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La Inmutabilidad de la Sagrada Tradición


LA INMUTABILIDAD DE LA TRADICIÓN
CONTRA
LA MODERNA HEREJÍA EVOLUCIONISTA


Por Luis Cardenal Billot (S. J.)




Capítulo 1

SOBRE EL CONCEPTO CATÓLICO DE LA SAGRADA TRADICIÓN

Guarda el buen depósito por medio del Espíritu Santo
que habita en nosotros.
(2 Tim. 1-14)



“Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por medio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo”. El apóstol, en estilo conciso ciertamente, pero con adecuada expresión, abarca en su conjunto toda la herencia de la revelación católica, desde sus primeros orígenes hasta su último complemento. Llamamos pues Revelación a toda proferición de Dios dirigida a nosotros, sea por medio del órgano conjunto que es la humanidad hipostáticamente unida al Verbo, sea por instrumentos separados como fueron aquellos santos hombres de Dios de los que habla Pedro 2, 1-21. Este mensaje por cierto está concluido, en parte en cuanto a la expresión oral, a saber la proferida sin escritura por boca del mismo Cristo o por la de los apóstoles, dictándosela el Espíritu Santo; en parte en cuanto a la expresión escrita, por ministerio de los hagiógrafos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Sin embargo se dirigía a la Iglesia entera hasta la futura consumación del mundo.

Además, en toda palabra una cosa es la realidad o verdad dicha por el vocablo, lo que puede llamarse palabra en sentido objetivo; otra por cierto es la dicción con la cual se dice la verdad, lo que es palabra en sentido formal. En consecuencia, si se hablase de cosas o verdades expresadas por la palabra, no hay así diferencia alguna entre la palabra de Dios escrita y oral, pues sea de uno u otro modo las verdades se supondrían expresadas; siempre han sido proferidas igualmente por Dios, y por esto también pertenecen igualmente al objeto material de la fe. Pero si se hablase de la misma palabra por la cual la verdad de la revelación fue divinamente expresada, existe entonces una cierta diferencia entre una y otra. Pues la palabra escrita es de por sí fija y permanente, y por ello la expresión misma de Dios recogida por única vez en los libros puede conservarse idéntica en cantidad y se conserva. Pero la expresión oral es proferida y pasa, y por ello requiere por sí, para transmitir la verdad expresada oralmente, otra expresión, distinta en cantidad, que sea en cuanto a la original como una cierta resonancia, repetición o continuación de ella a través del tiempo y del espacio; ésta también recibe entre nosotros el nombre genérico de tradición. Por ello ha ocurrido que se acostumbrase denominar la palabra de Dios expresada por vez primera oralmente transmitida (traditum), puesto que confiada a la tradición y para ser conservada y perpetuada por tradición, y se soliese poner de relieve bajo esta denominación en contraposición con la palabra escrita que se conserva en los libros sacros.

Ahora empero, la dicción o tradición que perpetúa la comunicación hecha en su origen oralmente podría considerarse de dos modos. Uno como tradición sólo de hecho, permitida al decurso común de las cosas humanas y librada a las causas, preocupaciones e ingenio humanos, como ocurre en los relatos históricos, en los que cada uno individualmente toma la iniciativa por su propio esfuerzo e ingenio, a fin de conservar para la posteridad lo que de los tiempos antiguos consideró digno de memoria. Otro, como tradición no sólo de hecho sino de derecho divino para la que el autor de nuestra religión proveyó con ley vigente, instituyendo una disposición especial, la constitución de un órgano auténtico y la promesa de asistencia perenne. Y si el resultado se considerase a priori, apenas, y ni siquiera así, aparecerá creíble a alguien en la religión revelada aquel primer modo de tradición, a menos que pueda parecerle creíble que Jesucristo nos trajera la luz de la revelación pero no proveyese del medio eficaz para conservarla pura e incorrupta. Así, nadie que posea una idea adecuada sobre la naturaleza de las opiniones a conservar y de las condiciones de nuestra frágil humanidad admitiría del todo un medio eficaz en la tradición común y meramente humana. Por cierto no conviene a partir de aquí demorarse en consideraciones a priori, sino más bien recurrir a los documentos positivos, de los cuales se deduce la primera y fundamental proposición a demostrar de inmediato.

§ 1.

Este órgano auténtico de la tradición que fue instituido en su Iglesia por Jesucristo es la jerarquía apostólica junto a la cual prometió que estará presente hasta el fin de los siglos. Esta tradición misma es la predicación de época en época, continuada por los sucesores de los apóstoles con la gracia asistencial del Espíritu Santo, de la revelación recibida al principio oralmente del mismo Jesucristo y de sus apóstoles.

Rememorad aquí primeramente la historia evangélica y lo que en ella hay sobre los orígenes de la doctrina cristiana: Que, habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor, fue entre nosotros confirmada por los que te oyeron, dice Heb. 11-3. Y observad esto, ser narrada, y de nuevo por los que le oyeron. En esto se recapitula sintéticamente lo que en la mencionada historia es en absoluto evidente y manifiesto: que la doctrina salvífica de Cristo fue proferida y publicada por el mismo nuestro Señor, no por escritos editados, sino por el verbo de su predicación, por su magisterio personal, por una profecía de viva voz. El mismo Hijo de Dios hecho hombre, mientras en la tierra conversaba con los hombres, asumió el papel de maestro y de doctor. Jesús mismo, dado a conocer a todo el pueblo por las antiguas profecías cumplidas en El, confirmado por signos divinos de obras y milagros, y por último, a fin de ser oído por el Padre celestial antes que nadie, manifestado en la solemne iniciación del magisterio, “con hábito de preceptor nos enseñó la razón del buen vivir, a fin de prodigar después, como Dios, la vida eterna”. Ya había consumado la tarea que le diera el Padre, ya durante tres años, en Galilea y Judea, había anunciado el evangelio del reino por todas partes, ya había formado discípulos, ya había erigido con su sangre el nuevo y eterno testamento, y de entre los muertos redivivo preparaba su ascensión al cielo. Pero para propagación y perennidad de la revelación que había traído al mundo, contemplando a quienes dejaba como vicarios de su obra en la tierra, les dijo estas últimas palabras: “Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id por lo tanto y enseñad a todas las gentes, enseñándoles a cumplir todo, lo que os mandé, y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos”. Estas son, dije, las últimas palabras de Cristo, quien con una orden eficaz estableció el medio por el cual su doctrina revelada llegara a todo el mundo y en el futuro a todas las generaciones; palabras dichas después de la resurrección en la solemne aparición del monte de Galilea, la cual había convocado, además de los principales apóstoles, los restantes discípulos, a fin de que toda la Iglesia que entonces existía fuese testigo, de su mandato final.

Además allí se halla ante todo la institución del auténtico órgano de la tradición. Doctrinas, digo, de la tradición, no tomadas de cualquier parte sino recibidas de Cristo; doctrinas, no para comparar sino para confiar; no para inventar sino para recomendar; en las cuales no se buscan autores sino custodios, no inventores sino fieles dispensadores. Enseñando, dice, a cumplir todo lo que os mandé. Pero Cristo ordenó creer en toda la doctrina del Evangelio que personalmente había predicado mientras discurría entre nosotros, y a sus discípulos les había prometido que él habría de ser revelado en su totalidad por el Espíritu Santo, diciendo: “Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis soportarlas ahora, pero cuando viniere aquél, el Espíritu de verdad, que yo enviaré a vosotros desde el Padre, os enseñará toda la verdad”.

