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De Magistro: El Maestro. De Veritate, q. XI. Sto. Tomás de Aquino


Primeramente, nos preguntamos si el hombre puede enseñar y ser llamado maestro, o solamente Dios.

Segundo, si alguien puede ser llamado maestro de sí mismo.

Tercero, si un hombre puede ser enseñado por un ángel.

Cuarto, si el enseñar es propio de la vida activa o contemplativa.



Artículo I



Nos preguntamos si el hombre puede enseñar y ser llamado Maestro, o solamente Dios.



Objeciones. Porque parecería que sólo Dios enseñe y deba ser llamado maestro.



1. Mt. XXIII, 8: Uno sólo es vuestro maestro, y antes dice: No os hagáis llamar rabbí, que la Glosa (interlineal) comenta: "Para que no atribuyáis honor divino a los hombres, ni usurpéis para vosotros lo que es de Dios". Por lo tanto, ser maestro o enseñar parece propio de sólo Dios.

2. Además, si el hombre enseña, no lo hace sino mediante signos; porque aunque pareciera que algo pueda ser enseñado por las cosas mismas, como por ejemplo si alguien se pusiera a caminar para enseñar a otro lo que es caminar, sin embargo ello no sería suficiente para enseñar, a no ser que se le añada algún signo, como dice S. Agustín en su libro De Magistro, c. III, y lo prueba, diciendo que hay aspectos diversos que convienen a una sola cosa, por lo que no se sabría a cual de ellos se refiere la demostración, si se refiere a la substancia o a alguno de sus accidentes. Ahora bien, por un signo no se puede llegar al conocimiento de las cosas. Porque es más importante el conocimiento de las cosas que el de los signos, dado que el conocimiento de los signos se ordena al conocimiento de las cosas como a su fin; el efecto no es mayor que su causa. Por consiguiente, nadie puede transmitir a otro el conocimiento de alguna cosa, y por tanto es imposible que le enseñe.

3. Además, si un hombre puede mostrar a otro los signos de algunas cosas; o bien a quien le son mostrados conoce esas cosas de las cuales son signos, o no las conoce. Si las conoce, no es enseñado acerca de ellas. Si, en cambio, no las conoce, si las ignora, tampoco puede conocer el significado de los signos, pues quien ignora que esta cosa es una piedra no puede saber qué significa la palabra "piedra". Ignorando el significado de los signos, nada podemos aprender por medio de ellos. Así, pues, si un hombre no hace otra cosa para enseñar que proponer signos, parecería que un hombre no puede ser enseñado por otro hombre.

4. Además, enseñar no es sino causar ciencia en algún otro. Ahora bien, el sujeto de la ciencia es el intelecto; mas los signos sensibles, únicos por los que parece pueda ser enseñado el hombre, no llegan a la parte intelectiva, sino que se detienen en la potencia sensitiva. Luego el hombre no puede ser enseñado por otro hombre.

5. Además, si la ciencia de uno es causada por otro: o bien la ciencia ya estaba en el que aprende, o no estaba. Si no estaba, y es en el hombre causada por otro, quiere decir que un hombre causa la ciencia en otro, lo cual es imposible. Si, por el contrario, ya estaba, o estaba en acto perfecto, y no puede entonces ser causada, porque lo que es no puede ser hecho; o estaba según la razón seminal, pero las razones seminales no pueden ser puestas en acto por ninguna virtud creada, sino que sólo Dios las puede implantar en la naturaleza, como dice S. Agustín en Super Genesim ad litteram. Por lo tanto se concluye que de ninguna manera un hombre puede enseñar a otro.

6. Además, la ciencia es un accidente. Ahora bien, el accidente no cambia de sujeto. Por lo tanto, como la enseñanza no parece ser otra cosa que la transfusión de la ciencia del maestro al discípulo, nadie puede enseñar a otro.

7. Además, sobre aquello que se lee en Rom. X, 17: La fe entra por el oído, comenta la Glosa (interlineal): "Aunque Dios enseña interiormente, no obstante el predicador anuncia desde fuera". Ahora bien, la ciencia es causada interiormente en la mente y no exteriormente en el sentido. Por consiguiente, el hombre es enseñado sólo por Dios, no por otro hombre.

8. Además, S. Agustín en su libro De Magistro dice: Sólo Dios, que enseña interiormente la verdad, tiene su cátedra en el cielo; en cambio el hombre es considerado con respecto a la cátedra como un agricultor en relación a un árbol. Ahora bien, el agricultor no es el que fabrica el árbol sino el que lo cultiva. Así, pues, no se puede decir que el hombre da la ciencia sino que dispone a la ciencia.

9. Además, si el hombre es considerado verdadero doctor, es necesario que enseñe la verdad. Ahora bien, quienquiera enseña la verdad, ilumina la mente, pues la verdad es la luz de la mente. Por lo tanto, el hombre, si enseña, iluminará la mente. Pero esto es falso pues es Dios el que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn. I, 9). Por lo tanto, el hombre no puede enseñar verdaderamente a otro.

10. Además, si un hombre enseña a otro, es menester que lo haga pasar de conocedor en potencia a conocedor en acto. Es, pues, preciso que la ciencia de éste sea llevado [educatur] de la potencia al acto. Ahora bien, lo que es educido de la potencia al acto necesariamente se cambia. Por lo tanto, la ciencia o la sabiduría se cambiará, lo cual está contra lo que afirma S. Agustín, en el libro LXXXIII Quaestionum, donde dice que "la sabiduría, al penetrar en el hombre, no se cambia a sí misma, sino que cambia al hombre".

11. Además, la ciencia no es más que la reproducción [descriptio] de las cosas en el alma, ya que se dice que la ciencia es la asimilación del que conoce a lo conocido. Ahora bien, un hombre no puede reproducir las semejanzas de las cosas en el alma de otro, porque si así lo hiciera obraría interiormente en el otro, lo cual es propio sólo de Dios. Por lo tanto, un hombre no puede enseñar a otro.

12. Además, Boecio dice en el libro De Consolatione (V, prosa 5) que sólo por la enseñanza la mente del hombre es estimulada a saber. Ahora bien, aquel que estimula al intelecto para saber, no hace que éste sepa, así como el que estimula a otro para ver corporalmente, no hace que éste vea. Por lo tanto, ningún hombre hace que otro conozca, y así no se puede decir con propiedad que le enseñe.

13. Además, para que haya ciencia se requiere la certeza del conocimiento, de otro modo no sería ciencia, sino opinión, o credulidad, como dice S. Agustín en su libro De Magistro. Ahora bien, un hombre no puede infundir certeza en otro por medio de los signos sensibles que le propone, pues lo que está en el sentido es más oblicuo que aquello que está en el intelecto; en cambio la certeza se alcanza siempre por lo que es más recto. Por lo tanto, un hombre no puede enseñar a otro.

14. Además, para la ciencia no se requiere otra cosa sino la luz inteligible y la especie. Ahora bien, ni una ni otra pueden ser causadas en un hombre por otro hombre, porque se necesitaría que el hombre creara algo, de momento que no parece que estas formas simples puedan ser producidas sino por creación. Por lo tanto el hombre no puede causar la ciencia en otro, ni consecuentemente enseñar.

15. Además, nada puede formar la mente del hombre sino sólo Dios, como dice S. Agustín en el libro I De libero arbitrio, cap. XVII. Ahora bien, la ciencia es una forma de la mente. Por lo tanto, sólo Dios causa ciencia en el alma.

16. Además, así como la culpa está en la mente, así también la ignorancia. Ahora bien, sólo Dios purifica la mente de la culpa: IS. XLIII, 25: Yo mismo soy el que tiene que borrar tus iniquidades. Por lo tanto sólo Dios purifica la mente de la ignorancia, y de este modo sólo Dios enseña.

