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Biblia y consejos evangélicos. Fr. Armando Díaz O.P.


El que ama al padre o a la madre más que a mí, 
no es digno de mí (S. Lc. 14, 28).

Por los consejos evangélicos entramos en el maravilloso universo de la Revelación, de las enseñanzas y ejemplos de Nuestro Señor. Estos consejos se fundamentan y están dados por y en Cristo: Pobre, Casto y Obediente.

Todo cristiano debe escuchar y seguir a Dios: es una actitud esencial, lo define en su ser. El consagrado, por su estado de perfección, debe orientarse en seguir e imitar a Cristo totalmente. La vida religiosa, que no es un producto ideológico, ni el resultado de una encuesta sociológica, ni tampoco efecto de un consenso democrático, es un don del Esposo: Cristo, a la Esposa: la Iglesia. "La vida religiosa no nace de un proyecto humano, sino que es una iniciativa de Dios...¿Quiénes sois vosotros para la Iglesia? Vosotros sois los seguidores de Cristo, por eso debéis caminar decididamente tras las huellas de Cristo, sin cambios ni desviaciones" (Pablo VI, 14-11-1976).

Toda vocación nace de una invitación de Dios. Es Dios quien llama, quien marca el camino, quien establece el rumbo a seguir, y es además quien toma siempre la iniciativa. En la Sagrada Escritura se encuentran abundantes testimonios que ponen claramente de manifiesto la existencia de la divina vocación como llamada especial de Dios a algunas determinadas personas. He aquí algunos ejemplos:
"Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a El; y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar" (Mc. 3, 13).

"Llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos, a quienes dio el nombre de Apóstoles" (Lc 6, 13).

"Después de esto designó Jesús a otros setenta y dos y los envió de dos en dos..." (Lc 10, 1).

"La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38).

"No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros" (In. 15, 15).

"Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra a cuál de estos dos escoges para ocupar el lugar de este ministerio" (Act 1, 24-25).

"Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón" (Heb. 5, 4).

Cristo al llamar no sólo convoca, sino que da la fuerza espiritual, la gracia, para que respondamos a su palabra. "El hizo mi boca cortante como espada" (Is. 49, 2); "A mí, el menor de todos los Santos, me fue otorgada esta gracia de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios, creador de todas las cosas" (Ef. 3, 8-9). La gracia es la raíz de toda vocación, de toda decisión y de todo crecimiento espiritual.

El llamado divino es para grandes cosas, para una misión elevada. Cuando Zacarías, inspirado por Dios, habla de su hijo San Juan Bautista va a decir: "Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues tú irás delante del Señor para preparar sus caminos" (S. Lc 1, 76).

La vocación verdadera se funda y se nutre del Bautismo, es su prolongación, su continuación. "Toda vocación cristiana es una correspondencia a la Cruz plantada sacramentalmente por el agua del bautismo.

La vocación es una perfección de la Cruz: es el misterio de la Crucifixión: en Cristo por el agua y la palabra morimos en el Señor y en su Unigénito.

Toda vocación conduce y llama a la Cruz: si no es tal no hay signo de vocación cristiana. Pero no queramos hacer del signo algo demasiado expresivo, demasiado significativo de nuestra Cruz en Cristo. Sobre todo, no busquemos "nuestra conciencia" de la Cruz o de "nuestra" vocación. Lo primero mortificable es la certidumbre de nuestra vocación. Siempre se irá a Dios por oscuridad y por enigma." (1)

Y es la Iglesia quién "posee en plenitud el misterio de la dispensación de esa vocación cristiana. Por los caminos por los que da la gracia, da la vocación.

No hay que buscar llamamientos extraños o particulares: ábranse los oídos a las palabras de la Iglesia, de los Pontífices, de los Pastores. El modo ordinario de recibir mi vocación cristiana es escuchar la voz de la Iglesia." (2)

La respuesta es a la voz de la Esposa, a la Iglesia, que habla en nombre del Esposo: Cristo, o mejor aún, el Esposo habla a través de su Esposa. La respuesta que debe darse al llamado es sin reservas, sin trabas y sin complicaciones. La vida del cristiano es "sumisión a la palabra de la Esposa de Cristo. La sumisión es casta. No busca razonar el misterio de la palabra de la Iglesia, de los deseos de la Esposa; tiene pobreza de espíritu, se despoja de todo razonamiento; es fecunda en el silencio. Se acalla por plenitud. Reposa en la sazón de su deslumbramiento" (3).

Pero se oye poco la voz de la Esposa. El mundo no soporta tal renuncia; rige un espíritu de secularización, de hedonismo y de relativismo moral. Está el peligro de "querer modernizar demasiado lo eterno", exponiéndolo "al accidente que inevitablemente acecha a toda moda: el rápido envejecimiento y el olvido" (4). La misión de la Iglesia es elevar las almas a Dios, buscar salvarlas dando gloria a Dios. Es así que ella "no se adapta a la realidad temporal mundana, más bien debemos decir que la asume y la eleva" (5). La Iglesia está para convertir al mundo, no el mundo para pervertir a la Iglesia.

Hoy, también, se esgrime el argumento de la "renovación", el "aggiornarse"; argumentos o expresiones que han generado tantas confusiones y tremendas desorientaciones en el seno de la Iglesia. La verdadera renovación es volver a lo nuevo y lo Nuevo es lo esencial de la Iglesia, a la Iglesia de siempre, a la Verdad que no cambia ni envejece. "La palabra renovación ha creado equívocos; la adaptación al mundo puede hacernos pensar que los fines de la Iglesia desembocan en los objetivos mundanos del hombre sobre la tierra. No es precisamente que aquellos objetivos sean malos; pueden ser buenos; pero la Iglesia señala objetivos superiores de salvación a los cuales se ordenan aquellos... Debe haber por consiguiente un cambio, pero tal cambio no será lisa y llanamente "adaptación" al mundo, sino una adecuación de las prácticas litúrgicas y de apostolado para una mayor eficacia en orden a la salvación del mismo mundo. El progreso de la Iglesia no puede consistir, como lo piensan algunos, en adaptarse al marxismo, al existencialismo; tampoco en anular la autoridad del Sumo Pontífice para parangonarse con una secta protestante ni en quitar la sotana a los clérigos" (6).

La alternativa para el religioso es estar en el mundo sin mundanizarse, es ser sal sin perder el sabor, ser luz que no se oculta; de lo contrario, el religioso quedaría atrapado por lo que no es de Dios, por las cosas del mundo, por la nada de muerte. Se habla mucho, en estos momentos, de reforma, pero generalmente en sentido subversivo, en cuanto suprimir la ortodoxia de la doctrina y el celibato sacerdotal, de eliminar todo signo distintivo sacerdotal, de mundanizar lo sacro, etc. La verdadera reforma es volver a la forma de la Verdadera Iglesia, de lo que el Papa establece, es respetar lo sacro como sacro, es saber que hay una diferencia esencial y no meramente gradual entre el sacerdote y el laico, es valorar la liturgia en su sacralidad. "Nuestra reforma debe consistir no en demostrar indulgencia al género de vida de nuestro siglo, como si debiéramos convertirnos en sal insípida, sin reacciones ardientes y saludables; sino en afirmar vigorosamente nuestra forma de vida original y autónoma, tal como ella brota del Evangelio y de la interpretación concreta que nos dan la experiencia ascética y la ley canónica de la Iglesia" (7).

En orden a la verdadera vida religiosa consiste en que el religioso viva como religioso, con el sentido sobrenatural que debe poseer y manifestar. El religioso es el hombre de Dios, es el que anticipa con su vida, sus palabras, sus gestos, los bienes del cielo. Pensemos que aún en el vestir, el religioso debe manifestarse como lo que es. Es cierto que el hábito no hace al monje, pero lo ayuda, y es además, un signo distintivo delante de los hombres, pues indica que pertenece a Dios. Los enemigos de la Iglesia en cuanto pueden suprimir los signos sacros lo hacen. En este caso se trata de un texto parlamentario de la Cámara de Diputados de Francia que reproduce una intervención del diputado Ferdinand Buisson, que defendía su proyecto contra las órdenes religiosas en sesión de la Cámara, del 4 de marzo de 1904. Decía así (texto del Boletín Oficial):

"... Conozco el proverbio que dice: el hábito no hace el monje. Pues bien, yo sostengo que es el hábito el que hace al monje. El hábito es, en efecto, para el monje y para los demás, el signo, el símbolo perpetuo de su separación, el símbolo de que no es un hombre como todos los demás...
Este hábito es una fuerza... es la fuerza del dominio de un amo que no suelta nunca a su esclavo. Y nuestra finalidad es precisamente el arrancarle su presa.

Cuando el hombre haya abandonado este uniforme de la milicia en la que está alistado, encontrará la libertad de ser su propio amo; no tendrá ya una Regla que le oprima todo el tiempo, toda su vida; no sentirá ya la presencia de un superior al que tiene que pedir órdenes... ya no será el hombre de una Congregación, se convertirá tarde o temprano en el hombre de la familia, el hombre de la ciudad, el hombre de la humanidad.

Será necesario que el religioso secularizado se dedique a ganar su vida como todo el mundo. No pidamos más, así será libre.

Quizás durante algún tiempo permanecerá fiel a sus ideas religiosas. No nos preocupemos, -dejémosle laicizarse él mismo solo, la vida le ayudará."


I. Llamamiento universal a la santidad

La Iglesia nos sigue recordando una verdad fundamental que se encuentra desde el comienzo de la vida cristiana y que consiste en que todos estamos llamados a ser santos (cfr. L. Gentium nrs. 39 y ss.).

La santidad, eco del Paraíso, es el resplandor de Dios en el hombre, es el desarrollo normal de la vida de la gracia, y es la exigencia que Dios establece a todos. El sentido último de la vida humana es conformarse a El, es divinizarse por la vida de la gracia, las virtudes y los dones. La S. Escritura nos dice:

"Seréis santos, porque Yo, Yahvé, soy santo" (Lev. 11, 44).

"Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial" (S. Mt. 5, 48).

La santidad es un regalo de Dios al alma fiel, un fruto maduro de la íntima unión con El. Y en la santidad se da, por un lado, la Fuente de todos los santos, que es Dios. Sin Dios no hay santidad. El es el Océano Infinito de la santidad. Y por otro lado, como la gracia supone la naturaleza, exige la donación y la libertad del recipiente que es el hombre. La santidad no anula la libertad; el santo no es un autómata de Dios, es su amigo, su hijo, su confidente íntimo.