En segundo término está la institución del órgano de la tradición que habrá de perdurar hasta el fin de1 mundo. Pues en todas partes en el Evangelio, y especialmente en el de Mateo, synteleia aionos significa la consumación del mundo actual, el último advenimiento de Cristo y el tiempo del juicio universal. Ni por cierto se transforma el sentido porque el discurso se dirija a los que estaban presentes; se dirige a ellos en cuanto permanecerán siempre a través de sus sucesores. De donde también aquí ordena enseñar a todas las gentes sin restricción alguna de lugar ni de tiempo, y vemos enseguida que los apóstoles, cumpliendo el mandato de Cristo, se van sustituyendo por otros, custodios y doctores, por gracia del Espíritu Santo comunicado a ellos y que en ellos permanece5; a éstos de nuevo les prescribe que encomienden a hombres fieles e idóneos enseñar a otros lo que recibieron6; y esto hasta la venida de N. S. J. C. que en su tiempo se presentará, bienaventurado y único poderoso, rey de reyes y señor de señores.

En tercer lugar está la institución del órgano de la tradición, al cual se le otorga la gracia de la infalibilidad. Y he aquí que, dice, estoy con vosotros. Pues qué es eso de que Dios está con alguien, lo muestran muy frecuentes y conocidísimos testimonios de la Escritura. Sin duda la expresión está usada en todas partes para indicar una protección de Dios cierta e invencible; expresión en la cual se introduce cierta clase de auxilio eficaz; por ésta se afirma aquella ayuda que, en el asunto para el que fue prometida, no soporta error alguno y aparta toda defección lejos del objeto buscado. Pues a los apóstoles y por siempre a sus continuadores, les fue prometida la ayuda de Cristo, no ciertamente para cualquier objeto que el pensamiento humano pudiera forjarse para sí cuando se trataré del reino de Dios; no ciertamente para erradicar los vicios; no para impedir todo escándalo. Al contrario, la existencia futura de éstos está claramente preanunciada en otro lugar. Claramente se predice que en el campo del Señor existirán cizañas junto con el trigo, y que ambos crecerán hasta la cosecha. Es conocida la red lanzada al mar que recoge toda clase de peces. Conocida la navecilla cuyo milagro consiste en que está comprimida y gravada con tamaña multitud, pero ni así naufraga. Conocidas son otras parábolas del evangelio dirigidas en igual sentido. No dice: Estoy con vosotros mientras fundáis el reino de la justicia ya consumada y de la santidad ya absoluta. Sino que dice: Estoy con vosotros mientras enseñáis lo que está en la revelación de mi Evangelio. En consecuencia, la ayuda prometida y la correspondiente indefectibilidad debe sin duda admitirse en orden a la incorrupta tradición de la genuina doctrina de Cristo.

En cuarto término está la institución del órgano de la tradición en pro de la cual continuamente y no sólo con intermitencias, Cristo hará efectiva la ayuda prometida. Pues una vez más, no dice que Él estará presente en ciertos días y en ciertas circunstancias, como cuando deben establecerse las categóricas definiciones de la fe o cuando sea necesario corregir con una decisión expresa lo que antes se transmitía falsamente, o restituir al prístino sentido de la revelación lo adulterado por la afrenta de los tiempos. Sino todos los días, dice. Y ¿qué es todos los días? Esto es, en cualquier siglo, en cualquier época. Pasará la edad de la Iglesia primitiva, los orígenes no se considerarán tan cercanos, no se podrá en casi un pestañeo calcular el encadenamiento de la sucesión, contando las manos a través de los cuales se transmitió el tesoro de la doctrina celeste, y hasta entonces siempre estoy con vosotros. Hasta entonces y siempre estará de igual modo presente aquel Espíritu de verdad que estuvo desde el comienzo8. Hasta entonces y siempre, hasta que venga la consumación de los santos, se encontrarán aquellos mismos pastores y doctores colocados por Cristo a fin de que no seamos párvulos vacilantes y no giremos arrastrados astutamente por todo soplo de opinión hacia el engaño del error. Hasta entonces y siempre permanecerá como testigo aquella misma jerarquía apostólica, que en razón de la indefectible tradición del evangelio recibido de Cristo es columna y sostén de la verdad.

En quinto y último término, hay institución del órgano de la tradición, no de cualquier clase sino por el modo de la predicación oral y siempre viva. Esto lo demuestra principalmente todo lo que se acaba de expresar aquí sobre la razón, índole y perennidad del ministerio constituido. ¿Dónde, pues, pregunto, en el sistema bíblico de los protestantes existe un lugar para aquel órgano permanente, ordinario, perpetuo, al cual deberá asistir Cristo de continuo, todos los días, hasta el fin de los siglos? En ninguna parte por cierto, porque una vez asentado por quienes lo escucharon el tesoro de la doctrina celeste en el instrumento fijo de la Escritura, nada más quedaba por hacer, y de nuevo la tarea integra de enseñar todas aquellas cosas que os ordené alcanzaba necesariamente su término con la época de los apóstoles o de los padres apostólicos. A menos que sean un instrumento artificial, las palabras enseñad y predicad, entendidas en su sentido obvio y natural, poseen un matiz adecuado a pocos e introducido accesoriamente en ayuda o complemento de la disciplina oral. A partir de allí descubrimos también por el certísimo testimonio de la historia que los apóstoles (de los que nadie imaginará que no hayan comprendido jamás el espíritu de Cristo o desobedecido su mandato), ex profeso no escribieron nada como propio y cumpliendo su especial oficio sino solamente de modo ocasional o incitados por alguna razón casi accidental. Relata Eusebio L. 3 hist., c. 24, que Mateo, “escribió en aquella ocasión en que predicaba a los hebreos y se preparaba para ir a los gentiles, a fin de que algún ayuda memoria de su predicación les quedara a los que abandonaba corporalmente”. Refiere el mismo Eusebio L 2, c. 15, que Marcos redactó su evangelio no por su voluntad ni por orden de Pedro de quien era discípulo sino urgido por las súplicas de los romanos. De idéntico modo, en L. 3, c. 24, nos dice Eusebio que Lucas sólo por eso escribió, al ver que muchos otros se adelantaban con ligereza a consignar por escrito aquello que no habían conocido con precisión, sin duda a fin de apartarnos de inseguras narraciones de terceros. Así también, según Eusebio, Juan predicó el evangelio hasta la extrema senectud sin escritura alguna, y agrega Jerónimo en L. de Script. Eccl. que fue obligado por los obispos de Asia a escribir el evangelio a causa de la herejía de los ebionitas que surgía entonces. En suma, si no hubiera existido la herejía de Ebión, quizá no tendríamos el evangelio de Juan, así como tampoco los otros tres, a menos que se hubiesen presentado las mencionadas ocasiones. Con razón afirma Eusebio que sólo dos de los doce apóstoles escribieron los evangelios, y éstos inducidos por una cierta necesidad. De lo cual se colige evidentemente que los apóstoles, de primera intención, no pensaron en escribir sino en predicar. Agregad también que si los apóstoles hubiesen querido ex profeso consignar su doctrina por escrito, ciertamente hubieran confeccionado un catecismo o un libro similar que se desenvolviera en un cuerpo doctrinario, y sin embargo escribieron o un relato, como los evangelistas, o epístolas ocasionales, como Pedro, Pablo, Santiago, Judas, Juan, según acota Belarmino l. c. Señal, en consecuencia y por cierto indudable, de que ellos fueron designados por Cristo para entregar y transmitir la verdad revelada del Evangelio, primero y principalmente por la predicación viva y personal. Si esto vale para los apóstoles, vale también por ende y para siempre para todos sus sucesores, quienes, en lo que atañe a nuestro caso, constituyen evidentemente junto cm ellos una sola persona moral. Esto se confirma por fin, y del modo más patente, por las supremas recomendaciones que los mismos apóstoles de la Iglesia dejaron con ocasión de su testamento. ¿Qué es pues lo que Pablo, ya en el momento de su pasión, escribe a Timoteo, en cuya persona comprende a todo el cuerpo de auxiliares? ¡Oh Timoteo! guarda el depósito. Y de nuevo: Conserva la forma de las palabras salvíficas que de mí oíste... Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Y otra vez: Tú pues, hijo mío... lo que de mí oíste ante muchos testigos, encomiéndalo a hombres fieles, capaces de enseñar a otros. Así pues: “En estos pasajes no puede referirse a la Escritura sino al tesoro doctrinal, a la comprensión de los preceptos divinos, es decir, tanto al sentido de la Escritura cuanto de otros preceptos. Quería que toda esta doctrina se propagase por la Tradición, como explican Crísóstomo y Teofilecto en este pasaje. A ello también alude Ireneo, L. 4, c. 43, cuando dice: Por lo cual conviene obedecer a quienes en la Iglesia son presbíteros, a aquéllos que poseen la herencia a partir de los apóstoles... quienes junto con la sucesión del episcopado recibieron la gracia de la verdad según la clara orden del Padre. Y fácilmente se colige de lo dicho. Pues si se hablara de palabras escritas, no se recomendaría tan ansiosamente el depósito. Pues las Escrituras fácilmente se conservan en estuches y por los escribas. Pero el apóstol quiere ser conservado por medio del Espíritu Santo en el pecho de Timoteo. Y por último no agregaría: Encomienda esto a hombres fieles que también sean capaces de enseñar a otros, sino que diría encomienda a los copistas que transcriban múltiples copias. No diría: lo, que de mí oíste ante muchos testigos, sino lo que te escribí. Y así no sólo las palabras sino también el sentido, y mucho más éste que aquéllas, encomienda el apóstol a Timoteo, y ordena que se entregue de mano en mano a sus sucesores”.

