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La reina del Jardín: Chesterton y la mujer. Jorge N. Ferro


Maisie Ward titula un capítulo de su magnífica biografía de Chesterton: "La respuesta suave" (1). En el mismo destaca la mansedumbre y la simpatía profunda que sentía Chesterton aún por sus ocasionales adversarios. Es difícil encontrar palabras duras o amargas en Chesterton. No resulta fácil imaginarlo enojado. Igualmente, la imagen habitual que nos formamos de él es la del gigante riente, la del hombre de inalterable buen humor, capaz como pocos de gozarse en todas las cosas creadas por Dios.

Pero no siempre se recuerda que semejante capacidad de gozo implica una suerte de simetría con referencia al sufrimiento. El péndulo de una sensibilidad exquisita llega igualmente lejos hacia el otro extremo, el del dolor. Chesterton fue también un "varón de dolores". Dolores que supo velar con recato caballeresco, sin estoicismos orgullosos, pero con fortaleza cristiana. Dolores que a veces asoman en su obra, mediante acordes que se nos antojan extraños. Hay cuestiones que tocan ciertos entresijos del alma del poeta y que arrancan tonos que trasuntan dolor e indignación. Y podemos indicar dos ámbitos en los que tal cosa ocurre: el ámbito de la patria, inextricablemente unido al tema de la injusticia, y el de la mujer. El ultraje a los pobres y a la mujer encienden su cólera.

Para Chesterton, en la mujer se manifestaba con especial brillo la gloria de la obra de Dios. Esto se comprueba en su vida y en su obra. Su gran amor por Frances durante el noviazgo y toda su larga vida matrimonial aparece una y otra vez en los romances de sus personajes. Podemos reconocerlo inmediatamente en el Inocencio Smith de Hombrevida, aquel que se fugaba una y otra vez con su propia esposa, y de quien dice Miguel Moon, otro de los personajes:

"Precisamente porque no quiere fornicar, ha experimentado el romanticismo de los sexos; precisamente porque tiene una sola mujer, ha vivido cien lunas de miel" (2).

Es que la castidad es propio de lo viril. El asombro de Chesterton ante el misterio femenino es prueba de su plenitud de hombría, el opuesto de la frivolidad donjuanesca. Pues como bien señala el Padre Castellani:

"Don Juan Tenorio [...] es un varón poco desarrollado; el doctor Marañón lo clasifica entre los feminoides. Por eso entiende tan rápidamente a las mujeres en lo superficial: porque es amujerado. Para el hombre muy varonil, la mujer es un misterio profundo y respetable [...]" (3).

La dignidad de la mujer encuentra en Chesterton un defensor apasionado. Y se trata de una dignidad nimbada de gloria y de misterio. De ahí que el ultraje se le aparece como una verdadera profanación. Y de ahí que encontremos una dureza inusual cuando se encuentra con el tema de la pornografía. El gran antipuritano que fue Chesterton no tolera el degradante espectáculo de la obscenidad, y señala el verdadero rostro de la lujuria, reverso del puritanismo: triste, monótona, mecánica, fea. La lujuria hace del hombre, según él, algo más bajo que una bestia: una máquina. Escribe hacia 1910 un artículo en el que considera a la pornografía "un mal automático". Sostiene que la obscenidad es una violencia, pues... "puede hacer una de estas cosas igualmente directas e instintivas: sacudir violentamente la pureza o inflamar la impureza. Pero en ambos casos el proceso es brutal e irracional".

"La víctima humana queda drogada o se siente enferma". La "falta de decoro" equivale a un "asalto": "En asuntos de violaciones de la decencia pública tradicional, cualesquiera sean las razones alegadas en su favor, me pongo totalmente del lado de los Puritanos".

Deshace Chesterton la falacia de afectar indiferencia frente a la agresión pornográfica: "El argumento corriente de que podemos tratar el sexo con entera calma y libertad, como cualquier otra cosa, es el más repugnante engaño de esta época taimada". Esta supuesta "objetividad" frente a lo sexual ha sido igualmente desenmascarada por C. S. Lewis en un breve ensayo titulado Four Letters Words. Se trata de una forma sutil de hipocresía. Para Chesterton "El paralelo que se pretende establecer con otras transgresiones morales es una insolente falacia". Los pornógrafos manipulan a sus víctimas, y... "ningún derecho les asiste cuando se proponen hacerlos bailotear como monos sobre una caña".

