“Bajo la presión de la apostasía, la religión experimenta entre nosotros un eclipse”
La religión católica experimenta entre nosotros un eclipse. Es desconocida de los ignorantes, detestada por los corrompidos, perseguida por los renegados, abandonada por los débiles.
Es desconocida de los ignorantes
Si alguien se atreviera a disertar sobre la química, porque se sirve de productos químicos, tales como el jabón; sobre la física, porque utiliza gas o petróleo; sobre el procedimiento de las jurisprudencia, porque frecuentemente tiene que ventilar una cuestión de justicia contra su vecino, su propietario o su doméstico; sobre el mundo sideral, porque advierte que el sol se pone más tarde en verano que en invierno, etc.
Si alguien se atreviera a pronunciar oráculos sobre todos esos asuntos sin haberse preparado de un modo especial, por consiguiente, sin tener la debida competencia, se expondría a la risa universal. Se vería desairado y puesto en ridículo, y con razón.
Pues bien, con relación a la religión, todos se ven libres de escrúpulos. Casi todos hablan de ella sin conocer sus más simples elementos. Los más ignorantes la miran con desdén, la juzgan, la condenan sin vacilar. Bajo la presión de la ignorancia, la religión experimenta entre nosotros un eclipse. Pero tropieza todavía con otros peligros.
Es detestada por los corrompidos
Apelar a Jesucristo, ser cristiano, es tomar partido por la castidad, por la caridad, por la humildad, por el perdón de las injurias, por la justicia reparadora, cosas todas que la naturaleza humana teme, y de las cuales se aparta por instinto.
Hay clases de personas a las cuales repugna la religión, las cuales rechazan y detestan, no a causa de sus misterios, sino a causa de sus preceptos.
Tu religión es hermosa, buena y vale más que la nuestra; pero hay que llenar el vientre, responde al misionero el indio glotón. Pero ¿cómo quieres que sólo tenga una mujer?, contesta el voluptuoso; ¿cómo quieres que perdone a mis enemigos y a mis vecinos?; ¿cómo quieres que me abstenga de divertirme, exclama el corrompido.
“Despójate de tus pasiones y creerás”, escribió Pascal. ¿Lo dudas? Mira. ¿Cuándo la fe se apaga en el corazón? Cuando las pasiones introducen el desorden en él. ¿Cuándo vuelve la fe en el corazón? Cuando la vejez o la presencia de la muerte llevan a él la calma.
La sensualidad se desborda hoy en día. El vicio es el padre de la impiedad. Bajo la presión de la corrupción, la religión se eclipsa en nosotros. Es desconocida de los ignorantes; es detestada de los corrompidos.
Es perseguida por los renegados
Nuestra época está llena de hechos escépticos, de falsos imposibles, de falsos indiferentes que han tenido creencias, que han renegado de ellas, pero que no las han olvidado.
Abandonaron la Iglesia cerrando de golpe la puerta y vociferando blasfemias; pero la imagen de la casa paterna los sigue y los obsesiona. Dicen que nada creen, pero creyeron antes, y su alma se muestra inquieta, como si aún creyeran.
La religión que expulsaron de su vida, persiste en sus recuerdos, en su conciencia en estado de remordimientos. No han perdido enteramente su afecto. Los molesta, los atormenta, los hace irascibles, rencorosos, furiosos, agresivos.
Los ignorantes y los corrompidos son a veces indiferentes; los renegados, jamás. “Ese templo lo importuna, y su impiedad quisiera aniquilar al Dios que abandonó”.
Están poseídos y agitados por un acceso continuo de odio antirreligioso, que los hace capaces de todas las inconsecuencias, de todas las audacias, de todas las provocaciones.
En nombre del librepensamiento, suprimen las más elementales y las más esenciales libertades. En nombre de la razón, se precipitan en el fanatismo hasta el delirio.
Nuestro tiempo, en el que la incredulidad es a la vez moda, una forma del orgullo y un medio de medrar, está lleno de esos falsos espíritus fuertes que no son más que renegados. Y bajo la presión de la apostasía, la religión experimenta entre nosotros un eclipse.
Es desconocida de los ignorantes, y detestada de los corrompidos. Es perseguida de los renegados.
Es abandonada por los débiles
Quizá sea este el fenómeno que más debe inquietarnos. Ignorantes, corrompidos y renegados, nunca han faltado en mayor o menor número. Pero, hoy más que nunca, los ignorantes, los corrompidos, los renegados pesan sobre los débiles y los arrastran a las profundidades de la irreligión.
Llevamos en nuestros flancos una llaga horrible, que podría llegar a ser mortal, a la cual llamo la apostasía de los débiles, de las clases populares. No quiero exagerar. Tenemos ya, y tendremos cada vez más obreros escogidos cristianos y contramaestres cristianos.
Esto es innegable, pero, en su conjunto, el pueblo permanece indiferente, cuando no hostil; se mantiene distanciado de la religión; si se le preguntase por qué, no sabría responder.
Algunas buenas gentes responderían: “Señor, no se va a misa, porque no se va”. O bien: “Señor, no está de moda”. Así procede el género humano tomado en su conjunto. No es hostil, pero es rutinario.
Los hombres, por lo general, se dejan arrastrar del lado de donde sopla el viento; obedecen a arrastramientos, mejor que a convicciones.
La religión experimenta entre nosotros un eclipse. ¿Habremos de asombrarnos, de espantarnos, de desalentarnos por ello? No. Tengamos confianza en Dios. Practiquemos nuestra religión y, para defenderla mejor, procuremos conocerla mejor.
Tengamos confianza en Dios
En una tempestad, un niño de doce años permanecía tranquilo. “Nada tengo que temer -decía- mi padre empuña el timón”.
Nuestro Dios, señores, empuña el timón del mundo.
El que pone un freno al furor de las olas, sabe también deshacer el complot de los malos. Temo a Dios, y otro temor no tengo.
Pero, dirás, no sólo estamos en plena tempestad, sino también en plena noche. La religión experimenta en torno nuestro un eclipse. ¿Qué quiere decir esto? Los teólogos turcos tienen un antiguo axioma que los cristianos harían bien en meditar.
Dicen: “Aun cuando, en la más negra noche, una hormiga negra marchara sobre un mármol negro, Dios la vería y oiría el ruido de sus patas”.
¡Oh católicos!, Dios nos prueba, pero no nos olvida. Nos ve, nos oye, está con nosotros hasta la consumación de los siglos. La Iglesia que fundó, y cuyos hijos somos, es inmortal. Tengamos confianza en Dios.
Carlos Montiel
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