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Egeria, viajera y escritora

por Alberto Royo de "Temas de historia de la Iglesia" en Infocatolica.

PRIMERA ESCRITORA Y MONJA ESPAÑOLA CUYO NOMBRE CONOCEMOS

En el mundo hispano la figura de Gian Francesco Gamurrini (1835-1923) es prácticamente desconocida, no así en el italiano, en el que dicho erudito es recordado como historiador, arqueólogo y numismático. Y sin embargo, dicho nombre ha quedado para siempre unido al de la historia de la Iglesia española, por uno de los descubrimientos que hizo, que además lo inmortalizó a nivel mundial. Dicho historiador, perteneciente a una familia noble de la ciudad italiana de Arezzo, llegó en la plenitud de su vida a ser director de la Galería Real de Florencia, pero antes había tenido otros cargos más modestos en su ciudad natal, como fue el de Rector de la Confraternità dei Laici o Confraternità di Santa Maria della Misericordia. Se trataba de algo parecido a una cofradía o hermandad como las que conocemos en nuestras iglesias, pero no destinada a procesionar con alguna imagen, sino solamente a hacer obras de caridad entre los necesitados.

Fundada dicha Fraternidad en 1262 bajo el auspicio de los Padres Dominicos y aprobada por el obispo de la diócesis, con el pasar del tiempo llegó a acumular un número tal de donaciones que se convirtió también en una potencia económica en la ciudad de Arezzo y tuvo una gran biblioteca, destinando dinero también para la investigación. A dicha actividad se dedicó Gamurrini cuando fue Rector de la institución, de modo especual al estudio de lugares etruscos y romanos en el centro de Italia, llegando a elaborar un famoso mapa arqueológico de dicha región. Pero su figura no nos interesa por todo ello, sino por algo en apariencia más modesto.

Fue en el año 1884 cuando, poniendo orden en la citada biblioteca de la Confraternità, el buen señor descubrió unos códices, de los cuales uno de ellos habría de hacerlo famoso fuera de Italia, se trataba de la relación que una mujer hacía de un viaje temprano a Tierra Santa. No era un relato completo, pues faltaban algunas hojas, pero no por ello dejó de percibir Gamurrini el valor histórico de dicho documento. Un examen reposado del hallazgo comenzó a arrojar las primeras luces. Se trataba de unas “notas de viaje” -lo que los historiadores llamanperegrinatio o itinerarium- redactadas por una mujer anónima hacia finales del siglo IV o comienzos del V. En realidad escribía a unas lejanas dominae et sorores (“señoras y hermanas”) que habían quedado muy lejos, en la patria común, a la que la redactora confiaba en volver, según indicaba al final de su relato. La autora había realizado un largo periplo, desde “tierras extremas” hasta los lugares bíblicos y describía éstos a sus remotas destinatarias con gran frescura y sencillez de lenguaje.

Inmediatamente, Gamurrini se puso a hacer averiguaciones y a investigar más a fondo cómo y desde dónde habría llegado hasta allí aquel códice. Por la forma de la escritura y la datación del mismo, se podía presumir que éste había sido transcrito en el scriptorium de la abadía benedictina de Montecassino; de hecho, parecía que ese mismo códice había servido al bibliotecario de dicha abadía, Pedro Diácono, para redactar un tratado o catálogo De locis sanctis hacia 1137. ¿Cómo había llegado hasta Arezzo? Debió ser en 1610: el abad Ambrosio Rastrellini lo habría llevado consigo desde la famosa abadía al monasterio de las santas Flora y Lucilla, en Arezzo, al hacerse cargo de este último; y de allí habría pasado a la Biblioteca della Confraternitá al suprimirse, en 1810, la abadía aretina, filial de la de Montecassino.

Pero esto no resolvía las principales dudas. ¿Quién era aquella mujer cuyo relato había sido copiado en el siglo XI por la mano abnegada de algún monje? ¿En qué época exacta había llevado a cabo sus troterías y las había puesto por escrito para que sus «hermanas» pudieran ver a través de su mirada viajera los lugares más venerados de la cristiandad? A1 año siguiente de su hallazgo, el propio Gamurrini lanzaba las primeras hipótesis y ponía nombre a la anónima redactora: se trataría de Silvia de Aquitania (o Silvania), hermana del prefecto Flavio Rufino, en tiempos del emperador Teodosio, en los últimos años del siglo IV. Ese nombre y esa autoría aventuró en la edición príncipe del texto, en 1887, y en la segunda edición, más cuidada, del año siguiente, y las razones que le llevaron a dicha atribución fueron fundamentalmente las alusiones que se hacen al río Ródano y algunos modismos del latín empleado.

Un erudito francés, C. Kóhler, aventuró que pudiera tratarse de Galla Placidia, hija del emperador Teodosio, pero las fechas no encajaban: cuando se pudo determinar con certeza la fecha del viaje, resultaba que para entonces Galla Placidia todavía no habría nacido. Otros autores hicieron diversas conjeturas: Geyer afirmaba que se trataba de una mujer francesa, aunque no Silvia; algunos incluso pensaron en una italiana, basándose en el lenguaje empleado. Pero ya en ese último año el mismo Gamurrini manifestaba tener muchas dudas sobre dicha autoría, y en 1903, el benedictino francés e hispanista famoso, Dom Mario Ferotin (1855-1914), en su trabajo “Le veritable auteur de la «Peregrinatio Silviae», la Vierge espagnole Etheria” proponía una teoría que suponía una revolución en la comprensión del texto: la autora sería una tal Etheria o Egeria, personaje prácticamente desconocido, pero del que se tenía alguna confusa noticia, pues, aparecía elogiada por su intrepidez viajera y su piedad en una carta escrita por san Valerio -abad leonés del siglo VII, discípulo de San Fructuoso de Braga- a unos monjes del Bierzo; dicha carta había sido recogida por el P. Enrique Flórez en su monumental obra España Sagrada, un significativo fruto del enciclopedismo ilustrado del siglo XVIII.

