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La educación y la divinización del hombre. Graciela Beatriz Hernández de Lamas



La educación es un proceso que lleva al hombre a su fin,
que es su perfección ya que es el acabamiento de su misma naturaleza, 
y consiste en una divinización paulatina del hombre.


El tema que me propongo tratar dentro del marco de educación y sabiduría es el de la educación y divinización del hombre. Pretendo mostrar cómo la educación es un proceso que al consumarse logra en el hombre un acabamiento de su propia naturaleza, es decir, su perfección como hombre; y que esta perfección de su naturaleza toca la esfera de lo divino.

El desarrollo del tema abarcará cuatro puntos:

El primero hará referencia a aquello en lo que consiste el proceso de perfeccionamiento del hombre, haciendo incapié en primer lugar en su fin, ya que por tratarse de materia práctica, lo que define y determina la acción es el fin.

La actividad en la que consiste la contemplación supone la existencia en acto segundo de alguien que contempla (sujeto) y la presencia en éste de algo que es contemplado (objeto), que lo perfecciona por su propia perfección. Esa unión entre objeto y sujeto se realiza en el acto mismo y genera una cierta identidad de naturaleza entre ambos, en tanto el sujeto, más que asimilar al objeto es asimilado formalmente por éste; el sujeto, en el acto, se hace el objeto. Esa semejanza, que es paulatina en el proceso vital del hombre, en cuanto tiende a su perfección natural, es de divinización.

En tercer lugar analizaremos el proceso mismo que implica un tiempo y un largo camino de purificación y catarsis.

Y por último veremos que ese proceso es educativo. No es un proceso, un viaje o camino que se dé en soledad sino que para que se realice se necesita de un especial auxilio, en el que consiste precisamente la educación.



1. El perfeccionamiento del hombre como fin

Todo ente que existe tiene dada una esencia, que es lo que lo hace ser lo que es y al mismo tiempo lo diferencia de los otros entes. También es el principio que hace operar al ente de un modo determinado o específico. Se manifiesta como un impulso para actuar y al hacerlo hace que esa esencia o naturaleza se complete, se actualice o se perfeccione. Esta naturaleza es lo que hace comer al perro y reconocer lo que le es útil y lo que es nocivo, buscar el sol a la planta y caer en tierra a una piedra u objeto cualquiera.

Esta tendencia natural es signo de pobreza, de indigencia, de necesidad de algo que no se es o no se tiene. Pero al mismo tiempo, muestra que se es algo, pues sin una cierta actualidad no podría manifestarse.

Esto que es común a todos los entes tiene en el caso del hombre características propias por su especial estatuto óntico.

En primer término esa naturaleza no se da acabada. Más aún: late de un modo muy vivo la tendencia o ímpetu hacia su perfección y acabamiento. Esta realidad tendencial es el impulso que empuja al hombre a su realización y que Platón lo singulariza en eros o el amor en El Banquete, que es un intermediario entre Dios y los hombres. Eros es hijo de la riqueza, o de Dios, en cuanto es, y de la pobreza, o de los hombres, en cuanto indigente. Por el aspecto positivo simplemente es, y es impulso; y por lo negativo es por lo que mueve al hombre en busca de lo que aún no es. "... su indigencia de cosas buenas y bellas le hace desear esas mismas cosas de que está falto" (Platón, Banquete, 202, d). Representa "un anhelo de algo, que es algo que no se tiene y que se apetece tener" (Jaeger, 578). "Se encuentra en el término medio entre la sabiduría y la ignorancia... /ya que/.. ninguno de los dioses filosofa, ... ni filosofa todo aquel que sea sabio. (Pero) a su vez los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado suficiente. Así, el que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar" (Platón, Banquete, 203 e). Es entonces eros la unión de lo divino y lo humano, de lo mortal e inmortal en el hombre. Es la expresión en síntesis abigarrada del ser mismo del hombre y de su esencial aspiración hacia el bien y la belleza. En definitiva es la aspiración a la entelequia, que el hombre debe conseguir, y es también el fundamento inmediato de la educabilidad del hombre.

