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IGLESIA PERSEGUIDA.


RELECTURAS HISTÓRICAS Y APRENDIZAJES VITALES PARA NUESTRA REALIDAD

Resumen 
Uno de los criterios más evidentes para evaluar la fidelidad de la Iglesia a la persona de Jesucristo y la continuidad con su misión de anunciar y hacer presente el Reino es, sin duda, la persecución. Pero no toda persecución de la Iglesia es automáticamente cristiana, sino solo aquella que se vive por causa de Jesús y de la justicia. De ahí la necesidad de ver cómo se han vivido estas persecuciones a lo largo de la historia y qué aprendizajes vitales hemos sacado los cristianos de ellas. PALABRAS CLAVE: historia de la Iglesia, persecuciones, martirio, minoría.

Las persecuciones forman parte del ADN de la Iglesia desde sus orígenes hasta hoy. Si bien tuvieron su momento álgido, y hasta cierto punto emblemático, en los primeros siglos del cristianismo (especialmente en el s. III), es difícil encontrar un período de la historia en que las persecuciones, en diversas formas y grados, no estén presentes. Desentrañar su sentido más profundo (relecturas históricas) y descubrir qué pueden enseñarnos de cara a enfrentarnos con nuestra realidad (aprendizajes vitales) es una tarea tremendamente útil y provechosa. 

Relecturas históricas 

Los seres humanos intentamos comprender y dar sentido a aquellos acontecimientos que marcan profundamente nuestras vidas, especialmente si estos han sido negativos o inexplicables, como el dolor, la violencia o la injusticia. A un primer momento de sorpresa e incredulidad, hasta de «parón», le suele suceder otro de intentar explicar por qué se han producido esos acontecimientos y qué papel desempeñan en nuestras trayectorias vitales. 

Las persecuciones a la Iglesia se encuentran dentro de esta misma dinámica. Inicialmente causaron una profunda sorpresa por lo inesperado de las mismas, como bien relata un autor de finales del s. II: «[Los cristianos] aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo se les condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida» (A Diogneto 5). Pero posteriormente, y pasado este momento de incredulidad, se intentó dar una serie de razones para comprender por qué se habían producido las persecuciones y, sobre todo, qué sentido tenían en nuestra historia, tanto personal como comunitaria. Sin pretender ser exhaustivos analizaremos algunas de las explicaciones más frecuentes a lo largo de la historia, y lo haremos en forma de modelos, que habitualmente no se presentan de forma pura, sino en la mayoría de los casos mezclada: modelo judicial, bélico, terapéutico y atlético, cada uno de ellos con sus ventajas y sus inconvenientes (o peligros). 

a) Modelo judicial 

Este modelo está muy cercano a lo que encontramos en el NT y ha sido uno de los más productivos en el plano eclesial. Su trasfondo es muy sencillo: las persecuciones son uno de los momentos privilegiados para mostrar si la fidelidad o adhesión (pistis = fe) de todo cristiano a la persona de Jesús es auténtica o no. Si se confirmaba esta vinculación, una persona se convertía en mártir que, aunque inicialmente tenía el significado de «testigo a favor de alguien en un juicio», con el paso del tiempo pasó a ser la persona que entrega su vida por la fe. Pero si se negaba esta adhesión, o se la ponía por debajo de otras, se volvía apóstata. Cada una de estas posturas tenía sus consecuencias: en el caso del mártir, «aquel que había perdido la vida» la «ganaba con creces»; el apóstata se quedaba con su propia nada. 

Ventajas: la estrechísima vinculación que se establece entre la persona creyente y Jesucristo-Dios permite a las comunidades cristianas enfrentarse a cualquier tipo de persecución con unos recursos, tanto humanos como religiosos, de increíble calado, ofreciendo lo mejor de sí mismas en la dinámica del amor. De hecho, fue un factor misionero de primer orden, no tanto por la persecución en sí misma, sino por la manera de enfrentarse a ellas. Tertuliano, a finales del s. II, lo expresó de una manera que se ha hecho clásica: «Nos hacemos más numerosos cada vez que nos cosecháis: “La sangre de los mártires es semilla de [nuevos] cristianos”» (Apología 50,13). 