17. Además, como la ciencia es el conocimiento que engendra certeza, alguien recibe ciencia de otro cuando le consta de la certeza de su locución. Ahora bien, nadie se fía de otro por el mero hecho de oírlo hablar; de lo contrario correspondería que todo lo que se dice a otro le constara a éste como cierto. Sólo se tiene certeza cuando interiormente se oye hablar a la verdad, y con ésta se consulta incluso aquello que se ha oído del otro, para poder llegar a la certeza. Por consiguiente, no es el hombre el que enseña sino la verdad que habla interiormente, o sea, el mismo Dios.

18. Además, ninguno aprende por la locución de otro aquellas cosas sobre las cuales hubiera respondido en caso de haber sido previamente interrogado. Ahora bien, el discípulo, aún antes de que el maestro hable, respondería si fuera interrogado acerca de aquello que el maestro le propone, pues no sería enseñado por la locución del maestro si no conociera que las cosas son tales como el maestro las propone. Por lo tanto, un hombre no es enseñado por la locución de otro.



Contra esto.

1. Está lo que se dice en II Tim. I, 11: Yo he sido predicador... y maestro. Por lo tanto, el hombre puede ser maestro y ser llamado tal.

2. Además, en II Tim. III, 14 se lee: Pero tú permanece en lo que has aprendido y creído. La Glosa intercala: (lo has aprendido) "de mí como de un verdadero doctor". Y así se concluye igual que arriba.

3. Además, en Mt. XXIII, 8 y 9 se dice juntamente: Uno solo es vuestro maestro, y uno solo es vuestro padre. Ahora bien, por el hecho de que Dios sea el padre de todos no se excluye que también el hombre pueda verdaderamente ser llamado padre. Por lo mismo, tampoco se excluye que el hombre pueda ser llamado maestro.

4. Además, sobre aquello que se lee en Rom. X, 15: ¡Cuán hermosos son los pies de los que evangelizan la paz! (cf. Is. LII; 7), dice la Glosa: "Son éstos los pies que iluminan a la Iglesia". Se refiere a los Apóstoles. Como el iluminar es un acto propio del doctor, parecería que el hombre es competente para enseñar.

5. Además, como se dice en III Metaphys., una cosa es perfecta cuando es capaz de engendrar algo similar a sí. Ahora bien, la ciencia es un conocimiento perfecto. Por consiguiente, el hombre que tiene ciencia, puede enseñar a otro.

6. Además, S. Agustín en el libro Contra Manich. (II cap. IV) dice que "así como la tierra, que antes del pecado era regada por los manantiales, después del pecado necesitó la lluvia que desciende desde las nubes; así la mente humana, significada por la tierra, antes del pecado era fecundada por la fuente de la verdad, en cambio después del pecado necesita de la doctrina de los otros, a la manera de la lluvia que desciende de las nubes". Por consiguiente, después del pecado, el hombre es enseñado por el hombre.



Cuerpo del artículo. 

Respondo diciendo que en tres niveles se encuentra la misma diversidad de opiniones, a saber, en la educción de las formas en el ser, en la adquisición de las virtudes, y en la adquisición de las ciencias.

A) Porque algunos dijeron que todas las formas sensibles son producidas ab extrínseco, o sea, por una substancia o forma separada a la que llaman dadora de las cosas o inteligencia agente, y que todos los agentes naturales inferiores no hacen sino preparar la materia para la recepción de la forma.

De manera semejante también Avicena dice en su Metaphys., que nuestra acción no es la causa del hábito honesto, sino que se limita a impedir lo contrario de la virtud, y predispone para que el hábito bueno surja de la substancia que perfecciona las almas de los hombres, que es la inteligencia agente, o alguna substancia semejante a ella.

De manera similar dice que tampoco la ciencia se produce en nosotros si no por obra de un agente separado; por lo que Avicena afirma en VI De Naturalibus (IV, cap. II) que las formas inteligibles llegan a nuestra mente por obra de una inteligencia agente.

B) Algunos opinaron exactamente lo contrario, a saber, que todo esto es intrínseco a las cosas, y no tiene una causa exterior, sino que solamente se manifiesta por una acción exterior. Porque algunos afirmaron que todas las formas naturales estarían actualmente latentes en la materia, y que el agente natural no hace otra cosa que extraerlas de lo oculto y ponerlas de manifiesto.

Asimismo algunos afirmaron que todos los hábitos de las virtudes son intrínsecos a nosotros por naturaleza, pero mediante el ejercicio de las obras son removidos los impedimentos que en cierto modo ocultan los hábitos antedichos, así como por la lima se quita la herrumbre para que se manifieste la claridad del hierro.

Asimismo algunos dijeron que todas las ciencias fueron creadas simultáneamente con el alma, y que por la enseñanza y por el auxilio exterior de la ciencia nada ocurre sino que el alma es llevada a recordar y a considerar aquello que ya anteriormente conoció. De lo que concluyen que aprender no es otra cosa que recordar.

C) Ambas opiniones son erróneas.

Porque la primera excluye las causas próximas, ya que atribuye solamente a las causas primeras todos los efectos que se producen en los seres inferiores; con lo cual se deroga el orden del universo, entretejido por el orden y por la conexión de las causas. En realidad, la causa primera, por la eminencia de su bondad, no sólo hace que las otras cosas sean, sino también que sean causas.

Asimismo la segunda opinión cae en el mismo error. Porque lo que se limita a quitar impedimentos no mueve sino accidentalmente, como se dice en VIII Physic. (comm. 32); si los agentes inferiores no hacen otra cosa que sacar de lo oculto a lo manifiesto, removiendo los impedimentos que ocultan las formas y los hábitos de las virtudes y de las ciencias, se sigue que todos los agentes inferiores no obran sino accidentalmente.

D) Y por esto, según la doctrina de Aristóteles (I Physic., comm. 78), en todos esos niveles hay que mantener la vía media entre ambas opiniones.

Porque las formas naturales preexisten ciertamente en la materia, no en acto, como decían algunos, sino sólo en potencia, de la cual son puestas en acto por un agente extrínseco próximo, no sólo por el agente primero, como afirmaba la otra opinión.

De igual manera, según la sentencia del mismo Aristóteles en VI Ethicorum (II), los hábitos de las virtudes, antes de que lleguen a su consumación, preexisten en nosotros en ciertas inclinaciones naturales, que son como incoaciones de las virtudes, pero después, por el ejercicio de las obras, se dirigen a su debida consumación.

Lo mismo hay que decir de la adquisición de la ciencia, a saber, que preexisten en nosotros algo así como semillas de las ciencias, que son las primeras concepciones del intelecto, las cuales son conocidas por la luz del intelecto agente mediante especies abstraídas de lo sensible, ya sean éstas complejas, como las dignidades, ya simples, como la razón del ser, del uno, etc., que el intelecto aprehende inmediatamente. Todos los principios se siguen de estos principios universales, como si se tratara de razones seminales. Por consiguiente, cuando a partir de estos conocimientos universales la mente es llevada a conocer en acto los particulares, que primeramente eran conocidos en potencia y como de manera universal, entonces se dice que alguien adquiere una ciencia.

E) Sin embargo hay que saber que en las cosas naturales algo puede preexistir en potencia de doble modo.

Primero, en potencia activa completa, a saber, cuando el principio intrínseco es capaz de conducir hasta el acto perfecto, como se manifiesta en la curación, donde el enfermo se sana gracias al poder natural que existe en él.

Segundo, en potencia pasiva, a saber, cuando el principio intrínseco no es suficiente para conducir hasta el acto, como sucede cuando el aire se convierte en fuego; porque esto no lo puede hacer ningún poder que existe en el aire.