La santidad supone que el reino de Dios crezca en el alma, se extirpe el mal que existe dentro y florezcan las flores de las virtudes. "El mal existe, -observa el Papa S. Pío X- pero antes de combatirlo en los demás, tenemos que destruirlo en nosotros mismos, mostrarnos en todas las cosas modelos de vida cristiana, a fin de que quien esté en contra se ruborice, no encontrando nada malo que decir de nosotros" (8).

El hombre normal no es el mediocre sino el santo, es el que ha desarrollado todo su ser en Dios. El ser humano pleno es quien vive en la santidad. Sin embargo para muchos, lo normal es acomodarse a las cosas del mundo, nivelarse (masificarse) con el común de la gente, no cuestionar la inmoralidad y no jugarse por lo que deben ser las cosas de Dios.

"La santidad -dice el Papa Pablo VI- es un don, la santidad es común y accesible a todos los cristianos, la santidad es el estado, podemos decir, normal de la vida humana, elevada a una misteriosa y estupenda dignidad sobrenatural, es la novedad traída por Cristo como regalo a la humanidad, redimida por El en la fe y en la gracia (cfr. Rom. 6, 4) Es no sólo don, es también deber. La santidad, suponiendo el don divino de la gracia, que nos consagra santos, se convierte en obligación, en el ejercicio más exigente de nuestra libertad. Los cristianos, dice el Concilio, "deben, con la ayuda divina, mantener y perfeccionar viviéndola, la santidad que han recibido" (Lumen Gentium, 40). La santidad no es pasiva, no excusa al hombre de un esfuerzo continuo (cfr. Denz. Sch 2351), sino que brota de una imperiosa vocación del hecho de la elevación del hombre al rango de hijo de Dios. "Sed perfectos -enseña Jesús- como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48), "como conviene a santos", añade Pablo (Ef. 5, 3)" (14-7-1971).

La santidad es el resplandor de las maravillas de Dios en un alma; el santo es el icono de Dios viviente, el receptáculo de la trinidad; es quien, con la gracia divina las virtudes y los dones, alcanza la belleza interior y la perfección del propio ser en Dios.

"Nuestra vocación es la santidad -observa el Papa Juan Pablo II- La santidad es la realización de nuestra dignidad como personas creadas a imagen y semejanza de Dios y redimidas mediante la Sangre del Cordero. Los santos son el florecimiento de la Iglesia y su mayor tesoro... La santidad es el fruto de la "vida en el Espíritu" (cfr. Gal. 5): una vida que impulsa al bautizado a seguir e imitar a Cristo viviendo la bienaventuranza" (28-5-89).

El santo es el verdadero héroe cristiano, es quien se toma en serio la Honra de Dios. La santidad es frente erguida y temple de acero, es una fuerza espiritual que lleva hasta el supremo grado de amor a Dios. La santidad supone vencer al mundo, al demonio y a la carne; es aceptar la invitación del Señor al convite Divino. Santa Teresa, comentando el pasaje evangélico en el que el Señor dijo: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba" (Jn. 7, 37), y comparando el agua con la divina contemplación y perfecta unión con Dios, escribe:

"Mirad que convida el Señor a todos; pues es la misma verdad, no hay que dudar. Si no fuera general este convite, no nos llamara el Señor a todos, y, aunque los llamara, no dijera: Yo os daré de beber. Pudiera decir: Venid todos, que, en fin, no perderéis nada, y a los que a mí me pareciere, yo les daré de beber. Mas como dijo, sin esta condición, a todos, tengo por cierto que todos los que no se quedaren en el camino no les faltará esta agua viva. Denos el Señor, que la promete, gracia para buscarla como se ha de buscar, por quien Su Majestad es" (Camino 19, 15).

"Y, pues esto es así, tomad mi consejo y no os quedéis en el camino, sino pelead como fuertes hasta morir en la demanda, pues no estáis a otra cosa sino a pelear. Y con ir con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en esta vida, en la que es para siempre os dará con toda abundancia de beber y sin temor que os ha de faltar. Plega al Señor no le faltemos nosotras. Amén" (Camino 20, 2).

"Es también necesario comenzar con seguridad de que, si no nos dejamos vencer, saldremos con la empresa; esto sin ninguna duda; que por poca ganancia que saquen, saldrán muy ricos; no hayáis miedo os deje morir de sed el Señor que nos llama a que bebamos de esta fuente" (Camino 23, 5).
Al describir en las Moradas terceras las disposiciones todavía imperfectas de las almas llegadas a ellas, escribe:

"Cierto estado para desear y que al parecer no hay por qué se les niegue la entrada hasta la postrera morada, ni se la negará el Señor si ellos quieren, que linda disposición es para que las haga toda merced" (Moradas terceras 1, 5).

Ya antes, en las Moradas segundas, había escrito:

"Confíen en la misericordia de Dios y no nada en sí, y verán cómo Su Majestad le lleva de unas moradas a otras y le mete en la tierra donde estas fieras ni le puedan tocar ni cansar, sino que él las sujete a todas y burle de ellas, y goce de muchos más bienes que podría desear, aún en esta vida digo" (Moradas segundas 9).


II. Vida consagrada: Don de Cristo a la Iglesia

El Hijo de Dios es el Emmanuel: Dios con nosotros, el verdadero Dios y el verdadero Hombre. Cristo al encarnarse se hace Hombre sin dejar de ser Dios y se convierte para las almas en un Libro Vivo, en un Espejo, en quien todas las almas se deben modelar.

Si los buenos ejemplos son importantes ¡cuánto más el de Cristo, el Modelo por Antonomasia!. "La vida de Cristo, decía un Santo monje que hablaba por experiencia, es un libro excelente para los sabios y para los ignorantes, para los perfectos y para los imperfectos que desean agradar a Dios. Todo el que lo lee bien y con frecuencia, alcanzará una alta sabiduría: obtendrá fácilmente... las luces del espíritu, la paz y la tranquilidad de la conciencia y una firme confianza en Dios con un amor sincero" (9).

Cristo a través de sus gestos, sus milagros y sus palabras nos revela el profundo misterio de Dios.
En él "reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente" (Col. 9). "Su humanidad aparece así como el "sacramento", es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora"; de ahí, que toda "la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn. 14, 9)...Toda la vida de Cristo es Misterio de Redención. La Redención de Cristo nos viene ante todo por la sangre de la cruz, pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo", y, por último, "toda la vida de Cristo es Misterio de Recapitulación. Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera" (Catecismo de la Iglesia Católica, nrs. 515-8).

Regirse por Cristo es la clave de la santidad cristiana. Así como Pedro viene de piedra, cristiano viene de Cristo (S. Agustín). El cristiano es el Cristo viviente en las almas, El es el único camino que nos conduce al Padre en el Espíritu Santo. A Cristo se lo debe contemplar y amar. Hay que llevarlo dentro de sí para que sea dueño de nuestras almas.

"Contemplemos, pues, en el Evangelio los ejemplos de Cristo: ellos son la norma de toda santidad humana. Si permanecemos unidos a Jesús por la fe en su doctrina, por la imitación de sus virtudes, principalmente de sus virtudes religiosas, seguramente llegaremos a Dios. Es verdad que entre Dios y nosotros hay una distancia infinita: Dios es el Creador, nosotros, criaturas, en el último escalón de las criaturas inteligentes. Dios es espíritu, nosotros somos espíritu y materia. Dios es inmutable; nosotros estamos siempre sujetos a los cambios. Pero sin embargo con Cristo podemos salvar esta distancia, establecernos en lo inmutable; porque en Jesús se encuentran Dios y la criatura en inefable e indisoluble unión. En Cristo encontramos a Dios. ‘Si no os empeñáis, dice el venerable Abad de Liessies, en imprimir en vuestra alma la amable imagen de la Humanidad de Jesucristo, en vano aspiráis al conocimiento eminente y al goce de su divinidad; porque la Humanidad es el camino y la puerta de la Divinidad’ " (10).

1. La vida evangélica

En el consagrado, la única preocupación debe ser agradar a Dios. La entrada a la vida religiosa no implica simplemente el cumplimiento de determinadas reglas o alcanzar el dominio de sí, sino fundamentalmente sondear el misterio de Dios.

Al ser la vida religiosa un don de Dios a la Iglesia, el consagrado debe vivir la experiencia de la íntima unión con Dios y llevar todo lo creado al Autor de todas las cosas. Es Dios quien deposita el don de la vida religiosa en el seno de la Iglesia.

"Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los Doctores y Pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre. La autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos consejos, de regular su práctica e, incluso, de fijar formas estables de vivirlos" (Lumen Gentium, 43).

Dios da pero exige. La vida religiosa, al ser un don de Dios, implica el camino de la cruz. "Siguiendo a Cristo por el camino estrecho y angosto, vosotros experimentáis de manera extraordinaria que ‘en él está abundante la redención’: copiosa apud eum redemptio" (Juan Pablo II, Redemptionis Donum, 2). En la vida religiosa se celebra el desposorio con Cristo, la alianza de amor con las almas, el matrimonio íntimo con los que quieren consagrarse a Dios. Son las Nupcias de la Cruz, las Nupcias de la Sangre. "Cristo llama precisamente mediante este amor suyo. Cuando Cristo después de haber puesto los ojos en vosotros, os amó, llamando a cada uno y a cada una de vosotras, queridos religiosos y religiosas" (Juan Pablo II, ibíd., 3).

Así como la vida cristiana implica imitar a Cristo, así también la vida consagrada es unirse a Cristo en la radicalidad de la entrega. Vida religiosa es igual a ocultarse en Cristo, a anonadarse en El, a morir y resucitar en el Divino Esposo. Los consejos evangélicos "encuentran su punto culminante en el misterio pascual de Jesucristo, en el que se unen el anonadamiento mediante la muerte, y el nacimiento de una vida nueva mediante la resurrección. La práctica de los consejos evangélicos lleva consigo un reflejo profundo de esta dualidad pascual: la destrucción inevitable de todo lo que es pecado en cada uno de nosotros y su herencia, y la posibilidad de renacer cada día a un bien más profundo, escondido en el alma humana. Este bien se manifiesta bajo la acción de la gracia, a la cual la práctica de la castidad, pobreza y obediencia, hace particularmente sensible el alma del hombre" (ibíd., 10).

La vida religiosa pone sus raíces en el misterio de Cristo crucificado; es un seguimiento del Señor según las enseñanzas evangélicas, bajo la guía de la Iglesia. El acercamiento a Cristo es acercamiento a lo que El nos ha revelado, de manera especial en los Evangelios; de ahí que la regla suprema para todo consagrado es el Santo Evangelio manifestado por Cristo y depositado en la Iglesia. Escuchemos lo que nos dicen algunos santos acerca de esto:

"Una es la primera y principal regla de las reglas de la fe y la salvación, de la cual derivan todas las demás, como arroyo de una única fuente, a saber: el Santo Evangelio... (11).