Inconvenientes (o peligros): se basa en su sistema bipolar de comprensión de la realidad (mártir-apóstata), que en multitud de ocasiones no se adaptaba a lo que somos y hacemos; el «apóstata» quedaba, además, definitivamente marcado con este estigma, lo que dificultaba enormemente la posibilidad de un cambio de actitud e impedía en gran medida su posible reintegración. 

b) Modelo bélico 

Este modelo considera el cosmos y la sociedad divididos en dos mitades en continua pugna: en una de ellas, representada por la Iglesia, se encontraban el bien, la luz y la verdad; y en la otra (con diferentes advocaciones: las fuerzas del mal, el mundo o el demonio) estaban la mentira, la oscuridad y el mal. Las persecuciones vendrían a ser, por tanto, los intentos de la parte «oscura» para evitar que triunfara la verdad y que el reino de Dios creciera por medio de la expansión de la Iglesia. A mediados del s. II, Justino lo plantea de la siguiente manera: «Nosotros hacemos profesión de no cometer injusticia alguna y no admitir estas impías opiniones y, sin embargo, no examináis nuestros juicios, sino que, movidos de irracional pasión y aguijoneados por perversos demonios, nos castigáis, sin proceso alguno y sin sentir por ello remordimiento» (Primera Apología 5). 

A pesar de la virulencia con que se lleva a cabo este combate, la victoria final del Reino está asegurada por Dios, como podemos descubrir ya de manera anticipada en la resurrección de Jesucristo. En estos casos, lo importante para el creyente es mantenerse firme (hypomonê, que significa tanto «perseverancia» como «paciencia») a pesar de las dificultades, y saber que el final está cerca. 

Ventajas: moviliza y focaliza las energías en una misma dirección, evitando las dispersiones o las huidas; explica de manera convincente los sufrimientos injustos, genera personalidades resistentes a las desgracias y capaces de soportar todo tipo de adversidades; y crea una identidad comunitaria muy fuerte. 

Inconvenientes (o peligros): dualiza la realidad, viendo solo buenos y malos, sin las escalas de grises o colores, tan necesarias para la vida; sectariza las relaciones sociales (el que no está con nosotros está contra nosotros); demoniza muchos espacios, tanto personales como sociales –sexualidad, política, pluralidad–; y, sobre todo, olvida que el Reino es «de Dios» y no se reduce a nuestros pobres esfuerzos por hacerlo presente. Esta explicación de las persecuciones está más cerca del Dios de Juan Bautista que del de Jesucristo, un Dios compasivo y misericordioso. 

c) Modelo terapéutico 

Este modelo es uno de los más extendidos en la historia de la Iglesia y se basa en un esquema muy práctico y sencillo: toda enfermedad necesita, para poder alcanzar la curación, una serie de remedios, muchos de ellos desagradables, dolorosos y no queridos por el enfermo. Este esquema es muy antiguo y coincide en gran medida con el que encontramos en muchos textos bíblicos: al pecado le sucede el castigo, para así poder llegar a la salvación. Según este modelo, las persecuciones vendrían a ser «remedios» saludables para la Iglesia y, aun siendo profundamente negativas, tienen una clara función terapéutica: ayudar a la comunidad cristiana a madurar y crecer, afianzándose en lo único necesario e insustituible: Dios. 

Cipriano, a mediados del s. III, lo expresó de forma sintética: «El Señor quiso probar a su familia, y como una larga paz había corrompido la disciplina que nos fue divinamente enseñada, la celeste censura quiso levantar la fe tumbada y, casi diría, dormida; y mereciendo aún más por nuestros pecados, el Señor clementísimo de tal modo lo templó todo que todo lo sucedido antes ha parecido más un examen que una persecución» (Sobre los apóstatas 5).

Ventajas: evita dos de los más graves peligros presentes en todo conflicto violento, la victimización de las personas o grupos agredidos y la demonización del agresor, dinámicas ambas que impiden cualquier proceso de cambio, conversión o auténtica reconciliación y que suelen aparecer como una de las tentaciones más habituales en estos casos. 