En consecuencia, poseemos en la religión cristiana, por institución divina, el órgano de una tradición no sólo oral sino siempre viva; órgano -digo- auténtico, que perennemente ha de durar, otorgado por gracia de una continua asistencia. Agrego también indiviso en sí, y, en su individualidad, siempre visible; y esto sobre todo a causa de Pedro, designado único centro y cabeza, que obligatoriamente está presente como primero en la jerarquía apostólica (Mat. X-2); necesariamente está presente con el misterioso nombre a él impuesto por Cristo, con el cual se significa la inmutable solidez de su ministerio (Juan 1-42)¡ necesariamente está presente en cuanto confirmador de sus hermanos (Luc. XXII-32); como piedra sobre la cual está edificada la Iglesia (Mat. XVI-18), comprendiendo aquí todo junto lo que en el discurso más inmediato se supone demostrado y probado. Ahora bien, si tal es el órgano de la tradición, como hasta aquí fue descrito partiendo del mismo solemne documento de la institución de la Iglesia, parece firme y sin dificultad se comprende, que la misma tradición sobre la cual ahora se discute no es sino la predicación de edad en edad, por los sucesores de los apóstoles bajo la gracia de la indefectibilidad, predicación de la revelación primitivamente captada de la boca de Jesucristo, o de sus apóstoles, dictándola el Espíritu Santo.

Esta es la tradición que admitía toda la antigüedad cristiana. Esta es la tradición que Ignacio, a los Efes. n. 1, llama dictamen de Jesucristo, sobre el cual están establecidos los obis pos a través de la tierra; Policarpo, a los Fílip. n. 7, tradición entregada a nosotros como doctrina desde el comienzo; Ireneo, L. 3, c. 2, tradición que existe desde los apóstoles, custodiada en las Iglesias a través de la sucesión de presbíteros; Tertuliano, Praescripe. c. 37, regla que entregó la Iglesia, recibida de los apóstoles de Cristo, Cristo de Dios; Orígenes, de Príncip. Praef. n. 2, predicación eclesiástica recibida desde los apóstoles por orden de sucesión, permanente hasta ahora en la Iglesia. Esta es la tradición a la cual apelan los Padres del primer y segundo siglo contra los primeros heréticos o gnósticos. Y ciertamente los gnósticos, cuando eran argüidos con las Escrituras, respondían: “Que no podría descubrirse la verdad a partir de esas Escrituras por quienes ignoran la tradición. Pues ella no fue entregada por letras sino de viva voz”. Y en este principio los Padres no estaban en contradicción, antes bien sin duda de acuerdo, y unánimes en todo. Así, de nuevo, cuando los Padres eran convocados a la tradición misma, entonces arrojaban la tradición oculta, derivada hacia ellos solos, ya desde Valentino, ya desde Marción, Cerino o Basílides. A éstos se oponía la auténtica tradición, que en la Iglesia es pública, y que posee como órgano la continua sucesión de los obispos desde los apóstoles, y actualmente desde el príncipe de los apóstoles en la sede romana. Insigne en este asunto es el pasaje de Ireneo que será útil transcribir aquí en su integridad, para que sirva como recapitulación y a la vez confirmación de lo que hasta aquí se ha puesto, como fundamento.

“Reconsiderar la tradición de los apóstoles manifiesta en todo el mundo, es una ayuda en la Iglesia para todos los que quieren contemplar la verdad; y debemos tener en cuenta a quienes en las iglesias fueron instituidos obispos a partir de los apóstoles y a sus sucesores hasta nosotros; éstos no enseñaron ni reconocieron como verdadero nada que se les ocurriese... Pero puesto que resulta muy largo en este capítulo enumerar las sucesiones de todas las iglesias: de la Iglesia máxima y antiquísima, y por todos conocida, fundada y constituída en Roma por los dos muy gloriosos apóstoles Pedro y Pablo; desde éstos ella posee la tradición y la fe anunciada a los hombres que nos llega por las revelantes sucesiones de los obispos, por eso incluimos a todos los que por algún motivo cavilaron más de lo necesario, ya sea por propia complacencia o vanagloria, o por ceguera y mal parecer. Es necesario que hacia esta Iglesia, a causa de su primacía, concurra la Iglesia toda, es decir aquellos que son absolutamente fieles, en la que éstos han conservado esa tradición que existe desde los apóstoles, quienes para administrarla entregaron a Lino el episcopado. De este Lino se acuerda Pablo en sus epístolas a Timoteo. A él le sucedió Anacleto. En tercer lugar después de él Clemente ganó por sorteo el obispado; él vio a los apóstoles, los, ayudó y no estuvo solo porque tenía ante los ojos la tradición de los doce y su predicación que aún resonaba; pues hasta entonces habían sobrevivido muchos adoctrinados por los apóstoles... Con este orden y sucesión llegó hasta nosotros aquella tradición y proclama de la verdad que existe en la Iglesia desde los apóstoles, Y es muy completa esta demostración de que existe una sola e idéntica fe vivificante que en verdad ha sido conservada y entregada en la Iglesia desde los apóstoles hasta ahora... En consecuencia, puesto que existen tantas demostraciones, no conviene buscar todavía entre otros la verdad que fácilmente puede obtenerse de la Iglesia, ya que los doce, como el rico a la banca, aportaron pletóricamente a ella todo lo que hay de verdad... Pero si los apóstoles no nos hubieran dejado ni siquiera las Escrituras ¿acaso no era necesario seguir el mandato de la tradición que entregaron a quienes ellos encomendaban las iglesias? A esta orden adherían muchos pueblos de los bárbaros, de aquéllos que creyeron en Cristo, poseyendo en sus corazones escrita su salvación por el Espíritu Santo sin papel ni tinta, custodiando con diligencia la antigua tradición, creyendo en el Dios único creador del cielo y de la tierra y de todo lo que existe, por Jesucristo Hijo de Dios”.

Y ciertamente la tradición posee en la Iglesia, de ese modo unida a sí, la institución de Cristo. De donde ya es fácil, antes de proseguir, extraer la siguiente conclusión que en nuestro propósito debe ser considerada con el mayor cuidado.

§ 2.

La tradición aceptada en su sentido verdadero y católico es regla de fe. Es falso el concepto de tradición sometida al criterio del mero hecho humano o de una predicación desa-rrollada desde Cristo y los apóstoles con sólo la autoridad histórica; falso, protestante y lleva en su frente una marca herética.