Platón dice esto metafórica y míticamente. Aristóteles lo hace con otro lenguaje metafísico, a través de los conceptos constitutivos del ente: el acto y la potencia. La conjunción y simultaneidad de ambos componentes en el hombre como raíz de la posibilidad de la educación, la explica Santo Tomás en el De Magistro como potencia activa. Las formas educativas, es decir los hábitos morales preexisten como "ciertas inclinaciones naturales, que son como incoaciones de las virtudes, pero después, por el ejercicio de las obras, se dirigen a su debida consumación". Y lo mismo respecto de la adquisición de la ciencia, ya que "preexisten en nosotros algo así como semillas de las ciencias...". Y "...cuando preexiste algo en potencia activa completa, entonces el agente extrínseco no obra sino ayudando al agente intrínseco" (De Veritate, q. 11, artículo 1).

Ahora bien, los entes "diferentes en especie" hallan su perfección en cosas diferentes. En el caso del hombre: "El ser de cada hombre consiste en la razón o en ella principalmente" (Aristóteles, Et. Nic., Libro IX, 8), ya que es la "parte más señorial de sí mismo", "su principio dominativo", de tal modo que "la razón es, para cada hombre, su verdadero ser". El contenido de la perfección del hombre ha de buscarse entonces en el fin de éste, en su parte más importante, la racional. (Tal vez cabría aquí aclarar que la razón o la inteligencia, para Aristóteles o para un griego simplemente, como para un Padre de la Iglesia, significa algo mucho más rico que la palabra y el concepto que -vaciados por los racionalismos- hemos heredado. Hoy el concepto de razón es algo aislable que parece contraponerse a la fruitio. Y no es así).

La actividad propia de la inteligencia es la contemplación, que no tiene otro fin fuera de sí "y contiene además como propio un placer que aumenta la actividad" (Libro X, cap. VII). En esta actividad, que debe involucrar toda la vida del hombre, parece consistir la felicidad perfecta del hombre.

Sólo se puede dar en el hombre en la medida de lo divino que hay en él: "en cuanto que hay en él algo divino". "Si pues, la inteligencia es algo divino con relación al hombre, la vida según la inteligencia será también vida divina con relación a la vida humana". Esta vida divina se presenta en cierto modo como connatural al hombre, pero no de manera total, por ello se requiere un esfuerzo grande, pero ya que es posible sería indigno de un hombre libre no aspirar a ello (Arist., Metafísica, 1, 1). Por esto "en cuanto nos sea posible hemos de inmortalizarnos y hacer todo lo que en nosotros esté para vivir según lo mejor que hay en nosotros y que por pequeño que sea el espacio que ocupe, sobrepasa con mucho a todo el resto en poder y dignidad" (Et. Nic. X, 7).

"Más aún, podría sostenerse que este principio o elemento es el verdadero ser de cada uno de nosotros, puesto que es la parte dominante y superior; de modo, pues, que sería absurdo que el hombre no escogiese la vida de sí mismo sino la de otro ser" (Et. Nic. X, 7). Vemos que para Aristóteles esa opción por la divinización, por aspirar a lo mejor de sí, es aspirar a ser uno mismo, fiel a la verdadera esencia. Y es en esa fidelidad donde se encuentra la felicidad, ya que "lo que es naturalmente lo propio de cada ser, es para él lo mejor y lo más deleitoso. Y lo mejor y más deleitoso para el hombre es la vida según la inteligencia, porque esto es principalmente el hombre. Y esta vida será de consiguiente la vida más feliz" (X, 7). De tal modo que la infidelidad a la perfección, es aspirar a ser otro. Es fuente de dualismo en el hombre.

Aristóteles refuerza esta idea de que en la contemplación está la perfección del hombre como natural, y allí esta la felicidad y esa perfección consiste en un cierto asemejarse a lo divino, diciendo que "el acto de Dios, acto de incomparable bienaventuranza, no puede ser sino un acto contemplativo. Y de los actos humanos el más dichoso será el que más cerca pueda estar de aquel acto divino". (X, 8).

Sólo el hombre puede participar de la felicidad, puede aspirar a ella; ya que sólo él puede contemplar. Los hombres participan de la bienaventuranza "en la medida en que hay en ellos alguna semejanza de la actividad divina" (X, 8). "La felicidad por lo tanto es coextensiva a la contemplación", "la felicidad es una forma de contemplación".

