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El cristianismo de las catacumbas

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El Cristianismo, nacido en Palestina con la predicación de Jesús, se difundió en Roma, alrededor del año 42, con la llegada en la capital del imperio del apóstol Simón, denominado Pedro por el mismo Jesús.
Pedro había emigrado desde Jerusalén cuando Herodes Antipas, gobernador de Palestina, para congraciarse con el emperador Calígula, entre los años 41 y 43 había desatado una oleada persecutoria en contra de los hebreos seguidores de Jesús de Nazareth.
Durante la persecución Pedro fue encarcelado, pero evadiendo de la prisión al poco tiempo, en modo milagroso. En aquella circunstancia el apóstol Jaime fue martirizado; Juan el evangelista y los apóstoles Tomás y Bartolomé fueron obligados a abandonar Jerusalén, encontrando, el primero, refugio en Efeso (Asia Menor) y los otros dos respectivamente en Partia y Arabia.
Pablo de Tarso, hebreo y antiguo perseguidor de los seguidores de Jesús de Nazareth, fue buscado por los jefes de la Sinagoga come traidor y hereje, luego de su milagrosa conversión acaecida durante un viaje hacia Damasco. Tuvo que buscar refugio primero en el desierto arábico y sucesivamente en Antioquia donde pondrá el centro operativo de su acción misionera entre los Gentiles. El apóstol Jaime el Menor será lapidado en Judea entre el año 62 y el 63 d.C.
Max Weber ha observado al respecto: "La exacerbación profunda de las relaciones entre judaísmo y cristianismo fue provocada, en los primeros siglos, no por los cristianos, sino más bien por los judíos. Los hebreos utilizaron la posición precaria de los cristianos, desprotegidos hacia la obligación de rendir culto al emperador romano, para azuzar en contra de ellos la fuerza del Estado. Por eso, los hebreos fueron considerados entonces por los cristianos como los principales responsables de la persecución que ellos sufrieron" [1].
A su llegada en Roma, Pedro es acogido por una comunidad pequeña pero viva y bien organizada, a la que él otorga una fisonomía definitiva estructurada en forma ministerial. Salvo un ocasional regreso a Jerusalén para el primer Concilio Apostólico del año 50 - él vive preferentemente en la capital del imperio como su primer obispo hasta el día de su martirio, acaecido en julio del 64, durante la persecución anticristiana de Nerón. Es sepultado en el mismo lugar donde se edificará después la basílica de San Pedro.
Según una opinión largamente difundida y comúnmente aceptada, se cree que las comunidades cristianas primitivas hayan sufrido una permanente, brutal persecución a lo largo los primeros tres siglos de la difusión del cristianismo en los territorios del imperio romano. Lo que non deja de parecer algo paradójico, cuando las leyes romanas toleraban y hasta permitían la libertad de culto y Roma acogía todas las divinidades de los pueblos conquistados.
Pero al respecto, toda generalización es incorrecta, come se deduce de las acuciosas investigaciones históricas recientes, entre las cuales se destaca la obra de la italiana Marta Sordi, catedrática de la Universidad Católica de Milán [2].
Cierta historiografía nos ha acostumbrado a considerar la conducta del imperio romano hacia los cristianos de una manera unívoca, según una actitud cuando no persecutoria, decididamente hostil. En efecto la postura de la autoridad imperial en relación al cristianismo fue alterna, según la política de las dinastías imperiales o los humores de los emperadores que se sucedieron en el poder. Considerado inicialmente como una variación del judaísmo, el cristianismo asumió luego un perfil teológico original diferenciándose notablemente de la comunidad israelita, considerada en Roma con general desconfianza a causa del estado de recurrente agitación política de la Palestina hebrea.
La primera persecución de las autoridades romanas en contra de los cristianos empieza después del año 62 d.C. en aplicación de un senatus consultus del 35 d.C. que rechazaba una propuesta del emperador Tiberio (14-37 d.C.) de otorgar licitud al culto de Cristo; en cambio el Senado proclamó al cristianismo como una superstitio ilicita; esto es: algo ajeno a la concepción religiosa de los romanos, puesto que - según ellos - la religión debía tener un sentido cívico y social expresado mediante un culto público en el ámbito de la Civitas.
Tal persecución es desatada por el emperador Nerón, quien para desviar la hostilidad popular hacia su persona, el año 64 acusa a los cristianos de ser los criminales incendiarios de Roma (v. Tácito, An. XV,44). Padecen el martirio millares de cristianos destrozados de manera horrible. El mismo año Pedro es crucificado en la colina del Vaticano. Sucesivamente el apóstol Pablo viene decapitado cual ciudadano romano por el hierro honorable de una espada (junio del año 67).
