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Tres lecciones de Semana Santa ( III )


Tercero: sepamos amar y exigir.

¡Señor! ¿Qué queréis hacer de mí?
Señor, Dios paciente y misericordioso, al verte en cruz clavado, ¿qué corazón noble y mente despejada no hablará de la necesaria correspondencia que ha de haber entre el amor verdadero que se da a los demás y sus exigencias de respuesta generosa?

Si hoy te veo muriendo por mí, porque me amas, ¿entenderé que te entregas por mí sin exigirme nada en correspondencia?

El amor, decía san Pablo a los fieles de Corinto, es amable, paciente, no orgulloso, no destemplado  o airado..., y mucho más. Pero habremos de preguntarnos, mirándote en cruz: Tú que eres EXIGENTE contigo mismo, dándote, ¿no puedes y debes esperar que los beneficiados de tu amor seamos también EXIGENTES y queramos devolverte amor?

Tú, Señor, que naciste en el mundo, encarnado, para amarnos, no subiste a la cruz para morir dispensándonos a nosotros de devolverte amor.

Esa no es tu voluntad y la ley del amor, aunque nosotros la practiquemos. Amor con amor se paga; no se paga con infidelidad y traición.

Y los mismos hombre/mujeres, Señor, todos nacen también para amar y ser amados. 
No nacen  unos para comprender, perdonar y servir a los demás, como esclavos,  mientras que otros -caprichosos, soberbios, egoístas, entiosados o de vil corazón-  se consideran dispensados de amor, pero exigen ser amados.

Los pecadores, los despiadados, los poderosos o ambiciosos, participamos a veces de esa mala condición deshumanizadora, pero esa no es tu voluntad y la ley del amor verdadero.

Tú dijiste que todos seamos, mutuamente, señores/as que sirven amando y aman sireviendo, sin que nadie sea señor de los demás.  Esa es tu verdad, ese tu amor.

Tú nos dijiste, Señor, por boca de Pablo, que el amor es sublime cualidad humana y divina. Tú nos enseñaste que, aunque poseamos riquezas y poder, ciencia y técnica, y las gastemos en beneficio de los demás, si no lo hacemos con amor, estamos perdiendo el tiempo, porque no obramos al impulso divino, afectivo y benefactor de la caridad.

Entiendo, pues, Señor, que el amor viste a todo de hermosura, lo atrae todo hacia sí, y se muestra exigente como norma y forma de vida. Entiendo que el amor es como el portero que retiene en el portal de la casa de bodas a muchos invitados que no saben vestirse en su taller sino que llevan traje de baratijas.

En el libro de los Provebios nos dijiste también, Señor, que, mientras el odio provoca reyertas, el amor sabe disimular las ofensas.

¡Cuán cierto es esto! Pero ¿no es verdad también que el amor creador de paz y concordia, apagando hogeras de odios, es un amor exigente? ¿No es el amor un amigo que no admite falsedades, hipocresías, ociosidad, cultivo de vicios o  indolencias que frustran conciencias, familias y sociedades? ¡Cuántas víctimas genera el falso amor, fingiendo ser verdadero! El amor exige pruebas de fidelidad.

También nos dijiste, Señor, que la pasión es cruel como el abismo, y el amor es fuerte como la muerte. ¡Cruel como el abismo! ¡Fuerte como la muerte!

Luego habremos de saber luchar, amando incluso a quien nos odie y maldiga, para que la pasión loca y provocativa no impere en la vida, haciendo callar al amor paciente que debe ser vencedor.

Ayúdanos, Señor, desde tu cruz. 

Haz que impere en nosotros un amor noble que nos exija, requiera, reclame todo esto y mucho más:

que la persona amada no traicione al amante sino que le sea fiel,
que los gestos de comprensión, por amor, sean correspondidos con obras buenas,
que el perdón otorgado por amor sea energía de cambio y conversión,
que la actitud positiva de solidaridad, compasión, caridad con las personas, fructifique en  ellas como compromiso, trabajo, renovación de vida que lleve a mayor igualdad, justicia y paz.


Señor Jesús, tú que viniste y amaste, que amaste y fuiste llevado a la muerte, pero que luego resucitaste, triunfador de todo pecado e ingratitud humana, introdúcenos en tu Reino de Verdad-Amor.

Tú que nos das amor, y nos repites de continuo “Dame tu corazón”, concédenos la gracia de ser, con vida nueva, testigos vivientes y fieles que viven a la luz de tu resurrección.

Cándido Ániz Iriarte 

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