"...observar el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad" (12); "vivir en obsequio de Jesucristo y servirle con corazón puro y buena con-ciencia" (13); "militar por Dios bajo el estandarte de la Cruz y servir al único Señor y a la Iglesia su Es-
posa" (14). Cristo está en el centro de la vida consagrada, según la admonición de la regla benedictina: "No antepongamos nada absolutamente a Cristo" (15).

El consagrado milita bajo las órdenes de Cristo: "A ti, pues, se dirige ahora mi palabra -dice S. Benito- quienquiera que, renunciando a las propias voluntades para militar a las órdenes del rey verdadero, Cristo Señor, tomas las preclaras y fortísimas armas de la obediencia" (Regla, pról.).
La ceremonia de la consagración del religioso tiende a recordarle que la vida que abraza es una Vida Evangélica, una vida en Cristo. Este es el comentario que nos da Simeón de Tesalónica:

"El monje lleva vestidos de pieles y un cinturón en señal de la penitencia que le prepara y desde ahora ya le otorga el reino de los cielos. Lleva asimismo unas sandalias en señal del camino pacífico que se obliga a recorrer según el Evangelio: porque es el discípulo de Cristo, que fue la vida, la verdad y la luz, e imita también a Elías y a Juan Bautista, que estuvieron en el origen de la vida de los anacoretas; igualmente está revestido de la inmortalidad de los ángeles" (16).

Por esto recibe en presencia del Evangelio el hábito que le hace monje:

"puesto que debe vivir según el Evangelio. Y todos los hermanos que asisten a su profesión llevan luces en señal de la gracia y de la alegría de Dios y del gozo de los ángeles, y besan el Evangelio" (17).

S. Bruno considera que el Evangelio, en toda la tradición de la Iglesia sirve de Regla para el monje:
"El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, con la interpretación católica de los doctores de la Iglesia, es el que servirá de regla a todos los cartujos; así como los ejemplos vivos de vida monástica que nos dieron los padres que nos han precedido en la vida eremítica, y los ejemplos de observancia perfecta de los consejos evangélicos que nos dieron los patriarcas de las órdenes religiosas" (18).

El monje busca la Palabra de Dios en la Iglesia y desde la Iglesia, basado en la experiencia profunda de la Tradición y de los Santos. S. Benito en su Regla, que es un "sabio y misterioso resumen de todo el Evangelio" (19), culmina con una maravillosa síntesis de prudencia sobrenatural, integrando su experiencia a la Tradición Santa de la Iglesia.

"Hemos escrito esta Regla para que, observándola en los monasterios, demos muestras de tener alguna honestidad de costumbres y un principio de vida religiosa.   Por lo demás, para el que corre hacia la perfección de la vida religiosa, están las enseñanzas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a la cumbre de la perfección. Pues, ¿qué página o qué palabra de autoridad divina, del Antiguo y Nuevo Testamento, no es rectísima norma de vida humana? ¿O qué libro de los Santos Padres católicos no nos llama para que en recta carrera lleguemos a nuestro Creador? Y también las Colaciones de los Padres, y las Instituciones y sus vidas, como también la Regla de nuestro Padre San Basilio, ¿qué otra cosa son sino instrumentos de virtud para monjes de santa vida y obedientes? Mas a nosotros, desidiosos, relajados y negligentes nos ruborizan y confunden" (Regla, cap.73).

Los santos fundadores de las Ordenes y Congregaciones, son simplemente testigos e instrumentos del Autor principal de la vida religiosa, que es Cristo; ellos muestran algunas facetas de Nuestro Señor. Sus Reglas son simplemente canales que llevan a la Verdadera Fuente. Por esto, cuando se plantea cómo superar la crisis en la vida religiosa, la solución está en volver a la Fuente. Y esta vuelta requiere el asentamiento en la Raíz de la Vida Religiosa: Cristo y sus grandes enseñanzas. La clave para superar la crisis de la vida religiosa es volver a la forma original, a lo que Dios ha establecido. Tristemente se suele entender por "puesta al día" la aceptación y adaptación ciega a todo lo mundano, ideologizando el pensamiento original con el cual los santos instituyeron las órdenes religiosas e, incluso, desobedeciendo y hasta negando la autoridad y sabiduría que poseyeron de Dios sus padres fundadores. En este sentido San Esteban de Muret, en el prólogo que hizo preceder a la Regla redactada por él para los de Gramont, decía:

"Hijos y hermanos muy amados, aunque el camino que conduce a la vida sea estrecho y arduo, la casa del Señor, sin embargo, es grande, vasta y espaciosa; ningún límite la encierra, aunque se llega a ella por este camino estrecho y difícil-Hacia esta casa del Padre Supremo, en la que hay numerosas moradas, como lo atestigua el Hijo, existen diversos caminos entre los cuales se puede elegir, caminos trillados en diversas direcciones y con múltiples grados, de los cuales dice el salmista al Señor: "Bienaventurado el hombre que tiene en ti su fortaleza y anhela frecuentar tus subidas" (Ps. 83, 6). Por todos estos caminos, de virtud en virtud, se llega a contemplar a Dios en Sión. Todos estos caminos diversos fueron recomendados por distintos padres en sus escritos, que se llaman Regla de san Basilio, Regla de san Agustín, Regla de san Benito. Estas reglas, sin embargo, no son la fuente de la vida religiosa: son unos simples canales; no son la raíz, son simples ramas. Porque para la fe y la salvación no existe más que una sola primera y principal "Regla de las reglas" de la que se derivan todas las otras como riachuelos de su fuente: y es el santo Evangelio que el Salvador ha entregado a los apóstoles y éstos han anunciado fielmente a todo el universo."

La Biblia es una sola, cuyo Autor principal es Dios. Y dentro de la Revelación, los santos Evangelios ocupan un lugar importante. Los Evangelios son la "buena nueva", la "buena noticia"; de ellos puede decirse sin duda que son un "bien que se anuncia; pero esta palabra -Evangelios- significa propiamente el anuncio del Salvador, por lo cual los narradores del nacimiento, hechos, dichos y sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, se han llamado con toda propiedad evangelistas..." El Evangelio es, "entre todos los libros sagrados de autoridad divina, (el que) ocupa el primer lugar..., cuyos primeros predicadores fueron los Apóstoles que vieron, viviendo en la carne, a Jesucristo, Señor, Salvador nuestro" (Sto. Tomás, Catena Aurea, proemio, comentario a S. Mateo). Continúa diciendo San Esteban de Murat sobre el Santo Evangelio:

"De esta fuente desbordante e inagotable han bebido ya todos los fieles que existieron antes de nosotros; y, sin embargo, nos han dejado la fuente entera a nosotros que vivimos actualmente y a todos los que vendrán detrás de nosotros hasta el fin del mundo. Esta fuente viva se ofrece a todos, no rechaza a nadie: cada uno, según los recursos de su capacidad, saca de ella todo lo que puede tomar. En efecto, allí tenemos todos, todos sin excepción, las prescripciones generales que después se nos dan detalladas en los mandamientos particulares. En ella tenemos también los consejos más especiales que se nos dieron para alcanzar la perfección más grande de nuestra salvación y cuando el Señor dijo: "Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y después ven, sígueme"; y, en otra parte: "El que haya abandonado casa, hermanos y hermanas, padre y madre, esposa o hijos, y campos por causa de mi nombre, recibirá el céntuplo y poseerá la vida eterna"...Uniéndonos, por tanto, como racimos a Cristo, que es la verdadera vid, tened cuidado de cumplir lo mejor que podáis, con su ayuda los preceptos del Evangelio. Si se os pregunta de qué profesión sois, o de qué regla o de qué orden, contestad que sois de la regla primera y principal de la religión cristiana, es decir, del Evangelio, fuente y principio de todas las reglas" (PL, 204, 1135-1137).

La vida cristiana consiste, por lo tanto, en dejarse moldear por Cristo, quien da lo necesario con su infinita ayuda; en el realismo cristiano el hombre está radicalmente orientado hacia Dios, pero como puede estarlo un ser libre. Si quiere lo seguirá, al Señor, libremente o se apartará de El. En este seguimiento de Dios se encuentran aquellos que fueron llamados a un estado de perfección aún mayor: las almas consagradas.

La religión católica, como hija del cielo, no está para anular las personalidades sino para vigorizarlas en algo superior, que es la unión con Dios. El cristianismo no es una ideología, no es un esquema caprichoso a gusto del consumidor; es lo sobrenatural que no anula lo natural sino que lo supone y lo eleva divinizándolo. El cristianismo:

"no es un aparato conceptual, una suerte de modelo ideal conforme al cual se trata de construir un orden social perfecto. En primer lugar porque el cristianismo nunca soñó con un orden social perfecto en el sentido de una realización meramente humana y en segundo lugar porque el cristianismo es un movimiento hacia una meta que se coloca, desde el comienzo, más allá de la historia. Pero en tanto esta meta suprahistórica informa la vida personal y comunitaria del cristiano, va imprimiendo su sello característico a todos sus actos mundanos y por lo tanto transfigura el orden con que actúa el cristiano, en todas las dimensiones de su acción" (20).

II parte

"Se puede comprender la identidad de la persona consagrada
 a partir de la totalidad de su entrega,
 equiparable a un auténtico holocausto" 
(Juan Pablo II, Vita Consecrata, n. 17).

I. Seguir a Cristo

La consagración de los religiosos es en orden a un estado de perfección, un estado que exige no irse por las ramas, no diluir el compromiso total que implica, no mundanizarlo, ni relativizarlo, sino al contrario, una oblación de sí mismo en el Altar de las ofrendas y de las alabanzas al Señor.
Y hacer los votos exige vivir en estado de perfección, seguir a Cristo: pobre, casto y obediente. El que profesa los votos queda obligado delante de Dios a no mirar para atrás, a ofrecerse todos los días, y hasta el final de la vida, a lo único necesario. La profesión de los votos es un martirio de amor a Cristo Sacerdote, Altar y Víctima, junto a su Padre y en unión con el Espíritu Santo.

Los votos, según el Derecho, son una "promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor"(c.1307). Hacer los votos no es un acto mecánico, ni de un robot, sino de alguien que libremente se compromete durante toda la vida, hasta la muerte, a seguir a Dios en lo que El disponga y en la conquista de un bien posible y mejor. Lo esencial y fundamental de los votos es que tienen a Dios como centro. Los votos, junto a la oración, sacrificio, adoración, etc, son actos propios de la virtud de la religión. Y así como la religión es volver a ligar, a unir la creatura con Dios, los votos ayudan en este cometido. Por esto quien hace los votos está haciendo un acto religioso, un acto de culto a Dios.