Ante todo es necesario distinguir qué diferencia existe entre objeto y regla de fe. El objeto es la verdad que debe ser creída. Regla formalmente en cuanto tal es lo que contiene la verdad que debe creerse y a la cual es necesario que nosotros al creer nos adecuemos, en la medida en que creamos lo que dentro de ella se nos propone para creer. De donde las verdades predicadas por tradición -que podemos denominar tradición en sentido objetivo- son un cierto objeto de fe. Por otra parte, la predicación eclesiástica misma, o su tradición aceptada en sentido formal, es regla de fe. Pero de nuevo debe observarse que la regla no dirige de cualquier modo sino infaliblemente. Pues cualquiera que sigue el canon en cualquier orden, en cuanto posee fuerza y función de regla, ése no sólo no yerra, sino que no puede errar. Por lo tanto, hasta en asunto de fe la tradición obtiene la condición de regla, custodia infaliblemente las verdades reveladas, infaliblemente las conserva, infaliblemente las presenta a nuestro conocimiento; y esto, en razón de aquel divino elemento que es necesario reconocer en ella según la institución y la promesa de Cristo, nos lo enseña la proposición anterior. Digo, pues, elemento divino, denominado por los Padres con diversas expresiones: ya certera gracia de verdad en la sucesión del episcopado que proviene de los apóstoles (Iren. L. 4, c. 30); ya obra del Espíritu de verdad, que no permite a las iglesias comprender o creer de modo diferente lo que Él mismo predicaba por los apóstoles (Tertul. Praescript. c. 28); ya influjo del Señor que mora en la Iglesia para que la más erudita especulación no se encamine hacía algún error (Agust. Enarr. in Ps. 9 n. 12); ya para que el soplo del Espíritu Santo no se aparte de lo verdadero (Cyrill. Alex. epist. 1 ad monachos Aegyptí); ya gracia del Espíritu, por lo que educados, todos, incluso los separados por mares y montes, coinciden en lo mismo (Theodoret. Dial. de Incomniitabili); ya efecto de la decisión de N. S. J. C. por la cual la religión católica está siempre inviolablemente custodiada en la Sede apostólica (Profess. fidei sub Hormisda ab Oríentalibus subscipta). Y otras muchas citas que es posible encontrar por doquiera en los Padres y que apuntan en idéntico sentido, para cuya referencia individual no hay tiempo. Entre tanto, por cierto, no queda duda alguna de que la tradición, tomada en aquel sentido genuino y católico que nos proporcionaron todos los monumentos de la institución cristiana, se llame y sea verdadera regla de fe.

Pero absolutamente distinto es el concepto protestante, donde el elemento divino se deshace por completo, de modo que la tradición ya no sea ni pueda ser nada más que un mero y simple hecho a iluminar con los acontecimientos comunes de la historia; hecho sin duda de hombres que por su habilidad, su aplicación o su ingenio siguen la escuela de Cristo y sus apóstoles durante sucesivas épocas. Por cierto que, dado este supuesto, es de inmediato evidente que no subsiste ningún problema mayor acerca de la regla de fe. Ya que en primer término, como se observó poco antes, la regla de fe, hablando con propiedad, no es precisamente aquélla que conserva la doctrina de la revelación genuina e intacta sólo como posibilidad o casualmente o por una contingencia, sino aquélla que la conserva también por derecho y necesariamente y por sí. Pero ya a primera vista nos choca la evidente desproporción de la habilidad y del ingenio humano, especialmente en materia de principios divinos, en la cual insiste siempre al máximo el razonamiento de los protestantes, según Belarmino L. 4 de verbo Dei, c. 12. Muchos obstáculos pueden por cierto estorbar -olvido, impericia, negligencia, perversidad, que nunca falta en el género humano-. Pero si gustáis, los omito. Sea que en la práctica no existan los mencionados obstáculos; sea que la doctrina divina haya sido conservada en la pureza de su verdad en el decurso de tantos siglos y entre tantas vicisitudes; sea que esta misma conservación sólo de hecho baste a la regla de fe en cuanto tal. Sea, diré, porque no es éste el lugar de disputar al respecto con mayor amplitud, y hecha también donde sea la más extensa concesión, por lo menos es necesario que confeséis esto: no nos basta como regla el criterio protestante. En cuanto a nosotros, la tradición humana no obtendrá ningún otro valor, salvo aquél que le procurará su coherencia con la expresión original de Dios en Cristo o los apóstoles, compilada únicamente de los criterios comunes de la historia y de las fuentes: a saber, comparación, discusión y juicio científico de los escritos antiguos. Y ¿quién, pregunto, sería capaz de esta tarea, cuando no se trata de unos pocos hechos, muy celebrados, famosos y existentes en el propio dominio de la historia, sino de doctrinas abstrusas al máximo? ¿Quién en tanta multitud de riachuelos distinguirá las aguas sinceras que proceden de una fuente correcta, de las espurias y adulteradas? ¿Quién separará lo precioso de lo vil entre tantas confesiones que disienten entre si y se destruyen mutuamente? Por lo tanto es de todos modos muy evidente que la tradición tomada según el criterio protestante no es ni puede ser regla de fe y que, por lo menos en este asunto, los antiguos reformadores fueron coherentes consigo mismos, puesto que, excluida la tradición, hicieron de la Escritura la sola y única regla.

En verdad ya se mostró suficientemente que esta concepción, donde se resume toda la herejía del protestantismo, está en plena oposición con el Evangelio y los fundamentos de su economía, y si alguien deseara más, también encontrará más en mi tratado sobre la Iglesia, acerca de la potestad del magisterio. También es fácil colegir de los pocos documentos citados que ella contradice abiertamente el sentido de toda la antigüedad cristiana. Afirmen los protestantes: “Que la antigua Iglesia apeló a la tradición sólo de modo histórico, demostrando que en las iglesias apostólicas donde habían predicado los mismos apóstoles, aún no había sido corrompida sino que permanecía íntegra la fe transmitida por ellos a través de una continua sucesión hasta los siglos segundos y tercero. Pero en una época posterior, la Iglesia ordenó suplir con la autoridad que vindicaba para ella lo que faltaba al testimonio de la tradición históricamente considerado”

Para claridad de este problema, debe considerarse que la ayuda prometida para la custodia incorrupta del depósito y el infalible decurso de la tradición en el recto sendero de la revelación originaria de ningún modo excluía un orden de causas segundas adecuado a este objeto y la congruente cooperación de ellas. Así pues, la providencia de Dios es siempre tan suave que mezcla adecuadamente los medios con la causa principal, y de ningún modo suprime, antes bien cuida y aplica lo que el órgano puede dar de sí por propia actividad. En consecuencia, no pretendemos negar connaturalidad al poder por el que se actúa; connaturalidad que está verdaderamente en la sucesión y continua serie de obispos que se transmiten unos a otros el depósito de la religión en la misma sede y casi de mano en mano. Ni soñamos que deba ser removido de la tradición el elemento humano, las defensas humanas, la habilidad y la aplicación humana. Por cierto que si consideráramos que ellas deben ser removidas, tendríamos como impugnador al mismo apóstol que exclama: ¡Oh Timoteo! custodia el depósito. Pues ¿para qué esta súplica, para qué tan urgente recomendación si no se exigía nada de parte de Timoteo? Pero sólo queremos que la suprema y suficiente razón de certeza sobre la integridad de la doctrina revelada no pueda encontrarse en estas cosas hasta tanto ocurra un corte proveniente de la gracia de asistencia perpetua prometida y otorgada por Cristo18. Por lo tanto debe entenderse que el elemento humano se subordina al divino y de tal modo se une a él, que en el tratamiento del tema de la tradición teológica se encuentra en los Padres una doble argumentación. Una por la consideración de la gracia que acompaña siempre a la sucesión apostólica. La otra por la consideración de la misma sucesión según las condiciones históricas conservadas en la Iglesia desde su origen; esta última, aunque de por sí no fuese acabada y apodíctica, sin embargo era polémicamente eficacísima contra múltiples creadores de sectas, todos los cuales hablan empezado a dogmatizar de nuevo a partir de sí mismos: “Cada uno de ellos, dice Ireneo L. 3, c. 2, afirma que esa sabiduría (que Pablo atribuye a los perfectos) es la que se descubre a partir de si mismo... Pues cada uno de éstos, enteramente perverso, depravando la regla de verdad, no se avergüenza de predicarse a sí mismo. Así pues los Padres, tanto los primitivos como los posteriores, se servían de ambos argumentos. No sólo los posteriores sino también los antiquísimos Ignacio, Ireneo, Tertuliano, citados anteriormente, retrotraían el motivo principal, por el cual consta que la doctrina divina es conservada pura e íntegramente por el orden de la sucesión, al carisma de verdad transmitido con la sucesión del episcopado, a la participación de Cristo, al Espíritu Santo, prometido, y enviado doctor de verdad.

