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Teología de lo sagrado






El uso tan frecuente de la categoría de lo sagrado en la tradición de la Iglesia nos permite dar una definición teológica, suficientemente segura, de lo sagrado cristiano.

-Lo sagrado es siempre criatura.

Jesucristo es sagrado, y lo es por su humanidad. Sólo en él coinciden totalmente el Santo y lo sagrado. Y en Cristo, en su Cuerpo, que es la Iglesia, son sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares, tiempos- que, en modo manifiesto a los creyentes, han sido elegidas por el Santo para obrar especialmente por ellas la santificación.

Según esto, santo y sagrado son distintos (hágios y hierós). Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador, no es santo, pero sigue siendo sagrado, y puede realizar con eficacia y validez ciertas funciones sagradas que le son propias. Tampoco se confunden pro- fano y pecaminoso: las cosas son profanas, simplemente, en la medida en que no son sagradas. En fin, el cosmos no es sagrado para los cristianos, a no ser en un sentido sumamente amplio e impropio.

-Viene de iniciativa divina.

Avancemos otro paso. Lo sagrado cristiano surge por iniciativa divina, porque Dios quiere elegir unas criaturas para santificar por ellas a otras. El podría haber santificado a los hombres sin mediaciones creaturales, pero, sólo por bondad y por amor, quiso asociar de manera especial en la Iglesia ciertas criaturas a su causalidad santificadora. En una decisión completamente libre, quiso el Señor elegir-llamar-consagrar-enviar a algunas criaturas (sacerdotes, agua, aceite, pan, vino, libros, ritos, lugares, días y tiempos), comunicándoles una objetiva virtualidad santificante, y haciendo de ellas lugares de gracia, espacios y momentos privilegiados para el encuentro con El.

-En modos visibles y sensibles.

Es la economía sacramental de lo sagrado: signo visible de acciones invisibles de la gracia. Surge lo sagrado de que quiso Dios comunicarse a los hombres de modo manifiesto y sensible -patente, se entiende, para los creyentes-. Así Dios se acomoda al hombre. En este sentido, el fundamento de lo sagrado está en el carácter mediato de nuestra experiencia de Dios. Como bien señala Audet, lugares, ritos, templos, «todo esto no existiría si, en lugar de una experiencia mediata de lo divino, pudiéramos tener desde ahora una experiencia inmediata» (Le sacré 37). Por eso sabemos que toda estructura sacral se desvanece en el cielo, cuando «Dios sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28; +Ap 21-22). Es ahora, en el tiempo, cuando Dios concede al hombre la ayuda de lo sagrado.

De dos maneras se comunica Dios a los hombres, esto es, los santifica. En la primera, Dios santifica al hombre que apenas le conoce de modo no manifiesto y sensible. En la segunda, Dios santifica a los creyentes de modo manifiesto y sensible: en efecto, la acción invisible del Espíritu se hace visible en la Iglesia de muchas maneras, concretamente en los sacramentos; lo que hace que la Iglesia sea al mismo tiempo «asamblea visible y comunidad espiritual» (LG 8a).

-Hay grados en la sacralidad.

Ahora bien, aunque todo el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es sagrado, se distinguen grados diversos de sacralidad, según la mayor o menor potenciación hecha por Dios en las criaturas para santificar; es decir, en función de un orden objetivo de gracia. Y en esos grados se basa el lenguaje cristiano de lo sagrado, que reserva habitualmente esa calificación para las criaturas más intensamente sagradas. Podría hablarse, sin duda, de los «sagrados laicos» o de la «sagrada medicina»: son personas y trabajos ungidos por el Espíritu. Pero la tradición del lenguaje cristiano, y concretamente el concilio Vaticano II, suele hablar de «pastores sagrados», de «ministerio sagrado», de religiosos de «vida consagrada», porque sobre la consagración de la unción bautismal, estos cristianos han sido «novo modo consecrati» (PO 12a), se han dedicado a Cristo y a su Cuerpo con una «peculiar consagración» (LG 44a; PC 1c; 5a). Y así también, de modo semejante, la Iglesia reserva la calificación de sagrado a la Escritura, la predicación, el concilio, los cánones, el templo, las Congregaciones romanas, la liturgia, etc.

-Lo sagrado sana y levanta lo secular

Observemos también que lo sagrado eleva las criaturas a una nueva dignidad, sobre la que ya tenían por su misma naturaleza, mientras que, por el contrario, la desacralización las rebaja en un movimiento descendente. La eucaristía, por ejemplo, se celebra en hermosas modalidades sagradas, y la comida familiar es elevada por la oración de acción de gracias (ascenso). O por el contrario, la eucaristía se celebra como una comida ordinaria, y los laicos comen igual que si fueran paganos, sin acción de gracias (descenso). La dignidad del hombre y de la naturaleza se ve conservada y elevada por lo sagrado, mientras que la desacralización rebaja y degrada el mismo orden natural. Esto es de experiencia universal, no sólo en el mundo cristiano.

