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La confesión: Misterio de Iniquidad y Misterio de Misericordia. Fr. Rafael María Rossi OP


¿En qué sentido hablamos de "iniquidad" y "misericordia"? Iniquidad, en cuanto que el pecado no sólo va contra la justicia divina (en el orden natural y en el sobrenatural) sino que va contra el Amor del Padre; o sea que es más grave que una injusticia. Y misericordia, en el sentido de que la redención no fue sólo obra de Justicia ("pagar una deuda, restaurar el orden justo") sino obra del Amor Infinito y Gratuito, por el cual fuimos hechos hijos de Dios.

"Tanto amó Dios al mundo..." que quiso sufrir por ese amor que nos tiene.

"Los místicos dicen que Dios sufre por y con los condenados del infierno. Y Kierkegaard escribe que cuando Dios "abandonó" a su Hijo ("Dios mío, ¿por qué me has abandonado?") Dios Padre sufrió horriblemente "por tener que abandonar a su Hijo" (P. L. Castellani, Castellani por Castellani, p. 309).

El Pecado, como mal del mundo, sólo podía ser vencido con la fuerza del bien: el mal muere cuando alguien devuelve un bien por el mal sufrido (cfr. ibíd., p. 311). Por eso dice San Juan de la Cruz:

"Donde no hay amor

pon amor y sacarás amor" (Carta 27).



"El movimiento infinito de la injusticia -motus perpetuus- no puede ser ya detenido, ni siquiera por la Justicia, sino solamente por el Amor" (P. L. Castellani, op. cit., p. 311).



I) La angustia del pecado 

"Una vez que hubo malgastado toda (su herencia),
vino una gran hambre en esa región 
y comenzó a padecer necesidad... fue a cuidar los cerdos... 
Entrando dentro de sí, dijo: 
Me levantaré, volveré junto a mi Padre" (Lc. 15, 11-24).


¿Por qué el pecado produce angustia? Supuestamente, y en cierto sentido también real, el pecado nos trae aparentes beneficios (un bien desordenado: utilidad o placer) ("convertir las piedras en pan").

Pero la angustia ha de nacer de un mal en nosotros, un mal que nos oprime y nos priva de un bien que necesitamos:

"Se dice angustia cuando [el mal presente] agrava de tal manera al alma, que nos parece no tener refugio" (Sto. Tomás, S. Teológica, I-II, 35, 8).

El mal al cual queremos hacer referencia es el pecado, en su doble rostro de rechazo de Dios y de apego desordenado a alguna creatura. El pecado es un mal: RECHAZO DEL SUMO BIEN (= Dios), AMOR FALSO a la CREATURA (= Nada).

El pecado "se puede llamar delirio, porque cree que pone su afecto en algo, y cuando va a comprobarlo se encuentra con la nada. Algo, sin embargo, había y hay en las creaturas que ama [el que peca], con mísero amor, pero lo que de ellas sacaba era el vacío pues el pecado es la nada. (Sta. Catalina de Siena, Diálogo, nº 143).

De tal manera que el amor, que debiera llevarnos hasta un bien, por el pecado nos deja con el deseo insatisfecho, sin reposo.

Escuchemos a un ilustre ateo, Bertrand Russell, confesar claramente la angustia de quien vive sin Dios:

"El hombre es producto de causas que no preveían el fin que estaban realizando; su origen, crecimiento, temores, esperanzas, amores y creencias son el resultado de accidentales colocaciones de átomos; ...

Sólo en la armazón de estas verdades, sólo sobre las firmes bases de una inflexible desesperanza, desde ahora en adelante podrá construirse con seguridad el habitáculo del alma...

Al hombre sólo le es permitido abrigar los elevados pensamientos que ennoblecen su efímera existencia; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del Destino, venerar el altar que sus propias manos han construido; ... sostener a solas, cual Atlas cansado e inflexible, el mundo plasmado por sus propios ideales a pesar de la marcha destructora de la fuerza inconsciente" (A Free Man’s Worship: Misticismo y lógica, p. 46ss.).

Son palabras análogas a las de Babel: construir un mundo sin la obediencia a la Ley Divina, en la autonomía (tan amada por Kant).