La muerte violenta de Nerón abrió pronto para la religión cristiana una época de relativa tolerancia que se manifestará durante los reinados de Galba (68-69), Otón (69), Vitelio (69), Vespasiano (69-79) fundador de la dinastía Flavia y Tito (79-81).
La persecución se reanuda con Domiciano (81-96), quien extiende a los cristianos la violenta represión en contra de los sectores estoicos de la oposición senatorial que rehusaba, a la par con los cristianos, de aceptar la pretensión del emperador de ser adorado cual dominus y deus.
Aquí se manifiesta aquella convergencia entre romanismo, estoicismo y cristianismo considerada por María Sordi "naturaliter estoica", pero "de un estoicismo todo moral y político y no filosófico" en el cual la antigua alma romana se manifestaba - según observó puntualmente Tertuliano - "naturaliter cristiana". [3]
Durante esa persecución hubo mártires cristianos en Asia Menor, mientras que san Juan fue desterrado en la isla de Patmos, donde escribió el Apocalipsis. En Roma fueron ajusticiados estoicos y cristianos al mismo tiempo; entre ellos, por una sospecha imprecisa y débil (ex tenuisima suspicione), fue martirizado un primo del mismo emperador, el cónsul Flavio Clemente, junto a su sobrina Flavia Domitilla considerada cristiana y al cónsul Acilio Glabrio.
La hostilidad hacia la religión cristiana aflora nuevamente durante la dinastía de los Antoninos (96-193), en los períodos de Trajano, Antonino Pío y Marco Aurelio.
Trajano (98-117) en un rescrito dirigido a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia - quien le había puesto el interrogante de cómo tratar a los cristianos denunciados por ciudadanos privados - afirmó: el ser cristiano es un hecho delictivo que merece el castigo de muerte cuando el acusado admite públicamente su condición de cristiano, puesto que, según disposiciones anteriores, "no es licito ser cristiano". Pero - agregaba el emperador - " no hay que buscarlos para perseguirlos".
El reinado de Adriano (117-138) marca para los cristianos una pausa de tolerancia y, según algunos observadores, hasta de simpatía. El emperador Adriano, de cultura helenizante, se esforzó por dar una interpretación más equitativa a las normas sobre los cultos religiosos, como aparece en la respuesta que él envió al procónsul de Asia, Minucio Fundano [4].
Antonino Pío (138-161), emperador profundamente devoto a los dioses romanos, propuse la pietas como ideal de su gobierno; cumplió siempre con sus deberes de pontifex maximus en el culto público, destacándose como un restaurador de la tradición religiosa de Roma considerada superior a todas las religiones extranjeras, especialmente las orientales. Los efectos negativos de la política religiosa de Antonino Pio sobre los cristianos no acabaron pero en una masiva represión sangrienta.
Con Marco Aurelio (161-180), quien asoció Lucio Vero (161-169) a su gobierno, rebrota una persecución cruenta mediante la praxis de procesar a los cristiano denunciados no por individuos privados, sino por la iniciativa pública de los magistrados imperiales.
Pero en las postrimerías del reinado del emperador filósofo, en los escritos de los apologistas cristianos Meliton de Sardes y Atenágoras de Atenas, se asoma la posibilidad de una coexistencia pacífica entre el cristianismo y el imperio romano.
El cristianismo vive una relativa calma entre los años 180 y 193, cuando asciende al imperio Septimio Severo (193-211); quien inicialmente parece benevolente con los cristianos, tanto que en el 196 se celebran diversos sínodos de obispos cristianos para definir la fecha de la pascua. En el año 197 Tertuliano escribe su Liber Apologeticus. Pero en 202, el emperador emana un edicto para prohibir, bajo pena grave, toda actividad de proselitismo tanto de los hebreos como de los cristianos. El cambio de actitud de Septimio Severo, fue probablemente influido por la difusión dentro del cristianismo de la corriente ontanista, que en su expresión más radical se presentaba como contraría al orden estatal y era especialmente activa en Asia Menor y en Galia. Se desató, entonces, una nueva persecución cruenta en varias partes del imperio, especialmente en Alejandría, Cartago, Capadocia, Antioquia.
La tolerancia religiosa regresó con Caracalla (211-217) - quien dictó una amnistía para los deportados, incluyendo a los cristianos - y con Alejandro Severo (222-235) cuya madre, Julia Mamea, tuvo declarada simpatía por el cristianismo.
Pero con la llegada al poder de Maximino Tracio (235-238) se ordenó la eliminación física de los jefes de la iglesia cristiana, culpables de enseñar al Evangelio.