Inconvenientes (o peligros): fácilmente puede caer en una dinámica masoquista con un fundamento teológico («Dios lo quiere así») y, por lo tanto, justificar la injusticia, la violencia y las persecuciones hasta tal punto que nos lleva a una pasividad o resignación ante los sufrimientos que se generan en ellas, considerándolos incluso como algo inevitable y hasta necesario para nuestro crecimiento como Iglesia. 

d) Modelo atlético 

Estrechamente conectado al anterior, pero con algunas variantes, se encontraría el modelo atlético, bien expresado en un adagio latino: «Ad astra per castra» («a las estrellas por los campamentos [militares]»). O, en versión espiritual: a la mística por la ascética. Si queremos llegar a alcanzar nuestra auténtica talla y valía, que es llegar a ser como Cristo, se hace necesario el esfuerzo. El bienestar y la comodidad no traen más que ocio y decadencia. Las persecuciones, por tanto, vienen a ser ese momento de «esfuerzo y lucha» necesario para poder mostrar lo que realmente somos, una prueba que el Señor envía cuando la Iglesia está más acomodada, de cara a invitarla a un seguimiento más coherente. 

El AT y el NT vienen a coincidir en este planteamiento en muchas ocasiones. Veamos solo dos. En un libro compuesto en torno al s. II a.C., Judit llega a decir ante la ocupación de Israel por Holofernes: «Demos gracias al Señor nuestro Dios, que nos pone a prueba, como también puso a prueba a nuestros antepasados [Abrahán e Isaac] [...] A ellos los purificó con fuego para probar su corazón. No ha llegado a tanto con nosotros, no nos ha castigado, pues el Señor pone a prueba a los que se acercan a Él para ponerlos sobre aviso» (Jdt 8,25-27). Y continúa la Primera Carta de Pedro a finales del s. I: «Dichosos si tenéis que padecer por hacer el bien. No temáis las amenazas, no os dejéis amedrentar [...] También Cristo padeció una sola vez por los pecados, el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios [...] Queridos, no os extrañe esta prueba de fuego que se nos ha venido encima como si de algo insospechado se tratara. Alegraos más bien porque compartís los padecimientos de Cristo» (1 Pe 3,14.18; 4,12-13). 

Ventajas: potencia la aparición de personalidades muy resistentes a las dificultades de todo tipo; dota a las comunidades de un firme sustrato teológico, al identificar su destino con el de Jesucristo; y anima a la Iglesia a proseguir con esta tarea evangelizadora de imitar la vida de Cristo, sin preocuparse por las dificultades que puedan sobrevenir, considerándolas incluso como algo lógico. 

Inconvenientes (o peligros): no se admiten las debilidades y la fragilidad, ni personales ni comunitarias, vistas como manchas o lacras; además, puede crear una mentalidad de tipo voluntarista, donde la dimensión de la gracia o el don queda sensiblemente disminuida; y le suele faltar apertura de miras y horizontes para pensar en el otro y los otros, preocupándose solo de lo intragrupal. 

Aprendizajes vitales 

Las persecuciones que ha sufrido la Iglesia a lo largo de la historia pueden ayudarnos además a comprender y enfrentarnos a algunos de los problemas con que nos encontramos en la actualidad. Aquí proponemos algunos de ellos, los que considero que pueden sernos más útiles.

a) Las persecuciones son consecuencia lógica del seguimiento fiel de Jesucristo 

El anuncio y la práctica del reino de Dios dieron como resultado para Jesús su denuncia, marginación y exclusión, que culminaron con su propia muerte violenta en la cruz. Una de las muestras más evidentes y palpables de que nuestro seguimiento de Jesús es auténtico y no se queda en la superficie son las resistencias que encuentra tanto en nuestro interior como fuera de nosotros. 