Llegamos así a que la perfección del hombre, que es la actualización de su esencia, consiste en la contemplación, que a su vez es el acto propio de Dios, por lo que el hombre al practicarlo se diviniza en cierto sentido. Además la sabiduría que implica la contemplación es portadora de autosuficiencia o independencia, cualidades propias de los dioses. Esta búsqueda, y esta vida humana así consagrada, es la vida del filósofo, del que busca la sabiduría. Pero además es más perfecto llegar a ella, que simplemente buscarla. Santo Tomás en su comentario dice que "la especulación de la verdad es doble: una que consiste en la busca de la verdad y otra que estriba en la contemplación de la verdad ya encontrada y conocida. Y esto es más perfecto, por ser el término y fin de la averiguación de la misma. De ahí también que sea mayor el deleite que hay en la consideración de la verdad conocida, que el que existe en buscarla" (Ethicorum, lib. X, lect 10, n 2092). Esto que parece obvio es lo que hoy día se deja de lado en posturas que centran y terminan su cometido en un tentador aprender a aprender, búsqueda sin término, etc. (San Pablo denuncia a quienes "siempre están aprendiendo y nunca serán capaces de llegar al conocimiento de la verdad", en II carta a Timoteo, III, 7).

Así que el fin del hombre de contemplación y gozo, va a consistir en el acto de la potencia más perfecta, la inteligencia (arrastrando todas las demás potencias unificadamente); con el hábito más perfecto, la sabiduría (y el amor consiguiente); del objeto más perfecto, Dios.

A su vez, este hombre que desenvuelve así su vida en la búsqueda de la sabiduría y de lo divino, ha de ser sin dudas "el más amado de los dioses" (libro X, 8), ya que éstos reciben más contento "de lo que es en el hombre lo mejor y lo más próximo a ellos (es a saber la inteligencia) y además los han de recompensar más, ya que estos hombres "cuidan lo que los dioses aman y se conducen con rectitud y nobleza".

Hay una participación divina ontológica, en el ser mismo del hombre, que es el fundamento de una participación en el operar. Y una vez más este prototipo humano o este ideal de hombre lo cumple el filósofo, el que ama la sabiduría, "también naturalmente el más feliz" (X, 8).

Resumiendo este apartado: hemos visto que el fin del hombre consiste en su perfección, ésta en la contemplación, y en ella se da una participación de la vida divina. Y este ideal lo cumple el filósofo.



2. Comunión y participación de naturalezas

Vemos así que la suprema areté asequible al hombre es un proceso de acercamiento a Dios. El hombre se da en su plenitud allí donde aspira a asemejarse a lo divino. Cuando esa fuerza logra su objetivo el hombre se hace uno con lo divino. La unión se da, dice el Padre Ramírez en La esencia de la caridad, cuando de muchos se hace uno, con unidad de composición, lo cual "...importa esencialmente tres cosas: primera, pluralidad de cosas que han de ser unidas; segunda, movimiento, esto es, acción o pasión, o también forma por la que se unen entre sí y, consiguientemente, relación mutua de las cosas unidas; tercera, la unidad misma o lo uno resultante con unidad de composición" (pág. 358).

Desarrollada al máximo su propia esencia, favorecido por el contacto con lo divino, el hombre se unifica con Dios. Esto Platón lo dice de distintas maneras en El Banquete, según el discurso de los participantes del diálogo. Todos ellos hacen el elogio del Amor o de Eros que es justamente eso en el hombre que es algo divino y que lo impulsa, "es un poder múltiple y enorme, o mejor aún, un poder universal el que tiene y reúne el Amor en general"; "... nos proporciona la felicidad completa de suerte que podamos tener trato los unos con los otros e incluso ser amigos de los dioses" (Banquete, 188 d). Es por lo que el hombre se entrega a la virtud, y se "obliga ... a tener un gran cuidado de sí mismo con relación a la virtud" (185 b).

El acto de contemplación y fruición simultáneos de sujeto-objeto, hombre-Dios, sujeto-verdad, da lugar a una comunicación tal que se da una participación de lo divino en lo humano, se da una conformidad necesaria, en el sentido de participación de la misma forma en la que el objeto de contemplación que es Dios comunica su forma al contemplador. Esto no es más que la relación que en realidad existe en todo conocimiento y en todo acto de amor.