Por lo tanto, cuando preexiste algo en potencia activa completa, entonces el agente extrínseco no obra sino ayudando al agente intrínseco, y ofreciéndole aquello que le hace posible llegar al acto; así como el médico, cuando cura, es ayudante de la naturaleza, que es la que obra principalmente, confortándola y aplicando los remedios que ésta utiliza como instrumentos para la curación.

Cuando algo preexiste solamente en potencia pasiva, entonces es principalmente el agente extrínseco el que educe de la potencia al acto; así como el fuego hace del aire, que siendo fuego en potencia sea fuego en acto.

Por eso, en el que aprende, la ciencia preexiste en potencia no puramente pasiva sino activa; de otro modo, el hombre no podría por sí mismo adquirir ciencia.

F) Así como alguien se puede sanar de dos maneras:

una sería por la sola acción de la naturaleza, y la otra, por la naturaleza con el sostén de la medicina, así también hay un doble modo de adquirir la ciencia: uno, cuando la razón natural llega por sí misma al conocimiento de lo ignorado, y este modo se llama invención (o descubrimiento) y otro, cuando desde afuera algo apuntala a la razón natural, y este modo se llama disciplina (o aprendizaje).

En aquellas cosas que resultan de la naturaleza y del arte, el arte obra de la misma manera y por los mismos medios que la naturaleza. Así como la naturaleza sana mediante el calor al que padece por causa del frío, así también el médico; por lo cual se dice que el arte imita a la naturaleza. De manera semejante sucede asimismo en la adquisición de la ciencia, donde el que enseña lleva a otro al conocimiento de lo ignorado siguiendo un procedimiento similar al que uno emplea para descubrir por sí mismo lo que ignora.

El proceso que sigue la razón para llegar por sí misma al conocimiento y descubrimiento de lo ignorado es el siguiente: aplica a determinadas materias los principios comunes conocidos por sí mismos, para llegar así a algunas conclusiones particulares, y de éstas a otras. Según lo cual se dice que uno enseña a otro cuando le expone por medio de signos el proceso que en sí hace por la razón natural, y así la razón natural del discípulo, por las cosas que de tal modo le han propuesto, llega, como por instrumentos, al conocimiento de lo ignorado.

Por consiguiente, así como se dice que el médico causa la salud en el enfermo obrando la naturaleza del enfermo, así también se dice que el hombre causa la ciencia en otro por la operación de la razón natural de éste. Y esto es enseñar. Por ello decimos que un hombre enseña a otro y es su maestro. Y según esto, dice el Filósofo, en I Posteriorum (comm. 51), que la demostración es un silogismo que hace saber.

Con todo, si alguien propusiera a otro alguna cosa que no está incluída en los principios evidentes, o que no es patente que en ellos se incluya, no producirá ciencia en él, sino quizás opinión, o fe; aunque también esto de algún modo sea causado a partir de los principios innatos. Porque por esos mismos principios evidentes sabe que lo que de ellos necesariamente se sigue debe ser sostenido con certeza, y lo que les es contrario debe ser totalmente rechazado; las demás cosas pueden ser o no aceptadas.

La luz de la razón, gracias a la cual conocemos tales principios, ha sido introducida por Dios en nosotros, resultando en nosotros como una semejanza de la verdad increada. Por lo tanto, como cualquier enseñanza humana no puede tener eficacia sino en virtud de aquella luz, consta que sólo Dios es quien interior y principalmente enseña, así como también la naturaleza interior y principalmente sana. Sin embargo, sanar y enseñar propiamente se entienden del modo antedicho.



Respuestas. 

A la primera objeción respondemos que la prohibición del Señor a sus discípulos de hacerse llamar maestros, no debe entenderse de manera absoluta. La Glosa expone cómo debe ser entendida esta prohibición. Lo que se nos prohibe es que llamemos maestro a un hombre, de modo tal que lo atribuyamos la principalidad del magisterio, la cual compete a Dios, como si pusiéramos nuestra esperanza en la sabiduría de los hombres, y no más bien en aquello que oímos de boca del hombre, confrontándolo con la verdad divina que habla en nosotros por la impresión de su semejanza y gracias a la cual podemos juzgar de todas las cosas.

A la segunda objeción respondemos que el conocimiento de las cosas no tiene lugar en nosotros por el conocimiento de los signos sino por el conocimiento de algunas cosas más ciertas, a saber, de los principios, que nos son propuestos por medio de algunos signos, y se aplican a otras que antes nos resultaban simplemente ignotas, si bien en cierto modo las conocíamos, como se dijo en el cuerpo del artículo. Porque no es el conocimiento de los signos el que nos hace conocer las conclusiones sino el conocimiento de los principios.

A la tercera objeción respondemos que aquello que se nos enseña por medio de signos, en parte lo conocemos y en parte lo ignoramos; por ejemplo, si alguien nos enseña qué es el hombre, es necesario que de él sepamos algo de antemano, o sea, la razón de animal, o de substancia, o al menos de ente, lo cual de ningún modo podemos ignorar. Y de igual manera, si se nos enseña alguna conclusión, es menester saber de antemano qué es el sujeto y la pasión, preconociendo también los principios por medio de los cuales somos llevados al conocimiento de la conclusión; porque toda disciplina se edifica a partir de un conocimiento preexistente, como se dice en I Posteriorum. Por lo que la objeción no concluye.

A la cuarta objeción respondemos que las intenciones inteligibles, que el intelecto emplea para elaborar ciencia en sí mismo, las toma de los signos sensibles que llegan a la potencia sensitiva. Porque no son los signos la causa eficiente próxima de la ciencia sino la razón que discurre desde los principios hasta las conclusiones, como se dijo en el cuerpo del artículo.

A la quinta objeción respondemos que la ciencia ya preexistía en el discípulo, no ciertamente en acto completo, sino al modo de razones seminales, por lo cual los conceptos universales, cuyo conocimiento ya está naturalmente ínsito en nosotros, son como semillas de todos los conocimientos ulteriores. Por más que las razones seminales no puedan ser puestas en acto por ninguna virtud creada como si hubiesen sido infundidas por alguna virtud creada, sin embargo lo que está en ellas de manera original y virtual puede ser puesto en acto por la acción de una virtud creada.

A la sexta objeción respondemos que no se dice que el que enseña trasfunde su ciencia en el discípulo como si aquel conocimiento que está en el maestro fuese numéricamente uno con el que se causa en el discípulo, sino que por la enseñanza surge en el discípulo un conocimiento semejante al que está en el maestro, educido de la potencia al acto, como se dijo en el cuerpo del artículo.

A la séptima objeción respondemos que así como se afirma que el médico, aunque sólo obra exteriormente, devuelve la salud, cuando sólo la naturaleza obra en el interior del enfermo, así también se puede decir que el hombre enseña la verdad aunque la anuncia exteriormente, siendo Dios quien en el interior enseña.

A la octava objeción respondemos que S. Agustín en su libro De Magistro, al probar que sólo Dios enseña, no pretende excluir que el hombre pueda enseñar exteriormente sino que se limita a afirmar que interiormente sólo Dios enseña.

A la novena objeción respondemos que en verdad se puede afirmar que el hombre es verdadero doctor, que enseña la verdad, y que ilumina la mente, no como quien infunde luz a la razón sino como quien ayuda a la luz de la razón para que alcance la perfección de la ciencia mediante aquello que externamente le propone, según aquello de Ef. III, 8-9: A mí, el menor de todos los santos, me fue otorgada esta gracia... de iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios.

A la décima objeción respondemos que hay una doble sabiduría: creada e increada. Ambas se infunden en el hombre y, merced a su infusión, el hombre progresa y se perfecciona.

