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San Pedro de Verona. Martir.


De la Bula de canonización de san Pedro de Verona del papa Inocencio IV del 25 de marzo de 1253:

Clama la voz de la sangre derramada, suena la trompeta del glorioso martirio y no calla la tierra empapada con la aspersión de su sangre. Estas son muestras seguras de la santa fe. Por eso se alegró el cielo, y la tierra igualmente exultó al percibir tanto gozo. Gran causa para alegrarse tiene la madre Iglesia; gran motivo de felicidad le ha sobrevenido.

Tiene la Iglesia por qué cantar al Señor un cántico nuevo, por qué entonar un himno de inmensa alabanza a su Dios (Ap 5, 9). El pueblo cristiano tiene por qué aplaudir con las manos en alto al Altísimo, por qué aclamar con voces sonoras y regocijarse con ánimo alegre. La asamblea cristiana tiene motivo para elevar devotas canciones al Creador, puesto que del jardín de la fe llevaron recientemente un fruto agradable a la mesa del Rey eterno. De la viña de la Iglesia acaba de fluir el licor que se vierte en el cáliz real, porque un sarmiento fecundo cortado por la espada enemiga destiló más savia cuánto más unido estaba a la viva vid.

Una rosa roja brotó de la floreciente Orden de Predicadores. De la construcción de esta Iglesia se ha elegido una piedra que, labrada con el cincel de la tribulación, justamente se coloca en la construcción celeste. Por eso hay tanta alegría en el cielo, y todos los santos exultan y celebran la solemnidad de día tan grande.

En verdad el bienaventurado Pedro, de la Orden de frailes Predicadores, eligiendo un camino de vida más seguro, se entregó totalmente al servicio divino. Poniendo todo su empeño y orientando todas sus acciones a la observancia de aquella fundación evangélica y siguiendo una senda recta y luminosa, es decir, la regla saludable de la misma Orden, poder regirse y orientarse e incluso ser conducido y llegar después del trabajo al descanso anhelado. En esta regla se robusteció y adelantó, por espacio de casi treinta años, guiado por la fe y acompañado de la caridad, sobre todo en la defensa de la misma, por la cual ardía todo entero. Y así Pedro, firme en la piedra de la fe y finalmente inmolado en la piedra-ara del martirio, subió hacia la piedra que es Cristo, para ser coronado dignamente.

Cómo deseaba sufrir la muerte por la fe se comprueba porque en sus intensas y frecuentes súplicas le pedía al Señor, sobre todo, que no lo dejara salir de este mundo sin haber bebido a causa de la fe del cáliz de la pasión. Cuando el asesino puso las manos en el ministro de Cristo para darle muerte, él no alzó ninguna queja, sino que sufriéndolo todo pacientemente, encomendó su espíritu al Señor diciendo: A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, y comenzó, incluso, a recitar el símbolo de la fe, de la cual ni siquiera en este trance dejó de ser pregonero.

Así el grano de trigo cayendo en tierra, pisado por los pies de los infieles y muerto, se alza en espiga ubérrima; así el racimo hollado en el lagar produce el vino que se desborda; así el trigo trillado en la era y limpio de paja lo llevan al granero del Señor; así las hierbas aromáticas machacadas en el almirez exhalan profusamente su perfume; así arrebatan los esforzados el reino de los cielos; y así conquistan por la fe los santos el reino celestial.

Oración

Oh Dios, autor y defensor de la fe, que coronaste con el martirio al bienaventurado Pedro porque per severo en la profesión de la fe verdadera; concede a tus fieles que la profesemos de palabra y obra alcancemos así nuestra propia salvación. Por nuestro Señor Jesucristo. Amen.

(Imagen: Detalle de "Crucifixión con los santos Vicente Ferrer, Pedro Mártir, Esteban, Catalina de Siena y el bienaventurado Antonino a los pies de la Cruz" de Francesco di Giovanni Botticini. Ver obra completa: http://www.artandarchitecture.org.uk/…/gallery/742af5d1.html ).

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