxford. La Orden de Predicadores se halla actualmente establecida en todo el mundo.

Al terminar el segundo capítulo general, Santo Domingo fue a visitar al cardenal Ugolino en Venecia. A la vuelta de ese viaje, se sintió enfermo y fue iransladado al campo para que respirase un aire más puro, pero, ya había comprendido que se aproximaba la hora de su muerte. Habló a sus hermanos acerca de la belleza de la castidad. Como no poseía bienes temporales, redactó su testamento en estos términos: «Hijos míos muy queridos, he aquí mi herencia: conservad la caridad entre vosotros, permaneced humildes y observad voluntariamente la pobreza». Después de exhortar largamente a sus hijos a la pobreza, el santo pidió que le transladasen de nuevo a Bolonia, porque deseaba per sepultado «bajo los pies de sus hermanos». Los frailes del convento de Bolonia se reunieron a rezar las oraciones por los agonizantes en torno al fundador y, al llegar al «subvenite», santo Domingo repitió esas hermosas palabras y exhaló el último suspiro. Era el atardecer del 6 de agosto de 1221; el santo tenía cincuenta y dos años. Su muerte fue un ejemplo de la pobreza de la que había hablado poco antes a sus hermanos, puesto que expiró «en el lecho del hermano Moneta, ya que carecía de una cama propia, vestido con el hábito del hermano Moneta, porque no tenía otro para reemplazar el que había llevado durante tantos años». El beato Jordán de Sajoniahabía escrito en la vida del santo: «Lo único que podía turbar la serenidad de su alma era el sufrirniento ajeno. El rostro de un hombre revela si es feliz o no; el rostro anuble y transfigurado de gozo de Domingo revelaba la paz de su alma. Poseía tal bondad y tal deseo de ayudar al prójimo, que nadie escapaba a la fuerza de su encanto y cuantos le veían una vez le amaban para siempre». Al firmar el decreto de canonización de su amigo, en 1234, Gregorio IX (el tdrnul Ugolino) afirmó que estaba tan seguro de su santidad como de la de san Pedro y san Pablo.

La primera biografía de santo Domingo fue la que escribió el beato Jordán de Sajonia, quien le sucedió en el cargo de superior general. Existen, además, numerosos documentos biográficos relativamente antiguos. Sin entrar en detalles, baste con decir que los principales documentos se hallan reunidos en Acta Sanctorum, agosto, vol. II; en Scriptores O.P., de Quétif y Echard; y en Monumenta O.P. Historica, vols. XV y XVI. Tal vez la obra más importante sobre la vida de Santo Domingo es la de los padres Balme y Lelaidier, Cartulaire de Saint Dominique (1893-1901); se encontrarán ahí numerosos documentos eilustraciones. Desgraciadamente está obra termina con la vida del santo y no incluye los testimonios del proceso de canonización. Pero los testimonios de los frailes que habían conviviodo con él, tan eveladores del espíritu que le animaba, pueden verse en Acta Sancta Sanctorum y otras obras.