La sabiduría increada de ningún modo es mudable; en cambio en nosotros la sabiduría creada se muda no de suyo sino accidentalmente. Esta última puede ser considerada desde dos aspectos:

Primero, según su referencia a las cosas eternas de las cuales trata; y así considerada es del todo inmutable.

Segundo, según el ser que tiene en el sujeto y así es accidentalmente mudable cuando el sujeto que está en potencia para tener la sabiduría se muda en sujeto que la tiene en acto. Porque las formas inteligibles, en las que consiste la sabiduría, no sólo son semejanzas de las cosas sino también formas que perfeccionan el intelecto.

A la undécima objeción respondemos que las formas inteligibles, a partir de las cuales se constituye la ciencia recibida por la enseñanza, son reproducidas en el discípulo, inmediatamente por el intelecto agente, pero mediatamente por aquel que enseña. Pues el que enseña propone los signos de las cosas inteligibles, a partir de las cuales el intelecto agente toma las intenciones inteligibles y las reproduce en el intelecto posible. De donde las mismas palabras que dice el que enseña, o que se leen en un escrito, en orden a causar ciencia en el intelecto, obran de la misma manera que las cosas que están fuera del alma, porque de ambas el intelecto toma las intenciones inteligibles; aun cuando las palabras del que enseña son causa más próxima de la ciencia que las cosas sensibles que existen fuera del alma, en cuanto que son signos de las intenciones inteligibles.

A la duodécima objeción respondemos que no se puede decir lo mismo del intelecto y de la visión corporal.

La visión corporal no es una fuerza discursiva (que a partir de algunos de sus objetos llegue a otros) sino que todos sus objetos le son visibles tan pronto se vuelve hacia ellos. Por lo cual el que tiene potencia visiva se comporta frente a todo lo visible que ha de mirar, como el que tiene un hábito frente a aquellas cosas que habitualmente ha de considerar. Y por tanto, el que ve, no necesita ser estimulado por otro para ver sino en cuanto éste influye para que dirija su vista hacia algún objeto visible, ya señalando con el dedo, ya de otro modo semejante.

En cambio la potencia intelectiva, siendo discursiva, de una cosa llega a otra, y así no se comporta de la misma manera frente a todo lo inteligible, sino que algunas cosas las ve enseguida, a saber, aquellas que son de por sí evidentes, en las cuales están contenidas implícitamente algunas otras que no puede entender sino con la ayuda de la razón que explica aquello que se contiene implícitamente en los principios. Así, pues, para conocer estas últimas cosas, antes de adquirir el hábito, no sólo está en potencia accidental, sino también en manera esencial, porque necesita una causa motora que lo reduzca al acto mediante la enseñanza, como se dice en VIII Physic. (comm. 32). No necesita dicha causa aquel que habitualmente ya conoce algo.

Por consiguiente, el que enseña estimula al intelecto para saber aquello que enseña, al modo de un motor esencial que educe de la potencia al acto. En cambio, el que señala una cosa a la vista corporal, la excita como un motor ocasional; así como también el que tiene el hábito de la ciencia puede ser estimulado a fijar su atención en algún objeto determinado.

A la decimotercera objeción respondemos que toda la certeza de la ciencia nace de la certeza de los principios, porque las conclusiones sólo son sabidas con certeza cuando se resuelven los principios. Por lo mismo, el hecho de que algo se sepa con certeza se debe a la luz de la razón divinamente introducida en el interior, por la que Dios habla en nosotros. No se debe al hombre que enseña exteriormente a no ser en cuanto que, al enseñarnos, resuelve las conclusiones en los principios. Por lo cual no llegaríamos a la certeza de la ciencia si no existiera en nosotros la certeza de los principios, en los cuales se resuelven las conclusiones.

A la decimocuarta objeción respondemos que el hombre que enseña exteriormente no comunica la luz inteligible sino que es, en cierto modo, causa de la especie inteligible, en cuanto nos propone algunos signos de las intenciones inteligibles que nuestro intelecto recibe de aquellos signos y guarda en sí mismo.

A la decimoquinta objeción respondemos que cuando se dice: Nada puede formar la mente sino Dios, esto se entiende de la última forma de la mente, sin la cual ésta es reputada informe, cualesquiera sean las otras formas que tenga. Esta es aquella forma por la cual se convierte al Verbo, y a El se adhiere; sólo por ella la naturaleza racional puede llamarse formada, como se ve por S. Agustín en Super Genesim ad litteram (lib. IX, cap. XXV y lib. LXXXIII Qq. Quaest. 5.

A la decimosexta objeción respondemos que la culpa está en el afecto, en el cual sólo Dios puede imprimir, como quedará patente en el siguiente artículo; la ignorancia, en cambio, reside en el intelecto, en el cual también puede imprimir la virtud creada, así como el intelecto agente imprime las especies inteligibles en el intelecto posible mediante el cual, a partir de las cosas sensibles y de la enseñanza del hombre, se causa la ciencia en el alma, como se dijo en el cuerpo del artículo.

A la decimoséptima objeción respondemos que, como se ha dicho, la certeza de la ciencia sólo proviene de Dios, quien infundió en nosotros la luz de la razón por la cual conocemos los principios de los que emana la certeza de la ciencia. Sin embargo en cierta manera la ciencia es causada en nosotros por el hombre, como dijimos en el cuerpo del artículo.

A la decimoctava objeción respondemos que un discípulo interrogado antes de la locución del maestro respondería por cierto en lo que atañe a los principios por los cuales es enseñado, pero no lo haría en lo que toca a las conclusiones que el maestro le enseña. Por lo tanto, no aprende del maestro los principios sino tan sólo las conclusiones.



Artículo II



Nos preguntamos si alguien puede llamarse Maestro de sí mismo



Objeciones. Y parecería que sí

1. Porque la acción debe ser atribuída más a la causa principal que a la instrumental. Ahora bien, el intelecto agente es, en cierto modo, la causa principal del conocimiento causado en nosotros. Pues el hombre, que enseña exteriormente, es como la causa instrumental que propone al intelecto agente los instrumentos por los cuales llega al conocimiento. Por lo tanto, más enseña el intelecto agente que el hombre desde afuera. Pues si por la función que desempeña la locución exterior, quien exteriormente habla es llamado maestro de aquel que oye, con mucha mayor razón por la luz del intelecto agente aquel que oye debe ser llamado maestro de sí mismo.

2. Además, nadie aprende algo sino cuando alcanza la certeza del conocimiento. Ahora bien, alcanzamos la certeza del conocimiento gracias a los principios naturalmente conocidos por la luz del intelecto agente. Por lo tanto, el enseñar conviene principalmente al intelecto agente; de donde se concluye lo mismo que arriba.

3. Además, el enseñar conviene más propiamente a Dios que al hombre, por lo cual Mt. XXIII, 8 dice: Uno sólo es vuestro maestro. Ahora bien, Dios nos enseña en cuanto nos da la luz de la razón, que nos permite juzgar acerca de todas las cosas. Por lo tanto, a aquella luz se debe atribuir principalmente la acción de enseñar; por donde se concluye lo mismo que arriba.

4. Además, alcanzar por sí mismo algún conocimiento es más perfecto que recibirlo de otro, como se ve en I Ethicorum (cap. IV). Si, pues, el nombre de maestro toma su origen de aquella manera de enseñanza que consiste en aprender uno de otro de modo que puede llamarlo maestro, con mucha mayor razón aquella manera de enseñanza que consiste en aprender la ciencia por propia invención justifica el nombre de maestro, de suerte que uno puede ser considerado maestro de sí mismo.