En efecto, en toda relación cognoscitiva se da como una creación de un espacio o ámbito de una cierta intimidad, de relación y trato activo entre objeto y sujeto. El sujeto recibe la forma del objeto, pero no lo hace de manera pasiva. Todo conocimiento es participación del conocimiento divino. En éste Dios crea el objeto que conoce en un acto de amor. El hombre al conocer, desmaterializa el objeto tras arduo proceso (organización primaria y secundaria de la percepción que culmina en la abstracción y la formulación de un juicio universal) para poseerlo de un modo espiritual. No obstante conoce lo que es y no algo creado por él. Pero sólo conoce algo del objeto, lo que ese ente le revela y lo que su amorosa búsqueda consigue en su lucha por agrandar el ámbito de lo fenoménico y empequeñecer lo que se oculta tras él. La culminación del proceso al que se tiende sería que lo nouménico mismo se convirtiera en fenómeno. Cumbre no propia del hombre, para quien siempre el misterio está latente. Todo este proceso de conocimiento es posible por una decisión y una elección del sujeto (de la voluntad) de conocer esto o aquello y hasta un tal grado, hasta tal límite "... sólo en la ruta de la voluntad puesta ya en acción puede llevar a cabo su obra el conocimiento", dice Von Balthasar. Es decir que todo el proceso del conocimiento es también un proceso amoroso, y que en el hombre trasciende lo intelectual. Y termina en esa unión de amante y amado.

"Si hablamos de la unión entitativa y antecedente del amante y del amado, como de sujeto y objeto, la unión del amor conviene con la unión del conocimiento, en el sentido de que para la unión del inteligente y del inteligible o del cognoscente y del cognoscible se presupone siempre la unibilidad o proporción de sujeto y objeto". (Ramírez, 363).

"Se da igualmente conveniencia en la unión dinámica afectiva, en cuanto que, así como el cognoscente se hace cognoscitiva o intencionalmente el objeto conocido, así también el amante se hace afectivamente el amado.

Mas en la unión real y efectiva hay que distinguir. Y es que el amor se consuma en tal unión, porque el amor es movimiento del amante hacia la misma cosa o persona amada en sí misma, mientras que el conocimiento se realiza según la aprensión o tracción del cognoscible al cognoscente, que se hace intencionalmente mediante la especie inteligible impresa y expresa. De ahí que el amor es más unitivo que el conocimiento, en cuanto que implica mayor unión que el mero conocimiento, esto es, unión real y efectiva con la cosa amada.

Pero si el conocimiento no es meramente especulativo, sino afectivo y contemplativo en sentido pleno y perfecto, tal conocimiento postula también y lleva consigo unión real y física del cognoscente y de lo conocido, como de vidente y de cosa vista; no ciertamente por razón del solo conocimiento, sino por razón del afecto que implica, es decir, en virtud del afecto o amor antecedente, concomitante y consiguiente". Así lo expresa en Padre Ramírez, comentando la Suma Teológica, I-II, 28, 1 ad 2.

Vemos entonces que el conocimiento y amor del bien presupone, para que sea posible, no sólo una connaturalidad surgida por la recepción de su forma en el sujeto, sino una afinidad disposicional, que es activa, y que es la base de una paulatina modificación del mismo ethos cuyo fruto será el conocimiento. Ésta es también la tesis que Platón preconiza constantemente, en particular en la República en el Libro VII, en donde se establece claramente que sólo se puede llegar a la filosofía, es decir a conocer la idea del Bien, tras un largo currículum de trabajo tanto sobre la inteligencia como sobre la voluntad, ya que el maestro no puede transmitir la ciencia al discípulo sino sólo ayudarlo para que se ilumine su interior y al fortificar su espíritu éste pueda tener acceso a ella. En la digresión de la Carta VII expresa también esta idea. "Si las disposiciones naturales no son buenas, si han sido deterioradas.. En una palabra, quien no tiene ninguna afinidad con el objeto no obtendrá la visión ni por su facilidad de espíritu, ni por su memoria, porque ante todo en una naturaleza extraña (las virtudes) no encontrarán de ningún modo la raíz. Así, si se trata de aquellos que no tienen inclinación por la justicia y el bien y no se armonizan con las virtudes -aunque puedan estar bien dotados para aprender y retener, -o de aquellos que poseyendo el parentesco de alma, sean reacios a la ciencia y desprovistos de memoria, -ninguno de entre ellos aprenderá jamás sobre la virtud y el vicio toda la verdad que es posible de conocer. Es necesario, en efecto, aprender al mismo tiempo tanto lo falso como lo verdadero de la esencia de todo, al precio de mucho trabajo y de tiempo, ... y así viene a lucir la luz de la sabiduría y de la inteligencia con toda la intensidad que pueden soportar las fuerzas humanas". (Carta VII, a, b).