Las persecuciones a la Iglesia vienen así a completar de una manera palpable la «pasión de Cristo» en la carne de nuestro mundo, y los mártires se convierten en otros Cristos a los que imitar. Mala señal, por tanto, que la Iglesia no encuentre resistencias y no sea «perseguida» por un mundo donde siguen estando presentes, ¡y de qué manera!, la injusticia, la desigualdad, la guerra y el hambre: o los cristianos no cumplimos con nuestra vocación o nos hemos vuelto insignificantes e insípidos. 

b) Sin embargo no todas las persecuciones que ha sufrido la Iglesia se han producido por su seguimiento de Jesucristo 

Como contrapeso a la afirmación anterior, debemos tener cuidado de no afirmar que todas las persecuciones a la Iglesia se han producido por su seguimiento fiel de Jesucristo. En muchas ocasiones han tenido otras causas, no precisamente evangélicas, como la competencia con otros poderes (políticos, sociales, culturales, religiosos o económicos), o el haberse aferrado a una serie de privilegios o situaciones que le favorecían, o el no haber sabido adaptarse a las circunstancias y los tiempos, manteniendo posturas obsoletas o caducas; y un largo etcétera que sería prolijo enumerar.

Las únicas persecuciones que podemos considerar «evangélicas» son aquellas que se producen por causa de la justicia y de Jesucristo (cf. Mt 5,10-11). Se hace necesario y hasta obligatorio, pues, un serio análisis para discernir entre los factores evangélicos y no evangélicos en toda persecución, tarea no siempre fácil, pues en la mayoría de los casos, como en todo lo humano, se encuentran mezclados. 

c) Algunas claves para discernir las auténticas persecuciones 

La humildad, la no agresividad (en todas sus variantes: desde el no recurrir al insulto hasta la no violencia), el no adoptar posturas victimistas, la no demonización del perseguidor, el no esconder la propia opción creyente pero al mismo tiempo no buscar (ni provocar) la condena, el intentar utilizar los medios legítimos para la propia defensa, la aceptación valiente y realista de los sufrimientos, la capacidad para renunciar a lo que muchos consideran como más valioso (bienes, familia, honor)... son algunas de las claves que nos pueden ayudar a discernir cuáles son las persecuciones «evangélicas» frente a las que no lo son. 

A ellas habría que añadir otras dos que considero las más sorprendentes y llamativas y las que, sin duda, han producido una mayor conmoción en quienes las han contemplado: la generosidad y la alegría a la hora de entregar la propia vida. Si bien la primera característica podemos encontrarla en otros lugares, incluso en espacios no religiosos, la alegría con que los cristianos y cristianas se han enfrentado al martirio sigue siendo una permanente llamada de atención. 

d) Las persecuciones, cuando se han asumido de manera cristiana nos han hecho crecer 

A pesar de los terribles sufrimientos y pérdidas que se producen en las persecuciones, tanto en el ámbito material –iglesias, colegios, tierras, dinero– como, sobre todo, en el personal (los mártires suelen ser las personas con una mayor «calidad» creyente, y su pérdida es insustituible), las persecuciones no han dado como resultado, a medio y largo plazo, la decadencia o deterioro de la Iglesia, como podríamos pensar, sino todo lo contrario: su crecimiento, tanto en número como en calidad. Eso sí, con la condición de que hayan sido asumidos de una manera cristiana, es decir, desde las claves vistas con anterioridad. 

Es más, lo que suele producir un mayor daño a la Iglesia suelen ser los períodos en que la Iglesia se encuentra «a gusto» y se ha adaptado de tal manera a las circunstancias de su tiempo que no tiene nada nuevo que ofrecer ni crítica alguna que recibir. Sobre todo, porque este «bienestar» se relaciona habitualmente no con la fidelidad a su vocación o el cumplimiento con su misión, sino con estar bien situada y valorada por lo más selecto de la sociedad. 

e) Circunstancias que suelen propiciar las persecuciones 

Entre las múltiples circunstancias que favorecen la aparición de las persecuciones, enumero aquellas que considero más importantes, aunque siempre habría que tener presentes las diferentes épocas y contextos para resaltar algunas de ellas o proponer otras nuevas. Y, como siempre, en la mayoría de los casos se encuentran interconectadas. 

La primera circunstancia que ha propiciado las persecuciones se produce cuando la Iglesia es considerada como minoría influyente. Las persecuciones no se producen, habitualmente, ni cuando la Iglesia es tan minoritaria que es socialmente «invisible», ni cuando la Iglesia es la mayoría de la población, sino cuando la Iglesia es una minoría influyente. En estos casos la Iglesia, como casi todos los grupos minoritarios, suele actuar como perfecto chivo expiatorio al que acusar de todos los males que se producen en la sociedad, fácil blanco de la crítica, la burla o los ataques por parte de los poderosos o «entendidos», y grupo que pone en cuestión las identidades colectivas por sus maneras diferentes de ser y de actuar. 

