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La Misericordia y la Firmeza Doctrinal


“El viejo Simeón había dicho: «Este niño, puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para blanco de contradicción» (Lc II, 34). El mismo Cristo que traía la «Paz a los hombres de buena voluntad», ¿no había, acaso, pronunciado esta extraña frase: «No vine a poner paz, sino espada»? (Mt X, 34). Según S. Tomás, se habla de la «espada del espíritu, que es la palabra de Dios». (Ef VI, 17). Esta Palabra divina separa, como una espada, a los que creen y a los que por malicia no quieren, desgraciadamente, creer.

Lo que por otra parte no deja de dominar en estas oposiciones es la infinita misericordia, la paz en la verdad, pero en la verdad solamente. «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, os la doy yo» (Jn XIV, 27). Por sobre todas las cosas resplandece la luz divina del Verbo y el fuego de su Caridad. «Yo he venido a traer fuego en la tierra, y ¿qué he de querer sino que se encienda?» (Lc XII, 49). «Éste es mi precepto, que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn XV, 12).

La armonía misma de las cosas más difíciles de conciliar es la que encontramos en la Iglesia. En ella la Caridad más compasiva y la intransigencia doctrinal más firme se unen en el ardor de un mismo amor, que es el celo por la Gloria de Dios y la salvación de las almas. Ella sabe que no puede hacer el bien sin combatir el mal, que no puede evangelizar sin luchar contra la herejía. La misericordia y la firmeza doctrinal sólo pueden subsistir uniéndose; separadas una de otra mueren y no dejan más que dos cadáveres: el liberalismo humanitario con su falsa serenidad, y el fanatismo con su falso celo. Se ha dicho: «La Iglesia es intransigente por principio, porque cree; es tolerante en la práctica, porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes por principio, porque no creen, e intransigentes en la práctica, porque no aman». De un lado la teoría se opone a la práctica, del otro la penetra y todo lo dispone con fuerza y con dulzura.

La Iglesia es en este mundo esencialmente «militante» y pacífica; la paz está en el corazón del país, la guerra sobre las fronteras. Solos los santos saben expresar el sentido completamente sobrenatural del combate que se debe librar contra la carne, el espíritu del mundo y el espíritu del mal. ¿Cuántas veces no han mostrado ellos a la Iglesia purificada por el fuego de las grandes tribulaciones, llevando el oro del amor en el corazón, el incienso de la oración en el espíritu, la mirra de la mortificación en el cuerpo? Ella es, dicen, el buen olor de Jesucristo para los pobres y los humildes, olor de muerte para los grandes y los orgullosos del mundo. Guiada por el Espíritu Santo, nada la cautiva ni la domina, nada la asusta ni la asombra, nada la preocupa; expande la lluvia de la palabra de Dios y de la vida eterna. Enseña el estrecho camino de Dios en la pura verdad, según el Santo Evangelio, y no según las máximas del mundo, sin temer a ningún mortal por poderoso que sea. Empuña la espada de dos filos de la Palabra de Dios”.

(Fr. Reginald Garrigou Lagrange OP, “Dios”, tomo II “Su Naturaleza”, Capítulo V, 67º [Paris, 1923]).

(Imagen: Fr. Reginald Garrigou Lagrange OP, abajo a la izquierda. Fr Ambroise Gardeil OP, abajo en el medio. En el convento de Amiens).


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