En la República mediante el símil del conocimiento visual y el sol, muestra cómo la inteligencia para conocer necesita de la idea del bien, y cómo se llega casi a identificar la inteligencia con dicha idea. Dice que el sol es de los dioses el "dueño de la luz y causa de que ella nos haga ver y que sean vistos los objetos visibles lo mejor posible" (Libro VI, 508 a). La vista es "de todos los órganos de los sentidos, el más parecido al Sol", el cual fue engendrado por el Bien a semejanza de él y "en el mundo visible, con relación a la vista y a los objetos visibles es análogo al bien en el mundo inteligible con relación a la inteligencia y a los objetos inteligibles o pensados". Y cuando "los objetos cuyos colores no están iluminados por la luz del día" los ojos "parecen casi ciegos, como si hubieran perdido la nitidez de la visión". "En cambio, cuando se vuelven hacia objetos iluminados por el Sol, ven perfectamente, creo yo, y la visión parece estar en esos mismos ojos" (c). ... "Debes comprender que lo mismo ocurre con respecto al alma". Así "cuando pone su atención en un objeto iluminado por la verdad y el ser, comprende y conoce, y muestra estar dotada de inteligencia; en cambio, cuando fija la atención en algo que está envuelto en tinieblas, que nace, se corrompe, y muere, no lo ve con nitidez y sólo tiene opiniones, que cambian continuamente y parece estar privada de inteligencia". ... Por lo tanto, lo que confiere verdad a los objetos conocidos y al alma la facultad de conocer es, ... la idea del bien; ... es ella el principio de la ciencia y de la verdad, en tanto son objeto de conocimiento. ... Y así en el mundo visible hay razón para pensar que la luz y la vista tienen alguna analogía con el sol, pero ... sería falso decir que son el mismo sol, ..." (509 a). Vemos así que como el ojo se distingue de lo visible, nuestro conocimiento del bien del bien mismo, pero el saber es lo más afín a la forma prototípica del bien. "Extraordinaria es la belleza que le atribuyes si produce la ciencia y la verdad y es todavía más hermoso que ellas" (509 a). Y así como "el sol da a las cosas visibles no solamente la facultad de ser vistas, sino también la generación, el crecimiento y el alimento, sin ser él mismo la generación de ellas", ..."de igual modo... las cosas inteligibles no sólo reciben del bien su condición de inteligibles, sino también su ser y su esencia, pero sin que el bien mismo sea esencia, sino algo muy superior a la esencia en dignidad y poder" (509 b). Entonces el bien es causa de todo conocer y de todo ser. Ese bien es lo divino, es Dios mismo. Tal vez según Jaeger Platón no habla de dioses o de Dios (aunque a veces la inmediatez es muy evidente) porque no quiere que su lector contemporáneo evoque al dios de la religión popular. Pero lo define como el que sólo puede obrar el bien, y como la medida de todas las cosas (Leyes 716, a), es decir que es, sin dudas, Dios.

En el pensamiento platónico el bien y la dicha son una y la misma cosa en el sentido de que se implican recíprocamente.. Esto es propio de la teología griega. Así los dioses homéricos son los bienaventurados. Para Platón el bien es "lo más feliz de cuanto es y que a todo precio debe contemplar el alma" (República, 526 e). La parte más noble del alma llega a la contemplación del mejor de todos los seres (532 c). Y si el alma participa de la idea del bien, su areté lo hará de la felicidad.