E igualmente no sólo los más antiguos sino también los posteriores -pensad en Atanasio (de decr. Nicaen. n. 27), Epifanio (L. 1, Haeres. 27, n. 6), Optatus (L. 2, de schism. Don. n. 2) Agustín (Epist. 53, n. 2, etc.)- igualmente apelan a la opinión transmitida de Padres a Padres, a la doctrina entregada desde el comienzo, a la continua sucesión de sacerdotes principalmente en la Iglesia Romana, ya que a través de esta sucesión -son palabras de Epifanio- se demuestra la verdad manifestada sin interrupción. Y por ello, desde el primero hasta el último, no hay rastros de la oposición falazmente imaginada por los protestantes para la necesidad de su causa. Así el card. Franzelin de Trad. thes. 10.

En consecuencia, poseéis en la tradición, entendida en su sentido católico y verdadero, la más segura regla de fe. Pero puesto que también otra regla es tenida en cuenta por la Escritura, la misma prosecución de los temas nos conduce a considerar la relación entre ambas.


§ 3.

Por una doble consideración, puede entenderse que la tradición es regla de fe, anterior a la Escritura tanto en relación al tiempo como al conocimiento y a la comprensión, y se diferencia absolutamente de ésta en que no existe sólo como regla remota sino también como próxima e inmediata.

1. - En primer término, no existe ninguna dificultad en mostrar que la tradición antecede a la Escritura en el orden cronológico. Esto ya es de observar en el N. T. Pues las Escrituras no existieron desde el comienzo del mundo, y sin embargo desde el comienzo existió una regla a la cual conformaban su fe los santos hombres de Dios. “Desde Adán hasta Moisés existió en el mundo una Iglesia, y los hombres veneraban a Dios con la fe, la esperanza, la caridad y los ritos externos, como surge del Génesis donde son presentados Adán, Abel, Seth, Enoch, Noé, Abraham, Melquisedec y otros hombres justos. Pero ninguna escritura divina existió antes de Moisés como es evidente... porque no hay en el Génesis mención de una doctrina escrita sino sólo de la transmitida: Sé, dice Dios, Gen. XVIII-19, que Abraham ordenará a sus hijos y después de él a su casa, que conserven el camino del Señor. En consecuencia, durante dos mil años la religión fue conservada únicamente por la tradición... Después, desde Moisés a Cristo, aunque en el mismo pueblo de Dios existieran escrituras, sin embargo los judíos utilizaban más la tradición que la Escritura, como surge de Exod. XVIII-8, Deuter, XXII-7, Jueces VI-13, Salmos XLIII-1, LXXVII-5, EcI. VIII-11”19. Aquí está también la solución de la dificultad ordinaria sobre el porqué en los libros de Moisés se encuentra tan poco de la vida futura, y de los premios y castigos determinados en ella, y, hablando en general, de muchas verdades que son consideradas fundamento de la vida moral y religiosa. Pues en gran parte se repite aquí la solución consistente en que la Escritura posterior suponía como antecedente la regla de la tradición y la dejaba en su pleno vigor, y siempre se mantiene en su pleno vigor. Pero ¿acaso consideráis que ocurría de otro modo en el N. T.? Al contrario, en el N. T. se demuestra incluso con hechos más abundantes la misma primacía de la tradición, ya que los escritos de los orígenes cristianos presentan iglesias fundadas primero sin escritos provenientes de los apóstoles, que ya poseían vida propia. Aún no habla escrito Mateo, y ya la Iglesia se constituía por toda Judea, Galilea y Samaria avanzando en el temor del Señor (Act. IX-31). Aún no había escrito Marcos y ya existía la Iglesia Romana, cuya fe era anunciada en todo el universo (Rom. 1-8). Todavía no había escrito Juan, y ya había fundado y gobernaba todas las iglesias de Asia, como escribe Jerónimo en 1. de seript. eccles. También se dirigían a iglesias ya existentes epístolas apostólicas, como suficientemente y de sobra está claro por sus mismas expresiones. Por último Pablo no recurría a escrito alguno como instrumento cuando les decía a los Gálatas, a quienes se intentaba apartar del recto camino del Evangelio: Si alguien os evangelizase más allá de lo que recibisteis, sea anatema (Gal. 1-9). Y a los Corintios: Os alabo, hermanos, porque a través de todas las cosas os acordáis de mí y conserváis mis preceptos así como os los entregué. Y de nuevo: Pues yo recibí del Señor lo que os entregué, porque el Señor Jesús, en la misma noche en que iba a ser entregado, etc. Debe así afirmarse que desde el comienzo preexistió únicamente la regla de la tradición y que el subsecuente complemento de la Escritura no podía ser lo que destruyese el medio fundamental de conservar y propagar la doctrina revelada, constituído en la Iglesia de una vez para siempre, sino lo que se subordinase a él y lo sirviese todavía más.

2. - Pero aunque el canon de la Tradición no precediera al canon de la Escritura en el orden del tiempo, sin embargo lo haría siempre en el orden del conocimiento. La tradición se conoce como regla de fe, con los mismísimos argumentos por los cuales se conoce la credibilidad de la religión cristiana o Iglesia Católica; a partir del único y mismo argumento con el que demostrasteis que la Iglesia Católica fue revelada como instituída por Dios, demostrásteis también que fue establecido por Dios aquel órgano del magisterio perpetuo, base y fundamento de la misma Iglesia y que debe siempre escucharse. Demostrásteis que la predicación de este magisterio estaba divinamente ordenada a fin de que a él deba conformarse para siempre la fe de los creyentes. En consecuencia demostrásteis la tradición con naturaleza de regla de fe obligatoria, supuesto, que la predicación eclesiástica y la tradición auténtica coinciden en la realidad, como es claro y manifiesto' por lo dicho hasta ahora. Ni interesa qué método o qué procedimiento aplicásteis en la demostración de la verdadera religión: ya se argumenta a partir de las señales divinas que están insitas en la Iglesia y le son inseparablemente inherentes, o más bien desde los escritos históricos de la misión, advenimiento y obra de Jesucristo, de acuerdo con la doble norma indicada en el Concilio Vaticano 1, Ses. 3, cap. 321. Siempre pues y de idéntico modo está y queda demostrado ipso facto el canon de la Tradición.

