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Nuestra Señora en el Evangelio. John Henry Newman


Hay un pasaje en el Evangelio de hoy que pudo haber sorprendido a muchos de nosotros, ya que requiere cierta ilustración. Mientras Nuestro Señor predicaba, sucedió que una mujer de entre la multitud exclamó: "¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!" (Lc. 11). Nuestro Señor asiente, pero en lugar de detenerse en las buenas palabras de esta mujer, continúa diciendo algo sobre una bienaventuranza que es aún más importante. "Sí", dice, "Pero dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la conservan!". Estas palabras de Nuestro Señor requieren atención, aunque fuera sólo porque hay muchas personas en la actualidad que piensan que fueron dichas en desmedro de la gloria y santidad de la Santísima Virgen María, como si Nuestro Señor hubiera dicho, "Mi Madre es feliz, pero mis verdaderos siervos son más felices que ella". Diré entonces unas palabras sobre este pasaje del Evangelio, y con peculiar oportunidad, porque acabamos de pasar la gran fiesta en la que conmemoramos la Anunciación, es decir, la visita del Ángel Gabriel a la Virgen María, y la milagrosa concepción en su seno del Hijo de Dios, su Señor y Salvador.

Ahora bien, muy pocas palabras serán suficientes para mostrar que las palabras de Nuestro Señor no son ningún menosprecio de la dignidad y gloria de Su Madre como la primera de las creaturas y la Reina de todos los Santos. Pues considerad, El dice que es más perfecto guardar Sus Mandamientos que ser Su Madre, y ¿creéis que la Santísima Madre de Dios no guardó sus mandamientos? Por supuesto nadie, ni aún Protestante, nadie negará jamás que ella los guardó. Pues bien, si así fue, lo que Nuestro Señor dice es que la Santísima Virgen fue más bienaventurada por guardar Sus mandamientos que por ser Su Madre. ¿Y qué Católico niega esto? Por el contrario, todos nosotros lo confesamos. Los Santos Padres de la Iglesia nos dicen una y otra vez que Nuestra Señora fue más Bienaventurada al hacer la voluntad de Dios que al ser Su Madre. Fue bienaventurada de dos modos: bienaventurada por ser Su Madre, y por estar llena del espíritu de fe y de obediencia. Esta última bienaventuranza fue la mayor. Los Santos Padres lo dicen expresamente. San Agustín dice: "Más bendecida fue María por recibir la fe de Cristo, que por recibir su carne". Y también Santa Isabel le dice en la Visitación: "Beata es quae crededisti - Feliz eres tú que creíste". Y San Juan Crisóstomo llega a decir al respecto que si María no hubiera escuchado y observado la Palabra de Dios, su maternidad corporal no la habría hecho bienaventurada.

He usado la expresión ‘San Juan Crisóstomo llega a decir’ no porque no sea una verdad llana, pues es una verdad llana que la Virgen no habría sido bienaventurada, aunque hubiera sido la Madre de Dios, si no hubiera hecho Su voluntad; pero es de extrema importancia decirlo, pues es suponer una cosa imposible, suponer que ella pudo ser tan altamente favorecida, y, no obstante, no estar inhabitada y poseída por la gracia de Dios, puesto que el Ángel al llegar la saludó como la llena de gracia. Ave, gratia plena. Estas dos bienaventuranzas no pueden ir separadas. (No obstante es notable que ella que tuvo una oportunidad de contrastarlas y separarlas, prefirió guardar los mandamientos de Dios a ser Su madre si no podía tener ambas). Aquélla que fue elegida para ser la Madre de Dios fue también elegida para ser gratia plena, llena de gracia. Esto es una explicación de esas elevadas doctrinas sobre la pureza e impecabilidad de la Virgen que han sido recibidas por los Católicos. San Agustín no aceptará la idea de que ella alguna vez cometió pecado, y el Santo Concilio de Trento proclama que por privilegio especial a lo largo de toda su vida ella evitó todo pecado, aún el venial. En la actualidad sabemos que es la creencia recibida por los Católicos que ella no fue concebida con pecado original, y que su concepción fue inmaculada.