Como consecuencia del pecado, el hombre, aunque sin perder su naturaleza humana, se degrada en su dignidad, y se hace semejante a los animales.

"El bien natural [del hombre] se corrompe, en cuanto se desordena su naturaleza, cuando la voluntad no se sujeta a Dios; en consecuencia toda la naturaleza del hombre que peca permanece desordenada" (Sto. Tomás, Suma Teológica, I-II, 109, 7).

"Pecando, el hombre se aparta del orden de la razón; y así decae de su dignidad humana, en cuanto que el hombre es naturalmente libre y existe para sí mismo: pero cae, en cierto modo, en la esclavitud de los animales, en cuanto existen para utilidad de los otros; como dice el Sal. 48: "El hombre, siendo honorable, no entendió, se compara al asno necio, y se hizo semejante a él"... "El hombre malo es peor que los animales" (ibíd., II-II, 64, 2, 3m).

"Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana" (Juan Pablo II, Veritatis Splendor 54).

No menos angustiante es el efecto sobrenatural del pecado: la sujeción al demonio:

"apartándose del servicio de Dios, cayó en la servidumbre del demonio, permitiéndola justamente Dios a causa de la ofensa cometida contra El" (Sto. Tomás, op.cit., III, 48, 4, 2m).

No sólo domina el demonio al pecador mientras vive, haciéndolo caer en más pecados, apartándolo cada vez más de Dios, sino que en la hora de la muerte lo atormenta y engaña, para que no pueda recurrir a la misericordia de Dios; oigamos la que Dios dice a Santa Catalina:

"¡Qué terrible y llena de oscuridad es la muerte del pecador! Porque, en el último momento, los demonios lo acusan con terror y oscuridad, mostrándole su figura, que sabes lo horrible que es. Si la criatura pudiera elegir en esta vida, preferiría sufrir cualquier dolor antes que tener la visión del demonio.

Se renueva, además, el remordimiento de la conciencia, que roe al alma miserablemente. Lo acusan los placeres desordenados y los sentidos, de los que hizo su señor, esclavizando su razón a ellos...

En la vida vivió como un incrédulo y no como fiel a mí, porque el amor propio le tapó la pupila de la luz santísima de la fe; y el demonio le tienta con ese pecado cometido para hacerle caer en la desesperación...

Ahora se encuentra desnudo de toda virtud, y a cualquier lado donde mire no oye sino improperios en medio de una gran confusión" (Sta. Catalina, op.cit., nº 132).

Veamos esto mismo en la muerte de Voltaire, enemigo jurado de Cristo y de la Iglesia, alma mater de la Revolución Francesa:

"Poco antes [de morir], preso de furiosas agitaciones, lanzaba gritos desaforados, se revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Varias veces quiso hacer que viniera un ministro de Jesucristo [un sacerdote]. Los amigos de Voltaire se opusieron por temor de que la presencia de un sacerdote derrumbaría la obra de su filosofía y disminuiría el número de sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada desesperación se apoderó del moribundo; gritaba, diciendo que sentía una mano invisible arrastrarlo ante el tribunal de Dios" (P. Royo Marín, OP, Teología de la Salvación, p. 264).

Y si al final no han sabido acogerse a la misericordia de Dios, y no han pedido perdón, caen en la desesperación sin fin del infierno. Como dice Dante en la Divina Comedia, Infierno, canto III, al encontrarse ante la puerta del infierno:

"¡Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza!".

"En el momento de la muerte, habiendo puesto los pecadores su vida bajo el señorío del demonio -voluntariamente- si llegan a la muerte bajo este perverso dominio, no esperan otro juicio, sino que ellos mismos son los jueces por su conciencia y, como desesperados, se van a la condenación eterna, con odio se apegan más al infierno, y antes del juicio se condenan ellos mismos y van con sus señores los demonios" (Sta. Catalina, op.cit., nº 43).

"En el infierno los condenados sufren cuatro tormentos principales:

1.- El primero es verse privados de Mí, lo cual es tan doloroso que, si les fuera posible, antes que estar libres de las penas y de no verme, eligirían el fuego y atroces tormentos con tal de verme.