Pero no ocurre así en cuanto a la Sagrada Escritura. Siendo pues absoluta aquella demostración inicial que se instituye en los preámbulos de la fe o en la teología fundamental (como la llaman), hasta aquí, es evidente, te es enteramente desconocido si las Escrituras están o no inspiradas por Dios. Pues aunque no existiesen las Escrituras, existirán los mismos invariables principios de demostración; también la misma adecuada conclusión a la que conducen estos principios. Porque si acaso en el decurso de una demostración, tratando el testimonio histórico de la revelación cristiana, dieras con aquellos testimonios de Cristo por 1os cuales se confirma la fe de los judíos respecto de la ley y los Profetas, por cierto de modo concomitante y si como por accidente se pudiese llegar al conocimiento de aquellas Escrituras del A. T. llamadas protocanónicas, de las Escrituras del N. T. sin embargo nada conoces hasta entonces, y tampoco nada después. Y si también respecto de esto buscaras un testimonio adecuado fuera de la auténtica tradición., no hay dónde recurrir sino a los escritos apostólicos. Pero fuera de que el reconocimiento de la autoridad de los apóstoles como órganos de la revelación a promulgar supone ya conocida la regla de la Tradición que deriva toda de ellos: ¿qué encontraréis, pregunto, en la obra de los padres apostólicos acerca de los escritos inspirados del N. T., formalmente en cuanto inspirados? Absolutamente nada, salvo aquel conocido pasaje de la segunda epístola de Pedro, III,16, sobre las epístolas de Pablo. Sin embargo las epístolas de Pablo no son todas, lejos de ello, escritos del N. T. Además qué epístolas de Pablo habían sido ya editadas en la época en que escribió Pedro, nadie podría decirlo con certeza. Y por último, esta misma segunda epístola de Pedro es desechada como supuesta y no genuina precisamente por aquéllos que afirman depender sólo de los documentos escritos. De todos modos, el sistema bíblico protestante se presenta corno un péndulo en el aire, privado de base y fundamento. Ni se lo comparó erróneamente al sistema del mundo en la cosmogonía de los hindúes, que construyeron el universo al modo de un elefante que apoya las patas sobre cuatro tortugas, y por qué no decir sobre qué se apoyan las tortugas mismas. Pero nosotros, desde el órgano de la tradición al cual confió Cristo la tarea de enseñar toda la verdad, recibimos por derecho y mérito la verdad revelada del canon íntegro de la Escritura inspirada, para que así ésta sea conocida por la Tradición y sea, por lo mismo, posterior en el orden del conocimiento.

3. - De aquí se infiere luego (más aún) que la Tradición antecede a la Escritura en el orden de la comprensión, por que la doctrina revelada fue íntegramente depositada, por alguna razón verdadera, no en la Escritura sino en la tradición. Digo, no en la Escritura: supuesto que como poco antes dije ni siquiera se contiene en ella la verdad respecto a la mismísima Escritura, es decir sobre el catálogo de libros que deben ser admitidos como sacros; puesto que ella misma, la mayoría de las veces nos remite a la Tradición como a la fuente de algunos preceptos que no están escritos, según muestra Belarmino22, en 1 Cor. XI-2, 2, Tés. 11-14, 2 Tim. 1-13, 3 Juan 13; por último, porque la mera redacción de los escritos del N. T. que antes vimos, ocasionada por circunstancias contingentes, es, un signo clara por el cual Dios hizo público no haber sido su designio que poseyéramos en los libros sacros el pleno y adecuado depósito de la verdad revelada. Por el contrario, enriquecidos en la Tradición, reconoceréis su depósito por derecho y mérito. Pues ella misma es la que fue puesta por Cristo como instrumento primitivo, principal y primario de la doctrina y a ella le fue confiada también la Escritura. Confiada, digo, no sólo en el orden del conocimiento de lo que debe ser admitido como escritura verdaderamente inspirada por Dios, sino también en orden al sentido que sin la clave de su comprensión permanece cerrado e incierto. De donde se sigue que en el depósito entregado de algún modo por cierto se contiene también la revelación escrita; y si también la revelación escrita, por lo tanto toda revelación intacta.

En consecuencia, la Tradición es de todos modos la primera regla de fe: por el tiempo, el conocimiento y la comprensión. Por fin preguntaréis: ¿es regla remota o próxima? Pues digo: remota y próxima bajo una y otra consideración.

4. - Y en verdad, incesantemente y perseverando a través del decurso de los siglos hasta nosotros, esta predicación de la Iglesia es recibida de dos modos. Primero, en los anillos intermedios de las edades precedentes, de quienes depende y mediante los cuales siempre se continúa con la predicación de los primeros e inmediatos promulgadores del verbo revelado. Después, de modo absoluto en cuanto tal, en cualquier lapso designado separadamente. Así pues, del primer modo la predicación eclesiástica es tradición bajo la estricta razón de transmisión doctrinal revelada casi de mano en mano desde los apóstoles, o tradición que desciende de la fuente repetidamente como por un continuo canal desde siglos, y así considerada no es más que regla remota de la fe católica. Entonces es conocida tan sólo por la investigación de los monumentos del pasado, es decir por el estudio de obras que desde la remota antigüedad llevan al conocimiento del significado, la manifestación y la fe que antes había acerca de la doctrina cristiana, vista ya en su conjunto, ya en capítulos individuales. Y si la Tradición se desconoce salvo mediante la investigación y el avance propio de la ciencia teológica hasta el contenido de los preceptos, no posee ni puede poseer naturaleza de regla próxima. Por lo cual hay que llegar a la predicación eclesiástica, considerada no con la mayor amplitud en la coherente sucesión desde la revelación inicial sino absolutamente en la práctica de su tiempo señalada antes. En este caso, por cierto, siempre existe la tradición, en la medida en que transmite lo que explícita o implícitamente recibe de los mayores, pero entonces ya es tradición bajo la precisa formalidad del magisterio autorizado que expone y explica claramente lo que es necesario creer según la revelación que desciende de los apóstoles. Y así también es regla de fe próxima e inmediata, que coincide con el magisterio infalible y siempre vivo de la Iglesia Católica, en cuanto es formalmente magisterio.

Pero en verdad, de cualquier modo que se tome la Tradición sea como regla próxima, sea como remota, quisiera que se observara cuidadosamente esto: Que el auténtico órgano de ella no fue instituido por Cristo para conservar y proponer fórmulas inertes y materiales sino el verdadero sentido de la verdad revelada, y por ello la tarea de transmitir, custodiar y exponer infaliblemente el depósito de la fe es inseparable de la tarea de definir, declarar y explicar también infaliblemente lo que en ella se contiene. Ahora bien, si la Tradición no es sólo conservadora sino también explicativa de todo el verbo de Dios, tanto escrito como no escrito, debe reconocerse en ella, sin duda, algún progreso a través del decurso de los siglos: pero un progreso tal que en nada contradiga la inmutabilidad del dogma, que no quite absolutamente nada de la naturaleza del depósito, en el cual no es licito mudar, restar ni agregar nada. Y valdrá la pena que expliquemos esto de modo un poco más extenso en la continuación del presente capítulo.

§ 4.

De lo hasta aquí dicho se sigue que la Tradición posee en verdad una cierta evolución durante el decurso del tiempo, pero siempre unida a una absoluta inmutabilidad y consenso en la misma enseñanza y en el mismo sentido: a saber que, para la búsqueda del significado tradicional a que aspire, fueron prescriptas por los Padres reglas especiales y muy diferentes de las que rigen la ciencia histórica.

Por lo tanto, es agradable terminar la exposición del verdadero y genuino concepto de tradición mostrando aquellas cosas que resultan o no de lo hasta aquí dicho. Y no se nos atribuya la libre facultad de divagación para comenzar con afirmaciones no comprobadas. En primer lugar, de ninguna manera se infiere que todas las verdades pertinentes al depósito de la fe debieron existir de un único y mismo modo en la primitiva prédica de los apóstoles, y también de un único y mismo modo en la tradición posterior, durante algún período de tiempo. Pues una cosa es que todo lo referente a la fe y a las costumbres sobre las que se establece la doctrina cristiana hayan sido transmitidas desde el comienzo y siempre por la gracia de la infalibilidad; otra, en verdad, que todas hayan sido presentadas siempre igual explícitamente, igual “En la prédica de la Iglesia podían proponerse algunos temas universales donde implícitamente se contuvieran temas particulares para ser explicados por la Iglesia por el hecho de que, con el progreso del tiempo, habían surgido dudas. Así, expresamente y con igual claridad. Pues esto nada tiene en común con la indefectibilidad que proviene de la norma de la verdad, como al fin y al cabo es evidente, sino que una presentación tan plena de la doctrina, firme desde el comienzo, apenas sería posible por naturaleza; y por otra parte era menos necesaria, puesto que junto con el depósito de los dogmas, la gracia del Espíritu Santo para explicarlos según las necesidades de cada época, pasaba a los sucesores de los apóstoles por promesa y mandato de Cristo. Recordad considerándolo cuidadosamente, lo que poco antes se explicó en el cuerpo de la exposición sobre la doble tarea de los custodios y doctores de la fe.