Ahora bien, comparando al religioso con el laico, descubrimos que el laico, por el Bautismo, también está llamado a vivir en la perfección mediante la práctica de los preceptos y en el ejercicio del espíritu de los consejos evangélicos. Al religioso, en cambio, se le agregan los votos, los cuales implican una renuncia y un estado de perfección. Aunque el laico y el religioso, ambos, no están exentos de seguir a Cristo, sino al contrario, de imitarlo cada uno en su propio lugar. Escuchemos a San Juan Crisóstomo acerca de esta realidad. "el laico -dice- no tiene más que el monje, sino la cohabitación con una mujer; en esto consiste la diferencia; en lo demás está obligado a cumplir los mismos deberes que el monje", es decir, seguir a Cristo (cfr. in Hebr., hom. 7, 6, MG 63, 68).
Pero la diferencia, entre los consagrados y los laicos, no es para establecer dos formas de moral distintas. La moral, hecha por Dios, es una sola, como también el Camino, que es Cristo, es uno solo.
Se da, entonces, una gran unidad de la vida cristiana, por el seguimiento del único Señor, de la única fe, y del único Bautismo (cfr. Ef. 3, 5).

En efecto, en la unidad de la vida cristiana -observa el Papa Juan Pablo II- las distintas vocaciones son como rayos de la única luz de Cristo, "que resplandece sobre el rostro de la Iglesia. Los laicos, en virtud del carácter secular de su vocación, reflejan el misterio del Verbo Encarnado en cuanto Alfa y Omega del mundo, fundamento y  medida del valor de todas las cosas creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imágenes vivas de Cristo cabeza y pastor, que guía a su pueblo en el tiempo del "ya pero todavía no", a la espera de su venida en la gloria. A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano. Por tanto, en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo "más que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija" (cf. Mt. 10, 37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la adhesión "conformadora" con Cristo de toda la existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección escatológica" (1).

La unidad no anula la diversidad, al contrario la fundamenta ya que la multiplicidad es como la unidad propagada y difundida. Sin unidad no hay multiplicidad; la relación entre ambas es como los rayos de una rueda que se apoyan y giran en torno al centro, al eje que los sostiene. Se debe dar una multiplicidad en la unidad. El Cuerpo Místico es uno, es decir la Iglesia, con una sola Cabeza: Cristo, representado por su Vicario, el dulce Jesús en la tierra, el Papa; Pero en la Iglesia hay diversidad de miembros. Nos dice S. Pablo:

"Los miembros son muchos, pero uno solo es el cuerpo" (I Cor. 12, 20).

Cristo establece un solo precepto común para todos, sea laico, religioso o sacerdote, que es el precepto de la Caridad. Cuando el doctor de la ley le pregunta a Cristo: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? El le dijo:

"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas" (S. Mt. 22, 34-40; cfr. Dt. 6, 4).
El precepto de la caridad es universal, abarca a todos los hombres, dado que todos debemos amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo por amor de Dios. Pero se presenta, en este aspecto, una dificultad, un error, que consistiría en pensar que la observancia de los mandamientos sería necesaria y suficiente para una vida cristiana vulgar, pero, para una vida de perfección sería, indispensable, además, la práctica de los consejos evangélicos. Así se establecerían dos niveles de vida cristiana: uno ordinario y común a los simples fieles, y otro extraordinario, propio de los religiosos, quienes vendrían a ser de esta manera los únicos que ejercitan dentro de la vida de la Iglesia la vida de perfección.

Este error ha sido refutado por Santo Tomás, quien después de demostrar que la perfección cristiana consiste esencialmente en la caridad (cfr. S.Th. II-II, 184, 1), y que "ésta no es preceptuada únicamente en cierto grado, de modo que lo que exceda dicho grado sea sólo de consejo", infiere de allí la existencia de una sola e idéntica perfección, constituida esencialmente por el cumplimiento de los dos preceptos de la caridad. La perfección, observamos, consiste en alcanzar el fin para el cual uno ha sido creado; el fin es Dios, y la caridad es la que nos une con dicho fin. En este sentido la perfección esencial consiste en el ejercicio de la caridad, y la perfección integral en la unión de todas las virtudes, regidas por la caridad. Sólo, por tanto, secundaria e instrumentalmente consiste en guardar los otros preceptos y los consejos evangélicos. Tomemos en este aspecto dos documentos que expresan claramente dicha doctrina.

"Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección en el propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus sentimientos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas, encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: ‘Los que usan de este mundo, no se detengan en eso: porque los atractivos de este mundo pasan’ (I Cor. 7, 31)" (L. Gentium, n. 42).

El Código de Derecho Canónico y el Catecismo formulan aún más nítidamente idéntica doctrina:
"Los consejos evangélicos, fundados en la doctrina y ejemplo de Cristo Maestro, son un don divino que la Iglesia ha recibido del Señor y conserva siempre con su gracia" (CIC, canon 575).

"Los consejos evangélicos están propuestos en su multiplicidad a todos los discípulos de Cristo" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 915).

"En los tres evangelios sinópticos la llamada de Jesús, dirigida al joven rico, de seguirle en la obediencia del discípulo, y en la observancia de los preceptos, es relacionada con el llamamiento a la pobreza y a la castidad. Los consejos evangélicos son inseparables de los mandamientos" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2053).

"Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1974).

El fin último y absoluto: la Gloria de Dios, es igual para el religioso y el laico; como así también el fin secundario y relativo: la santificación de la propia alma y la de los demás. La diferencia entre el laico y los religiosos está en el orden de ciertos medios: por ejemplo los religiosos no se casan, los laicos están llamados a casarse; los religiosos renuncian a poseer bienes materiales (voto de pobreza), en cambio los laicos los poseen como medios, etc.

Los religiosos, por el estado de perfección, se entregan en la totalidad a Dios. Para Santo Tomás el nombre de religioso se toma de esta actitud de referir todo a Dios, en una vinculación y religación total a lo único necesario. Escuchemos de nuevo a Santo Tomás:

"Como ya hemos dicho, cuando una cosa es común a muchos, se atribuye por antonomasia a quien la posee en mayor grado. Así el nombre de fortaleza se reserva a la virtud que sostiene el ánimo en las cosas más difíciles, y el de templanza a la virtud que modera los deleites más intensos. Ahora bien, hemos dicho que la religión es la virtud por la cual rendimos a Dios culto y servicio. Por lo tanto, se llamarán por antonomasia religiosos los que se consagran totalmente al servicio de Dios, ofreciéndose a El en holocausto. Por eso dice San Gregorio: "Hay quienes nada se reservan para sí: su pensamiento, su lengua, su vida, todos los bienes que poseen los inmolan al Dios todopoderoso". Y como la perfección del hombre consiste en la unión total con Dios -según hemos visto- el estado religioso es un estado de perfección" (II-II, q.86, a.1).

Debemos notar la importancia de esta singular doctrina de Santo Tomás, en algunos aspectos. Lo que distingue los religiosos a los laicos "no es el hecho que los primeros practiquen la virtud de la religión y los segundos no, ya que ambos la practican o deben practicarla. Sino únicamente el modo de practicarla, llevándola los primeros hasta las últimas consecuencias, o sea, hasta la plena totalidad, haciendo de sus vidas un verdadero holocausto en honor de Dios" (2). Debemos agregar también que el religioso antes de ser religioso es cristiano, es decir hijo de Dios. En este sentido "el religioso es cristiano antes y por encima de religioso. La gracia bautismal vale infinitamente más que la profesión religiosa, más que la ordenación sacerdotal y más que el supremo pontificado: el Papa es más grande por cristiano que por Papa. Todo lo que venga después del bautismo son complementos accidentales, que vienen a reforzar y aumentar la primitiva gracia bautismal que nos dio el ser de cristianos, 

Engendrándonos hijos de Dios y haciéndonos herederos de la gloria. El día más grande de la vida del cristiano es, sin duda ninguna, el día de su bautismo, y ningún otro aniversario deberíamos celebrar con mayor solemnidad y gratitud hacia Dios, nuestro Padre, que nos admitió aquel día en su familia en calidad de hijos. Todos los años, en el aniversario de su bautismo, San Vicente Ferrer cantaba la misa en acción de gracias, y si se encontraba en Valencia, su ciudad natal, acudía a la iglesia donde le bautizaron y besaba devotamente la pila bautismal donde le habían engendrado para Cristo. Ello quiere decir que el religioso, como cristiano, está obligado ante todo y sobre todo a la práctica de los preceptos comunesa todos los cristianos y, por cierto, con mayor intensidad y perfección que los que no hayan recibido de Dios el don de la vocación religiosa, que es una gracia excelsa, aunque meramente complementaria de la gracia bautismal" (3).

En síntesis la diferencia fundamental entre religiosos y laicos "no afecta directamente al gran precepto de la caridad -es el mismo para ambos-, sino a la distinta manera de practicar la virtud de la religión en orden a la perfección de la caridad. El cristiano laico se conforma con dedicar al culto de Dios -objeto propio de la virtud de la religión- alguna parte de sus actividades, sin consagrar a él la totalidad de su vida. El religioso, en cambio, se consagra totalmente y para toda su vida al culto de Dios, obligándose a ello con el compromiso irrevocable de los votos emitidos públicamente en una sociedad religiosa; compromiso que le constituye ipso facto en un "estado de perfección", sea cual fuere todavía el grado de perfección personal que haya podido alcanzar en él la gran virtud de la caridad.

No olvidemos nunca que, como explica Santo Tomás, la vida religiosa se endereza a eliminar los obstáculos que se oponen a la consecución de la perfección de la caridad" (4). He aquí sus propias palabras:

"Hemos dicho antes que el estado religioso es una especie de ejercicio espiritual para alcanzar la perfección de la caridad, y consiste en ir destruyendo por medio de las observancias monásticas todo lo que es impedimento para la caridad perfecta. Estos impedimentos nacen del apego del hombre a las cosas de la tierra" (de las que se ve libre por los votos y las demás observancias monacales) (II-II, 189, 1).

II. Los Consejos Evangélicos

La existencia de los consejos evangélicos nos lleva a la misma enseñanza de Jesús, a su misma Vida y ejemplo. Si se acepta que del Evangelio surge una normatividad específicamente cristiana (verdad inexplicablemente puesta en duda por algunos teólogos protestantes y católicos actuales), al mismo tiempo se ha de reconocer en esa normatividad un doble nivel.

Jesús cuando enseña impone a veces verdaderos preceptos, comenzando por el primero y principal, o sea, el de la caridad, y continuando con los del decálogo, reformulados y ampliados por El que, para proceder de ese modo, apela a su propia autoridad ciertamente superior a la de Moisés.