¿De dónde vienen estas doctrinas? Vienen del gran principio contenido en las palabras de Nuestro Señor, sobre las cuales estoy comentando. "Más bienaventurado es hacer la voluntad de Dios que ser la Madre de Dios". No digan que los Católicos no sienten esto profundamente -lo sienten tan profundamente que siempre magnifican sobre su virginidad, pureza, inmaculada, su fe, humildad y su obediencia. Nunca digan, entonces, que los Católicos olvidan este pasaje de la Escritura. Siempre que ellos celebran la fiesta de la Inmaculada Concepción, de la Pureza, o de otras similares, lo recuerdan porque dan mucha importancia a la bienaventuranza de la santidad. La mujer de entre la multitud exclamó, "Feliz el seno y los pechos de María". Habló por fe; no fue su intención excluir la más elevada bienaventuranza de María, sino que sus palabras sólo tuvieron cierto alcance. Por eso Nuestro Señor las completó. Y por eso Su Iglesia, después de El, deteniéndose en el grande y sagrado misterio de la Encarnación, siempre ha creído que aquélla que sirvió inmediatamente a este misterio debió haber sido santísima. Y por eso en honor al Hijo la Iglesia siempre ha ensalzado la gloria de la Madre. Así como le damos a El lo mejor de nosotros y le atribuimos lo mejor; así como en la tierra le hacemos nuestras iglesias costosas y hermosas; así como al ser bajado de la Cruz las piadosas mujeres le envolvieron en un fino lienzo y le colocaron en un sepulcro nuevo, en el que nunca nadie había sido antes colocado; es así como Su morada del cielo es pura e inmaculada, tanto más debió ser-tanto más fue-ese tabernáculo del cual El tomó Su carne y en el cual permaneció santo, inmaculado y divino. Así como un cuerpo le fue preparado, así también fue preparado el lugar de ese cuerpo. Antes de que María pudiera ser Madre de Dios, y para poder serlo, fue separada, santificada, colmada de gracia y preparada para la presencia del Eterno.

Los Santos Padres siempre han tomado la obediencia perfecta y la pureza de la Santísima Virgen del mismo relato de la Anunciación, en que ella se convirtió en Madre de Dios. Cuando el Ángel se le apareció y le manifestó la voluntad de Dios, dicen que ella mostró en particular cuatro gracias: humildad, fe, obediencia y pureza. Y además, estas gracias fueron, por así decir, las condiciones preparatorias para que pudiera convertirse en administradora de tan alta dispensación. De manera que si ella no hubiera tenido fe, y humildad, y pureza, y obediencia, no habría merecido ser Madre de Dios. Así es común decir que María concibió a Cristo en su espíritu antes que en su cuerpo, es decir que la bienaventuranza de la fe y la obediencia precedieron a la de ser una Madre Virgen. Y más aún, dicen que Dios esperó su consentimiento antes de entrar en ella y tomar su carne. Al igual que El no hizo ningún milagro poderoso en su pueblo porque no tenían fe, así este gran milagro, por el cual El se convirtió en el Hijo de una criatura, fue retenido hasta que ella fue probada y hallada digna -hasta que ella obedeció.

Pero hay algo más que agregar a lo dicho. Acabo de decir que las dos bienaventuranzas no podían separarse, sino que iban juntas. "Feliz el seno" etc.; "Sí, pero felices más bien", etc. Es verdad; pero observad esto. Los Santos Padres siempre enseñan que en la Anunciación, cuando el Ángel se apareció a Nuestra Señora, ella mostró que prefería lo que Nuestro Señor llamó la mayor de las dos bienaventuranzas. Porque cuando el Ángel le anunció que era la elegida para tener aquella bendición la cual toda mujer judía había esperado durante siglos, la de ser Madre del Cristo prometido, María no se apoderó de la noticia, como otra hubiera hecho, sino que esperó. Esperó hasta que pudo saber que esa maternidad era coherente con su virginidad. No estaba dispuesta a aceptar el más maravilloso honor, y no lo estuvo, hasta que pudo estar satisfecha en este punto: "¿Cómo será esto, pues no conozco varón? Los Padres consideran que había hecho voto de virginidad, y que estimaba ese estado santo más importante que el dar a luz al Cristo. Tal es la enseñanza de la Iglesia que muestra claramente que ella observa cuidadosamente la doctrina de las palabras de la Escritura, a las que me refiero, que considera íntimamente que la Santísima Virgen las sintió, a saber, que aunque feliz fue el seno que dio a luz a Cristo y felices los pechos que lo amamantaron, sin embargo, más feliz era el alma dueña de ese seno y de esos pechos, más feliz era el alma llena de gracia, la cual porque fue favorecida fue recompensada con el extraordinario privilegio de ser elegida para ser Madre de Dios.