Por el contrario, Felipe el Arabe (244-249) manifestó abierta benevolencia hacia el cristianismo, al punto de ser considerado un cristiano oculto.
El emperador Trajano Decio (249-251), con un decreto persecutorio, constriñó a todos los ciudadanos del imperio a ofrecer un sacrificio público a los dioses para a obtener un certificado obligatorio (libellum) que demostrara haberlo hecho. Para salvarse, muchos cristianos, por su debilidad definidos lapsi, incluidos algunos obispos, se doblegaron al edicto imperial; pero muchos más enfrentaron con heroísmo la persecución manteniéndose públicamente en su fe.
Con Valeriano (253-260), la persecución se volvió general según una planificación establecida que prohibía al clero cristiano, de los obispos a los diáconos, todo acto de culto publicó (pero no de culto privado) y decretaba la pena capital para aquellos clérigos superiores que no hubiesen obedecido. Los laicos cristianos de alto rango que no sacrificaban a los dioses fueron degradados de sus funciones y privados de sus bienes; cuando el castigo no les inducía al arrepentimiento, padecían la muerte. Pero la gran mayoría de los cristianos, clérigos y laicos, resistió impávida conservando su fe.
El emperador Galieno (259-268) ordenó el cese de la persecución ordenada por su padre Valeriano y publicó un edicto para devolver a la iglesia cristiana los lugares de culto antes expropiados, anunciándolo con estas palabras dirigidas a Dionisio, Pina, Demetrio y a los demás obispos: "He mandado que el beneficio di mi don se extienda por todo el mundo".
Regresó así un largo período de tolerancia que durará hasta la gran persecución ordenada por Diocleciano (284-305). Quien, en los primeros veinte años de gobierno - siendo su co-emperador Maximiano (286-305) - demostró indiferencia hacia el problema religioso. Preocupado sucesivamente por la influencia negativa de los cultos mistéricos orientales que habían inundado el imperio, empezó con el reprimir a los maniqueos, extendiendo luego la persecución a los cristianos. En poco más de un año publicó cuatros edictos imperiales en los que se ordenaba la destrucción de todos los lugares del culto cristiano, imponiendo prisión por el clero, además de la obligación para todas las poblaciones del imperio de sacrificar a las deidades paganas. Se trató de la última persecución anticristiana que alcanzó mucho rigor en Hispania y en las regiones orientales del imperio. En Roma se consumió el martirio de San Sebastián, Santa Inés y de los santos Cosme y Damián.
Durante casi tres siglos, a causa de la inicial desconfianza y de la sucesiva hostilidad degradada de vez en cuando en sangrientas y brutales persecuciones, los cristianos fueron impedidos de practicar públicamente su religión, siendo obligados a disfrazar sus reuniones, encubrir sus ceremonias religiosas y a ocultar sus muertos, pagando un alto tributo de sangre para conservar y propagar su fe.
Ese fue el largo período heroico del cristianismo de las catacumbas, donde algo nuevo y prodigioso estaba acaeciendo: allí no se bautizaban en la nueva fe solo romanos paganos, allí se preparaba y disponía el bautismo de las antigua tradiciones del mundo pagano por el día en que Roma abandonaría los dioses falaces para reconocer en sus mitos el sello del Dios Ignoto, del Cristo venido sobre la tierra como el Salvador victorioso de la humanidad [5].

Escribe: Primo Siena.
[1] Menzionado por VITTORIO MESSORI, Pensare la storia.Una lettura cattolica dell'avventura umana. Ed. Paoline , Milano 1992.
[2] MARTA SORDI, Il cristianesino e Roma, Cappelli, Bologna 1965 ; I cristiani e l'impero romano, Jaka Book, Milano 1984.
[3] M. SORDI, I cristiani e l'impero romano, p.53. María Sordi reconoce pero que la simpatía que los cristiano habían encontrado entre los estoicos durante el siglo I° no se renovó nel siglo II°, cuando en la cultura oficial griego y romana - de Plinio, a Tacito, Marco Aurelio, Elio Arístide, Celso - aparece cierto desprecio hacia los cristianos.
EUSEBIO, Historia Eccles., IV, 9, I-3. En un pasaje de su documento, Adriano refiriéndose a los cristianos, escribe: "Si alguien los acusa y demuestra que ellos hacen algo en contra de las leyes, tu decides según la gravedad de la culpa. Pero, por Hercules, si alguien presenta esta denuncia con intención calumniosa, expresa tu opinión sobre esta conducta vergonzosa y preocúpate de castigarla".
[5] Véase al respeto: ATTILIO MORDINI, Il tempio del cristianesimo. Ed. Dell'Albero, Torino 1963.

Publicado por Silvia S.A.

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