Pero con mayor frecuencia el Señor "aconseja" la práctica de las virtudes cristianas, enumerando muchas de ellas: la obediencia, la pobreza, la castidad y virginidad, la misericordia, la humildad, la simplicidad, la prudencia, etcétera. En este sentido, los "consejos evangélicos" son bastante más de tres.

Y ahora los consejos evangélicos ¿porqué se los redujo a tres: pobreza, castidad y obediencia? Esta reducción tiene un sentido que es explicado por la Tradición viva de la Iglesia.

Cuando Dios crea a Adán colocándolo en el Paraíso, junto a Eva, su esposa, los crea con una cierta perfección: el estado de justicia original (llamado por el Concilio de Trento: estado de santidad y justicia). Este estado implicaba, lo que denomina la teología católica, una triple armonía: del hombre con las cosas, del cuerpo con el alma, y del alma con Dios. Aunque la Biblia no hable expresamente de la triple armonía se puede deducir de sus palabras.

En la primera armonía de Adán, frente a las cosas a las cuales debe nombrar, no para crearlas sino para reconocerlas, Dios le va a mandar:

"someted la tierra y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre cuanto vive y se mueve sobre la tierra" (Gén 1, 28).

La segunda armonía es del cuerpo con el alma y con los demás.

"Procread y multiplicaos" (Jun. 1, 28); "No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante" (Gén. 2, 18).

Y la última armonía es la del alma con Dios. Adán, junto con Eva, son creados a imagen y semejanza de Dios. La imagen dice referencia al ser, y la semejanza al quehacer; la imagen por el alma espiritual y la semejanza por el proceso de divinización.

"Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra" (Gén 1, 27).

El Catecismo de la Iglesia Católica va a reafirmar esta triple armonía que se desprende de la íntima unión con Dios.

"El primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también constituido en la amistad con su Creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él; amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de la nueva creación en Cristo.

La Iglesia, interpretando de manera auténtica el simbolismo del lenguaje bíblico a la luz del Nuevo Testamento y de la Tradición, enseña que nuestros primeros padres Adán y Eva fueron constituidos en un estado ‘de santidad y de justicia original’ (Trento, Dz 1511). Esta gracia de la santidad original era una ‘participación de la vida divina’ (Vat. II, LG 2).

Por la irradiación de esta gracia, todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no debía ni morir (Gn. 2, 17; 3, 19) ni sufrir (Gn 3, 16). La armonía interior de la persona humana, la armonía entre el hombre y la mujer (Gn 2, 25), y, por último, la armonía entre la primera pareja y toda la creación constituía el estado llamado de ‘justicia original’.

El ‘dominio’ del mundo que Dios había concedido al hombre desde el comienzo, se realizaba ante todo dentro del hombre mismo por un dominio de sí. El hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple concupiscencia (I Jn. 2, 16), que lo somete a los placeres de los sentidos, a la apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí contra los imperativos de la razón.

Signo de la familiaridad con Dios es el hecho de que Dios se coloca en el jardín (Gen. 2,8). Vive allí para cultivar la tierra y guardarla (Gen.2, 15); el trabajo no le es penoso (Gen.3, 17-19), sino que es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible.
Toda esta armonía de la justicia original, prevista para el hombre por designio de Dios, se perderá por el pecado de nuestros primeros padres" (nº 374-9). 

Esta triple armonía es la que el demonio va a atacar en Adán y Eva, en Cristo posteriormente y en todos los hombres a través

de todos los tiempos. El oficio propio del demonio es tentar para condenar; de ahí que la tentación no es más que dirigir "hacia el mal todo aquello de lo que el hombre puede y debe hacer buen uso... La tentación nos aparta de Dios y nos dirige de modo desordenado a nosotros mismos y al mundo" (Juan Pablo II, 27/2/1983, L'Osservatore Romano, p. 2). El tentador, causa extrínseca del mal, comienza con una simple insinuación al tentar, hasta llegar a lo más grave. De entrada al demonio hay que cortarle la cabeza, es decir no dialogar. Eva aceptó el diálogo y la tentación, cayendo en pecado y haciendo caer a Adán en lo mismo.

En Adán

La primera tentación: contra la armonía del hombre con las cosas; le va decir el demonio, tergiversando lo de Dios, llevando al mal uso de las cosas: pecado de gula.

"¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?" (Gén 3, 1). Dios le había dicho de no comer de un sólo árbol, de la ciencia del bien y del mal (Gen 2, 17).

La segunda tentación: contra la armonía del cuerpo con el alma, los tienta en el uso desmedido de las propias fuerzas: pecado de presunción.

"el día que de él comáis se os abrirán los ojos" (Gén 3, 5).

La tercera tentación: contra la armonía del alma con Dios. Le promete el diablo ser Dios sin Dios: la falsa divinización. En cambio Dios ofrece ser Dios por participación, por el camino de la divinización de la gracia. Al demonio lo que le interesa y lo mueve solamente es comunicar, transmitir al hombre su rebelión, es decir, su grito nefasto de Non serviam (cfr. Jer.. 2, 20), grito que es la verdadera antítesis de otra definición: Miguel: ¿quién como Dios? (cfr. Jds 9; Ap. 12, 7). El demonio siembra el desorden contra Dios, por ello le propone a nuestros primeros padres el ser Dios sin Dios; él les va a decir:

"seréis como Dios conocedores del bien y del mal" (Gén 3, 5).

Adán y Eva pecan, se hacen aliados del mal y enemigos de Dios. Las consecuencias: pérdida de la amistad con Dios, desarmonía interior y conflicto entre Adán y Eva, pérdida de dominio sobre las cosas. Este primer pecado -pecado original- que los esclaviza a nuestros protoparentes al mal se va a transmitir a todos los hombres por vía de generación "Por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores" (Rm. 5, 19); "Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron" (Rm. 5, 12); a todos los hombres alcanza el pecado original, menos a Cristo y la Virgen María. El Catecismo nos dice:

"El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre. En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.
En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, creado en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente "divinizado" por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso "ser como Dios", pero "sin Dios, antes que Dios y no según Dios".

La Escritura muestra las consecuencias dramáticas de esta primera desobediencia. Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original. Tienen miedo de Dios de quien han concebido una falsa imagen, la de un Dios celoso de sus prerrogativas.

La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra; la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones; sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio. La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil. A causa del hombre, la creación es sometida "a la servidumbre de la corrupción" (Rm 8, 20). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia se realizará: el hombre "volverá al polvo del que fue formado". La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad." (Catecismo de la Iglesia Católica, nos 397-400).

Los tres niveles de tentación están relacionados con la triple concupiscencia que habla San Juan Evangelista: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (cfr. I Jn. 2, 16).

Cristo: Nuevo Adán

Lo que Adán perdió, Cristo lo recuperó. Cristo, Nuevo Adán, es el Restaurador y Salvador de todo; El es quien va a volver toda la creación a su belleza original. San Pablo, a la universalidad del pecado y de la muerte, opone la universalidad de la salvación en Cristo.

"Como por el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo (la de Cristo) procura a todos una justificación que da la vida" (Rm. 5, 18).
Cristo se sometió a las tentaciones de Satanás por diversos motivos. Primero para merecernos el auxilio contra las tentaciones; segundo para que nadie por santo que sea se tenga por seguro y exento de tentaciones; tercero, para enseñarnos la manera de vencerlas; y cuarto, para darnos confianza en su misericordia (cfr. Santo Tomás, S. th., III, 41, 1). Esta triple tentación de Cristo, por parte del diablo, como enseña San Ambrosio, se refiere a "los tres principales dardos del diablo, con que suele armarse para herir el alma humana: uno la gula, el otro la vanidad, el tercero, la ambición" (In Lc, IV, 17). Y ahora pasamos a las tres tentaciones que padeció Cristo, venciéndolas (5).

"a. La primera tentación. "Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan" (Mt. 4, 3). Bien observa San Ambrosio que el demonio comienza precisamente donde había vencido en la tentación paradisíaca, tentando a través de la gula o sensualidad (In Lc.. IV, 17). Para apartar a Cristo de la fidelidad a su misión mesiánica lo invita a la desobediencia, como lo hiciera antaño en el paraíso. El Padre, a través del Espíritu, te manda al desierto para que ayunes; ni a un esclavo se lo obliga a esto; si eres el Hijo de Dios no temas oponerte a una orden tan avasallante. Al inducirlo a comer, el diablo lo estaba incitando a que comenzase su misión con un acto contrario a la voluntad de Dios".

"Jesús le contesta: "Escrito está: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt. 4, 4). La frase que Jesús trae a colación está tomada de un discurso de Moisés (Deut. 8, 3) donde el caudillo dice al pueblo que si bien Dios le afligió y le hizo pasar hambre, no por eso le faltó el necesario sustento, porque Dios le proveyó con el maná. Jesús retoma la expresión como si quisiera decir: La vida del hombre no se conserva únicamente con el pan, sino que puede sustentarse de cualquier forma que Dios quiera; por tanto si Dios quiere que sufra hambre, vivirá sin pan, como Dios lo disponga. Hacer un milagro en orden a procurarme algo para comer, sería contrariar la voluntad del espíritu que me trajo al desierto".

"b. La segunda tentación. "Llevóle entonces el diablo a la ciudad santa, y poniéndole sobre el pináculo del templo, le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, pues escrito está: A sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que no tropiece tu pie contra una piedra" (Mt. 4, 5-6). Comenta San Ambrosio: "Viene enseguida la flecha de la vanidad... Lo llevó al pináculo. Tal es en efecto la vanidad; cuando uno cree elevarse más alto, el deseo de hacer acciones esplendorosas precipita a los abismos... ¿Hay cosa más propia del diablo que aconsejar arrojarse hacia abajo? ...El diablo muestra al mismo tiempo su debilidad y su malicia, porque el diablo no puede dañar sino a aquel que se precipita por sí mismo. El que renuncia al cielo para elegir la tierra hace deliberadamente caer su vida en una especie de precipicio" (In Luc. IV, 21-26).

"Tienta Satanás a Jesús invitándole a una exhibición de poder en orden a recibir jactanciosamente el aplauso y el vano honor de los hombres. La voluntad de Dios era que el Mesías cumpliese su misión no a través del exhibicionismo y de la jactancia sino pasando por el dolor y el desprecio. Satanás lo invita a que prefiera la gloria vana de los hombres, tan sensibles a los hechos fantásticos, a la gloria de Dios, que pasa por la obediencia y la humillación".