La segunda circunstancia que, a mi juicio, ha propiciado las persecuciones a la Iglesia suelen ser los momentos de cambio, crisis o graves transformaciones sociales, en los que la Iglesia suele sufrir persecuciones tanto por parte de aquellas personas e instituciones que ven en la Iglesia un factor de involución o rémora, como por las que la consideran un obstáculo para sus propias pretensiones hegemónicas, llámese emperador, Estado, raza, ideologías o sistema político o económico. 

La tercera circunstancia es cuando la Iglesia se encuentra enfrentada a otros grupos poderosos. La Iglesia no suele tener problemas cuando se encuentra alejada de los espacios de poder e influencia o cuando se adapta y se integra en estos espacios, sino cuando tiene delante otro grupo que quiere competir y, por lo tanto, ocupar ese lugar. Entre estos «competidores» naturales de la Iglesia se encuentran los regímenes políticos con pretensiones más monopolísticas –desde el Imperio romano hasta los regímenes nazi y soviético en el s. XX–, otros sistemas religiosos diferentes (luchas entre cristianos y musulmanes, guerras de religión en Europa, actuales conflictos interreligiosos...) y las diferentes asociaciones entre religión y etnia, nación o cultura. 

La cuarta y última circunstancia que ha propiciado enormemente la persecución de la Iglesia es cuando la Iglesia ha apostado por la justicia y la defensa de los pobres y desfavorecidos de la historia. En estos casos, los poderes dominantes han considerado a la Iglesia como un peligro y han puesto todos los medios, persecuciones incluidas, para hacer que abandone estas opciones, primero mediante la denuncia y la calumnia, luego mediante las presiones y, finalmente, en muchos casos, mediante el asesinato. 

f) Martirios de alta y baja intensidad 

Cometemos un grave error al reducir las persecuciones y los martirios solo a sus expresiones más llamativas y sangrientas. Es muy conveniente analizar el continuum que va desde la burla o la crítica a la Iglesia, que pasa por las condenas, los ataques públicos, la opresión o la violencia, y que culmina con el asesinato de algunos de sus miembros. 

Por eso sería bueno distinguir entre martirios de alta y baja intensidad, tanto para resaltar de una manera privilegiada el comportamiento ejemplar de los mártires asesinados –que llevó a la Iglesia a implantar algo tan nuevo y radical como el «bautismo de sangre»– como para tener presentes a aquellos cristianos y cristianas que, sin haber sufrido la muerte, han sido marginados, condenados y perseguidos a lo largo de la historia de la Iglesia. Es lo que la Iglesia antigua hizo al diferenciar entre mártires (los que sufrían la muerte) y confesores (aquellos que eran expulsados de sus ciudades, perdían sus bienes y sufrían torturas). En este sentido, la función martirial no es solo «privilegio» o «excepcionalidad» de unos cuantos elegidos, sino la vocación de todos cuantos quieran ser creyentes.

g) La Iglesia, por desgracia, también ha perseguido 

En cuestión de persecuciones debemos tener cuidado, pues la historia nos enseña que la Iglesia no solo ha sido objeto de ellas, sino que, en algunos casos, también ha sido sujeto que las ha producido, bien por su participación activa en ellas o por animar a llevarlas a cabo. Y no solo a los oponentes de fuera, a los de otras religiones o ideas –los casos de Hipatia y Galileo no son únicos–, sino incluso a los de dentro, por considerarlos como herejes y, por lo tanto, personas o grupos a los que hay que perseguir para defender la verdad: Prisciliano, el primer «hereje» cristiano, y la Inquisición son buena muestra de ello. 