En El Teeteto había calificado la "tendencia del filósofo a la areté como una "semejanza con Dios" y aquí en La República afirma que si Dios es el bien mismo, la suprema areté asequible al hombre constituye un proceso de acercamiento a Dios, un proceso que termina siendo -en nuestra tesis- de divinización.

Sintetizando: La contemplación entonces lleva a una comunidad de naturalezas Hombre-objeto que significan una divinización del hombre.



3. El camino hacia la divinización o la catarsis

Para llegar a la asimilación o a la conformidad entre el hombre y Dios se necesita un largo camino o proceso de purificación o catarsis por parte del hombre, ya que el objeto: Bien-Dios es Lo puro, Lo Sin Mezcla. Y el hombre no lo es. Ese es el sentido del tiempo humano.

Hay una distancia entre la postura inicial del hombre, en la que está entenebrecido él mismo y no puede distinguir lo más evidente, hasta el estado de luz en que puede ver y en que él mismo se ha purificado.

Esa distancia -que en realidad es temporal y de modificación espiritual no espacial- es clásicamente representada por una especie de viaje. Así Ulises-Eneas, el filósofo de la caverna platónica, y luego en toda la literatura ficcional y no ficcional desde el Dante, el Quijote, Ignacio y Teresa, hasta Martín Fierro, Bilbo y Frodo, los chicos de Narnia, ...

Estos viajes explican metafóricamente lo que en realidad sucede. Muchas veces se utiliza el mito, para exponer de manera concreta, vivaz, "desplegada" una realidad tan compleja, rica e inefable que es difícil de expresar cabalmente. El mito como la metáfora insinúan más bien su comprensión para que cada oyente pueda captar lo significado en la medida de sus posibilidades. Este camino o este viaje, es una paideia, es un proceso de conversión. "La plena humanidad sólo puede darse allí donde el hombre aspira a asemejarse a lo divino, es decir, a la medida eterna" (Jaeger, 688). Es la propuesta que hace Platón al terminar su República: "... marcharemos siempre por el camino que conduce a lo alto, practicando en toda forma la justicia con ayuda de la inteligencia, para ser amados por nosotros mismos y por los dioses, no sólo mientras permanezcamos en la tierra, sino cuando hayamos recibido los premios que merece la justicia, a semejanza de los vencedores en los juegos, que son llevados en triunfo por sus amigos, y seremos dichosos aquí y en ese viaje de mil años cuya historia acabamos de relatar (República, 621 c - d).

En todos los casos hay un momento inicial de conocimiento, de conocimiento amoroso o por lo menos conocimiento capaz de mover. Pero progresa en el alma que ya es en cierto sentido afín al objeto, afín a Dios mismo. (Salmo 17) Es decir que tiene todo un plexo de disposiciones, fruto del hábito y el ejercicio (518 d, República). Sólo a esta alma se le presenta la idea del bien como una meta natural de todas sus aspiraciones, como algo capaz de moverla y de hacer que se esfuerce suficientemente. Precisamente Platón da casi como definición del ignorante el hombre que vive sin un objetivo determinado, sin un sentido claro al que puedan dirigirse todos sus actos (519 c). Esos hombres no pueden tender al Bien. La idea clara de perfección es la que mueve al hombre a trabajar sobre sí en la adquisición de hábitos que perfeccionan sus potencias naturales. Éstos se adquieren siempre sobre una disposición dada, con una intencionalidad adecuada, y por lo menos, en el caso de los morales, con una repetición adecuada de actos puntuales. En la cima de dichos hábitos se encuentra la sabiduría, que en realidad es quien torna divina al alma, es la parte divina del alma que conoce lo divino en su forma pura. Es donde se da esa connaturalidad que requiere el conocimiento y el amor.