Pero ahora surge otra pregunta que tal vez valga la pena considerar. ¿Porqué Nuestro Señor pareció atenuar el honor y el privilegio de Su Madre? Cuando la mujer de entre la multitud dijo: "Feliz el seno", etc, El ciertamente aceptó, ‘Sí’, pero continuó, "Feliz mas bien" etc... Y en otra ocasión, cuando alguien le informó que Su Madre y Sus hermanos estaban afuera El dijo, "Quién es Mi Madre?" etc. Y en una ocasión anterior en que dio comienzo a Sus milagros, Su Madre le dijo que los invitados a la fiesta de boda no tenían vino, El le dijo "¿Qué tengo que ver contigo, mujer? Mi hora no ha llegado todavía".

Estos pasajes parecen dichos fríamente a la Santísima Virgen, si bien el sentido puede ser explicado satisfactoriamente. ¿Qué es entonces lo que significan? ¿Porqué Jesús habló así?

Daré dos razones para su explicación:

1. La primera, y que surge más de inmediato de lo que estoy diciendo es ésta: que durante siglos toda mujer Judía había esperado ser la Madre del Cristo esperado, pero no lo habían asociado, aparentemente, con una santidad superior. Por eso todas habían estado tan deseosas del matrimonio y lo había tenido en tan alta estima. El matrimonio es un rito de Dios, y Cristo lo convirtió en un sacramento. Sin embargo hay un estado más perfecto que los Judíos no entendieron. Toda su idea de la religión estaba asociada con los placeres de este mundo. No sabían, comúnmente hablando, lo que era abandonar este mundo por el mundo futuro. No entendían que la pobreza era mejor que la riqueza, que el desprestigio era mejor que el honor, que el ayuno y la abstinencia era mejor que el festín, y que la virginidad mejor que el matrimonio. Y por eso, cuando la mujer de entre la multitud proclamó la felicidad del seno que le dio a luz y de los pechos que El mamó, Jesús le enseñó, y a todos los que le escuchaban, que el alma era más importante que el cuerpo y que estar unido a El en el espíritu era más que estar unido a El en la carne.

2. La otra razón es más interesante para nosotros. Sabemos que Nuestro Salvador durante treinta años vivió bajo el mismo techo que Su Madre. Cuando regresó de Jerusalén a la edad de doce años con ella y San José, se dice, expresamente, que les estuvo sujeto. Esta es una expresión muy fuerte, pero esa sujeción, esa vida ‘familiar’, en familia, no iba a durar hasta el final. Y aún en la ocasión en que el Evangelista dice que les estuvo sujeto, Jesús había dicho y hecho lo que enfáticamente comunicó a sus padres, que tenía otras obligaciones. El los había abandonado y se había quedado en el Templo entre los doctores, y cuando sus padres expresaron sorpresa, les respondió: "¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre?". Esto fue una anticipación del tiempo de Su Ministerio, en que iba a abandonar Su hogar. Durante treinta años permaneció allí, y así como fue un observador fiel de Sus obligaciones del hogar mientras éstas fueron Sus obligaciones, así fue celoso en la obra de Su Padre cuando le llegó el tiempo de concretarla. Llegado el momento de Su misión abandonó Su hogar y a Su Madre, y por muy querida que ella fuera para El, la dejó a un lado.