"A la frase escriturística que le alega el demonio para tentarle, responde Jesús con otra frase de la misma fuente: "No tentarás al Señor tu Dios" (Mt. 4, 7; Deut. 6, 16); pertenece también a un discurso de Moisés donde recuerda cómo el pueblo elegido, encontrándose en cierta ocasión falto de agua, murmuró contra Dios y le exigió un milagro. Tienta a Dios quien confía en su divina providencia más allá de lo debido y justo. Tirarse del pináculo por el mero deseo de cosechar gloria mundana esperando para ello una ayuda milagrosa de parte de Dios es presunción manifiesta".

"c. La tercera tentación. Dios había prometido al Mesías la posesión de todos los reinos de la tierra (cf. Ps. 2, 8; 71, 8.11, etc.); pero debía conquistarlos a través del dolor (cf. Is. 49, 4; 50, 4-10). El demonio intentará ahora persuadirle de que invierta el orden de la Providencia, llegando al dominio mediante un pacto con el mal. "Llevándole a una montaña elevada, le mostró desde allí, en un instante, todos los reinos del mundo" (Lc. 4, 5). Fue como por arte de magia, y en virtud del poder diabólico, que desde lo alto de un monte se proyectó, ante los ojos de Cristo, "en un instante", una representación fantástica de la magnitud, riqueza y poder de todos los reinos del mundo y de la historia. "Es justo que en el espacio de un instante -escribe San Ambrosio- sean mostradas las cosas del siglo y de la tierra; porque esto no indica tanto la rapidez de la visión cuando la fragilidad de un poder caduco; en un instante todo esto pasa, y a menudo los honores del mundo se van antes de haber llegado" (ibíd., 2. 8)".

"Tras esta exaltante visión panorámica, Satanás hace su ofrecimiento, envuelto en una manifestación mentirosa de su soberbia que pretende nivelarse con Dios: "Todo este poder y su gloria te daré, pues a mí me ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy" (Lc. 4, 6). Pero le impone una condición: "Si te postras delante de mí, todo será tuyo" (Lc. 4, 7). Como si dijera: Tendrás todo esto, si renuncias a señorear el mundo y las naciones pasando por la cruz. Es cierto que el Verbo se hizo carne para instaurar su reino sobre los corazones y sobre las naciones, pero, como bien enseña Orígenes, "no quiere ser coronado sin penalidad ni reinar sobre los demás sufriendo él mismo la ley del diablo. Por eso Cristo le replicó: Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios, y a El sólo servirás (Lc. 4, 8). También es mi voluntad que todos esos hombres se hagan súbditos míos para que adoren al Señor y no lo sirvan sino a El" (In Luc. hom, 30, 4). Así Cristo rechaza, indignado, la sugestión diabólica, recurriendo a una expresión de Deut. 6, 13. Lo aparta de sí, le manda huir, lo que no hizo en las dos anteriores tentaciones, para demostrar que es el celoso vindicador de la gloria de Dios".
"Las tres tentaciones del desierto constituyen una especie de retoma de las tentaciones del Paraíso, con la diferencia de que las viejas derrotas del primer Adán florecen ahora en las victorias del segundo. "Desde el punto de vista místico -enseña San Ambrosio-, veis que los nudos del antiguo extravío han sido desatados uno tras otro; primero el de la gula, luego el de la presunción, en tercer lugar se desliga el de la ambición. Porque Adán fue engolosinado por el alimento y, penetrando con presuntuosa seguridad en el lugar donde se encontraba el árbol prohibido, incurrió para colmo en el reproche de ambición temeraria aspirando a la semejanza divina" (In Luc. IV, 33).
La triple respuesta de Cristo, venciendo al demonio, hace referencia a la restauración de la triple armonía: de las cosas con el hombre, del hombre consigo mismo, y del hombre con Dios. (*)
Los Padres van a ver esta triple respuesta en relación con los consejos: la pobreza respecto de las cosas; la castidad respecto del cuerpo con el alma; y la obediencia respecto del hombre con Dios. Veamos un ejemplo, el de Casiano, que desarrollando la tesis de Evagrio Póntico, distingue en la renuncia del monje tres momentos principales. Va a colocar esta doctrina profunda en la boca de apa Pafnucio:

"Hablemos ahora de las tres renuncias. La tradición de los Padres y la autoridad de las Sagradas Escrituras demuestran, en efecto, que son tres, y que a cada uno de nosotros conviene ponerlas por obra con el mayor ahínco. La primera, corporal, consiste en despreciar todas las riquezas y bienes de este mundo; la segunda en abandonar nuestras antiguas costumbres, vicios y afecciones del espíritu y de la carne; la tercera, en apartar nuestra mente de todo lo presente y visible para contemplar únicamente las cosas futuras y no desear más que las invisibles. Que llevara a cabo las tres al mismo tiempo, es el mandamiento que dio Dios a Abrahán cuando, como leemos, le dice: "Sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre". En primer lugar dijo: ‘de tu tierra’ esto es, de los bienes de este mundo y de las riquezas terrenas; en segundo lugar; ‘de tu parentela’, es decir, de la vida, costumbres y vicios anteriores, con quienes estamos emparentados con una especie de afinidad y consanguinidad desde nuestro nacimiento; en tercer lugar: ‘de la casa de tu padre’, esto es, de todo recuerdo de este mundo visible" (Collat. 3, 6).

Sto. Tomás, el Doctor Común, hablando de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, va a relacionarlos con la triple armonía.

"El estado de religión puede ser considerado en tres aspectos: en que es cierto ejercicio para tender a la perfección de la caridad; en que tranquiliza el ánimo del hombre de las preocupaciones externas, conforme con lo que dice el Apóstol: «Quiero que viváis sin inquietud» (I Cor., VII, 32); y en que es un holocausto, por el cual uno se ofrece totalmente a Dios a sí mismo y sus cosas. Según esto, el estado religioso se completa con los tres votos.

1. En cuanto al ejercicio de perfección, requiere que uno aleje de sí aquellas cosas que pueden impedir que su afecto tienda totalmente a Dios, y en ello consiste la perfección de la caridad. Estas cosas son tres: la ambición de los bienes exteriores, que se destruye por el voto de pobreza; la concupiscencia de los deleites sensibles, entre los cuales llevan la preferencia los deleites carnales, que son excluidos por el voto de continencia; el desorden de la voluntad humana, que se excluye por el voto de obediencia.

2. La inquietud de los cuidados seculares afecta al hombre en lo que atañe principalmente a tres cosas: a. la libre disposición de las cosas exteriores, y este afán se descarta del hombre por el voto de pobreza; b. al gobierno de la esposa y de los hijos, lo cual se elimina con el voto de continencia; c. a la disposición de los propios actos, la cual desaparece con el voto de obediencia, por el que uno se somete a las órdenes de otro.

3. Hay holocausto cuando uno ofrece a Dios todo lo que tiene. Tres bienes tiene el hombre: el bien de las cosas exteriores, las que afectivamente y de manera total uno ofrece a Dios por el voto de pobreza voluntaria; el bien del propio cuerpo, que el hombre ofrece por el voto de continencia, pues por él renuncia a los mayores deleites corporales; y el bien del alma, que el hombre ofrece a Dios por el voto de obediencia y que consiste en el ofrecimiento de la propia voluntad, por la cual el hombre usa de todas las potencias y hábitos del alma." (II, II, 186, 7).

La vida del consagrado es, en síntesis, reproducir en sí mismo a Cristo, por la gracia de Dios; es restaurar la triple armonía por la práctica de los preceptos, y a través del ejercicio de los consejos evangélicos. Los tres votos son para imitar a Cristo: pobre, casto y obediente. El Papa Juan Pablo II realiza la siguiente observación:

"En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, "aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo". Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn. 17, 7-10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia voluntad, al misterio de la obediencia filial, lo confiesa infinitamente amado y amante, como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (cf. Jn. 4, 34), al que está perfectamente unido y del que depende en todo. Con tal identificación "conformadora" con el misterio de Cristo, la vida consagrada realiza por un título especial aquella confessio Trinitatis que caracteriza toda la vida cristiana, reconociendo con admiración la sublime belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser humano." (Vita Consecrata, n. 16).

III. La renuncia

Al religioso se lo puede denominar como un ser desterrado voluntario, alguien que renuncia a todo para ganar el Todo, que es Dios. Renunciar es dejar voluntariamente la propia voluntad para hacer la sola Voluntad de Dios. Tal renuncia implica la ayuda de Dios, su Infinita Bondad.
El nombre usado para el destierro es xeniteia o expatriación. La xeniteia abarcaba un aspecto material y a la vez espiritual. Lo material es dejar un lugar concreto: la casa de los padres para ir donde Dios disponga. La Iglesia primitiva invocaba, para este gesto, a su favor, nada menos que el ejemplo de Jesucristo: "quien se hizo extranjero por nuestro amor"; y el de los apóstoles, que dejaron la patria para predicar el mensaje de salvación a todos los hombres. Pero, como aclaración, una cosa es dejar la Patria y otra rechazarla. El desapego de la patria, y el ir de ciudad en ciudad, sin hogar, sin morada fija, es para cumplir el mandato del Señor de ser sal y luz de todo el orbe. Y el aspecto espiritual: la xeniteia es la renuncia a la propia voluntad para ejercitarse en el solo cumplimiento de la voluntad de Dios.

La xeniteia-exilio o peregrinatio es para vivir en el camino de la perfección total. "Si deseas la perfección -dice San Jerónimo-salte con Abrahán de tu patria y de tu parentela" (Ep. 125, 20).
La renuncia o el destierro voluntario, la xeniteia, es la cruz con todas las exigencias. He aquí un texto profundo que une la renuncia a la cruz, ya que la cruz implica renuncia y la renuncia verdadera conduce a la cruz.

"La renuncia no es sino la marca de la cruz y de la muerte de sí mismo. Debes, pues, saber que hoy has muerto verdaderamente al mundo presente, a sus obras y a sus deseos, y que, según dice el Apóstol, estás crucificado para el mundo, como el mundo lo está para ti.  Examina, pues, lo que implica la cruz bajo cuyo signo debes vivir en adelante, porque ya no eres tú quien vive, sino que vive en ti aquel que por ti fue crucificado.  Es preciso conformar toda nuestra vida al modelo que él nos dio cuando estaba clavado en la cruz, para que, según dice David , traspasando nuestras carnes con el temor del Señor como con clavos, nuestra voluntad y todos nuestros deseos ya no estén sujetos a nuestra concupiscencia, sino clavados a su mortificación. De este modo cumpliremos este precepto del Señor: "Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí" (Pinufio, Instituta, 4-34).
Tomar la cruz, es negarse y es morir a sí mismo. Así San Porcario, abad de Lérins aconseja al monje: "Abrázate a la cruz.. como si estuvieras ya muerto al mundo" (Monita, Ed. A. Wilmart: R Bén 26, (1919), 479).