2.- El dolor producido por el gusano de la conciencia, que constantemente roe, pues por su propia culpa se ven privados de Mí y del trato con los ángeles, y se hicieron dignos del trato con los demonios y de su visión.

3.- La visión del demonio, que es el tercer tormento, les redobla todos sus sufrimientos: viendo a los demonios se conocen más a sí mismos, y que por culpa suya son dignos de ellos. Y ven su figura tan horrible.

4.- El cuarto tormento es el fuego, que arde y nunca se acaba; quema al alma sufriendo, la aflije y no la consume. La quema y la hace sufrir con penas grandísimas.

5.- Y otros tormentos: frío, calor, rechinar de dientes" (ibíd., nº 38).



Pero hay un tercer modo de angustia, y es la que procede de la gracia y la providencia de Dios, para sacarnos del pecado. Por una parte, Dios se sirve del demonio:

"El demonio ha sido designado verdugo de mi justicia para atormentar a las almas que miserablemente me han ofendido,... y para tentar, causando molestias a mis creaturas, para que triunfen y reciban de mí la gloria de la victoria..., para probar y ejercitar la virtud del alma en esta vida" (ibíd., nº 43).

Por otra parte se sirve Dios del remordimiento de la conciencia:

"A los hombres del mundo que yacen en la muerte del pecado los despertaré con el remordimiento de la conciencia o con sufrimientos que sentirá en el interior de su corazón de nuevas y diversas maneras. Muchas veces se apartan de la culpa del pecado mortal por razón de la duración de las penas y del remordimiento de conciencia que hay dentro del alma. Alguna vez... le privaré de lugar y tiempo para el pecado: por el cansancio de la aflicción del corazón, no puede satisfacer sus deseos desordenados, y vuelve dentro de sí con compunción de corazón y remordimiento de conciencia y echa por tierra sus delirios...

¿Qué es lo que me obliga a hacerlo?: me obliga el amor, porque os amé antes de que existieseis (ibíd., nº 143).



II) La Esperanza de la conversión 

"Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc. 15).

Después de haber pasado por la oscuridad del pecado, habiendo vislumbrado la luz en el remordimiento, pasemos a la claridad por medio de la conversión.

Si el pecado es la conversión a las creaturas dejando de lado a Dios, la conversión es volver a Dios como lo primero en nuestra vida, como el centro de nuestra vida: "buscad primero el Reino de Dios y su justicia".

"Al Reino de Dios, anunciado por Cristo, se puede llegar solamente mediante la metanoia, es decir, mediante la íntima y total mudanza y renovación de todo el hombre -de todo su sentir, juzgar y disponer- que halla su actuación en él, a la luz de la caridad y santidad que en el Hijo se nos ha manifestado y comunicado con plenitud" (Pablo VI, Const. Apost. Paenitemini, 17-02-66).

Esta conversión, que es un don de la gracia, elimina las angustias del pecado y engendra la alegría que nace de la amistad con Dios, recuperada.

"Que la vergüenza disponga para el retorno a quien se enorgullecía para no volver, porque es la soberbia quien lo impide. Quien reprende con severidad no comete pecado, sino que muestra el pecado: pone ante los ojos del alma lo que ésta no quería ver. Lo que deseaba tanto llevar a la espalda, se lo cuelga ante el rostro. Mírate en ti. "¿Por qué miras la paja en el ojo ajeno, y no ves la viga en el tuyo?". Y al alma, que anda fuera de sí, se la trae de nuevo a sí. Al alejarse de sí misma se alejó de Dios: se había mirado a sí misma y salió complacida, enamorándose así de su independencia. Se alejó de Dios y no permaneció en sí misma; sale de sí, se excluye de sí misma y se precipita sobre lo exterior. Ama al mundo, ama lo temporal, ama lo terreno. Amarse a sí misma con desprecio del Creador es decaer, venirse tan a menos, como la distancia que hay entre una cosa hecha y el que la hizo. Luego, Dios ha de ser amado de tal modo, que hasta nos olvidemos de nosotros mismos, si fuera posible. ¿Cómo se ha de realizar esta conversión? El alma se olvidó de sí misma por amor al mundo; ahora olvídese de sí mis ma, pero para amar al Creador del mundo" (S. Agustín, Sermón 142, 1-3).