5. Además, así como alguien llega a la virtud por el propio esfuerzo y por la ayuda de otro, así también llega la ciencia por la propia investigación y por la docencia de otro. Ahora bien, los que llegan a obrar la virtud sin la ayuda de un legislador o de un instructor externo, son ley para sí mismos, según se lee en Rom. II, 14: Cuando los gentiles que no tienen ley, obran naturalmente lo que está de acuerdo a la ley... para sí mismos son ley. Por lo tanto, también aquel que adquiere la ciencia por sí mismo, debe ser llamado maestro de sí mismo.

6. Además, el que enseña es causa de la ciencia, así como el médico lo es de la salud, según se dijo. Ahora bien, el médico se sana a sí mismo. Por lo tanto, también uno puede enseñarse a sí mismo.

Contra esto.

1. Está lo que dice el Filósofo, en VIII Phys. (comm. 32), a saber, que es imposible que el que enseña aprenda; porque es necesario que el docente tenga la ciencia, y que el discípulo no la tenga. Por lo tanto, no puede ser que alguien se enseñe a sí mismo, o se llame maestro de sí.

2. Además, el magisterio lleva consigo una relación de superioridad, como el señorío. Ahora bien, tal tipo de relaciones no puede darse respecto de uno mismo; pues nadie es padre o señor de sí mismo. Por lo tanto, nadie puede ser llamado maestro de sí mismo.



Cuerpo del artículo.

Respondo diciendo que ciertamente alguno, por la luz interior de la razón, sin el magisterio o la ayuda de la enseñanza exterior, puede llegar al conocimiento de muchas cosas que ignora, como es evidente en el que adquiere ciencia por propia invención; y aunque así es, en cierto modo, causa del saber para sí mismo, no por ello puede ser llamado maestro de sí mismo, o enseñarse a sí mismo.

Pues encontramos en las cosas naturales dos clases de principios agentes, como se ve en el Filósofo, VII Metaphys. (comm. 22 y 28).

A la primera pertenece el agente que contiene en sí todo lo que causa en el efecto; o del mismo modo, como sucede en los agentes unívocos, o también de un modo más eminente, como en los equívocos. Hay, en cambio, otros agentes en los cuales no preexiste sino una parte de los que obran, así como el movimiento causa la salud, o alguna medicina cálida, en la que el calor se encuentra actual o virtualmente, causa la salud, aunque el calor no es toda la salud sino una parte de la salud. Así, pues la primera clase de agentes obra con acción perfecta; no así la segunda, porque un agente obra en cuanto está en acto, de donde, como sólo en parte está en acto para producir el efecto, no puede ser un agente perfecto.

La enseñanza implica, en el docente o maestro, la perfecta acción de la ciencia; por lo que es necesario que aquel que enseña o es maestro tenga explícita y perfectamente la ciencia que causa en otro, como llega a tenerla el que aprende por la enseñanza.

En cambio, cuando alguno adquiere la ciencia por un principio intrínseco, lo que es causa agente de la ciencia no posee la ciencia que debe adquirirse sino en parte, en cuanto que posee las razones seminales de la ciencia, que son los principios comunes; y por lo mismo tal causalidad no es suficiente para que se le pueda atribuir con propiedad el nombre de doctor o maestro.



Respuestas:

A la primera objeción respondemos que aunque el intelecto agente sea causa más principal de la ciencia que el hombre que enseña exteriormente, sin embargo, no preexiste en él la ciencia plena, como en el que enseña; por lo que la objeción no vale.

A la segunda objeción respondemos que lo ya dicho hace evidente la solución.

A la tercera objeción respondemos que Dios conoce explícitamente todo lo que enseña al hombre, por lo que el título de maestro se le puede atribuir con propiedad; no sucede otro tanto con el intelecto agente, por la razón ya dicha.

A la cuarta objeción respondemos que aunque el adquirir la ciencia por invención sea más perfecto de parte del que recibe la ciencia, en cuanto se muestra más hábil para saber, sin embargo de parte del que causa la ciencia el modo más perfecto es por la enseñanza: porque el docente, que conoce explícitamente toda la ciencia, puede guiar más fácilmente hacia ella que lo que puede hacer por propia cuenta aquel que sólo conoce de una manera genérica los principios de la ciencia.

A la quinta objeción respondemos que la función de la ley en el orden del obrar no se compara a la del maestro sino a la de los principios en el orden de la especulación; de donde no se sigue que si alguien es ley para sí, sea por ello maestro de sí mismo.

A la sexta objeción respondemos que el médico sana en cuanto ya posee la salud, no por cierto en acto, sino por su conocimiento de la medicina; en cambio el maestro enseña en cuanto tiene la ciencia en acto. De donde aquel que no tiene la salud en acto, puede causarla en sí mismo, porque la posee en el conocimiento; en cambio es imposible que alguno tenga la ciencia en acto y al mismo tiempo no la tenga, de modo que pueda enseñarse a sí mismo.

 

Artículo III



Nos preguntamos si un hombre puede ser enseñado por un ángel



Objeciones: Porque parecería que no.

1. Pues si un ángel enseñara, lo haría interior o exteriormente. Ahora bien, no puede enseñar interiormente, porque esto es propio de sólo Dios, como dice S. Agustín. Ni parece que pueda enseñar desde el exterior, porque enseñar desde el exterior es enseñar por medio de signos sensibles, como dice S. Agustín en su libro De Magistro (cap. últ): los ángeles no nos enseñan por tales signos sensibles, a no ser quizás por signos aparentemente sensibles, lo cual acaece fuera del curso común de las cosas, como por milagro.

2. Sin embargo hay que decir que los ángeles de alguna manera nos enseñan interiormente, en cuanto que impresionan nuestra imaginación. Pero contra esto hay que recordar que la especie (o imagen) impresa en la imaginación no es suficiente para imaginar en acto, a no ser que esté presente la intención, como es claro por lo que dice S. Agustín en su libro De Trinitate (lib. LXXXIII Quaestionum, q. 51). Ahora bien, el ángel no puede inducir una intención en nosotros, en cuanto que la intención es un acto de la voluntad, en la cual sólo Dios puede imprimir. Por consiguiente, el ángel no nos puede enseñar ni siquiera imprimiendo en la imaginación, ya que mediante la imaginación no podemos ser enseñados sino imaginando algo en acto.

3. Además, los ángeles no pueden enseñarnos sin alguna aparición sensible, a no ser iluminando el intelecto, lo cual es evidentemente imposible: pues ni comunican la luz natural, que procede sólo de Dios, porque creada juntamente con la mente, ni tampoco la luz de la gracia, que sólo Dios infunde. Por lo tanto, los ángeles, no pueden enseñarnos sin aparición visible.

4. Además, siempre que uno es enseñado por otro, es menester que el que aprende considere los conceptos del que enseña, de modo tal que en la mente del discípulo se de el proceso que conduce a la ciencia, así como ese proceso se da en la mente del maestro. Ahora bien, el hombre no puede ver los conceptos del ángel. Porque no los ve en sí mismos, como no ve los conceptos de otro hombre, y con mucha mayor razón, porque es mayor la diferencia; ni tampoco en signos sensibles, a no ser cuando se aparecen sensiblemente, de lo cual no se trata acá. Por tanto, vemos de nuevo que los ángeles no pueden enseñarnos.

5. Además, sólo puede enseñar aquel que ilumina a todo hombre, como aparece en la Glosa de Mt. XXIII, 8: Uno sólo es vuestro maestro. Ahora bien, esto no le compete al ángel, sino sólo a la luz increada, como se manifiesta en Jn. I, 9. Por consiguiente, etc.

6. Además, el que enseña a otro, lo conduce a la verdad, y así causa en su alma la verdad. Ahora bien, sólo Dios ejerce la causalidad sobre la verdad, pues dado que la verdad es luz inteligible y forma simple, no es engendrada de manera sucesiva, y de este modo no puede ser producida sino por creación, lo cual compete a sólo Dios. No siendo los ángeles creadores, según dice el Damasceno (libro II de Orth. Fidei, cap. III), parece que no son capaces de enseñar.