Además, si de la infalibilidad de la Tradición no surge que todas y cada una de las verdades pertenecientes objetivamente al depósito de la fe deban en todo tiempo brillar en la luz de la Iglesia hasta la distinta y explicita transparencia de sus caracteres, ni tampoco que no existan lagunas sobre las que no con-curra a veces la diversidad de sentidos y de opiniones dentro del seno de la Iglesia, en esto no debe verse nada que se oponga a la infalibilidad antedicha: “En efecto, que algunas verdades de este tipo existen, está demostrado por las definiciones de los Concilios o de los Pontífices que declaraban como verdades de fe doctrinas en las que, antes de la definición, los doctores católicos seguían pareceres diversos sin dispendio de la fe y la comunión, conviniendo además en confesar que las mismas aún no pertenecían a un depósito de la fe suficientemente manifiesto. Se colige también de allí que hasta ahora existen muchas cuestiones teológicas aún no definidas, que sin embargo versan sobre aspectos de la doctrina revelada, de tal modo que de su análisis parezcan resolverse y definirse por el magisterio infalible. De allí que los Padres distingan entre la substancia de la fe, que es una en todos, y problemas de inteligencia más profunda (Iren. L. 1, e. 10, n. 23). Es decir que existen cuestiones predicadas con evidencia en los templos y definidas en las homilías sobre las que es única la opinión de la Iglesia, y otras que deben inquirirse partiendo de la Sagrada Escritura e investigarse con sagaz análisis, ya que no se disciernen claramente, ni se distinguen, ni son evidentes en la predicción eclesiástica (Origen. de princip. in praefatione). En la doctrina de los cristianos se distingue entre la regla de fe indiscutida y aquello que, salvada la regla de fe, puede ser cuestionado (Tertul. Praescript. c. 13). Una cosa es lo que pertenece a los fundamentos mismos de la fe, y otra los temas en los que a veces no concuerdan doctísimos defensores del canon católico; dejando a salvo el conjunto de la fe, cada uno sobre un asunto dice algo, mejor y más verdadero que otro (August. lib. 1 contra Julían, c. 6). Debe distinguirse entre el error a tolerar en problemas no resueltos claramente ni confirmados por la plena autoridad eclesiçastica y el error que no debe soportarse y que intenta conmover el basamento mismo de la Iglesia (August. Serm. 294, n. 4) Deben distinguirse, por último, algunas partículas de nuestra fe menos esplendorosamente claras y lo que el Señor quiso que nadie en su Iglesia ignorase (Leo M. epist. 30 ad Pulcheriam, c. 2)”. Resumiendo: En cual-quier tiempo existieron especificaciones posteriores de la doctrina revelada que, contenida más o menos obscuramente en la Tradición desde los apóstoles y no ilustradas hasta ahora por la plena luz del análisis diligente, aún no se habían convertido en regla próxima de la fe o en proposición suficiente del magisterio eclesiástico. Sobre ellas por lo tanto puede a veces no existir una opinión concorde en el seno de la unidad antes de que la controversia sea terminada por la autoridad de la Iglesia. Y en esto, como ya dijimos, no debe verse algo que de algún, modo se oponga a la infalibilidad antedicha.

Pero veamos ahora: son diferentes las cosas que se infieren con absoluta necesidad de la promesa de asistencia divina hasta el fin. Y ante todo por cierto resulta imposible que alguna opinión originada en cualquier hombre o en un maestro privado obtenga jamás el consenso común como en la doctrina de la fe y prevalezca en la Iglesia bajo el mentido nombre de divina tradición. Sobre este tema tenéis un ejemplo en la opinión de los milenaristas que, introducido primero por Papías a causa de su excesivo simplicidad, y por respeto hacia el hombre que habla conversado con los apóstoles, aceptada y divulgada incluso por algunos de los más ilustres Padres de los siglos segundo y tercero, en seguida tuvo contra sí la concorde opinión de todos, y desde el siglo cuarto en adelante fue relegada entre las fábulas por voto común”.

En segundo término, es necesario que, si un punto quedó al comienzo más oscuro en la expresión de algún principio de mayor universalidad o se conservó por el uso práctico más que por la predicación expresa y formal, empiece luego a ser controvertido hasta su origen en la divina tradición, opinando diversamente cada opinante y también coincidiendo entre sí, hasta que al final, aclarada la cuestión, sea llevado a la solidez del pleno consenso. Resulta, digo, que es absolutamente necesario que de este modo la doctrina provenga verdaderamente del genuino y auténtico depósito cuyo custodio es la Iglesia. Y esto, por cierto, a causa de aquella alabada providencia de Dios que impide a la Tradición desviarse del recto sendero, por aquel certero carisma de la verdad de que habla Ireneo L. 4, c. 26; a causa del Paráclito, doctor de la verdad, que no permite que las iglesias entiendan y crean sino lo que recibieron de los Apóstoles, como dice Tertuliano, Praescrit. c. 28; a causa del Espíritu Santo que mora en la Iglesia para que no caiga en algún error de, análisis muy eru-dito, según afirma Agustín en Ps. 9, n. 12 y otras partes muchísimas veces.

En tercer término resulta que lo que el órgano de la Tradición declara dogma, no sólo es infaliblemente cierto como verdad revelada por Dios, sino inmutablemente presentado a la fe de todos los siglos subsiguientes en el mismo sentido en que fue predicado desde el comienzo. Pues la predicación, como la verdad, está en el sentido, no en las palabras, y es característico de los herejes introducir bajo las palabras y fórmulas de la Tradición católica sentidos diversos de los que encontraron estables y fijos en la Iglesia. Pues también Sabelio mantenía la Trinidad, pero nominalmente, y Arrio confesaba al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo pero como tres hipóstasis de diversa substancia, no como de una sola esencia, suma, indivisible y creadora. Y Nestorio predicaba en Cristo una sola persona Dios y hombre, pero de modo tal que no declaraba al Verbo unido a la carne según la subsistencia. Y Pelagio defendía la gracia divina, pero entendiendo por gracia el libre albedrío que, por cierto, es también en su orden un don gratuito de Dios. Y Berengario concedía la presencia sacramental, pero mística, no real, según una representación simbólica, no según la verdad de la substancia. Y así los restantes tienen en común que, una vez introducido el nuevo significado en, contra del sentido católico, se autosegreguen e ipso facto caigan en el error, porque aquel sentido se aparta del que es inmutablemente verdadero. De aquí que en el sentido de la Escritura la falsa doctrina se denomine otra doctrina: “Te rogué, dice, que permanecieras en Efeso..., para que requirieras a algunos que no enseñasen diferentemente”. Y de nuevo: “Me maravillo de que así, tan velozmente, os hayáis pasado a otro evangelio, porque no hay otro sino que hay algunos que os turban y quieren pervertir el Evangelio de Cristo”. Pues en cualquier tiempo en que, respecto de un dogma de fe, se diga algo distinto de lo que se decía antes habrá heterodoxia por oposición a ortodoxia; fácilmente y sin discusión se reconoce toda opinión herética por la sola innovación, en cuanto introduce un sentido diverso del sacralizado en la tradición y en la prédica de aquéllos a quienes dijo Cristo: He aquí que yo estaré con vosotros todos los días. Por lo demás, inútilmente apelarán a las Escrituras. Pues por derecho y mérito Tertuliano observa que las Escrituras no formaron las iglesias sino que fueron dirigidas a iglesias ya formadas, de modo que primordialmente se debe averiguar a quién pertenecen las Escrituras y entre quiénes reside la clave de su interpretación. En vano apelarán de nuevo a una gnosis más esclarecida, a una comprensión superior. Pues también los más antiguos Padres rechazaban este pretexto de los gnósticos, exponiendo la vía regia contra las herejías: la antigua Iglesia que precede a todas las sectas y las vio segregarse. Esas son escuelas en las que se disputa, ésta es la única Iglesia por nombre verdadero en la cual se cree en Dios. Quien se subleva bajo cualquier pretexto contra la tradición de la Iglesia, habiendo inventado nuevos sentidos, ése cesa de ser fiel y es vuelto a arrojar desde el tranquilo puerto de la divina verdad al tempestuoso mar de las opiniones humanas. Inútilmente, por fin, objetarán los herejes la duración del tiempo transcurrido desde los orígenes, puesto que quizá les valdría el recurso si para la permanencia de la Tradición con idéntico significado existiese otro fundamento que Cristo y su promesa. Así también, del mismo modo, en todo tiempo vale el mismo argumento, y es alegado contra los innovadores con la misma firmeza siempre tanto por los Padres posteriores como por los primeros Padres. “Así decís: el Evangelio fue predicado entre todos los pueblos, creyó el mundo, fue creada la Iglesia, creció, fructificó, pero erró después por la torpeza de los ignorantes, y pereció; en nosotros solos y en éstos que nos siguen permanece la sacra Iglesia en la tierra. La verdad evangélica y la autoridad inviolable de los profetas y de los santos Padres derriba esta vanidad sacrílega. De allí que a su santa Iglesia prometió el Señor en su Evangelio: “He aquí que yo estaré cdn vosotros hada la consumación del siglo... En consecuencia es falso lo que tú crees y construyes en cuanto al cuerpo de Cristo”.