No era fácil resolver la cuestión del nombre correcto de la autora. Porque entre la carta del abad Valerio -que transcribe varias grafías distintas- y otras noticias sueltas de catálogos o listas, el surtido de variantes no podía resultar más generoso: Etheria, Egeria, Eucheria, Echeria… En un principio, se aceptó más ampliamente el nombre de Etheria (que vendría a significar algo así como «Celeste») y se desechaba el de Egeria porque éste era el nombre de una ninfa romana cantada por Ovidio y Virgilio, entre otros; es decir, era un nombre de sabor pagano. Pero otros estudiosos pusieron de relieve que entre los cristianos de la época era común usar nombres de divinidades o personajes paganos. El Franciscano Agustín Arce, el autor español que quizás más a fondo ha tratado el personaje y la obra de Egeria, en su “Itinerario de la virgen Egeria”, publicado en 1980, también se inclina por la forma Egeria, explicando que en algún documento latino de la misma zona geográfica (la «provincia Gallaecia») aparece como firmante una tal Egeria testis.

Así que la verdadera redactora de la hasta entonces conocida como Peregrinatio Silviae era, en realidad, la virgen española Egeria. Poco después, en 1909, De Bruyne encontró otras hojas sueltas consignando el mismo viaje entre los Manuscritos de Toledo de la Biblioteca Nacional de Madrid, hojas, copiadas un par de siglos antes que las de Arezzo. Estaríamos, por tanto, ante la primera escritora española de nombre conocido cuya obra haya llegado a nuestras manos. Lo que sí es seguro, en todo caso, es que Egeria sería la primera escritora española de nombre conocido y su relato, el primer libro español de viajes. Porque, aunque fuera redactado con propósitos religiosos, lo cierto es que el texto de Egeria constituye un auténtico “diario de viaje” que anticipa en bastantes siglos lo que algunos viajeros medievales convertirían en género literario, y después los viajeros románticos.

No faltó tampoco la polémica sobre el estado de vida de Egeria. Sin duda parecía claro a todos que se debía tratar de una gran dama, o al menos una mujer importante, pues sólo así se explicaría que pudiera disponer tan libremente de su persona y de su tiempo, y que pudiera viajar de la manera que ella lo hacía: sin problemas de dinero y con la compañía de un nutrido séquito. Es más, las facilidades que encuentra donde quiera que vaya, los obispos que salen a recibirla, todo ello parece indicar que se trataba de una dama noble y adinerada. Algunos incluso han apostado que pudiera estar emparentada de algún modo con la familia imperial. Agustín Arce da por sentado que “entre Egeria y Teodosio (el emperador español) parece que hubo cierta relación de parentesco o al menos de amistad” y aventura incluso que Egeria pudo nacer, o al menos vivir, en Coca (Segovia) y realizar parte de su viaje en compañía de Teodosio. Es una hipótesis atrevida. Pero una cosa es clara: Egeria era, en todo caso, una mujer de alto rango social.

Otro asunto que a algunos les ha costado determinar es si Egeria era “monja”. El abad san Valerio se refiere a ella como beatissima sanctimonialis: es decir, da por supuesto que era monialis, lo que se puede traducir como monja, y es de suponer que alguna razón o algún dato tendría él en su momento para saberlo. Sin duda en aquella época había ya monjas: Ya en el Concilio de Elvira, en el año 305, se reglamenta la vida religiosa de las mujeres. Sabemos que la hermana del obispo Osio de Córdoba, uno de los asistentes al Concilio de Elvira, había consagrado a Dios su virginidad. Para depurar el pactum virginitatis de que habla ese concilio, otro celebrado en Zaragoza en el año 380 prohíbe dar el velo a las vírgenes antes de cumplir cuarenta años; y otro concilio, celebrado en Toledo poco antes del 400, impone graves sanciones a los prevaricadores. Es decir, a pesar de la fecha temprana, ya existía un fuerte movimiento monacal, como bien explicó el gran erudito benedictino Fray Justo Pérez de Urbel.

Lo que ocurre es, sencillamente, que las monjas de entonces y el género de vida que llevaban eran muy diferentes al modelo que la tradición y el correr de los tiempos irían acuñando. Parece claro que, para entonces, había grupos de mujeres que, bien individualmente, bien en comunidad, se entregaban a cierto tipo de vida religiosa: Virgines, viduae o sencillamente continentes. Su vida en común ha de entenderse de una manera un tanto laxa -tal vez algo así como la institución muy posterior de las beguinas en los Países Bajos. Todavía no estaba rígidamente afirmada lastabilitas loci, y las monjas podían entrar y salir de sus monasterios (o beaterios) con bastante soltura de movimientos.

¿Pudo ser Egeria la superiora de uno de estos monasterios? El trato con que se dirige a las sorores que quedaron en la patria apunta en esa dirección: se sobreentiende una cierta superioridad, acompañada de un sentimiento de afecto, de solicitud y distancia al mismo tiempo. Y en alguna de las noticias casuales sobre esta obra se habla de la abatissa Egeria, pero está claro que esa dignidad o figura legal todavía no existía en aquella época. De lo que no cabe duda es de la posición de una cierta superioridad con que se perfila la figura de Egeria, aunque esto no implique necesariamente una relación de mando y apunte simplemente a su evidente condición de gran dama, de mujer de alcurnia sin problemas materiales y ante la cual se abren todas las puertas.

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