7. Además, la iluminación indeficiente no puede sino proceder de la luz indeficiente, de tal manera que, quitada la luz, el sujeto deja de ser iluminado. Ahora bien, en la enseñanza se exige una cierta iluminación indeficiente, por cuanto la ciencia trata de las cosas necesarias, que siempre permanecen. Por tanto, la enseñanza no procede sino de la luz indeficiente. No es tal luz angélica, ya que su luz defeccionaría si no fuese divinamente conservada. Así, pues, el ángel no puede enseñar.

8. Además, en Jn. I, 38 se dice que dos de los discípulos de Juan que seguían a Jesús, al ser por El interrogados: ¿Qué buscáis? Respondieron: Maestro, ¿dónde habitas? Dice una Glosa que al darle tal nombre manifestaron su fe; y otra Glosa dice: "Los interroga no porque ignore, sino para que obtengan mérito al responder; y para que al que pregunta qué buscan, le respondan no una cosa sino una persona". De todo lo cual se sigue que con aquella respuesta ellos proclaman que El es una persona, y con esta proclamación manifiestan su fe y por ello merecen. Ahora bien, el mérito de la fe cristiana consiste en proclamar que Cristo es una persona divina. Por consiguiente, ser maestro pertenece tan sólo a la persona divina.

9. Además, el que enseña debe manifestar la verdad. Ahora bien, como la verdad es una luz inteligible, resulta para nosotros más evidente que el ángel. Así, pues, no somos enseñados por en ángel, porque lo más evidente no se manifiesta por lo menos evidente.

10. Además, dice S. Agustín en su libro De Trinit. que nuestra mente es formada inmediatamente por Dios, sin interposición de creatura alguna. Ahora bien, el ángel es una creatura. Por consiguiente, a pesar de ser superior a la mente e inferior a Dios, no se interpone entre Dios y la mente humana para formar a ésta; y así el hombre no puede ser enseñado por el ángel.

11. Además, así como nuestro afecto llega hasta el mismo Dios, así nuestro intelecto puede llegar hasta la contemplación de su esencia. Ahora bien, Dios mismo, inmediatamente, forma nuestro afecto por la infusión de la gracia, sin la mediación de ángel alguno. Por lo tanto forma también nuestro intelecto por la enseñanza, sin la mediación de nadie.

12. Además, todo conocimiento es por alguna especie. Si, pues, el ángel enseña al hombre, será menester que cause en él alguna especie gracias a la cual conozca. No puede hacer esto sino o creando la especie, cosa que de ningún modo compete al ángel, como dice el Damasceno (libro II, cap. III), o iluminando las especies que están en los fantasmas (imágenes que están en la imaginación) para que de ellas resulten las especies inteligibles en el intelecto posible del hombre, lo cual parece reducirse al error de aquellos filósofos que afirman que el intelecto agente, cuyo oficio es iluminar los fantasmas, es una substancia separada. Y así el ángel no puede enseñar.

13. Además, más dista el intelecto del ángel del intelecto del hombre que éste de la imaginación humana. Ahora bien, la imaginación no puede recibir aquello que está en el intelecto humano, pues no puede captar sino formas particulares que el intelecto no contiene. Por lo cual tampoco el intelecto humano es capaz de aquellas cosas que están en la mente angélica; y así el hombre no puede ser enseñado por el ángel.

14. Además, la luz que ilumina a alguien, debe ser proporcionada a aquello que ilumina, como la luz corporal a los colores. Ahora bien, la luz angélica, siendo puramente espiritual, no es proporcionada a los fantasmas, que son en cierto modo corporales, en cuanto contenidos en un órgano corporal. Por consiguiente, los ángeles no pueden enseñarnos iluminando nuestros fantasmas, como ya hemos dicho.

15. Además, todo lo que se conoce, o se conoce por su esencia, o por alguna semejanza. Ahora bien, el conocimiento por el cual la mente humana conoce una cosa por su esencia, no puede ser causado por el ángel; porque entonces sería menester que las virtudes, y otras cosas que se contienen dentro del alma, fuesen impresas por los mismos ángeles, en cuanto que tales cosas son conocidas por su esencia. De manera similar tampoco pueden causar el conocimiento de las cosas que son conocidas por sus semejanzas, en cuanto que las mismas semejanzas que existen en el que conoce son más próximas que el ángel a las cosas cognoscibles. Por consiguiente, de ningún modo el ángel puede ser causa de conocimiento para el hombre, en lo cual consiste la enseñanza.

16. Además, el agricultor, aun cuando incentiva exteriormente a la naturaleza para que produzca sus efectos naturales, no por ello es llamado creador, como es claro por lo que dice S. Agustín en Super Gen. Ad litt. (lib. I, cap. XIII). Por la misma razón, tampoco los ángeles deben ser llamados doctores o maestros aun cuando incentiven al intelecto del hombre para que sepa.



17. Además, siendo el ángel superior al hombre, en el caso de que enseñe, es menester que su enseñanza aventaje a la humana. Ahora bien, esto no puede ser. Porque el hombre puede enseñar acerca de aquellas cosas que tienen causas determinadas en la naturaleza; otras cosas, como los futuros contingentes, no pueden ser enseñadas por los ángeles pues trascienden su conocimiento natural, y sólo pueden ser conocidas por Dios. Por lo cual, los ángeles no pueden enseñar a los hombres.



Contra esto.

1. Está lo que dice Dionisio, en el cap. IV de la Caelest. Hierarch.: "Advierto que los ángeles fueron los primeros que enseñaron el misterio de la humanidad de Cristo; luego por ellos descendió hasta nosotros la gracia de la ciencia".

2. Además, lo que puede el inferior, lo puede el superior. Es así que el ángel es superior al hombre. Por consiguiente, etc.

3. Además, el orden de la divina sabiduría no es menor en los ángeles que en los cuerpos celestes, los cuales obran en estas entidades inferiores.

4. Además, aquello que está en potencia puede ser llevado al acto por aquello que está en acto; y lo que está menos en acto, por lo que está más perfectamente en acto. Ahora bien, el intelecto angélico está más en acto que el intelecto humano. Por consiguiente, el intelecto humano es llevado al acto de la ciencia por el intelecto angélico; y así el ángel puede enseñar al hombre.

5. Además, S. Agustín, en su libro De Dono Perseverantiae dice que algunos reciben inmediatamente de Dios la enseñanza de la salvación, otros del ángel, otros del hombre. Por consiguiente, etc.

6. Además, se dice que se ilumina una casa cuando se le envía luz, como el sol, o abriendo la ventana, que obstaculiza la luz. Ahora bien, aunque sólo Dios infunde en la mente la luz de la verdad, sin embargo el ángel o el hombre pueden remover el obstáculo que impide la recepción de esa luz. Por consiguiente, no sólo Dios, sino también el ángel o el hombre pueden enseñar.



Cuerpo del artículo.

Respondo diciendo que en relación con el hombre obra el ángel de doble manera.

Primero, según nuestro modo, a saber, cuando aparece sensiblemente al hombre, o asumiendo un cuerpo, o de cualquier otro modo, y lo instruye mediante una locución sensible. No tratamos ahora de este tipo de enseñanza angélica, ya que este modo de enseñar es común al ángel y al hombre.

Segundo, del modo que le es propio, a saber, de manera invisible. Nuestra cuestión se refiere a este segundo modo por el cual el hombre puede ser enseñado por el ángel.

Hay que tener en cuenta que ocupando el ángel un lugar intermedio entre Dios y el hombre, según la jerarquía de los seres le compete un modo intermedio de enseñar, inferior sin duda a Dios, pero superior al hombre. Para comprender esta verdad hay que considerar cómo enseña Dios y cómo enseña el hombre.