Asumir el hecho de que con demasiada frecuencia el perseguido se convierte en perseguidor nos debe llevar, en primer lugar, a pedir perdón por haber cometido este grave pecado y no haber sido un instrumento de paz, sino de violencia; pero también, en segundo lugar, analizar muchos de nuestros comportamientos actuales, tanto con los de «fuera» como con los de «dentro», para ver si no los estamos repitiendo (en formas diversas, eso sí). 

h) Los mártires forman parte de nuestro patrimonio y capital social 

Hay pocas instituciones que puedan contar con un caudal humano y social tan rico como las Iglesias. Dentro de este patrimonio común, los mártires, hombres y mujeres capaces de entregar su vida como testigos de la fe ocupan un lugar destacado. De ahí la necesidad y hasta la obligación de conservar viva su memoria y hacerla presente entre nosotros. 

De hecho, esta ha sido, ya desde los inicios, una de las «obsesiones» eclesiales más llamativas a lo largo de la historia de la Iglesia. Las formas de llevar a cabo este recuerdo y presencia muestran una gran riqueza y variedad: empezando por la conservación de sus restos (reliquias), continuando con la memoria escrita de su martirio –actas de los mártires, que se leían en celebraciones públicas– y los edificios religiosos a ellos consagrados, siguiendo por su conmemoración litúrgica (los primeros santos del santoral fueron, en realidad, mártires) y terminando por su influencia en muchas otras áreas de la Iglesia. No deja de ser sintomático, en este sentido, cómo a la espiritualidad martirial le siguió el monacato, considerado como «martirio incruento». 

Este deber de conservar la memoria de los mártires y hacerlos presentes en nuestras vidas es mucho más obligado hoy, en una sociedad donde los modelos sociales que habitualmente se nos ofrecen son bastante deficitarios. No basta con educar en valores, si estos no están encarnados en personas concretas que los vivan, y para ello nada mejor que el ejemplo de los mártires, que pueden así convertirse en modelos ejemplares para nuestro mundo: personalidades recias, capaces de enfrentarse a las adversidades con gran entereza de ánimo y valentía en sus opciones, pueden tener una tremenda capacidad de atracción para personalidades fragmentarias, en gran medida desestructuradas, como las que se están gestando en la actualidad. Eso sí, siempre y cuando sepamos presentarlo de una manera adecuada. 

Como conclusión quisiera citar, a pesar de su extensión, unas conmovedoras palabras que pronunció Juan Pablo II hace ya trece años: 

«La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica solo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que también marca todas las épocas de su historia. En el siglo XX, tal vez más que en el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de la fe con sufrimientos a menudo heroicos. ¡Cuántos cristianos, en todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo derramando también su sangre...! Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes, experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato [...] Su recuerdo [el de los mártires] no debe perderse, más bien debe recuperarse de modo documentado. Los nombres de muchos no son conocidos; los nombres de algunos fueron manchados por sus perseguidores, que añadieron al martirio la ignominia; los nombres de otros fueron ocultados por sus verdugos. Sin embargo, los cristianos conservan el recuerdo de gran parte de ellos [...] Muchos rechazaron someterse al culto de los ídolos del siglo XX y fueron sacrificados por el comunismo, el nazismo, la idolatría del Estado o de la raza. Muchos otros cayeron, en el curso de guerras étnicas o tribales, porque habían rechazado una lógica ajena al Evangelio de Cristo. Algunos murieron porque, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, quisieron permanecer junto a sus fieles a pesar de las amenazas. En todos los continentes y a lo largo del siglo XX hubo quien prefirió dejarse matar antes que renunciar a la propia misión. Religiosos y religiosas vivieron su consagración hasta el derramamiento de su sangre. Hombres y mujeres creyentes murieron ofreciendo su vida por amor de los hermanos, especialmente de los más pobres y débiles. Muchas mujeres perdieron la vida por defender su dignidad y su pureza»*

FERNANDO RIVAS REBAQUE
Profesor de Historia Antigua de la Iglesia y Patrología. Facultad de Teología. Universidad Pontificia Comillas. Madrid. .

*Homilía pronunciada por el papa Juan Pablo II con motivo de la conmemoración ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX en el tercer domingo de Pascua (7 de mayo de 2000), que animo a leer íntegramente (no es más que una página) y puede encontrarse en línea: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/ homilies/documents/hf_jp-ii_hom_20000507_test-fede_sp.html (Consulta el 9 de octubre de 2013).

Publicado Por Silvia S.A.


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