Pero se ha requerido mucha preparación para llegar ahí: en el campo del conocimiento por ejemplo Platón habla de la necesidad de las Matemáticas ya que el conocimiento de los números, no de manera superficial sino para "elevarse por la inteligencia pura a la contemplación de la naturaleza de los números, ...para facilitar al alma los medios de elevarse desde la esfera de la generación hasta la verdad y la esencia" (Rep. 525 c), favorece la conversión del alma al ser pues despierta, purifica, estimula el pensar, y dispone positivamente para el estudio de las otras ciencias (enseñanza formal. 527 c). Luego por la refutación dialéctica, se "eleva la parte más noble del alma hasta la contemplación del mejor de todos los seres" (532 c). El dialéctico comprende la esencia de cada cosa y sabe dar cuenta de ella, es capaz de interrogar y responder en la forma más inteligente posible. El dialéctico llega a un verdadero estado, no a un saber puntual sino habitual. Es un estado de perfecta vigilancia, al que no llegan todos sino los hombres elegidos por su temples, con "caracteres nobles y fuertes, ...con aptitudes naturales para la educación que queremos darles", es decir, con "sagacidad para los estudios y facilidad para aprender" (República, 535 a - b), con "buena memoria, infatigables y amantes de todo trabajo" (535 c), y "con templanza, valor, nobleza de espíritu" (536, a). De esta manera llegarán "al conocimiento del ser en sí", que es el objetivo de toda la educación. Sólo quien se halla en este estado puede también discernir acerca de lo bueno y lo malo, lo justo e injusto, como hemos visto en la digresión de la carta VII.



4. El proceso es constitutivamente educativo

Este camino y purificación nunca es un camino en soledad. Implica siempre un otro. El que es indigente y falible necesita un auxilio y por otra parte el que consigue atravesar el camino y alcanza la meta de la sabiduría tiene la necesidad de comunicar a otros lo que son realmente las cosas, como el filósofo de la caverna. Siempre se da un impulso de procreación y perpetuación de sí mismo en sus iguales, "la naturaleza mortal busca en lo posible existir siempre y ser inmortal" (El Banquete, 207 d). Esta es la función que ha asumido vivamente el político griego, que con el poeta son los maestros por antonomasia. Son quienes han engendrado o han creado el marco disposicional para que germine la virtud y la ulterior chispa divina en sus conciudadanos.

La educación es precisamente ese camino que se hace de a dos, uno auxiliando al otro para el logro de una plenitud de aptitudes por la cual el hombre puede llegar a autoconducirse de manera libre y recta hacia fines individuales -su propia perfección- y comunes -el bien común familiar, el bien común político y el bien común total, trascendente, que es Dios- que plenifican su naturaleza (Ruiz Sánchez).

Lo que el hombre necesita para poder autoconducirse es que se hayan formado en él hábitos que le permitan operar fácilmente y con economía de esfuerzos hacia el bien y la verdad. Esos hábitos -vimos en el apartado anterior- constituyen el camino y el término. Son necesarios en aquellas potencias que por su índole espiritual son indeterminadas. Los hábitos constriñen sus posibilidades infinitas de error y ayudan al hombre a actuar en el camino hacia su fin.

En la cumbre de todos los hábitos está la sabiduría, que es la cima de la misma naturaleza del hombre. En realidad es meta inalcanzable, por eso el filósofo, como prototipo de hombre, es su amante, el eterno enamorado de algo que sabe no puede encontrar ya que en hallándolo, se le vuelve nuevamente inasible. En la medida en que se sabe, se sabe todo lo que se ignora, y por eso el verdadero sabio vuelve a admirarse, con una admiración distinta de aquélla que lo movió a comenzar las inquisiciones (Arist., Metaf. I, 2). Esta lección por lo menos desde Sócrates se instaló en los tópicos básicos de los verdaderos sabios. Pero ello no es obstáculo para seguir aspirando a ese saber, más propio de los dioses que de los hombres, pues sería "indigno del hombre no moverse a buscar una ciencia a que le es posible aspirar" (Met. I, 2). Y esa sabiduría es la que colma la naturaleza humana.

Todo proceso educativo entonces, la paideia, surge del eros, que es esa fuerza propulsora de la educación de sí mismo que termina convirtiéndose en areté. El eros aquí siempre es una fuerza educadora porque desvía de las acciones viles y es una fuerza que sirve al amigo y le ayuda a desarrollar su propio ser. Es un camino de ascensión espiritual, que culmina en la posesión permanente de lo bello mismo, del Bien. El hombre mismo se convierte en bello y bueno, con lo que realiza lo que ya es potencialmente. La educación consiste entonces en el instalarse en lo mejor de la propia personalidad y en lo mejor del otro, que es lo que de eterno hay en el hombre, y hacerlo triunfar en él mismo. Éste es el mensaje de Platón tanto en la República como en el Banquete. Es preciso -dice- hacer coincidir las dos normas, la del amor al otro y la del amor a la sabiduría y a toda forma de virtud, la norma del amado y la del amante (Banquete, 184 d). Hacer coincidir el fin del agente y del paciente, nos dirá Santo Tomás, para que la verdadera educación se dé.