Para ello es necesario tener en cuenta que entre el intelecto y la vista corporal media esta diferencia: todos los objetos propios del conocimiento de la visión corporal le son igualmente cercanos, ya que el sentido no es una fuerza discursiva que tenga que pasar necesariamente de un objeto a otro; en cambio no todas las cosas inteligibles son igualmente cercanas para el conocimiento intelectual, sino que mientras a algunas las puede considerar inmediatamente, no llega a la consideración de las demás sino a partir del examen de otros principios.

Así, pues, por doble vía recibe el hombre el conocimiento de lo que ignora: por la luz intelectual, y por los primeros principios de por sí evidentes, los cuales se relacionan a esa luz, que es la del intelecto agente, como los instrumentos al artífice.

En relación a ambas cosas, Dios es, de modo excelentísimo, causa de la ciencia del hombre, porque no sólo dotó al alma misma de la luz intelectual, sino que también le imprimió el conocimiento de los primeros principios, que son como el semillero de las ciencias; así como imprimió en las otras cosas naturales las razones seminales de todos los efectos que podría producir.

El hombre, en cambio, que según el orden de la naturaleza es igual a otro hombre en cuanto a la luz intelectual, de ningún modo puede ser causa de ciencia para otro hombre, causando en él la luz o acrecentándola. Pero en lo que toca a la posibilidad de causar la ciencia de lo que se ignora a partir de los principios de por sí evidentes, es en cierto modo causa de ciencia para otro hombre, no como quien da el conocimiento de los principios, sino como quien reduce al acto aquello que implícitamente y como en potencia se contenía en los principios, por medio de algunos signos sensibles manifestados a los sentidos exteriores, como se dijo en el artículo superior.

Ahora bien, el ángel, que por su propia naturaleza posee la luz intelectual de manera más perfecta que el hombre, por ambas vías puede causar ciencia en el hombre, aun cuando de modo inferior a Dios, y superior al hombre.

Por parte de la luz, aunque no pueda infundir la luz intelectual, como hace Dios, puede sin embargo confortar (fortalecer) la luz infusa para una observación más perfecta. Pues todo lo que es imperfecto en algún género, cuando se continúa por algo más perfecto en aquel género, más se conforta en virtud; como también vemos en los cuerpos, que el cuerpo localizado es confortado por el cuerpo que lo localiza, el cual se compara al mismo como el acto a la potencia, según se lee en IV Physic.

También por parte de los principios puede el ángel enseñar al hombre, no ciertamente comunicando el conocimiento de los mismos principios, como hace Dios, ni proponiendo por signos sensibles la deducción de las conclusiones a partir de los principios, como hace el hombre; sino formando en la imaginación algunas especies, que pueden ser formadas por conmoción del órgano corporal, como se ve en los que duermen y en los locos, los cuales, según la diversidad de los fantasmas que suben a su cabeza, padecen diversos fantasmas. Y de este modo, por la mezcla de otra especie, puede acontecer que aquellas cosas que el mismo ángel sabe, las enseñe por medio de tales imaginaciones a aquel al cual se une, como S. Agustín dice en XII Super Genes. ad litteram (cap. XII).



Respuestas.

A la primera objeción respondemos que la enseñanza invisible del ángel es ciertamente interior, si la comparamos con la enseñanza del hombre, que llega por los sentidos exteriores; pero por comparación con la enseñanza de Dios, que obra en el interior de la mente, infundiendo la luz, la enseñanza del ángel es considerada exterior.

A la segunda objeción respondemos que aunque la intención de la voluntad no puede ser forzada, puede serlo en cambio la intención de la parte sensitiva, así como cuando alguien es pinchado, necesariamente tiende hacia la lesión, y así sucede con las demás virtudes sensitivas que se valen de un órgano corporal. Tal intención basta para la imaginación.

A la tercera objeción respondemos que el ángel no infunde ni la luz de la gracia, ni la luz de la naturaleza; aun cuando fortalece la luz divinamente infundida en la naturaleza, como se dijo en el cuerpo del artículo.

A la cuarta objeción respondemos que así como en las cosas naturales hay agentes unívocos, que imprimen una forma similar a la que poseen, y agentes equívocos, que la imprimen de manera diversa, así también sucede con la enseñanza, porque el hombre enseña al hombre como agente unívoco, por lo que comunica al otro la ciencia de la misma manera que él la posee, o sea, yendo de los efectos a las causas. Por lo cual es menester que los conceptos del mismo maestro se hagan patentes al discípulo por medio de algunos signos. El ángel, en cambio, enseña el modo de un agente equívoco, pues él conoce intelectualmente lo que el hombre conoce por vía de la razón. Así el ángel no enseña al hombre haciéndole patentes sus conceptos, sino haciendo que éste conozca de modo humano aquellas cosas que el ángel conoce de una manera muy distinta.

A la quinta objeción respondemos que el Señor habla de aquel modo de enseñanza que compete a sólo Dios, como se ve por la Glosa, ibidem. Nosotros no atribuimos al ángel este modo de enseñar.

A la sexta objeción respondemos que aquel que enseña no causa la verdad, sino que causa el conocimiento de la verdad en el que aprende. Porque las proposiciones que se enseñan son verdaderas antes que se sepan, ya que la verdad no depende de nuestra ciencia sino de la existencia de las cosas.

A la séptima objeción respondemos que aunque la ciencia que nosotros adquirimos por la enseñanza es de objetos indeficientes, sin embargo la ciencia misma puede defeccionar; por lo que no es necesario que la iluminación de la enseñanza proceda de una luz indeficiente; pero aún cuando procediera de una luz indeficiente como de su primer principio, no por eso se excluiría la luz creada defectible, la cual puede ser considerada como un principio medio.

A la octava objeción respondemos que en los discípulos de Cristo se advierte ciertamente un progreso en la fe, pues primero lo veneraron como a hombre sabio y maestro, y luego se dirigieron a El como a Dios que enseña. Por lo cual una Glosa, poco más abajo, dice: "Porque conoció Natanael que Cristo, sin estar presente, vio lo que él había hecho en otro lugar, lo cual es indicio de la Divinidad, lo proclama no sólo maestro sino también Hijo de Dios".

A la novena objeción respondemos que el ángel no manifiesta la verdad desconocida mostrando su substancia, sino proponiendo una verdad más conocida, o también confortando la luz del intelecto. Por lo que la objeción no concluye.

A la décima objeción respondemos que la intención de S. Agustín no es decir que la mente angélica no sea de naturaleza más excelente que la humana, sino que el ángel no es de tal manera intermedio entre Dios y la mente humana, que ésta tenga que recibir su última forma por conjunción con el ángel; como algunos afirmaron que la última felicidad del hombre consiste en que nuestro intelecto se continúe en aquella inteligencia cuya felicidad es que se continúe en el mismo Dios.

A la undécima objeción respondemos que en nosotros hay algunas virtudes que son movidas necesariamente por el sujeto, como las virtudes sensitivas que son excitadas ya por la conjunción del órgano, ya por la formación del objeto. Ahora bien, el intelecto no es movido necesariamente por el sujeto, pues no utiliza un órgano corporal, sino que es movido necesariamente por parte del objeto, ya que por la eficacia de la demostración uno se ve obligado a aceptar la conclusión. En cambio el afecto no es movido necesariamente ni por el sujeto ni por el objeto, sino que por propio instinto se dirige hacia esto o hacia aquello; por lo que sólo Dios, que obra interiormente, puede imprimir en el afecto. En cambio en el intelecto puede imprimir en cierto modo el hombre o el ángel, representando objetos por los cuales el intelecto se vea movido necesariamente.