En la tradición de la Iglesia se va a ver al monje de manera parecida al mártir. Pero ¿es verdaderamente un mártir? La respuesta está dada por lo que significa la palabra mártir: el testimonio público que se da a Dios delante de los hombres derramando la propia sangre.
"Según los escritores del tiempo de las persecuciones, el martirio es esencialmente un testimonio público que se da a Dios delante de los hombres. Este testimonio consiste en cumplir la voluntad de Dios oponiéndose a la del demonio: el medio de hacerlo es imitar a Cristo en su pasión; el fruto del sacrificio que se ofrece de esta manera es la remisión de los pecados con la certeza de la gloria celestial. Ahora bien, existen dos maneras de dar a Dios este testimonio: o muriendo por El, o llevando por El una vida mortificada: ésta es también, realmente, un martirio. Clemente de Alejandría lo afirma sin ninguna clase de duda: "Toda alma -dice- que se conduce con pureza en el conocimiento de Dios, que obedece a los mandamientos, es mártir en su vida y en sus palabras: de cualquier manera que sea separada de su cuerpo, derrama su fe, como la sangre, durante su vida entera y en la hora de su partida" (6).

Y la actitud del monje por la cual se hace mártir es la obediencia; obedecer: ob-audire (disponerse a escuchar) es ofrenda del propio ser a Dios.

"El martirio del monje está, por lo tanto, esencialmente en la obediencia a Dios y a su superior, que representa al mismo Dios: es un "servicio inmaculado -dice San Jerónimo-, una esclavitud en la que se guarda uno del pecado". Si los verdaderos monjes llevan una vida de martirio y se distinguen de los monjes indignos de este nombre, que se llaman sarabaítas, es únicamente, según Casiano, porque aquellos se someten a un superior y renuncian a cumplir todos sus propios caprichos. "Tened humildad -escribe a su vez Teodoro Estudita-, absteneos de vuestra propia voluntad y conformaos solamente con las órdenes que os dé vuestro superior. Si obedecéis de esta manera hasta el fin, seréis bienaventurados. El coro de los mártires vendrá a recibiros y os coronará, y, rescatados para siempre, gozaréis de los bienes sin fin en el reino de los cielos" (7).

El martirio de amor, el amor a la cruz, es de quien se consagra a Dios. Pinufio al que ha tomado el hábito le indica que es el camino de la cruz, ya que la cruz implica compromiso, el camino estrecho. Ser monje es portar la cruz.

"Nuestra cruz es el temor del Señor. Como el que está crucificado no tiene ya posibilidad alguna de mover sus miembros y de volverse hacia donde le plazca, así ya no debemos ordenar nuestra voluntad y nuestros deseos según lo que nos es agradable y nos gusta de momento, sino, de acuerdo con la ley del Señor, hacia donde ella nos obliga. El que está clavado al patíbulo de la cruz, ya no tiene en cuenta las cosas presentes, ya no piensa en satisfacer sus pasiones, ya no tiene ningún cuidado ni inquietud del día de mañana, ya no siente el deseo de poseer; ni se deja llevar de la soberbia, ni de las rivalidades, ni de las disputas; ya no tiene ningún rencor por las injurias que le hacen, ni recuerdo alguno de las que recibió en el pasado, y aunque todavía con vida, ya se considera difunto a todo los elementos de este mundo, y dirige la atención de su corazón hacia el lugar al que sabe que va a pasar en breve. Así también nosotros, crucificados por el temor del Señor, debemos estar muertos a todo esto, es decir no sólo a los vicios de la carne, sino también a los elementos del mundo, manteniendo siempre los ojos del alma fijos en el lugar al que en todo momento debemos esperar ir. De este modo, efectivamente, podremos mortificar todas nuestras concupiscencias y afecciones carnales" (Instituta 4, 35).

Cuando el hábito no se lleva conforme a las exigencias de la vida consagrada se convierte en una hipocresía. El hábito exterior debe concordar con el hábito interior que embellece al alma. San Vicente Ferrer hace el siguiente discernimiento:

"¿Qué quiere decir hipocresía? Cuando la vestidura externa que se lleva no corresponde ni concuerda con la vida de dentro, como ocurre con los frailes menores, predicadores, carmelitas y canónigos, que llevan hábitos de santidad y por dentro están llenos de podredumbre. Los frailes predicadores, llevan el hábito blanco por debajo y la capa negra encima, significando la penitencia que deben hacer; lo blanco significa la pureza que deben tener en su vida. Después, los menores llevan el hábito de estamiña gruesa, no ropa delicada, y una cuerda a la cintura, significando la vida áspera que deben hacer, y el cíngulo para azotarse cuando quieran, como lo hacía San Francisco, el cual no llevaba el cordón como ahora lo llevan, con nudos y flecos gentiles. Esto es hipocresía manifiesta. Después los carmelitas, que llevan la capa blanca por fuera y el escapulario marrón, para significar la vida que deben llevar: la capa blanca por el buen ejemplo que deben dar; el marrón, por la vida áspera que deben hacer. Y ahora ¿cómo va? Todo va de banda, y quieren hartarse de carne, y por eso jamás podrán vivir castos (si no castos, al menos cautos). Ahora sólo que no lo sepa la gente; escondidamente no se conservan. Después los canónigos, que llevan el sobrepeliz blanco encima, para significar el buen ejemplo que deben darnos a todos y la buena vida que deben llevar. Y ahora todos se hartan de carne y beben vino... Y allí donde entra carne y vino, hay bastante lujuria. ¡Puercos, puercos! ¡Hipócritas malvados!" (Obras, I, 207, 5-30). (*)

En cuanto a la renuncia podríamos preguntar: el consagrado por renunciar a las cosas del mundo y vivir exclusivamente para Dios ¿no es un egoísta, un frustrado?

a. El religioso ¿es un egoísta?

Parece y da la sensación de que el religioso al retirarse al monasterio o al convento es un egoísta, que piensa sólo en sí mismo y no en los demás.

La respuesta debe ser según lo que entendamos por egoísta. El egoísmo es un amor inmoderado de sí mismo, piensa solamente en sí y no le interesa los demás. El "egoísmo -observa Mons. Tortolo-, es una forma perversa de la autoposesión. El egoísmo suplanta el verdadero yo y lo sustituye por una falsa creación personal, que genera el desorden interior, trastueca el orden de la Verdad y del Amor, aliena al hombre egoísta, descarga sobre él una pesada servidumbre que, para su propio mal, convierte al egoísta en esclavo de sí mismo... El egoísmo acecha constantemente al hombre para su propia desgracia. Camino a la muerte. San Juan Crisóstomo escribe su último libro, que llamaríamos hoy Mensaje espiritual, cuyo título es el siguiente: ‘Nadie puede recibir daño sino de sí mismo’, ... Pocas veces una frase tan breve ha contenido tanta substancia. El único que puede hacernos mal es el egoísmo, y el egoísmo es multiforme" (8).

La vida religiosa, en su sentido profundo y verdadero, es lo más alejado de una actitud egoísta; al contrario, en lo que debe ser, está ordenada a vivir la caridad como "vínculo de perfección", el amor que se hace oblación. La vida religiosa, en la Iglesia, exige una renuncia de sí mismo, un desapego de las malas inclinaciones, un tener el corazón libre de las falsas idolatrías y una actitud de querer agradar a Dios en todas las cosas.

No se entra para estar en el vicio, sino para vencerlo con la ayuda de Dios. Más que el egoísmo lo que debe regir en el consagrado es el amor de Dios. Y el amor de todas las almas en Dios. Evagrio Póntico al decirnos quién es el monje, nos aclara el sentido mejor de esta vocación. "Monje es aquel que está separado de todo y unido con todos" (De oratione, 124).

El monje verdadero entra para centrarse en Dios mediante una vida virtuosa."Lo que tú buscas no es una cosa cualquiera -le dice Palamón al joven Pacomio-; de hecho, muchos hombres vinieron acá por esta cosa y no la pudieron soportar; al contrario, retrocedieron vergonzosamente, pues no quisieron afanarse en la virtud" (Vies coptes, p. 84-85).

La vida consagrada está unida a la Redención de Cristo, por el bien de todas las almas, Los monjes, por ejemplo, "también se esfuerzan en conciliar la vida interior y el trabajo en el compromiso evangélico por la conversión de las costumbres, la obediencia ... Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu..." (9).

El sentido de la entrega a Dios, de manera exclusiva, es para ser un holocausto para la gloria de Dios y el bien de las almas. "Precisamente por esto, siguiendo a Santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto.(cfr. S.Th., II-II., 186, 1)" (10).

La vida religiosa, al ser reflejo y don de la Trinidad, conduce a todas las almas a los grandes tesoros de la misericordia de Dios. "Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es el anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza... de este modo, la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina" (11).

b. El religioso ¿es un frustrado?.
Al renunciar a constituir una familia, a tener la propia casa, ¿no es un frustrado?
La palabra frustrado viene de frustra, que en latín significa en vano, en balde; y frustra viene de fraustra que a su vez viene de fraus, es decir, fraude, engaño. En la frustración hay ante todo engaño. También la frustración tiene mucho de desacierto, de no dar en el Centro, de no aceptar lo que se debe ser, en relación con Dios.

En cuanto la vida religiosa en sí misma, no se trata de una frustración, en cuanto se orienta a Dios; y por parte del sujeto que la realiza tampoco, siempre y cuando haga lo que Dios le estableció en su vida. Más que frustración es encauce; más que contener es plenificar. En cuanto el voto de pobreza no es renunciar a los bienes materiales por el simple hecho de renunciar, sino que es dejarlos por los bienes del cielo; en cuanto a la castidad, es renuncia a la paternidad o maternidad física, por una paternidad o maternidad superior en el espíritu. Es lo que dice San Pedro a Cristo: "Pues nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido. Respondió Jesús: En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o campos, por amor de mí y el Evangelio, no reciba el céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero, y muchos primeros serán los últimos, y los últimos, los primeros" (Mc. 10, 28-31). Y en cuanto al voto de obediencia, se renuncia a la propia voluntad para realizar mejor la Voluntad de Dios.

La vida religiosa al conllevar una renuncia y una entrega total general está por encima y de manera muy distante de toda frustración. Pablo VI nos dice:

"La vida religiosa es la conversión radical a la rectitud y a la santidad propias del cristiano animado por la gracia (...); es la respuesta plena e incondicional a Cristo, quien de tantos modos llama y elige; es, por consiguiente, la renuncia heroica y liberadora de todo impedimento (...) en favor de la prioridad y exclusividad del amor, y, por tanto, la audacia del seguimiento, más allá de los preceptos, de los consejos evangélicos"(12).