"Conviértanse, y que te busquen, porque Tú no abandonas a las creaturas como ellos abandonaron al Creador. Conviértanse, y en ese mismo momento Tú estarás allí, en sus corazones, en los corazones de los que te confiesan y se arrojan en Ti, y lloran en tu seno después de recorrer sus caminos difíciles. Tú enjugas sus lágrimas; y lloran aún más y se alegran en su llanto, porque Tú, Señor, eres quien los hiciste, quien los repara y consuela" (S. Agustín, Confesiones V, 2-2).

Una alegría que comienza en Dios, quien se alegra "más por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de ella".

"Nosotros oímos con gran alegría que la oveja descarriada es vuelta al redil en los alegres hombros del Pastor. Y el júbilo de la solemnidad de tu casa arranca lágrimas de nuestros ojos, cuando se lee de tu hijo menor, que estaba muerto y volvió a la vida, se había perdido y fue hallado" (S. Agustín, Confesiones VIII, 3-6).

Esta alegría, que nace del amor sobrenatural, no excluye el dolor y el sufrimiento, pues aún queda en el mundo la ofensa contra Dios.

"El alma se encenderá en un amor inefable a causa de este conocimiento sobre Mí. Por él se halla en continuo sufrimiento, no aflictivo, que atormente o le produzca aridez, sino el que hace progresar. Pero como ha conocido mi Verdad, su propia culpa y la ingratitud y ceguera del prójimo, padece torturas intolerables y, consiguientemente, sufre porque ama, pues si no amase no sentiría dolor" (Sta. Catalina, op.cit., 4).



III) Cristo sacerdote es también víctima  

"Debemos completar en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo" 

(Col. 1, 24).



Cristo, ofreciéndose voluntariamente en la pasión y muerte en la cruz, fue a la vez Sacerdote y Hostia ó Víctima .

"Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, como ofrenda y víctima a Dios, en olor de suavidad" (Efesios 5, 2).

La Redención tiene efecto, no sólo por quién sea el Sacerdote que ofrece el sacrificio redentor, sino también por quién es la Víctima perfecta de la redención.

Cristo, en su pasión, quiso padecer la angustia en modo máximo, y mostrar así su amor también máximo: "nos amó hasta el fin". "Ved si hay dolor como mi dolor" (Lam. 1, 12).

"La causa del dolor interior de Cristo fue, 1º) todos los pecados del género humano, por los cuales satisfizo padeciendo; 2º) especialmente el caso de  los judíos y otros que pecaron al matarlo, y por sus discípulos que se escandalizaron de la pasión de Cristo; 3º) por la pérdida de la vida corporal, lo cual es naturalmente horroroso a la natura humana (Sto. Tomás, op.cit., 46, 6).

¿Por qué Cristo es Sacerdote y víctima al mismo tiempo? Porque ninguna otra víctima era digna de su sacerdocio.

"El mismo es simultáneamente sacerdote y víctima. Ninguna otra Hostia sería digna de su sacerdocio. Cristo fue Hostia no sólo en su cuerpo sino también en su alma, que llegó a sentir angustias de muerte" (P. Garrigou Lagrange, La unión del sacerdote con Cristo, Sacerdote y Víctima, p. 29).

"Mi alma está triste hasta la muerte" (Mt. 26, 28) (Mc. 14, 34).

Las palabras de Cristo en la Cruz: "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" nos indican la magnitud de su dolor y angustia. Porque el estar abandonado de Dios es el sufrimiento principal de los condenados en el infierno. No digo que Cristo estuvo condenado, sino que sintió ese desamparo infinito. Y ese dolor, animado por su caridad infinita, nos redimió.

"Cierto está que al punto de la muerte quedó también anihilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad según la parte inferior [la sensibilidad], por lo cual fue necesitado a clamar diciendo: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? (Mt. 27, 46);  lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida; y así, en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios. (S. Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 2, 7.11).