En cuarto lugar, cuando se trata de aquellos preceptos que concentran la religión cristiana, propuestos por ello con firmeza como dogmas por la Iglesia desde el comienzo, formal y explícitamente, no puede dar mucho trabajo la demostración teológica por el argumento de la tradición. Pero Agustín os daba cuatro reglas que simplifican al máximo todo el asunto. La primera consiste en que, sin excepción, no habrá necesidad de discutir individualmente los testimonios de los Padres cuando la tradición conste por actos públicos, auténticos y universales, como ocurre en materia de pecado original con el bautismo de los infantes para la remisión de los pecados, como así también con sus exorcismos conforme al ritual de la Iglesia. La segunda regla es que si el asunto debe decidirse por testimonios especiales, por derecho y mérito se podrá estar sostenido por el testimonio único de la Iglesia occidental. Esto se justifica no sólo por un privilegio especial de esta Iglesia, debido a la sede apostólica ínsita en su seno y con la cual está más unida por vecindad, sino también y en especial, porque en la fe de los latinos ya brilla suficientemente la de los orientales; es que los latinos son enteramente cristianos y en ambas partes de la tierra existe una sola fe y tradición. Tercera regla y muy afín con la precedente: ya se quiera aportar autoridades de los latinos, ya de los griegos, no es necesario citar muchos autores sino que basta uno u otro doctor distinguido por su fama o autoridad para que en él se advierta la opinión de los otros a causa de la unanimidad de la Iglesia guiada por un solo espíritu y tradición. Y esto es lo que también señaló el Lirinense en el segundo Commonitorio n. 30, donde, después de enumerar a aquellos diez Padres cuyos testimonios fueron leídos en el Concilio de Éfeso, prosigue: “En consecuencia, éstos son todos los maestros, consejeros, testigos y jueces presentados en Éfeso en el sacro número del decálogo; aquel bienaventurado sínodo, sosteniendo la doctrina, siguiendo el consejo, confiando en el testimonio obediente al juicio de éstos, sin tedio ni presunción pero con la gracia, se pronunció sobre las reglas de la fe. Aunque hubiese podido ser presentado un número muy superior de antecedentes, no fue sin embargo necesario, porque no convenía ocupar el período de labor con multitud de testigos, y nadie dudaba de que aquellos diez pensaran de modo diferente de todos los restantes colegas suyos”. Por último se da como cuarta regla que el sentir unánime de la Iglesia presente es prueba idónea del sentir de la antigüedad, dado que, conociéndose lo que ahora se sostiene en la Iglesia, es impío pensar que fuese otra la fe en los siglos pretéritos. Esta última regla de Agustín es la que más hace a nuestro asunto, por cuanto afirma que la opinión de la Iglesia contemporánea acerca de los preceptos de nuestra religión es signo certísimo del criterio, de ningún modo diverso, que sobre lo mismo tuvo la antigüedad. De allí que sea agradable detenerse en este punto como en la última consecuencia de las premisas sobre la infalibilidad. Y si prescindiéramos de aquellas ulteriores! especificaciones de la fe, salvo las que con el correr del tiempo -como se mostró antes- se transformaron en preceptos clarificados (puesto que esta consideración nos apartaría más del objeto de nuestra voluntad) y en cambio hablamos tan sólo de aquéllas que constituyen la suma de la religión cristiana, pertenecientes a los mismos fundamentos de la doctrina revelada y que el Señor quiso que nadie ignorara en su Iglesia -como decían los Padres citados supra-, al instante se hará patente la verdad de la conclusión. Estas especificaciones fueron presentadas como dogmas, explícitamente desde los primeros comienzos en la tradición y magisterio de la Iglesia, y en cuanto tales necesariamente permanecen transmitidas y creídas siempre en el mismo sentido. En consecuencia, es necesario que se mantenga hasta ahora ese sentido conservado firmemente desde el principio, y por eso de ningún modo puede ser que los Padres ortodoxos, que como tales siempre poseyeron autoridad en la Iglesia, jamás pensaran sobre el mismo asunto sino lo que hoy creemos, enseñamos y encomen-damos a la posteridad como depósito invariable.

Pero ahora se presentan los neocríticos alegando que nada prevalece frente al hecho positivo. Pues se encuentran muchos Padres antiguos que en la práctica pensaron de otro modo que nosotros respecto de dogmas de la religión, incluso primordiales, como la Trinidad, la Encarnación, el pecado original, la gracia, y otros semejantes. En efecto, dicen, los prenicenos presentaron la procesión del Hijo y del Espíritu Santo con características que exhiben ideas falsísimas francamente diferentes de las nuestras, por ejemplo triteísmo, desigualdad de las personas, e incluso una deidad corpórea. Igualmente los antiguos, hasta Cirilo de Alejandríaa inclusive, no pensaron más correctamente sobre la Encarnación que posteriormente Eutico, y sólo después de largas disputas vemos delineado el dogma antes informe de la unión hipostática. También la mayoría, antes de Agustín, son verdaderos pelagianos, o sin duda semipelagianos. Crisóstomo y los restantes griegos nada saben sobre el pecado original, etc., etc. Así opinan ahora nuestros críticos, que sin embargo nada nuevo aportan sino que marchan sobre los pasos de los socinianos y de los calvinistas, recogiendo con fácil erudición en Petavio o Bossuet, en sus obras polémicas contra Jurieu y Ricardo Simon, las citas patrísticas que éstos utilizaban. Por lo demás, dondequiera hayan adquirido su erudición, al menos es indudable que entre ellos el método de interpretación es protestante, y por cierto que también, trabajando éste con idéntico defecto conduce a las mismas conclusiones. Además, antes de dilucidar qué y cuál es este defecto, conviene considerar lo que da pie a las ya divulgadas opiniones por las cuales a los antiguos Padres de la Iglesia se les reprocha heterodoxia a fin de que, establecido correctamente el estado de la causa, la misma pueda tener la solución de un justo juicio. A esto tenderá en consecuencia el próximo capítulo.

Fuente: Stat Veritas
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