Frente a esto, afirma Chesterton: "Tenemos el derecho de defendernos, y especialmente de proteger a nuestros niños, frágiles e ignorantes en esta materia". Una verdadera industria de la deshumanización no puede ampararse en presuntos derechos. El daño producido es inmenso:

"La indecencia no es algo salvaje y descontrolado. El peligro de la indecencia es precisamente el opuesto, ella obra un efecto rutinario, monótono, directo, inevitable, una mera ley de la carne. Es un mal automático." (4)

No es de extrañar que Chesterton vincule la industria pornográfica a la usura. Aquí se unen sus íntimas repugnancias y nos encontraremos con algunos de sus momentos más duros, como ocurre en La esfera y la cruz, por ejemplo, donde se nos narra que próximo al despacho de un prestamista, se encontraba "la minúscula librería seudofrancesa, tienda atestada de tristes indecencias" (5). Esta conjunción de usura y pornografía hace estallar a uno de los duelistas, precisamente el que más conocimiento tiene del "mundo". Así es que Turnbull dice a su dueño: ... "esa inmunda cara gordinflona. Está usted pidiendo que le aten como a un perro o le aplasten como a una cucaracha"(6). Palabras poco frecuentes en Chesterton, que sólo encontraremos frente a aquello que lo lastima en lo más vivo.


El genio de Chesterton supo ver en profundidad y lejos. Previó igualmente los peligros del llamado "feminismo" al que denunció como una senda falsa. Precisamente porque la grandeza de la mujer era para él una realidad deslumbrante, no dejó de enfrentar el triste remedo de solución que ofrecía una construcción ideológica preñada de males que se irían manifestando con mayor fuerza cada vez. Es aleccionador en este sentido leer el curioso trabajo del profesor Philip Jenkins (7), quien en la primera parte del mismo parece intentar corregir benévolamente a Chesterton por su actitud "paternalista", victoriana, etc., y luego termina enumerando todos los males que se siguieron del feminismo, pintando la situación actual, sobre todo en el "primer mundo", aportando datos que conforman un panorama aterrador: desde la destrucción de la familia hasta cultos de adoración a diversas "diosas". O el artículo está hecho con una fina y feroz ironía que se nos ha escapado, o habría que reconocer que Chesterton no estaba condicionado por prejuicios victorianos sino que, con su mirada de poeta, vio lo que se estaba gestando. En la tercera parte de Lo que está mal en el mundo ("El feminismo, o lo que está mal acerca de la mujer"), se ocupa principalmente del movimiento sufragista. Y allí nos dice que "feminista" es el "término que designa, según cree, a aquel que repudia los principales caracteres femeninos" (8).

El lugar por excelencia de la mujer es para Chesterton el hogar. Es la reina de la casa. Y reina imprescindible. Que no la empequeñece, sino que por el contrario la revela en todo su esplendor. Nada puede igualar esta gloria. Si la mujer debe trabajar, esto no puede poner en riesgo su reino propio. Se pregunta Chesterton:

"¿Cómo puede ser una gran carrera enseñar a los hijos ajenos la regla de tres y una carrera pequeña enseñar a los propio acerca del universo?" (9).

La presencia de la mujer en el mundo del trabajo no hacía para él sino fortalecer un estado de cosas injusto, y la presunta liberación se revelaba en realidad una esclavitud peor. Frente a esto afirmaba:

"La mayor parte de los feministas estará probablemente de acuerdo conmigo en que la femineidad está sometida a una vergonzosa tiranía en las tiendas y en las factorías. Pero yo quiero destrozar la tiranía y ellos quieren destrozar la femineidad. Esta es la única diferencia." (10).

La destrucción de la naturaleza femenina y su correlato en el afeminamiento de tantos hombres es una abominación que degrada al género humano y lo hiere en lo más hondo. Desprecio e ingratitud frente a la obra de Dios. Nos cuenta Maisie Ward:

"Decía a menudo que lo importante para un país era que los hombres fuesen viriles y las mujeres femeninas; lo que él odiaba era el híbrido moderno: la mujer que invade el aspecto masculino de la vida; nadie, había dicho en una carta de la época de su noviazgo, "se complace tan fieramente como yo en que las cosas sean lo que son". Y tanto él como Frances se divertían con esa "eterna igualdad" que Gilbert veía en los sexos mientras mantuviesen su eterna distinción. Si todo, decía, se esfuerza en ser rojo, algunas cosas son más rojas que otras; pero hay una igualdad eterna e inalterable entre rojo y verde." (11).

La única igualdad posible está en ser cada uno lo que es conforme al designio creador. Chesterton se sentía fascinado por la riqueza de lo real. Enamorado de la realidad en la que leía las huellas divinas, y enamorado fiel de su mujer Frances, a quien escribía en el noviazgo cosas como ésta:

"Pero ante él están siempre encendidas, en acción de gracias, cuatro lámparas. La primera por haber sido creado de la misma tierra con que lo fue una mujer como tú. La segunda por no haber ido, a pesar de sus muchas faltas, "tras mujeres extrañas". No puedes pensar cómo la contención de un hombre es recompensada en esto. La tercera por haber intentado amar todo lo que vive: velada preparación para amarte a ti. Y la cuarta -pero no hay palabras que puedan expresarlo-. Aquí termina mi anterior existencia. Tómala: me condujo a ti." (12).