-El sagrado-cristiano es de unión,no de separación.

Por último, señalemos que la sacralidad cristiana es de unión, no es tabú, no es de separación. Por eso la distinción de las personas y cosas sagradas mediante ciertos signos sensibles, lejos de estar destinada a causar separación, es para una mayor unión. En efecto, el pan eucarístico no lo toca cualquiera, por supuesto, pero está hecho precisamente para que lo coman los cristianos. El templo es sagrado, pero justamente por eso está abierto a todos, a diferencia de las casas privadas. Un sacerdote, por ser ministro sagrado, puede ser abordado por cualquiera, mientras que un laico no tiene por qué ser tan asequible a todos. Las sacralidades cristianas no son de separación, sino de unión.

Espiritualidad de lo sagrado

El amor a lo sagrado en la Iglesia pertenece a la esencia de la espiritualidad católica. El cristiano no ignora ni menosprecia el orden sacral dispuesto por el Señor con tanto amor, sino que se adentra en él gozosamente, sin confundir nunca lo sagrado y el Santo, sin temor a falsas ilusiones, pues la Iglesia ya se cuida bien de que las sacralidades cristianas no caigan en idolatría, superstición, tabú o magia. El cristiano genuino es practicante, por supuesto: busca asiduamente al Santo en las cosas sagradas de la Iglesia: en la Escritura, en el templo, en los ministros sagrados, en los sacramentos, en la asamblea de los fieles, en el Magisterio, en el domingo y el Año litúrgico, y también en los sacramentales (SC 7, 47- 48, 59-60, etc.). El cristiano, en fin, busca al Santo -no exclusivamente, pero sí principalmente- en lo sagrado, allí donde él ha querido manifestarse y comunicarse con especial intensidad, certeza y significación sensible. Este es un rasgo constitutivo de la espiritualidad católica.

El que es pelagiano, o al menos voluntarista, no aprecia debidamente lo sagrado. Y es que no busca su santificación en la gracia de Dios, sino más bien en su propia esfuerzo personal. No busca tanto ser santificado por Cristo, como santificarse él mismo según sus fuerzas, sus modos y maneras. No entiende la gratuidad de lo sagrado. No comprende que la santificación es ante todo don de Dios, que él confiere a los creyentes sobre todo a través de los signos sagrados que él mismo ha establecido. No cree en la especial virtualidad santificante de lo sagrado: «¿Por qué rezar la Liturgia de las Horas, y no una oración más de mi gusto? ¿Qué más da ir a misa el domingo o un día de labor? ¿Qué interés hay en tratar con los sacerdotes? ¿Qué tiene el templo que no tenga otro lugar cualquiera?»... El sólo confía en su propia mente y voluntad para santificarse: para él sólo cuenta lo que le da más devoción a su sensibilidad, lo que su mente capta mejor, lo que más se acomoda a su modo de ser. El orden de sacralidades dispuesto por Dios es para él insignificante. Por eso o se aleja de lo sagrado o lo usa arbitrariamente, sólo si coincide con su inclinación, o si puede adaptarlo a sus gustos y criterios.

Por el contrario, los santos han mostrado siempre un amor humilde y conmovedor a lo sagrado. Recordemos, por ejemplo, el amor de San Francisco de Asís por las iglesias, las campanas, los objetos de culto, los sacerdotes, todo lo relacionado con la sagrada eucaristía o con la Escritura (Ctas. a toda la Orden; Ia a los custodios). El, que reparó varios templos, confiesa en su Testamento: «El Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo».

Y si alguno sospecha que un amor tan tierno a los lugares sagrados sea sólo ingenuidad medieval del Poverello, pasemos a San Juan de la Cruz, el más despojado e intelectual de los espirituales. Y hallamos en él la misma devoción, la misma fe, el mismo amor: «La causa por que Dios escoge estos lugares más que otros para ser alabado, él se la sabe. Lo que a nosotros nos conviene saber es que todo es para nuestro provecho y para oír nuestras oraciones en ellos y donde quiera que con entera fe le rogáremos; aunque en los que están dedicados a su servicio hay mucha más ocasión de ser oídos en ellos, por tenerlos la Iglesia señalados y dedicados para esto» (3 Subida 42,6).

El cristiano católico busca, procura, construye, conserva, defiende, todas las sacralidades cristianas, personas, templos, sacramentos, fiestas religiosas. Quien conoce y ama lo sagrado, lo procura: repara, por ejemplo, o construye un templo. Más aún, quien conoce y ama lo sagrado está bien dispuesto para seguir la «vocación sagrada» si Dios le llama así. Con mucha razón teológica dice Pablo VI que «la causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte [no en el celibato eclesiástico], principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado» (enc. Sacerdotalis cælibatus 24- 6-1967, 49).

José María Iraburu
Sacralidad y secularización. 

Publicado por Silvia S.A.

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