A la duodécima objeción respondemos que el ángel ni crea las especies en nuestra mente, ni ilumina inmediatamente los fantasmas; pero por la continuación de su luz con la luz de nuestro intelecto, éste puede ilustrar más eficazmente los fantasmas. Y aunque inmediatamente los iluminara, no se seguiría de ello que la posición de aquellos filósofos sea verdadera: pues aun cuando fuera propio del intelecto agente iluminar los fantasmas, podría sin embargo decirse que no es de sólo Dios.

A la decimotercera objeción respondemos que la imaginación puede recibir aquello que está en el intelecto humano, pero de otra manera; y asimismo el intelecto humano puede recibir, a su modo, lo que está en el intelecto angélico. Sin embargo, aunque el intelecto humano conviene más con la imaginación en el sujeto, en cuanto son potencias de una misma alma, sin embargo genéricamente conviene más con el intelecto angélico, porque ambos son virtudes inmateriales.

A la decimocuarta objeción respondemos que nada impide que lo espiritual sea proporcionado para que actúe en lo corporal, porque nada impide que las cosas inferiores sean actualizadas por las superiores.

A la decimoquinta objeción respondemos que el ángel no es causa para el hombre en cuanto al conocimiento de las cosas por su esencia, sino en cuanto las conoce por sus semejanzas; no porque el ángel sea más próximo a las cosas que sus semejanzas, sino en cuanto que hace aparecer en la mente las semejanzas de las cosas, sea moviendo la imaginación, sea confortando el intelecto.

A la decimosexta objeción respondemos que el crear supone una causalidad primera, que sólo corresponde a Dios; en cambio el hacer importa una causalidad común, así como el enseñar en relación con la ciencia. Y por lo mismo sólo Dios es llamado creador; en cambio hacedor y doctor pueden ser llamados tanto Dios como el ángel y el hombre.

A la decimoséptima objeción respondemos que el ángel, porque conoce más, puede enseñar más que el hombre acerca de aquello que tiene causa determinada en la naturaleza; y lo que enseña, puede enseñarlo de manera más noble. Por lo cual la objeción no concluye.



Artículo IV



Nos preguntamos si enseñar es acto de la vida activa o contem-plativa.



Objeciones. Y parecería que es acto de la vida contemplativa.

1. Pues "la vida activa cesa con el cuerpo", como dice S. Gregorio en super Ezech. (hom. III). Ahora bien, el enseñar no cesa con el cuerpo, porque también los ángeles, que carecen de cuerpo, enseñan. Por lo tanto, parece que pertenece a la vida contemplativa,.

2. Además, como dice S. Gregorio en super Ezech. (hom. XIV), "se parte de la vida activa para después llegar a la contemplativa". Ahora bien, la contemplación precede a la enseñanza. Por lo tanto, el enseñar no pertenece a la vida activa.

3. Además, como dice S. Gregorio en el mismo lugar, ocupándose la vida activa en el obrar, ve menos que la contemplativa. Ahora bien, aquel que enseña tiene necesidad de ver más que aquel que simplemente contempla. Por lo tanto, el enseñar es más propio de la vida contemplativa que de la activa.

4. Además, es lo mismo lo que hace que una cosa sea perfecta en sí y que transmita a las demás una perfección semejante, así como es un mismo calor el que hace que el fuego sea cálido y caliente. Ahora bien, que alguien se perfeccione a sí mismo por la consideración de lo divino, pertenece a la vida contemplativa. Por lo tanto, también la enseñanza, que es la transfusión de esta misma perfección en otro, pertenece a la vida contemplativa.

5. Además, la vida activa versa sobre lo temporal. Ahora bien, la enseñanza versa principalmente sobre lo eterno, que es más excelente y perfecto. Por lo tanto, la enseñanza no pertenece a la vida activa sino a la contemplativa.



Contra esto:

1. Está lo que dice S. Gregorio, en la misma homilía (XIV super Ezech.): La vida activa consiste en dar pan al que tiene hambre, y enseñar al que no sabe con palabra de sabiduría.

2. Además, las obras de misericordia pertenecen a la vida activa. Ahora bien, el enseñar se cuenta entre las limosnas espirituales. Por lo tanto, pertenece a la vida activa.



Cuerpo del artículo.

Respondo diciendo que la vida contemplativa y la activa se distinguen entre sí por la materia y el fin. En efecto, la materia de la vida activa son las cosas temporales, sobre las cuales versa el acto humano, en cambio, la materia de la vida contemplativa son las razones cognoscibles de las cosas, a las cuales se aplica el que contempla. Y esta diversidad de materia proviene de la diversidad del fin: como en todos los otros campos, la materia se determina según la exigencia del fin.

El fin de la vida contemplativa es la indagación de la verdad, en cuanto ahora tratamos de la vida contemplativa, de la verdad increada, digo, hasta donde es posible al que la contempla; el conocimiento de dicha verdad es imperfecto en esta vida, y será perfecto tan sólo en la futura. De donde también dice S. Gregorio (hom. XIV in Ezech.) que la vida contemplativa comienza aquí, para alcanzar su perfección en la vida futura.

El fin de la vida activa es la operación, que se ordena a la utilidad del prójimo.

En el acto de enseñar encontramos una doble materia, signo de lo cual es que al acto de enseñar se le une un doble acusativo. La primera materia es lo que se enseña, y la otra es aquel a quien se enseña. En razón de la primera materia, el acto de la enseñanza pertenece a la vida contemplativa, pero en razón de la segunda pertenece a la activa.

Por parte del fin, la enseñanza parece pertenecer tan sólo a la vida activa, porque su última materia, en la que alcanza el fin intentado, es materia de la vida activa. De donde pertenece más a la vida activa que a la contemplativa, aunque también en cierto modo pertenezca a la contemplativa, como se ve por lo dicho.



Respuestas.

A la primera objeción respondemos que la vida activa cesa con el cuerpo, en el sentido de que se ejercita con fatiga y atiende a las debilidades del prójimo; según lo cual S. Gregorio dice, en el mismo lugar, que "la vida activa es laboriosa, porque transpira en el trabajo; ninguna de las dos cosas existirán en la vida futura". Y sin embargo, hay una acción jerárquica en los espíritus celestes, como dice Dionisio (cap. XV Caelest. Hierarch.); aquella acción es diversa de la vida activa que ahora llevamos en esta vida. Por lo que aquella enseñanza que allí se dará está muy encima de esta enseñanza.

A la segunda objeción respondemos que, según dice S. Gregorio, en el mismo lugar, "así como el recto orden de la vida consiste en que a partir de la vida activa se tienda a la contemplativa, así también el espíritu de muchos se vuelve útilmente de la vida contemplativa a la activa para que, iluminada la mente por la contemplación, la vida activa se conserve con más perfección". Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la vida activa precede a la contemplativa en lo que toca a aquellos actos que de ningún modo convienen con la contemplativa, mas respecto a aquellos actos que reciben la materia de la vida contemplativa es menester que la activa siga a la contemplativa.

A la tercera objeción respondemos que la visión del docente es el principio de la enseñanza; ahora bien, la misma enseñanza consiste más en la transfusión del conocimiento de lo visto que en la misma visión; por lo que la visión del docente pertenece más a la acción que a la contemplación.

A la cuarta objeción respondemos que el argumento demuestra que la vida contemplativa es el principio de la enseñanza, así como el calor no es la misma calefacción, sino el principio de la calefacción, en cuanto la dirige; como también, a la inversa, la vida activa dispone a la contemplativa.

A la quinta objeción respondemos que la solución es evidente por lo ya dicho, pues por su referencia a la primera materia la enseñanza conviene con la vida contemplativa, según se dijo en el cuerpo del artículo.

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