Es Frances quien está detrás de todas sus heroínas. Chesterton el caballero las reverencia, y el lector advierte la admiración y el respeto de su mirada. Y le gusta pintarlas en medio de un jardín, como la doncella de El hombre que fue Jueves, novela que concluye con la descripción de una joven cortando flores "con esa inconsciente gravedad que suelen tener las muchachas". Son la culminación del jardín, la joya del paraíso. El ve a su amada como Inocencio Smith a la suya, y como es cada mujer:... "señora del jardín, y única" (13).

Por esto el pecado de la carne se le antoja tan peligroso. Por eso él, que supo divertirse como nadie, y que fue tan indulgente con las debilidades humanas, nos advierte sobre el riesgo de la frivolidad en "Anillo de amantes", uno de los cuentos de Las Paradojas de Mr. Pond, donde percibimos su desagrado al pintar una galería de lujuriosos. El capitán Gahagan debe abandonar su pose galante, y entregarse a una única mujer, así como Flambeau deberá abandonar sus todavía simpáticas fechorías antes de precipitarse a un abismo de perdición.

Y por esto también se estremece de horror ante el mundo del harén, como lo encontramos en La hostería volante, por ejemplo, obra que no sólo es una exaltación de la sana alegría cristiana sino igualmente una afirmación de la dignidad de la "señora del jardín", a quien nadie puede convertir en una esclava del serrallo.

Y por supuesto, como enamorado del matrimonio cristiano, no puede faltar en Chesterton la paradoja de la exaltación del celibato fecundo espiritualmente. Lo encontraremos en sus personajes: el Padre Brown, por supuesto. Y en el enigmático Horne Fisher, El hombre que sabía demasiado, que se va a inmolar por su patria carnal porque ve a través de ella la celeste. Como no puede ser de otro modo, este gozarse en lo femenino del poeta culmina en su devoción mariana. El gran juglar de la Virgen que fue Chesterton no se apartó de su protección. Fue, nos relata, un elemento clave para su entrada en la Iglesia Católica. Así podemos leer en La sima y los bajíos:

"Apenas puedo recordar un tiempo en que la imagen de Nuestra Señora no se levantase bien concretamente en mi espíritu [...] En cuanto recordaba a la Iglesia Católica, la recordaba a Ella; cuando intentaba olvidar a la Iglesia Católica, intentaba olvidarla a Ella. Cuando finalmente vi lo que era más noble que mi destino, el más libre y más duro de todos mis actos de libertad, fue delante de una dorada y abigarrada pequeña imagen de Ella en el puerto de Brindisi, donde prometí lo que haría si regresaba a mi país." (14).

Fue ante una imagen de la Virgen, pues, que Chesterton decide su conversión. Mucho le cantó a Ella. Encontró a la plena "señora del jardín", jardín precioso Ella misma, Hortus conclusus. Y en un libro de versos que le dedica, La Reina de las Siete Espadas, la llama de un modo que queremos recordar aquí de modo especial, por su especial sabor chestertoniano: "La que espanta las pesadillas". Quiera Ella espantar las pesadillas del horror que se ciernen sobre la delicada y fuerte maravilla de la mujer en estos tiempos oscuros, en los que su siervo Gilbert combatió como un buen caballero.



NOTAS

(1) Ward, Maisie, Gilbert Keith Chesterton, Bs. As., Poseidón, 1947, pp. 456ss.

(2) Hombrevida, Bs. As., La Espiga de Oro, 1942, p.256.

(3) CASTELLANI, L. El Evangelio de Jesucristo, Bs. As., Theoría, 1963, p. 133.

(4) El mal automático, Daily News, 19-2-1910, apud Gladius, 18, pp. 177-178.

(5) La esfera y la cruz, Madrid, Espasa-Calpe, 1958, p. 35.

(6) Id., pp. 37-38.

(7) JENKINS, Philip, "Feminiam: or, Chesterton Mistake About Woman?, en The Chesterton Review, XXI, 1-2 (1995), pp. 69-87.

(8) Lo que está mal en el mundo, en Obras Completas, I. Barcelona, Plaza y Janés. 1961, p. 795.

(9) Id., p. 767.

(10) Id., p. 796.

(11) Op. cit., p. 409.

(12) Id., p. 93.

(13) Hombrevida, p. 259.

(14) En WARD, M., op. cit., pp. 363-364.

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