IV) El Sacerdote de Cristo

El sacerdote, ministro de Cristo, no es meramente un administrador, ni un predicador, ni un discípulo: es verdaderamente "Otro Cristo", en cuanto que la acción redentora de Cristo se realiza por la acción del sacerdote, principalmente en la Celebración de la Misa y en la confesión: "Haced esto en conmemoración mía", y "A quienes perdonéis los pecados les serán perdonados...".

"El presbítero participa de la consagración y misión de Cristo de un modo específico y auténtico, o sea, mediante el Sacramento del Orden, en virtud del cual está configurado en su ser con Cristo Cabeza y Pastor... La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo" (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 1992).

Por esta misión co-redentora del sacerdote, que actúa "en la persona de Cristo", descubrimos la necesidad de que el sacerdote sea a la vez víctima, para configurarse plenamente con Cristo, sacerdote y víctima.

"La esterilidad del apostolado proviene de que muchos sacerdotes no tienen una esperanza bastante firme en el auxilio divino, y caridad ardiente, alma del apostolado. ¿Por qué falta el celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas? Porque falta espíritu de sacrificio; porque el sacerdote ignora que debe ser hostia (víctima) con Cristo, que debe salvar las almas por los mismos medios que Cristo" (P. Garrigou Lagrange, O.P., op.cit., p. 110).

Debe el sacerdote ejercitarse en el sacrificio cotidiano, hasta ofrecer su existencia y su vida por la redención del mundo:

"Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan especialmente el lugar de la persona de Cristo, quien se entregó a sí mismo como víctima para santificar a los hombres; por eso son invitados a "imitar lo que tienen en sus manos" (imitentur quod tractant) en cuanto que celebrando el misterio de la muerte del Señor, procuren mortificar sus miembros de los vicios y concupiscencias...

Se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas, preparados también para el supremo sacrificio" (Concilio Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, nº 13).

El espíritu de sacrificio y la mortificación cotidiana, deben estar, como en Cristo, llenos de la caridad sobrenatural.

"La culpa no se expía en este tiempo finito por ninguna pena que se sufra, por ser pena. Se expía con la pena que se sufre junto con el deseo, amor y contrición de corazón... Las penas satisfacen por la culpa a causa del amor dulce y unitivo, adquirido en el dulce conocimiento de mi bondad y en la amargura y contrición de corazón...

Sufrid pues, tú y los demás servidores míos, con verdadera paciencia, dolor de la culpa y amor a la virtud, para la gloria y alabanza de mi nombre. Obrando así quedarán satisfechas tus culpas y las de los demás servidores míos, de modo que las penas que habéis de soportar serán suficientes, por medio de la virtud de la caridad, para satisfacer y merecer el premio para vosotros y para otros" (Sta. Catalina, op.cit., nº 4).



V) La Confesión

La Misa se vincula con la Confesión, y la Confesión nos prepara para la Misa. Son dos sacramentos que se unen, no deben disociarse. Si bien todos los sacramentos nacen de la Cruz de Cristo, estos dos, la Misa y la Confesión, tienen en común la purificación de los pecados. La Misa renueva verdaderamente el sacrificio de Expiación en la Cruz.

"La pasión en la Cruz es para todos nosotros confesión del Señor ante el Padre. Cargado con todos los pecados, al morir los lleva todos juntos ante el Padre, haciendo penitencia por todos. La Cruz, así considerada, no es otra cosa que la confesión del Hijo que recibe, con la resurrección, la absolución del Padre. La Pascua es la remisión, por parte de Dios, de todos los pecados que el Hijo ha puesto sobre la Cruz, en la cual el Padre devuelve al Hijo un cuerpo glorioso, mas allá de toda penitencia. Así el Hijo ha experimentado en sí mismo la confesión antes de instituirla para nosotros, los verdaderos pecadores, como sacramento. En la forma sacramental es la expresión de lo que El ha experimentado en la Cruz. (Adriana Von Speyer, Mística Objetiva, p. 132).

La confesión, sacramento donde se aplican los méritos redentores de la Cruz de Cristo, es también el momento en que el sacerdote, en nombre de la Ssma. Trinidad, perdona los pecados. Allí también debe el sacerdote expiar; no sólo absolver, sino ofrecer su sacrificio en favor de sus penitentes.