En el Antiguo Testamento los Levitas son alabados porque no conocían ni padre ni madre cuando el deber para con Dios se presentaba en su camino. "El que dijo de su padre y de su madre, ‘no los he visto’, y a sus hijos ignora" (Dt. 33). Si tal fue la conducta de la tribu sacerdotal bajo la Ley, conviene al Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza dar el ejemplo de aquella virtud hallada y recompensada en Leví. Jesús mismo también ha dicho, "El que ame al padre o a la madre más que a Mï no es digno de Mí". Y nos dice también: "todo aquél que haya dejado hogar, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o haciendas por mi nombre, recibirá el ciento por uno en esta vida y heredará la vida eterna" (Mt. 19). Entonces fue conveniente que quien dio el precepto diera el ejemplo; y así como ordenó a Sus seguidores a abandonar todo lo que tenían por el Reino, así también El en Su propia Persona hizo todo lo que pudo, abandonó su hogar y Su madre cuando tuvo que predicar el Evangelio.

Por esa razón abandonó a Su Madre desde el comienzo de Su ministerio. Y así lo manifestó cuando realizó Su primer milagro, a pedido de Su madre, y declaró que desde ese momento comenzaba a separarse de ella. Dijo Jesús, "¿Qué tengo yo contigo?" Y, "Mi hora todavía no ha llegado"; es decir, "mi hora llegará en que yo te reconozca nuevamente, Madre mía. La hora en que tú, justa y poderosamente, intercederás conmigo. La hora llegará en que a tu solo ruego yo obraré milagros: llegará, pero aún no ha llegado, y hasta que llegue, ¿Qué tengo yo contigo? Yo no te conozco. Por el momento te he olvidado".

Desde entonces no se dice nada de que haya visto a Su Madre otra vez, hasta que la vio al pie de la Cruz. El se separó de ella. Una vez ella trató de verlo: una información circuló de que El estaba solo. Sus amigos salieron para adueñarse de El. Aparentemente, a la Santísima Virgen no le gustaba quedarse atrás. También ella salió a Su encuentro. Un mensaje llegó hasta El de que lo estaban buscando, y el cual no pudo llegarle por escrito. Fue entonces cuando dijo aquellas serias palabras, "¿Quién es mi Madre?" etc., queriendo decir, como parece, que El había abandonado todo por el servicio de Dios, y que, como por nuestro bien había nacido de la Virgen, así por nuestro bien abandonó a Su Madre Virgen para glorificar a Su Padre celestial y realizar Su obra.

Esta fue Su separación de la Santísima Virgen María, pero cuando estaba en la Cruz dijo: "todo está acabado", ese tiempo de separación llegaba a su fin. Por eso, sólo un poco antes, Su bienaventurada Madre se había unido a El, y al verla la reconoció nuevamente. Su hora había llegado, y entonces dijo a Su madre refiriéndose a San Juan, "Mujer, he aquí a tu hijo", y a San Juan: "He aquí a tu madre".

Mis hermanos, ahora, en conclusión, sólo diré una cosa. No quisiera que vuestras palabras sobrepasen vuestro sentir real. No quisiera que toméis los libros que contienen las alabanzas de la Bienaventurada Siempre Virgen, y los uséis e imitéis imprudentemente, sin consideración. Pero estad seguros de esto, que si no podéis entender la calidez de los libros extranjeros de devoción, es por una deficiencia en vosotros. Usar palabras duras no lo solucionará; es una falta interior la cual sólo gradualmente puede ir superándose, pero de todos modos es un defecto en nosotros. Confiad en ello, el modo de entrar en los sufrimientos del Hijo es entrar en los sufrimientos de la Madre. Ponéos al pie de la Cruz, ved a María de pie allí, elevando sus ojos y traspasada por la espada. Imaginad sus sentimientos, y asimiladlos. Dejad que ella sea vuestro gran modelo. Sentid lo que ella sintió y lloraréis dignamente por la muerte y la Pasión del Salvador vuestro y suyo. Tened su fe sencilla y creeréis bien. Rogad para estar llenos de la gracia que ella recibió. ¡Debéis tener tantos sentimientos que ella no tuvo! El sentimiento del pecado personal, del dolor personal, de la contrición, y del odio a vuestro yo, pero en un pecador estos acompañarán naturalmente a la fe, la humildad, la simplicidad que fueron sus importantes adornos. Lamentáos con ella, creed con ella, y finalmente experimentaréis su felicidad sobre la que habla el texto bíblico. Nadie ciertamente puede tener su prerrogativa especial de ser la Madre del Altísimo, pero tendréis una parte en esa felicidad suya, que es más importante, la felicidad de hacer la voluntad de Dios y de guardar Sus mandamientos.

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