Los protagonistas son educando y educador, el pedagogo que conduce, el doctor que posee la doctrina, y que enseña del rebalse de su contemplación, como traduce el Padre Castellani a Santo Tomás (y por eso enseña con gozo, dice el Padre); el magister, que hace ser más al otro; el padre, que es el prototipo de quien dirige, rige y corrige en un ambiente de amistad y amor: "Amuchiguar (multiplicar) non se puede el Pueblo en la tierra, solamente por facer fijos, si los que oviren fecho, no los supieren criar, e guardar que venga a acabamiento de ser omes".. "...e por esto natura da a los padres amar a los fijos más que a otra cosa: A esta amistad los aduze a criarlos con gran piedad, ..."para "que vengan a crianza cumplida, a ser omes acabados..." (Alfonso X, Ley 3, título 20).

Siempre es necesario ese auxilio cuyo cometido principal será despertar en el discípulo los motivos fuertes para emprender el camino, velar para que no yerre, quitar y desbrozar como el hortelano la tierra para que la maleza no ahogue los buenos propósitos, ser una especie de apoyo o sostén como el que se pone a las plantas que no pueden soportar el peso del fruto, según símil de von Balthasar, darle fuerzas cuando decae, acompañarlo, interceder por él, como la Atenea con Ulises.

Santo Tomás resume toda la acción del maestro en el tratar de que el discípulo haga el mismo camino que hizo el propio maestro o que haría quien logra por primera vez un contenido científico, artístico o moral, ciencia, arte o virtud. En definitiva ese camino es un convertirse, mirar hacia dentro de sí mismo, para ver, escuchar a la Verdad, al Bien, a la Belleza, que es Cristo en cada uno de nosotros, el Maestro Interior.

Y si alguien lo escucha y dice lo que Él le manda, Él, que es la Verdad, promete que vendrá a instalarse en su corazón con el Padre y el Espíritu Santo. Es decir que toda la Santísima Trinidad, el cielo mismo, diría Santa Teresa, se instalan en el corazón del hombre. O el hombre se ha instalado en Dios. El hombre "posee" a Dios o es poseído por Él. En todo caso el proceso termina en una divinización del hombre. Sin mito. Sin metáforas:

"andando en la verdad por el amor, en todo crezcamos hacia adentro de Aquel que es la cabeza, Cristo" (Efesios, 4, 15). "que es Cristo en todo y en todos" (Colosences 3, 11).



Salmo 17, 12-13:

Se ocultaba bajo un velo de tinieblas;

aguas tenebrosas y oscuras nubes

lo rodeaban como un pabellón.

Mas se encendieron carbones de fuego

al resplandor de su rostro.




Bibliografía:

San Agustín : El Maestro. Madrid, B.A.C.

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San Buenaventura : Discurso acerca de Cristo, Maestro único de todos. Madrid, B.A.C.

Jaeger, W.: Paideia. México, Fondo de Cultura Económica. 1971.

Luddy, Ailbe J.: San Bernardo. El siglo XII de la Europa Cristiana. Madrid, Rialp, 1963.

Nuevo Testamento. Traducción de Straubinger. Buenos Aires, Club de Lectores, 1984.

Platón: Lettres, Tome XIII. Ière partie. París, Belles Lettres, 1977.

            El Banquete, Buenos Aires, Aguilar, 1971.

            La República, Buenos Aires, Eudeba, 1988.

P. Fr. Ramírez, Santiago. O.P.: La esencia de la caridad. Biblioteca de Teólogos Españoles, Madrid, 1978.

Ruiz Sánchez, Francisco: Fundamentos y Fines de la Educación. Mendoza, UNC.

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                                    De Veritate, id., 1954.

Von Balthasar, H.: La esencia de la verdad. Buenos Aires, Sudamericana, 1955.


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