"En una instrucción para los sacerdotes de comienzos del siglo IX, se les pide a los sacerdotes que se asocien a los penitentes que ayunan, ayunando con ellos por una o dos semanas, y ofreciendo sus oraciones y lágrimas por ellos" (P. Fr. B. Farrelly OP, El primitivo monacato irlandés, en Cuadernos de Espiritualidad y Teología, nº 22, p. 137).

Y el cura de Ars, S. Juan María Vianney, decía respecto de la penitencia impuesta:

"impongo una pequeña penitencia, y lo que falta lo hago yo por el penitente" (Cfr. Trochu, El cura de Ars, p. 355).

El confesor, como otro Cristo, carga sobre sus hombros con los pecados de sus penitentes, carga en su corazón las tristezas y angustias, para perdonar y aliviar el peso de las conciencias, devolviendo la alegría y la libertad de los hijos de Dios. Cuando el sacerdote recibe su Ordenación, la Iglesia lo exhorta diciendo: "Conforma tu vida con el misterio de la Cruz del Señor".



VI) El penitente  

"Haced penitencia y creed en el Evangelio" 

(Mc. 1, 15).



Todo fiel cristiano debe "cargar su cruz cada día", y "hacer penitencia para remisión de los pecados" (Hech. 2, 38). Cuánto más cuando reconoce ante Dios, y ante el sacerdote, que "no merece llamarse hijo suyo" a causa de sus pecados.

"En la Iglesia, la pequeña obra penitencial impuesta a cada penitente en el Sacramento, participa de manera especial en la infinita expiación de Cristo [...] El deber de llevar en el cuerpo y en el alma la mortificación del Señor (Cfr. 2 Cor. 4, 10) penetra toda la vida del bautizado" (Paenitemini, Pablo VI).

No es tan sólo ofrecer la penitencia sacramental:

"Oh qué mal piensan aquellos que dicen que con un "pequé" nada costoso, con un acto de contrición nada fervoroso, que a la hora de la muerte esperan hacer sin haberlo practicado en la vida, pretenden ganar el cielo! Tomad por el camino real y seguro esto es, el de la penitencia, ayunos, lágrimas... La verdadera compunción del corazón causa en el alma un grandísimo deseo de satisfacer a Dios, con la debida penitencia por la ofensa que le hizo" (Francisco Javier de la Rosa, El libro del Ermitaño, introducción).

Por tanto, debemos acompañar la penitencia interior y la sacramental, con la mortificación del cuerpo.

"La verdadera penitencia no puede prescindir de una ascesis que comprenda la mortificación del cuerpo, porque todo nuestro ser debe tener participación activa en este acto religioso mediante el cual la creatura reconoce la santidad y la majestad divinas" (Pablo VI, Paenitemini).

San Juan Clímaco conoció un monasterio llamado "La Cárcel", donde se retiraban voluntariamente a hacer penitencia los monjes que habían caído en pecados muy graves. Luego de ver el modo de vida penitente y santa, nos explica el valor de la Penitencia:

"Penitencia es un modo de renovar el santo Bautismo. Penitencia es acordar con Dios una nueva vida. Penitente es el hombre que compra humildad. Penitencia es repudio perpetuo de todo consuelo corporal. Penitente es aquel que permanentemente se está acusando y condenando, el cual tiene un corazón descuidado de sí mismo por el continuo cuidado de satisfacer a Dios. Penitencia es hija de la esperanza y destierro de la desesperación. Penitencia es reconciliación con el Señor, mediante la buena obra opuesta al pecado. Penitencia es purificación de la conciencia. Penitencia es el sufrimiento voluntario de toda pena. Penitente es el artífice de su propio castigo (S. Juan Clímaco, La Santa Escala, Vº).

Concluyamos con el mensaje de la Virgen de Fátima a los tres pastorcitos, y a todo el mundo. Primero el Ángel de Portugal:

"De todo lo que podáis, ofreced un sacrificio como acto de reparación por los pecados por los cuales Dios es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores".

Luego la Virgen del Rosario:

"Sacrificaos por los pecadores y decid muchas veces, especialmente cuando hagáis un sacrificio: "¡Oh Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!" (P. Ramiro Sáenz, Fátima; un examen de conciencia ante el tercer milenio).

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