Juan Pablo II ha seguido el ejemplo de su predecesor.

"El tesoro -dice- de los consejos evangélicos y el compromiso, maduro y sin retorno, para hacer de él el título de una existencia cristiana no deberán ser relativizados (...). Este radicalismo es necesario para anunciar de forma profética, pero siempre humilde, esta humanidad nueva según Cristo, totalmente disponible para Dios y totalmente disponible para los demás hombres" (Alocución del 16/11/1978, a la Unión de Superiores Generales). "San Benito -dice en otra parte-, al leer los signos de los tiempos, vio que era necesario realizar el programa radical de la santidad evangélica (...) en las dimensiones de la vida cotidiana de los hombres. Era necesario que lo heroico se hiciese normal y que lo normal, cotidiano, se convirtiese en heroico" (Homilía 23/3/1980 en Nursia).

NOTAS de la I parte

(1) P. Fr. RENAUDIÈRE DE PAULIS, Domingo, O.P., La Palabra de Dios, A.M.A.D., Bs.As., 1959, p. 23.
(2) Ibíd., p. 24.
(3) Ibíd., p. 24.
(4) THIBON, G., El Equilibrio y la Armonía, Rialp, Madrid, 1981, p. 65.
(5) P. Fr. GARCÍA VIEYRA, A, O.P., Renovación y Progresismo en la Iglesia, Roma, Bs. As., 1968, nº 6, p. 18.
(6) P. Fr. GARCÍA VIEYRA, A., O.P., ibíd., p. 18.
(7) PP. PABLO VI (cuando era Arzobispo de Milán), Pastoral de la Ascensión; año 1973.
(8) Actas y Documentos del VIII Congreso Católico Italiano (21-23 de octubre de 1890), cart. I, pp. 87-88, Bolonia, 1890.
(9) Citado por Don Columba MARMION, Jesucristo, Ideal del Monje, Difusión, Bs. As., 1951, p. 33.
(10) Don Columba MARMION, ibíd., p. 33.
(11) S. ESTEFANO CONFESOR, De unitate et diversitate regularum, Pról., PL 204, 1136.
(12) S. FRANCISCO, Regula bullata, cap. I, 1.
(13) Regula S. Alberti patriarchae hierosolymitani eremitis montis carmeli data, pról. de B. ZIMMERMANN, en Monumenta historica carmelitana, I, Lirinae, 1907, 12.
(14) Formula instituti societatis iesu: Monumenta ignatiana. Constitutiones, Roma, 1934, 375.
(15) Christo nihil omnio praeponere. S.BENITO, Regula, c. 4, 21 y c. 72, 11: CSEL 75, 30 y 164.
(16) Citado por LECLERQ, J., La Vida Perfecta, Herder, Barcelona, 1965, pp. 130-1.
(17) LECLERQ, J, ibíd., p. 132.
(18) LECLERQ, J, ibíd., p. 133.
(19) BOSSUET, Panegérico de S. Benito, citado por Dom Paul RENAUDIN, SAINT BENOIT dans la chaire chrétiennes, Clervaux, 1932, p. 19.
(20) CALDERON BOUCHET, Rubén, Formación de la Ciudad Cristiana, Dictio, Buenos Aires, 1978, p. 125.

NOTAS de la II parte

(1) Juan Pablo II, Vita Consecrata, nº 16.
(2) P. Fr. Antonio Royo Marín O.P., La vida religiosa,, p. 136.
(3) idem, 138
(4) idem, 139-140

(5) Colocamos en esto, por razón de su profundidad y exposición completa, el trabajo del Padre Sáenz, Alfredo, SJ, El espíritu del mundo, en Rev. Gladius, Bs. As., Año 1 - Nº 1, tercer Cuatrimestre de 1984, pp. 20-2.

(*) El Cardenal Joseph Ratzinger comentando las tentaciones que tuvo Nuestro Señor va a decir: [colocamos su texto de manera resumida]

"De forma análoga, el relato de las tentaciones es una anticipación, un espejo del misterio de Dios y del hombre, del misterio de Jesucristo. En ellas Jesús continúa el descenso que inició en el momento de la Encarnación, que hizo visible públicamente en el bautismo y que lo llevará hasta la cruz y a la tumba, al sheol, al mundo de los muertos. Pero en ellas se produce también una nueva subida, que abre y hace posible la salida del hombre desde su abismo y más allá de sí mismo...
Así, el relato de las tentaciones resume en síntesis toda la lucha de Jesús: está en juego la esencia de su misión, pero al mismo tiempo, más en general, está en juego el orden correcto de la vida humana, el camino del ser humano, el camino de la historia. Se trata, en último término, de algo que tiene importancia en la vida. Esta realidad última, decisiva, es el primado de Dios. El núcleo de toda tentación consiste en prescindir de Dios, que al lado de to- das las cosas urgentes de nuestra vida parece una cuestión de segundo orden. Considerar que nosotros mismos, o las exigencias y los deseos del momento, son más importantes que él es la tentación que siempre nos acecha. En efecto, de ese modo rechazamos a Dios en su divinidad y nos hacemos nosotros mismos dios, o mejor, convertimos en dios los poderes que nos amenazan...

La prueba de la existencia de Dios, que el tentador propone en la primera tentación, estriba en convertir en pan las piedras del desierto...

En este mundo debemos oponernos a los engaños de las falsas filosofías y reconocer que no vivimos sólo de pan, sino ante todo de la obediencia a la palabra de Dios. Y solamente donde se vive esta obediencia se desarrollan los principios morales que pueden proporcionar también pan para todos...
Pasemos a la segunda tentación de Jesús, cuyo significado ejemplar bajo muchos aspec tos es el más difícil de comprender. La tentación se ha de entender como una especie de visión, en la que nuevamente se sintetiza una realidad, un peligro particular del hombre y de la misión de Jesús. Ante todo, aquí hay algo singular: el diablo cita la Sagrada Escritura para intentar que Jesús caiga en su trampa. Cita el Salmo 90, versículos 11 y 12, que hablan de la protección que Dios garantiza al hombre fiel: "A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra"...

El diablo muestra que conoce muy bien las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud. Todo el diálogo de la segunda tentación se presenta formalmente como un debate de dos expertos en sagrada Escritura. El diablo aparece como teólogo, observa al respecto Joachim Gnilka. Soloviev recogió este motivo en su Breve relato del Anticristo: el Anticristo recibe de la universidad de Tubinga el doctorado honoris causa en teología. Este libro del gran teólogo ruso es tan interesante precisamente por el hecho de que no sólo actúa como comentario a la narración de las tentaciones de Jesús, sino que también ilumina los rasgos de nuestro presente, que nos asombran y nos deben señalar las fronteras que delimitan la fe y la apostasía, la fe y la herejía. Si la teología se convierte en puro saber sobre textos bíblicos y sobre la historia de la fe cristiana, pero queda subordinada a decisiones fundamentales diversas, ya no está al servicio de la fe, sino que la destruye. La discusión teológica entre Cristo y el diablo es un debate sobre la correcta interpretación de la Escritura, cuyo criterio no reside en la pura dimensión histórica. La verdadera cuestión estriba en ver con qué imagen de Dios se lee la Escritura. La discusión sobre la interpretación es una discusión sobre lo que es Dios. Una frase del relato del Anticristo muestra qué es lo que últimamente está en juego: "Él (el Anticristo) creía en Dios, pero (...) en los más íntimo de su corazón se prefería a sí mismo". Ahora bien, en la narración de las tentaciones, la discusión sobre la Escritura ante todo es también una discusión sobre la cuestión de si el Antiguo Testamento pertenece verdaderamente a Cristo, si él es de verdad la respuesta a sus promesas. Él, el pobre, el débil, el fracasado, el que no es protegido por Dios en la cruz; él, que no trajo el bienestar general que proporciona el Anticristo, ¿es verdaderamente el que ha de venir?
Como hemos dicho, la disputa sobre la Escritura es una discusión sobre la imagen de Dios, pero esta disputa se decide a partir de la imagen de Jesucristo: él, que se quedó sin poder mundano, ¿es verdaderamente el Hijo de Dios vivo? La lucha en torno a la Biblia, esta lucha en torno al Dios que se manifestó en Jesucristo, se debe renovar siempre.

Pasemos a la tercera y última tentación, culmen de toda la narración. El diablo lleva al Señor, en visión, a un monte muy alto. Allí le muestra todos los reinos de la tierra y su gloria, y le ofrece el dominio del mundo...

La voluntad de Dios se enfrenta con la voluntad del hombre. En definitiva, también en esta tentación se intenta alejar al hombre de Dios. La respuesta de Jesús al tentador: "Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo servirás", recuerda el Shemá Israel, las verdaderas palabras centrales del Antiguo Testamento, su confesión de fe esencial y su oración fundamental, que así se sitúa también en el centro del Nuevo Testamento y de la existencia cristiana: "Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas" (Dt. 6, 4-5)...

El poder de Dios en el mundo es discreto, no busca ostentación. Lo revela no solamente el relato de las tentaciones, sino también la vida entera de Jesús. Pero es el poder verdadero y duradero. La casa de Dios parece continuamente "encontrarse como en agonía". Pero siempre se manifiesta nuevamente como la que realmente resiste y salva. Los reinos del mundo, que entonces Satanás podía mostrar al Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser mera apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria de su amor, humilde y dispuesta a sufrir, no ha sufrido ocaso. En la lucha contra Satanás Cristo salió vencedor: unos ángeles se acercaron y le servían, dice el evangelista (cf. Mt. 4, 11). El Año santo nos invita a descubrir esta victoria de Cristo, su gloria duradera, y a dejarnos guiar por ella en las decisiones de nuestra vida diaria." (L'Osservatore Romano, 28-3-1997, pp. 10-2).

(6) LECLERQ, Jean, La Vida perfecta, Herder, Barcelona, 1965, p. 175.
(7) LECLERQ, Jean, ibíd., p. 178.
(*) "Si Santo Domingo volviera a este mundo, no encontraría ningún convento en dónde estar" (S. Vicente Ferrer, IV, 34, 15).
(8) Mons. TORTOLO, Adolfo, La Sed de Dios, Claretiana, Bs.As., 1977, p. 24.
(9) Juan Pablo II, Vita Consecrata, n.6.
(10) Juan Pablo II, ibíd., n. 17.
(11) Juan Pablo II, Vita Consecrata, n.20.
(12) Alocución del 8/9/1971, en Subiaco.

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